Nacida bajo el signo del Toro (30 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—¿Este es Max? —preguntó Nacho, y se arrodilló para acariciarlo.

Brenda, por su parte, abrazó y besó a Camila.

—¡Te extraño, Cami! ¿Cuándo vas a venir a casa?

—Hola, tesoro —la saludó Ximena, y la apretó contra su pecho—. Me contó tu papá que estuviste muy enferma.

—Sí, muy enferma —enfatizó Juan Manuel—. El médico quería internarla para ponerle suero porque no comía ni quería tomar líquido.

Lautaro, que desconocía esa información, fijó la vista en Camila con esa persistencia que poseía la capacidad de desestabilizarla.

—Me dolía mucho la garganta —farfulló—. No podía tragar.

—Digo esto —explicó Pérez Gaona— para que seas consciente de que no podés tomar frío en las sierras y de que tenés que alimentarte muy bien.

—Yo me voy a ocupar de eso, señor —manifestó Gómez.

—Gracias, Lautaro —replicó el padre de Camila, un poco incómodo, ya que estaba al tanto de la ruptura del noviazgo, aun de lo de la fotografía con Bárbara, porque Nacho se lo había contado.

¿A cuento de qué venía ese compromiso asumido por Gómez? “¡Dejá de hacerte el
boy
scout conmigo! ¡Dejá de hacerte el santito con mis viejos!”. La ira se desvaneció y apartó rápidamente la cara cuando Gómez le destinó uno de sus vistazos misteriosos. Al hacerlo, advirtió que Lucía Bertoni y sus padres –sí, tenían que ser los padres– observaban a los Gómez con semblantes endurecidos por el odio.

—¡Hola, Ximena! —Bárbara saludó a la madre de Lautaro con un beso en la mejilla.

—Uf —masculló Brenda—. Cayó piedra sin llover.

Camila meditó que, así como el rechazo de Brenda por la novia de su hermano la alegraba, también la deprimía, porque significaba que Bárbara frecuentaba la casa en la que ella siempre había sido feliz y tratada como una reina.

—Hola, Bárbara —contestó Ximena con acento glaciar, que la destinataria pareció no registrar.

Los Pérez Gaona respondieron con la justa cuota de cortesía al saludo de la enemiga de su hija, aun Nacho estuvo a la altura, y Camila los amó por ello.

—Hola, Camila.

—Hola.

—¿Así que venís al viaje?

—No —intervino Brenda—, está aquí para despedirte a vos, idiota.

—Brenda —la reconvino Ximena.

—Es que no la aguanto, mamá —susurró la muchacha, y Camila la oyó.

Bárbara dio media vuelta con una sonrisa, como si Brenda la hubiese recibido con un abrazo.

—Lauti, ¿podés venir un momento? Quiero presentarte a mi vieja. Está ansiosa por conocer al campeón del maratón.

¿Presentarle a la madre? ¿Acaso Lautaro no la conocía? “¡Basta!”, se instó. Tenía que arrancárselo de la cabeza como a un yuyo. Pero, ¿cómo hacía para dejar de pensar en él día y noche? ¿Por qué no se había tomado en serio las palabras de Linda Goodman y evitado enredarse con un escorpiano? La astróloga había escrito acerca del Escorpión:
Son hombres
de temperamento explosivo que pueden dejar cicatrices para toda la
vida. Cuando el Escorpión ataca con su mortífera cola, la picadura
es cruel
. Por eso, le refregaba a Bárbara y a toda su pompa. ¡Maldito! Los deseos de recuperar el bolso, que ya descansaba en las entrañas del colectivo, y volver a la paz de su hogar crecían a pasos agigantados. Solo su terquedad taurina era aún más grande y la mantenía en el sendero que, lo sabía, la conduciría a padecer durante siete días. Le resultaba imposible detener la avanzada, aun siendo consciente de que acabaría sufriendo. Una vez que la vieja Camila y su orgullo se hacían con el poder, encendían una locomotora que se detenía chocando y explotando contra un muro de piedra. Lautaro Gómez sacaba lo peor de ella.

En el momento de la despedida, simuló un entusiasmo que no engañó a nadie, ni siquiera a Nacho. Josefina la abrazó y la besó como había hecho pocas veces en su vida. Sin soltarla, le susurró:
—Tomá. —Camila sintió que le introducía algo en el bolsillo de la campera—. Es la carta de Lautaro que te trajo Nacho cuando estabas enferma. Creo que ha llegado el momento de que la leas.

