Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
—No se te ocurra sacudirte cerca de nosotros.
Después de que Max se sacudió en una esquina alejada, Camila lo frotó vigorosamente con una toalla y le roció un perfume para perros.
—Estás divino —le dijo, y lo abrazó.
Almorzaron pizzas que encontraron en el
freezer
y comieron helado de postre que Gómez ordenó por teléfono. Cada uno saboreaba un cuarto kilo de sus gustos predilectos, echados en un sofá, mientras veían una película cómica,
La cena
de los tontos
. Era francesa, y Camila jamás imaginó que se reiría tanto con las desventuras del torpe y bonachón
monsieur
Pignon.
—Es una de las mejores películas que he visto —comentó.
—Originalmente, era una obra de teatro. La escribió el mismo que dirigió la película, Francis Veber.
Camila se quedó mirándolo. La sorprendían sus comentarios cultos y la información que manejaba; ella la habría pasado por alto o desestimado. De hecho, jamás se fijaba en quién era el director de una película.
—¿Qué le hiciste ayer a Sebastián en el cuello? Fue como si lo paralizases.
Gómez se incorporó en el sillón, apoyó los codos en las rodillas y siguió comiendo helado, con la vista fija en el pote de telgopor.
—¿No querés contarme?
—No me gusta lo que hice ayer. Desde que empecé karate a los cuatro años, mis maestros me han enseñado cosas que ayer se me borraron cuando vi que Gálvez te tocaba.
—¿Qué te enseñaron?
—Cosas que tienen que ver con el equilibrio y la armonía interior.
—¿Lo que le hiciste en el cuello es una técnica de karate?
—No, es una técnica de Wing Chung.
—¿Wing Chung? —Gómez asintió, siempre con la vista en el helado—. ¿Qué es eso?
—Una técnica de lucha china. Empecé el año pasado cuando vi una publicidad en el subte.
—Pero, seguís haciendo karate, ¿no?
—Por supuesto.
—Contame —lo animó Camila, y colocó la mano en el antebrazo de él; enseguida notó que se tensaba—. Contame acerca del karate.
—¿Qué querés saber?
—Todo. A qué instituto vas, qué cinturón sos. ¿Es verdad lo que dijo Bárbara, que sos instructor?
—Sí, de los más chicos.
—¿Te llevás bien con tus alumnos?
—Sí, muy bien.
Camila sonrió. A pesar de que era parco y serio, paradójicamente, no le costaba imaginarlo dulce y simpático con los niños. Deseó que conociera a Lucito.
—¿Vos y Bárbara van juntos al instituto de karate?
—No. Ella recién empieza. Yo soy cinturón negro, primer dan.
—¿Eso qué significa?
Al cabo de diez minutos de disertación, en los que Camila absorbió no tanto los conocimientos, como la pasión que Gómez comunicaba, terminó envidiándolo.
—Me gustaría tener algo que me gustase tanto como a vos te gusta el karate. O como los scout —añadió.
—Vos tenés algo que te gusta tanto —le recordó Gómez—: los libros. Siempre te veo leer en los recreos. Aunque el mundo se caiga a tu alrededor, vos leés el libro y no levantás la vista.
Camila sonrió. No se había dado cuenta de que su afición por la lectura semejaba a la de Gómez por el karate o los scout. En verdad, de libros sabía muchísimo. Ese pensamiento la alegró.
—Me gustaría verte practicando karate.
—Podés ir cuando quieras al instituto.
—¿No tenés alguna filmación que pueda ver ahora?
—Sí. Brenda filmó el examen que di para obtener el cinturón negro y lo subió a internet. Es aburrido. No creo que te interese.
—¡Sí que me interesa! Mostrámelo.
Gómez sacudió los hombros antes de abandonar el sofá. Se trasladaron con sus potes de helado y Max a la zaga al dormitorio donde se hallaba la computadora.
El video comenzó, y pasaron pocos segundos antes de que Lautaro se embarcase en una explicación entusiasta de lo que era un kata, un kumité, un kihon, un dojo, el significado de la palabra karate-do, la historia del fundador del karate moderno, Gichin Funakoshi.
—El lema del karate-do es:
Karate ni sente nashi,
que quiere decir: En karate no existe primer ataque. —Camila lo miró a la espera de una aclaración—. El karate no es ofensivo, no es para atacar, sino para defenderse.
Asintió, mientras recordaba que Gómez, después de quitarle el diario íntimo, había esperado a que Sebastián atacase para iniciar la pelea. Se volvió hacia la pantalla, donde Lautaro, enfundado en un uniforme blanco, se debatía con un compañero para demostrar sus habilidades a los jueces. La pasmaba el dominio que exhibía sobre sus extremidades. Ella, como buena taurina, era negada para los deportes.
