La mujer pensó que ese rostro le era familiar. Acercó más la silla y pegó su arrugada cara a la pantalla. La luz le alcanzó de tal manera que su nieto pudo ver los pelos que le crecían en la barbilla. Debería habérselos afeitado hacía mucho tiempo, pensó, pero no sabía muy bien cómo decírselo.
—¡Es Johann Olav! —gritó la mujer—. Está bebiendo leche.
—Mmm.
—Qué guapo es ese chico. Me pregunto si él lo sabe, es como una escultura de verdad. ¡Una escultura viva!
Koss, el gran patinador de velocidad, se limpió la leche de los labios y sonrió a la cámara mostrando sus dientes blancos.
—¡Pero qué dentadura tiene! ¿Has visto? Unos dientes blanquísimos. Es porque bebe leche. Tú deberías beber más. Y luego ha tenido acceso al dentista escolar; nosotros no tuvimos esa posibilidad.
La mujer recogió la manta sobre las rodillas.
—No había dinero para cuidar de los dientes; simplemente nos los sacaban conforme iban pudriéndose. Pero vosotros tenéis dentista gratis en el colegio y leche y vitaminas y comida sana y pasta de dientes con flúor y no sé cuántas cosas más. —Suspiró profundamente—. ¿Sabes? Yo lloraba en el colegio no porque no me supiera la lección, sino porque tenía hambre. ¡Mira que sois guapos los jóvenes de hoy! ¡Os envidio! ¿Me oyes, Halvor? ¡De verdad que os envidio!
—Sí, abuela.
A Halvor le temblaban los dedos al sacar unas fotos de un sobre amarillo de Kodak. Era un joven delgado de hombros estrechos; no se parecía mucho al patinador del anuncio de la televisión. Tenía la boca pequeña, como la de una niña, y la comisura de un lado ligeramente tensa. La comisura se negaba a seguirle el movimiento las escasas veces que el chico sonreía. Mirándole muy de cerca, podía apreciarse una cicatriz que subía desde la comisura derecha hasta la sien. Tenía el pelo castaño, suave y corto, y una barba rala. De lejos pasaba fácilmente por un quinceañero, y durante mucho tiempo había tenido que enseñar el carnet de identidad en los cines, en las películas aptas para mayores de dieciocho años. Nunca protestaba, no era nada pendenciero.
Pasaba lentamente las fotos que había visto un sinfín de veces, pero que en ese momento habían cobrado una nueva dimensión. Buscaba en ellas avisos, premoniciones de lo que sucedería más adelante, cosas que él desconocía en el momento de hacer las fotos. Annie con el mazo golpeando con todas sus fuerzas un piquete. Annie en el borde del trampolín, recta como una columna con el bañador negro. Annie dormida dentro del saco de dormir verde. Annie en bicicleta, con la cara tapada por el pelo rubio. Una de él haciendo esfuerzos con el infiernillo. Una de los dos, hecha por los de la tienda de al lado. Él tuvo que convencerla, ya que ella odiaba ponerse delante de una cámara.
—¡Halvor! —gritó su abuela desde la ventana—. ¡Viene un coche de policía!
—Sí —contestó Halvor en voz baja.
—¿Por qué viene aquí? —La abuela lo miró preocupada—. ¿Qué quieren?
—Es por Annie.
—¿Qué pasa con Annie?
—Ha muerto.
—¿Qué dices?
La mujer volvió al sillón dando tumbos y se agarró al brazo.
—Ha muerto. Vienen a interrogarme. Sabía que vendrían. Los estaba esperando.
—¿Por qué dices que Annie ha muerto?
—¡Porque ha muerto! —gritó—. ¡Murió ayer! Su padre me llamó.
—Pero ¿por qué?
—¿Cómo voy a saberlo? ¡No sé el motivo! ¡Solo sé que ha muerto!
Halvor escondió la cara entre las manos. Su abuela cayó como un saco sobre el sillón, aún más pálida que de costumbre. Todo había estado muy tranquilo últimamente. Pero no podía durar, claro que no.
Llamaron con insistencia a la puerta. Halvor se sobresaltó, escondió las fotos debajo del tapete y fue a abrir. Eran dos. Se quedaron un instante en la entrada mirándole. No resultaba difícil adivinar lo que estaban pensando.
—¿Te llamas Halvor Muntz?
—Sí.
—Hemos venido a hacerte unas preguntas. ¿Sabes el motivo?
—El padre de Annie me llamó anoche.
Halvor asintió una y otra vez con la cabeza. Sejer descubrió a la anciana en el sillón y la saludó.
—¿Es de tu familia?
—Sí.
—¿Podemos hablar a solas en algún sitio?
—Solo en mi habitación.
—Bueno. Si no te importa…
Halvor salió delante de ellos, atravesaron una estrecha cocina y entraron en un pequeño cuarto. Esta casa debe de ser muy antigua, pensó Sejer, ya no se distribuyen así las habitaciones. Los policías se sentaron en un viejo sofá-cama, y Muntz sobre la cama. Era una habitación anticuada, con las paredes de madera pintadas de verde, y un ancho alféizar delante de la ventana.