Subió deprimida y azorada al colectivo, una combinación que la aturdió y le disparó las pulsaciones. Siguió el consejo de su padre –sostenía que esos colectivos volcaban fácilmente y que los pasajeros ubicados en la parte superior se llevaban la peor parte– y ocupó un sitio en la planta baja. Por fortuna, veía que sus compañeros se dirigían al piso superior. “Estaré sola”, se animó. Llevaba una buena provisión de lectura, y Nacho, en un acto de desprendimiento insospechado, le había cedido su tesoro, un MP3, para que escuchase música durante el viaje de diez horas.

Se ubicó en el asiento de la ventanilla y agitó la mano en dirección a su familia. Josefina y Juan Manuel, uno junto al otro, no se rozaban, y le sonreían y le devolvían el saludo dominados por la incomodidad. Desvió la mirada y la congeló en una imagen: Gómez se despedía de Max. Con una rodilla en el suelo, masajeaba con ambas manos el cuello del labrador, le hablaba y recibía a cambio lengüetazos. Camila se dio cuenta de que ella también amaba a ese perro. Lo había perdido todo.

—¿Está libre este lugar?

Se sobresaltó. Karen esperaba la respuesta. Echó un vistazo en torno y verificó que la mayor parte de la planta baja seguía vacía. Asintió, desconcertada, y la muchacha acomodó su bolso de mano y se apoltronó.

 

♦♦♦

 

El viaje llevaba alrededor de tres horas, y la tristeza de Camila alcanzaba profundidades insondables. No tenía ánimo para intentar un acercamiento con su compañera de asiento, que, por otra parte, no mostraba interés. Leía revistas, mascaba chicle y escuchaba música de un iPod. ¿Por qué se había sentado junto a ella cuando, claramente, la diversión y sus amigos, Lautaro y Benigno, estaban arriba? Había existido un conato de amistad entre ellas la fatídica noche del festejo de su cumpleaños, en Vangelis, que los acontecimientos posteriores se ocuparon de matar.

Se obligó a concentrarse en la lectura con la esperanza de quedarse dormida después de una noche en vela. Al cabo, sus párpados se entrecerraban. Despertó confundida y, durante pocos segundos, no supo dónde se hallaba. Comprendió varias cuestiones a la vez: el silencio era anormal, Karen no estaba a su lado y el colectivo se había detenido. Con niebla en los ojos, vislumbró una sombra. Era Lautaro Gómez, que, sentado en el brazo del asiento ubicado al otro lado del pasillo, la observaba como si fuese objeto de estudio.

—¿Qué pasó? —preguntó, y la voz le salió rasposa y débil.

—Nada pasó. Paramos un momento en una ciudad. ¿Te sentís bien?

“¡Qué te importa si me siento bien! Andá con tu Barby”.

Se limitó a asentir.

—¿No querés bajar? Es bueno estirar las piernas.

Camila negó con la cabeza y le dio la espalda, simulando interesarse en el exterior; no iba a conseguir retener las lágrimas por mucho tiempo. Oyó que Gómez se levantaba y se alejaba por el pasillo, y lo vio descender y caminar hacia el parador. Bárbara corrió hacia él y le saltó en torno como un cachorro. Gómez avanzó, impertérrito.

Camila cerró los ojos para meditar en lo que acababa de suceder. “¿Por qué no le preguntaste qué estaba haciendo ahí? ¿Acaso velaba tu sueño? ¿Por qué no le dijiste ‘Te amo hasta enloquecer’ y le pediste que olvidasen los errores del pasado y volviesen a estar juntos? ¿Por qué te empeñás en sufrir?”. Otra voz la acicateó: “Y si te hubiese contestado: ‘Ya es tarde, ahora prefiero a Bárbara’, ¿qué habrías hecho?”. “Llorar una semana seguida”, se respondió. La herida era profunda y sangraba, y el orgullo se ocuparía de evitar que olvidase las picaduras del Escorpión haberla negado por televisión y haber besado a Bárbara después del triunfo más que picaduras, eran escopetazos. ¡Cómo deseaba vengarse y lastimarlo! Pero si él prefería a Bárbara, ¿qué efecto tendrían sus estratagemas? “¡Uf, qué quilombo!”.

—¿Qué hacés aquí solita? —Gálvez ocupó el asiento de Karen.

—Me había quedado dormida. Recién me despierto.

—¿Querés bajar? ¿No tenés hambre? —Camila negó con la cabeza—. ¿Por qué te sentaste aquí abajo? Arriba es más copado.

—Porque mi papá me pidió que me sentase abajo. Él dice que estos colectivos vuelcan con mucha facilidad y que los pasajeros de arriba se llevan las de perder.

—Te cuida mucho tu viejo, ¿no?

—Como cualquier padre, supongo.