Siguieron viendo videos. Una cosa derivó en otra, y Gómez terminó entrando en su perfil de Facebook porque quería mostrarle unas fotografías del último campamento de los scout en un camping del Valle de Traslasierra, en Córdoba. Camila advirtió que había chicas muy bonitas; una de ellas, de cabello negro y largo y ojos rasgados, pasaba el brazo sobre los hombros de Gómez y, en lugar de mirar a la cámara, lo miraba a él.
—Vos no tenés cuenta en Face. Tu hermano sí, pero vos no.
Gómez tecleó con sus dedos rápidos y delgados y abrió el perfil de Nacho.
—Esta foto tuya que colgó tu hermano me encanta.
—No sabía que mi hermano hubiese colgado una foto mía.
—¿Te gustaría abrir un perfil?
—No sé. Me aburre. No sabría qué poner.
—Podemos enviarnos cosas y chatear. Sería una forma de estar comunicados. Como no tenés celular… Te puedo enviar mensajes de noche, antes de irnos a dormir.
—No entiendo nada de Facebook. No soy muy tecnológica.
—Es muy fácil. ¿Querés que lo abramos ahora?
Camila levantó los hombros en señal de indecisión.
—Bueno.
—Vení, sentate aquí, así abrís vos el perfil y aprendés.
Cambiaron lugares. Gómez se inclinó para teclear, y Camila se embargó de su perfume. “Debe de ser el Ralph Lauren que vi en el baño. Es exquisito”. Se lamentó de haber salido como loca de su casa sin perfumarse y en esas fachas. A duras penas se había peinado. A Gómez le quedaban muy bien el buzo azul y los jeans blancos. Se sentía en desventaja.
—Es raro que no tengas Facebook —se inclinó él para hablarle, y su aliento, al golpearle la mejilla, le erizó la piel.
—Es que soy rara, Lautaro —declaró, con la vista al frente y las manos tensas sobre el teclado.
Por el rabillo del ojo, lo vio aproximarse y le adivinó las intenciones. La sensación de anticipación le cortó el respiro. Se envaró en la silla. Los labios de él le rozaron la mejilla, y los párpados de Camila descendieron de manera automática. Lo sintió arrastrar la boca hacia su oreja. Tembló cuando él le mordisqueó suavemente el lóbulo.
—Te quiero —susurró Gómez.
Camila percibió el erizamiento aun en los pezones, que le dolieron como cuando tenía mucho frío. ¿Se notarían bajo el algodón de la remera? No le importó. Giró en la silla, le echó los brazos al cuello y ocultó la cara en la morbidez del buzo.
—¿Qué pasa? —preguntó él, con dulzura.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De que mi papá nunca vuelva, de que nos abandone.
—Vos sabés que tu papá nunca los va a abandonar. Tal vez para vos sea común, pero lo que yo vi ayer no es para nada común. Que tu papá bajara con vos y me pidiera el teléfono y la dirección, no es común hoy en día, te lo aseguro.
—No soporto pensar que esta noche no dormirá en casa. No lo soporto.
Gómez la obligó a incorporarse. Camila se limpió los ojos y la nariz con la manga de la remera.
—Camila, ¿es verdad lo que me dijiste anoche cuando nos despedimos? ¿Que aceptabas ser mi novia?
Un calor trepó y le enrojeció las mejillas. Elevó el rostro. Él merecía que lo mirase a la cara al contestarle.
—Sí, es verdad. Quiero ser tu novia.
Una sonrisa fugaz le hizo temblar el labio inferior, y, aunque Camila deseó tocárselo, se abstuvo.
—Me gustaría pensar que ahora yo voy a ser para vos lo que vos fuiste para mí desde el primer día en que te vi.
—¿Qué fui?
—Paz, alegría. Porque de noche, en lugar de pensar en mi papá y dormirme llorando, pensaba en vos. Y en lo callada y tímida que sos, y en que sos muy suave y delicada, y muy inteligente y responsable. Eso me daba paz y me dormía tranquilo.
Camila se echó a llorar de nuevo.
—¡Perdoname! —suplicó, agobiada por la vergüenza y la congoja.
—¿Por qué? —se desesperó él.
—Porque debo de parecerte una estúpida llorando como si mi papá estuviese…
—¿Muerto? Decilo. No tengo drama. Mi papá está muerto. Eso es un hecho. Tengo que afrontarlo.