—¿La señora del cuarto de estar es tu abuela?
—Mi abuela paterna.
—¿Y tus padres?
—Están divorciados.
—¿Por eso vives aquí?
—Me dejaron elegir.
Las palabras sonaban secas, como piedrecitas al caer al suelo.
Sejer miró a su alrededor en busca de fotos de Annie, y encontró una en un marco dorado sobre una mesita. Al lado había un despertador y una figura de la Virgen con el Niño Jesús, tal vez un recuerdo turístico del sur de Europa. Un único póster en la pared, probablemente de algún cantante de rock, con la palabra «Meat Loaf» escrita a lo ancho de la foto. Minicadena y discos compactos, un armario, un par de zapatillas de deporte no tan buenas como las de Annie. Un casco de moto colgaba del tirador del armario. La cama estaba sin hacer. En la pared de enfrente de la ventana había una estrecha mesa de estudio y sobre ella un ordenador con pantalla pequeña. Al lado, en una caja, guardaba los disquetes. Sejer pudo ver uno: «Ajedrez para principiantes», ponía en inglés. A través de la ventana miró el patio, vio el Volvo que habían aparcado delante del granero, una perrera vacía y una moto cubierta con un plástico.
—¿Tienes moto? —preguntó a modo de introducción.
—Cuando quiere funcionar. No siempre arranca. Voy a arreglarla, pero ahora no tengo dinero —contestó manoseando el cuello de la camisa.
—¿Trabajas?
—En la fábrica de helados. Llevo dos años.
La fábrica de helados, pensó Sejer. Dos años. Eso significaba que había dejado de estudiar al terminar la enseñanza obligatoria, y se había puesto a trabajar. Tal vez no había sido una mala idea. Así podía adquirir una experiencia laboral. No parecía muy deportista: demasiado delgaducho, demasiado pálido. Annie casi había sido atlética en comparación con ese muchacho. Ella hacía mucho deporte, trabajaba duramente en el colegio, y ese jovencito empaquetaba helados y vivía con su abuela. No le parecía que encajaran muy bien como pareja, pero era una idea mezquina y la reprimió.
—Tengo que hacerte algunas preguntas. Entiendes que no me queda más remedio, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuándo viste a Annie por última vez?
—El viernes. Fuimos al cine, a la sesión de las siete.
—¿Qué película visteis?
—
Philadelphia
. Annie lloró —añadió pensativo.
—¿Por qué?
—La película era muy triste.
—De acuerdo, vale. ¿Y luego?
—Luego cenamos en el café del cine, y fuimos en autobús hasta su casa. Estuvimos en su habitación escuchando música. Cogí el autobus de las once y ella me acompañó hasta la parada de la central lechera.
—¿Y desde entonces no la has visto?
El joven negó con la cabeza. La boca tensa le confería un aire malhumorado. Una pena, pensó Sejer, porque en realidad era guapo, con ojos verdes y rasgos regulares. La boca pequeña daba la impresión de querer esconder unos dientes feos o algo parecido. Más tarde comprobaría que los dientes del chico eran más que perfectos: cuatro de arriba y dos de abajo eran de porcelana.
—¿Y tampoco hablaste con ella por teléfono?
—Sí —se apresuró a contestar—. Me llamó al día siguiente por la noche.
—¿Qué quería?
—Nada.
—Pero era una chica muy callada, ¿no?
—Sí, pero le gustaba hablar por teléfono.
—De manera que llamó aunque no quería nada en particular. ¿De qué hablasteis?
—Si necesita saberlo, de todo y de nada.
Sejer sonrió. Halvor miraba constantemente por la ventana, como si quisiera evitar mirarle a los ojos. Tal vez se sintiera culpable o fuera simplemente tímido. Sintió por él una nostálgica compasión. Su novia había muerto y quizá él no tuviera a nadie con quien hablar aparte de su abuela, que le estaba esperando en el cuarto de estar. Y tal vez, pensó Sejer, es un homicida.
—Y ayer, ¿fuiste a trabajar como de costumbre a la fábrica de helados?
Vaciló un instante.
—No, me quedé en casa.
—Así que te quedaste en casa. ¿Por qué?
—No me encontraba muy bien.
—¿Faltas mucho al trabajo?
—¡No, no falto mucho! —protestó, elevando el tono de voz. Por primera vez detectaron un atisbo de enfado.
—Tu abuela podrá corroborarlo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y no saliste de casa en todo el día?
—Solo un rato.
—¿A pesar de estar enfermo?
—¡Tenemos que comer! A la abuela le cuesta mucho ir a la tienda. Solo es capaz de andar cuando tiene días buenos, y no son muchos. Tiene artritis —explicó.
—De acuerdo. ¿Puedes decirnos qué te pasaba?
—Solo si tengo que hacerlo.
—No estás obligado a hacerlo ahora mismo, pero tal vez tengas que explicarlo más adelante.
—Está bien. Hay noches que no puedo dormir.
—¿Ah, sí? Y entonces ¿te quedas en casa al día siguiente?
—No puedo vigilar las máquinas si no tengo la cabeza despejada.