—Suponés mal. Hace años que no veo a mi viejo. No sabe si vivo o si muero.

—¿Vive en otra ciudad?

—¡Qué mierda! Vive en Buenos Aires, pero, desde que la abandonó a mi vieja, se desentendió de mí.

—A ver, permiso, Míster Músculo —irrumpió Karen, con una botella de gaseosa en una mano y un sándwich en la otra—. Moviendo el culito, que este asiento es mío.

—No jodas, Karen. Tenés todo el colectivo para vos. Andá y sentate en otra parte.

—Este es mi asiento y me voy a sentar acá.

Gálvez miró a Camila.

—Sí, es su asiento —confirmó.

Lo abandonó con mala cara y se ubicó en el mismo sitio que había ocupado Gómez minutos atrás.

—¿Conocés Alta Gracia, Cami? —se interesó Gálvez.

—No.

—Yo pasé todos los veranos de mi infancia ahí. Mis abuelos tenían una casa.

—¿En serio? —se entrometió Karen—. ¿Es copado?

—Cuando era chico, sí, me parecía copado. Ahora debe de ser un comedero de mocos. Pero algo encontraremos para hacer. Cerca de Alta Gracia, hay lugares con un paisaje zarpadísimo, como la Quebrada del Condorito. Mi abuelo nos llevaba siempre ahí.

—Le oí decir a Rita —comentó Karen— que mañana visitaremos ese lugar.

—¡Mortal! —se entusiasmó Gálvez.

 

♦♦♦

 

Llegaron alrededor de las siete de la tarde, con noche cerrada. Camila añoraba darse un baño caliente y meterse en la cama. El resto del viaje lo había repartido entre lecturas y momentos de ensoñación, mientras escuchaba música. La canción “Insensitive”, que removió la herida, le arrancó lágrimas que intentó ocultarle a Karen dándole la espalda y fingiendo dormir. En ese momento, estuvo tentada de leer la carta de Gómez, pero se dijo que, si lo hacía, comenzaría a llorar, no se detendría, y sus compañeros morirían ahogados. Bueno, la idea no le disgustaba en el caso de Bárbara. “¡No, no!”. Ella no era una mala persona. Pensamientos por el estilo la desacreditaban.

Cuando sintió hambre, comió los sándwiches de queso que había preparado en su casa y tomó el té con leche que se conservaba caliente en su termo de acero inoxidable.

—¿Ya tenés con quién dormir? —se interesó Karen en el momento en que abandonaban el colectivo estacionado a las puertas del hotel.

—Sí.

—Ah. ¿Con quién?

—Con Bianca, Morena y Lucrecia. ¿Y vos?

—No tengo idea —contestó, y Camila la admiró porque, en verdad, el tema no le quitaba el sueño.

Sin remedio, estiró el cuello para individualizar a Gómez en el caos de gente y de bolsos. Por supuesto, estaba con Bárbara y con Lucía. Podía llegar a comprender que le gustase estar con Bárbara, pero ¿con Lucía, después de los insultos y de las cosas que le había dicho? ¿Con Lucía, después de que su padre los había estafado durante años, aprovechándose de que Ximena era ignorante en los temas de la fábrica? Su ira, adormecida después de tantas horas en el colectivo, cobró fuerza.

El hotel –una construcción de calidad de los sesenta, que pertenecía a un sindicato de empleados públicos– le pareció agradable. Le gustaron sus techos altos, a dos aguas, con listones de madera, y también los pisos de granito blanco, y las macetas de terracota con palos de agua, y los desgastados sillones de cuero estilo inglés, y el aroma indefinible y fresco. En tanto giraba estudiando el entorno, los ojos de Gómez la frenaron. Se trató de un instante; se contemplaron fijamente en un vacío en el que los ruidos y las voces se desvanecieron, el caos desapareció, las luces se apagaron y el hotel enmudeció. “¿Qué querés de mí?”, exclamó el alma de Camila. Gómez rompió el encanto cuando movió la cabeza para atender a un comentario de Bárbara.

Los obligaron a formar en la recepción para asignarles las habitaciones. Camila, Morena, Lucrecia y Bianca se congregaron para recibir la llave y marcharon por el pasillo hasta la escalera que las conduciría al primer piso. Se pusieron de acuerdo sin problema en la elección de la cama y en el turno para bañarse.

—Yo me baño última, no hay drama —ofreció Camila—. De todos modos, no voy a bajar a cenar. Ya hablé con Rita y me dio permiso.

La preceptora, que, por pedido de Josefina y de Juan Manuel, se había comprometido a cuidar de la convaleciente, no tardó en excusarla al verla tan demacrada.