Camila levantó la mano lentamente, con el cuidado que se emplea para no espantar a un ave, y se dio cuenta de que él se congelaba, todo él se petrificaba, la respiración, el aleteo de las pestañas, el movimiento de los músculos, aun el de los ojos; los labios quedaron entreabiertos, y Camila apreció la hilera pareja de sus dientes.
Quería acariciarlo. La necesidad de tocarlo la apremiaba. Lo vio cerrar los ojos a la espera del primer contacto que ella le concedería libre y voluntariamente.
La textura de su piel no era tersa, pero resultó agradable. Con el índice, le recorrió el largo de la nariz, y el hueso que sobresalía arriba de las cejas, y descendió hasta el labio superior, tan delgado que casi no se veía, y probó la carnosidad del inferior. Sin abrir los ojos, Lautaro le apoyó las manos en las piernas, y ella percibió el calor a través de la tela del pantalón. Le estudió las pestañas que descansaban sobre el párpado inferior, y se dio cuenta de que eran hermosas, abundantes y oscuras. La entrega de Gómez la hizo sentir poderosa. Se inclinó y, con los ojos abiertos para observar la reacción de él, le cubrió la boca con los labios.
Gómez la pegó a su cuerpo y le devolvió el beso. Él era intenso y la apabullaba. El pánico le ordenó retroceder, pero la sensación de placer, que se apoderó de ella como una fiebre, ganó la partida y la mantuvo quieta, como suspendida en el borde de un precipicio del cual no veía el final porque estaba cubierto por un colchón de nubes. Deseaba abrir los brazos y arrojarse, confiada. Así lo hizo: se aferró a su nuca y amoldó el cuerpo para calzar en la curva que formaba su torso. La felicidad explotó entre ellos, y a ella no le importó la técnica, no pensaba si lo hacía bien o mal. Se dejaba llevar por una sensación íntima y de confianza que jamás había compartido con nadie; sin embargo, ese beso tenía sabor a reencuentro.
Se separaron. Lautaro la estudió recorriéndole el rostro con ojos fieros. Los detuvo en sus labios. Camila se los cubrió con una mano inestable. Él seguía turbándola, desnudándola con ese mirar oscuro. El encanto se esfumó y la avergonzó lo que acababa de hacer. Se giró hacia la pantalla.
—¿Qué pasa? —la increpó él—. ¿Por qué no me mirás?
—¿Por qué me mirás
vos
de ese modo? Me asusta.
—¿De qué modo? —La perplejidad de Gómez era genuina.
—Así. —Camila se inclinó hacia delante, abrió grandes los ojos y los fijó en los labios de Lautaro.
—No me di cuenta de que te miraba así. ¿Estás segura de que lo hacía con esa cara de boludo?
A pesar de sí, Camila se rio.
—Sí, con esa cara de… de boludo.
Gómez profirió una carcajada, la tomó entre sus brazos y la atrajo hacia él. Enterró la nariz en el cuello de Camila.
—Es que no puedo creer que seas mía. Por eso te miro así.
—Me asusta, Lautaro.
—Sos muy linda.
—No.
—Me gusta mirarte. Me encanta. —Le mordisqueó el pabellón de la oreja, y Camila se removió entre risas—. Me encantan tus orejas tan chiquitas. Siempre te las miro. Son las orejas más chiquitas que conozco.
—Es una característica de los taurinos. La astróloga Linda Goodman dice que nuestras orejas suelen ser pequeñas y estar bien pegadas a la cabeza.
—¿Qué dice de los escorpianos?
Camila intentó zafarse de su abrazo; él no se lo permitió. Con un jalón que la tomó por sorpresa, la ubicó sobre sus piernas.
—¡No, Lautaro! Que soy pesada.
Se le tensaron los músculos en un intento por no caer con todo su peso sobre las piernas flacas de él.
—Dale, decime qué dice la astróloga de los escorpianos.
—Dice que son malos, muy malos.
—¡Miente! ¿De verdad te parezco malo?
Camila levantó la vista.
—No, no me parecés malo. Al contrario. —Le besó ligeramente la boca—. Gracias, Lautaro.
—¿Por qué? —preguntó, con soltura fingida; el beso rápido de Camila lo había afectado.
—Porque hiciste que este día, que podría haber sido el peor de mi vida, fuese hermoso.
No existía lugar para fingimientos, y buscó la cercanía de su cuerpo. Gómez era fuerte. Como muchas características de él que pasaban inadvertidas, su fortaleza física era la que Gómez ocultaba con esmero. “
Karate ni sente nashi
”, recordó.