—Parece lógico. ¿Por qué no consigues dormir?
—Bueno, alguna reminiscencia de la infancia. ¿No es así como se dice?
Sonrió de repente, una sonrisa amarga, inesperadamente adulta en ese rostro joven.
—¿A qué hora saliste de casa aproximadamente?
—Sobre las once, tal vez.
—¿A pie?
—En la moto.
—¿Y a qué tienda fuiste?
—A la tienda Kiwi, en el centro.
—¿De modo que la moto arrancó ayer?
—En realidad arranca siempre, si antes no me canso de intentarlo.
—¿Cuánto tiempo estuviste fuera?
—No lo sé. No podía saber que me lo iban a preguntar.
Sejer asintió. Skarre trabajaba como un loco con el bolígrafo para no perderse nada.
—Pero ¿más o menos?
—Una hora, tal vez.
—Podrá confirmarlo tu abuela, ¿verdad?
—Seguramente no. No se da mucha cuenta de lo que pasa.
—¿Tienes carnet de conducir coches?
—No.
—¿Cuánto tiempo habéis sido novios Annie y tú?
—Bastante tiempo. Un par de años.
Se limpió la nariz y siguió mirando hacia el patio.
—¿Era una buena relación, en tu opinión?
—Lo dejamos un par de veces.
—¿Lo dejó ella?
—Sí.
—¿Dijo por qué?
—No exactamente, aunque nunca estuvo muy interesada. Quería mantenter la relación pero como amigos.
—¿Y tú no querías?
El joven se sonrojó y se miró las manos.
—¿Manteníais relaciones sexuales?
Se sonrojó aún más y volvió a mirar al patio.
—Realmente no.
—¿Realmente no?
—Ya se lo he dicho. No estaba muy interesada.
—Pero lo habíais intentado, ¿es eso lo que quieres decir?
—Pues sí, en cierta manera. Un par de veces.
—¿Y tal vez no fue un éxito?
La voz de Sejer sonó excepcionalmente amable llegado a ese punto.
—No sé qué entiende usted por éxito.
Su cara estaba ya tan tensa que parecía una máscara.
—¿Sabes si ella mantuvo relaciones sexuales con alguna otra persona?
—No sé nada de eso, pero me cuesta creerlo.
—Estuviste con Annie durante dos años, desde que ella tenía trece. Ella rompió varias veces la relación, no estaba muy interesada en mantener relaciones sexuales contigo, y sin embargo seguiste con ella. No eres un niño, Halvor. ¿Tanta paciencia tienes?
—Supongo que sí.
Hablaba en voz baja. Se limitaba a confirmar los hechos, como cuidándose bien de no mostrar ningún sentimiento.
—¿Crees que la conocías bien?
—Mejor que muchos.
—¿Tenías la impresión de que se sentía infeliz por alguna razón?
—No exactamente infeliz. Pero no… no sé. Triste, tal vez.
—¿Es diferente estar triste?
—Sí —contestó el joven levantando la vista—. Cuando uno se siente infeliz, tiene la esperanza de que algo mejore. Pero cuando uno se ha dado por vencido, la tristeza se apodera de ti.
Sejer escuchó extrañado esa explicación.
—Cuando conocí a Annie hace dos años era distinta —dijo de repente—. Se reía y bromeaba con todo el mundo. Lo contrario de como soy yo —añadió.
—¿Y luego cambió?
—Se hizo mayor de pronto. Y más callada. Dejó de ser tan bromista. Yo esperaba que se le pasara, que volviera a ser como antes. Ahora ya no se puede esperar nada más.
Entrelazó las manos y miró al suelo. Por fin hizo un esfuerzo enorme y se encontró con la mirada de Sejer. Sus ojos brillaban como piedras mojadas.
—No sé qué están pensando ustedes, pero yo no le he hecho nada a Annie.
—Nosotros no estamos pensando nada. Tenemos que hablar con todo el mundo, ¿comprendes?
—Sí.
—¿Annie consumía droga o alcohol?
Skarre sacudió el bolígrafo para que la tinta llegara a la punta.
—¿Bromea? No sabe lo que dice.
—Seguramente —se limitó a contestar Sejer—. Yo no la conocía.
—Perdone, pero es que suena muy ridículo.
—¿Y tú?
—Ni soñarlo.
Vaya, vaya, pensó Sejer. Un joven sobrio y trabajador con trabajo fijo. Muy prometedor.
—¿Conoces a algunos de los amigos de Annie? ¿A Anette Horgen, por ejemplo?
—Un poco. Pero solíamos salir los dos solos. Annie no quería mezclarnos.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Ella era la que decidía.
—¿Y tú hacías lo que ella quería?
—No resultaba muy difícil. A mí tampoco me gustan las aglomeraciones.
Sejer asintió comprensivo. Tal vez, y a pesar de todo, fueran una pareja bien avenida.
—¿Sabes si Annie llevaba un diario?
Halvor vaciló un instante, detuvo un impulso en el último momento y negó con la cabeza.
—¿Quiere decir uno de esos diarios de color rosa en forma de corazón y con candado?
—No necesariamente. Podría haber tenido otro aspecto.