—Pero vas a comer algo, Cami. No podés irte a dormir con el estómago vacío. Voy a pedir que te lleven la cena a la habitación. —Le guiñó un ojo antes de acotar—: No le cuentes a nadie que te mimo especialmente.

Por eso, cuando llamaron a la puerta, Camila abrió sin preguntar, creyendo que se trataba de su cena. Se equivocó: era Lautaro Gómez.

—¿Nunca preguntás quién es antes de abrir? —se enojó.

—Pensé que era Rita. Me dijo que me iba a traer la cena.

Su mirada, que la recorrió de la cabeza a los pies, pareció apreciar lo femeninos que eran la bata blanca con
broderie
y el camisón lila, y también las pantuflas con florcitas; llevaba el pelo suelto.

—¿Qué pasa, Lautaro?

—¿Por qué no vas a cenar al comedor con nosotros? ¿Te sentís mal?

—No, pero me siento débil.

“Además, no tengo ganas de verte con la lagartona de Bárbara”.

—¿Qué hacés aquí, Gómez? —Rita lo sobresaltó—. Vamos, volvé al comedor. Ya están sirviendo la cena. Ah, este muchacho enamorado —suspiró la preceptora, una vez que Lautaro se hubo alejado—. Pasá —le indicó a la camarera, que cargaba la bandeja—. Ponela en el escritorio.

—Muchas gracias —dijo Camila, y se sentó frente a la comida. El vapor que ascendía desde el plato de sopa le abrió el apetito.

—Quiero que comas hasta la última miga, Cami. Has quedado piel y hueso, y me comprometí con tus padres a que te cuidaría.

—Gracias, Rita. Sos muy buena conmigo.

Comió todo. Era una comida simple, pero exquisita y casera. Se lavó los dientes y se metió en la cama. Extrajo del libro el sobre con la carta de Lautaro y lo observó largamente antes de atreverse a rasgar el papel, cuyo sonido produjo que corrientes eléctricas le surcasen el estómago.

“Mi amor. Mi amor. Mi amor. Te lo voy a decir tantas veces como quieras. Porque sos mi amor, mi adorada Camila. Te amo más de lo que puedas imaginar. No sé por qué estamos viviendo estas cosas feas. Estoy sufriendo como ni siquiera sufrí cuando murió mi viejo, pero, después de haber leído el
e-mail
que me enviaste el domingo, tengo ganas de vivir de nuevo”.


Todo se puso en nuestra contra para separarnos. Estaba enojado con vos, no entendía por qué me tratabas mal. Yo jamás te metí los cuernos con Bárbara, ni siquiera con el pensamiento. ¿Sabés por qué? Porque te amo a vos y nada más que a vos. Y, cuando me dijiste que querías ser mi novia, pensé que me había ganado el tesoro más valioso del mundo. Pero necesitaba contarte lo que había habido entre nosotros, simplemente, porque quiero que sepas todo de mí, y yo quiero saber todo de vos, lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo.

”Cuando me confesaste lo de los anónimos, me dije que había llegado el momento de decírtelo. Me arrepentí muchas veces, pero, al final, creo que estuvo bien: fui sincero con vos, te dije la verdad. Vos me hablaste una vez de la confianza. Me dijiste: ‘No creo que podamos estar juntos sin confianza’, y tenías razón, por eso me atreví a decirte la verdad.

”Durante varios días, como estaba preparándome para el maratón, no consulté la casilla de correos. Recién lo hice el miércoles, cuando me dijiste que me olvidase del
e-mail
que me habías enviado el domingo. Salí del curso, ya estaba el profe, no me importó, y corrí a la pecera para conectarme a Yahoo y leer tu mensaje. Sentí dos cosas al mismo tiempo: una alegría inmensa porque me decías que eras mía y que me amabas, y también tristeza, porque te habían enviado esa foto de mierda, y todo se había arruinado de nuevo. Olvidate de esa foto, Camila, por favor. No significó nada para mí. Creo que lo hice para que me vieses y para que sintieses celos, pero no significó nada, nada.

”Estoy muy angustiado porque Nacho me dice que estás muy enferma, tanto que tu mamá no quiere que hable con vos por teléfono. Quiero estar ahí, a tu lado, para cuidarte, abrazarte, besarte. Curate pronto, mi amor. No aguanto estar lejos de vos. Te amo más que a nada ni nadie en este mundo. Tu Lautaro”.

Camila agradeció la soledad de la habitación. Enterró la cara en la almohada y lloró a gritos. Minutos después, el llanto se convirtió en un quejido exhausto, que también acabó por extinguirse cuando se quedó dormida.

 

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