Nacida bajo el signo del Toro (33 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—“Tu Camila, tuya para siempre. Y solo tuya”, así firmaste el
mail
. Te confieso que, cuando lo leí en la pecera del cole, me largué a llorar.

 

♦♦♦

 

La niebla se disipó alrededor de las seis de la tarde, cuando el crepúsculo devoraba las últimas luces del día y la temperatura descendía de manera brusca. Lo peor era el frío. Gálvez castañeteaba los dientes y temblaba. Gómez se quitó la campera roja y lo cubrió.

—Tiene fiebre —anunció Camila, con la mano sobre la frente del accidentado.

—Me duele para el carajo la pierna.

—Te vamos a dar paracetamol de nuevo, pero primero tenés que comer algo.

Camila y Gómez habían evaluado la existencia de provisiones y la reserva de líquido, aunque esta no les preocupaba demasiado porque Camila aseguraba que, en el punto en donde se habían encontrado, existía un arroyo. En cuanto a la comida, de acuerdo con los cálculos de Lautaro, tenían para tres días, si se contentaban con una ingesta muy frugal.

—Sebas, comé esta barra de cereales.

Camila lo ayudó a tragar los analgésicos, en tanto Gómez se esforzaba por desenganchar la cuerda atada a la roca en la parte superior.

—¡Sí! —exclamó, cuando cayó a sus pies. La ató a un arbusto que, hasta media hora antes, había permanecido oculto por la niebla, se hizo de una linterna de gran potencia y se dispuso a abandonar la plataforma de piedra en la que habían permanecido durante las últimas horas.

—¿Adónde vas? —se atemorizó Camila.

—No te preocupes —la tranquilizó, mientras se ataba la cuerda a la cintura—. Me voy a alejar lo que dé la cuerda, pocos metros. Quiero ver los alrededores. Sería bueno encontrar una cueva para pasar la noche. Además, voy a aprovechar para recoger madera para encender un fuego y entablillar a Gálvez.

Camila se mantuvo alerta y, con los ojos clavados en la dirección en la que se tensaba la cuerda, iluminaba con la linterna alógena del celular de Lautaro. La noche de una luna que parecía un tajo delgado en la negrura, le impedía ver a dos metros; las figuras recortadas en las sombras resultaban amenazantes, y los sonidos la sobresaltaban.

Gómez regresó con buenas noticias: a pocos metros hacia la derecha, una saliente de roca formaba una cueva.

—El quilombo va a ser moverte, Gálvez. Aquí encontré unos palos para entablillarte.

—Si ustedes hacen de muletas, puedo desplazarme sin problema. Estoy seguro. Le voy a poner onda.

Camila ayudó a Gómez a inmovilizar la rodilla y el tobillo de Sebastián. Pegaron las ramas a los costados de las articulaciones con varias vueltas de cinta adhesiva. Después, le pusieron el pantalón, que seguía húmedo en las partes gruesas, y Camila aseguró, con las alfileres de gancho del botiquín, el costado que Gómez había rasgado por completo.

—Primero voy a llevar las mochilas —decidió Lautaro—, así, cuando te sostengamos a vos, no tendremos que acarrear un peso extra.

Al cabo, con todo dispuesto, lo ayudaron a incorporarse.

—¡Mierda!

—¿Qué pasa? —se asustó Camila.

—Siento que la herida me va a reventar. Qué impresión tan espantosa.

—No apoyes la pierna quebrada.

—Ni loco. ¿Sabés qué, Gómez? Ahora que estoy parado, voy a mear. Hace horas que tengo ganas. Cami, espero que no te moleste. Date vuelta, por favor.

Si bien la cueva se hallaba a corta distancia, lo que dificultó el traslado fue lo accidentado del terreno. Camila se compadecía de Lautaro, a quien, además de sostener a Gálvez, le tocaba apuntar al suelo con la linterna. Llegaron exhaustos, aunque contentos: después de todo, contaban con un buen sitio para pasar la noche. La cueva era angosta, pero profunda, y suficientemente abovedada para que pudieran estar en pie.

—¿No habrá ningún bicho ahí dentro? —Camila señaló la parte interior más alejada, a oscuras por completo—. Por favor, fijate que no haya murciélagos. Prefiero dormir afuera, te juro.

—No hay nada. Ya revisé.

De igual modo, Gómez apuntó con la linterna, y Camila estudió las paredes de piedra sinuosa. Convencida de que ningún animal los acechaba, regresó con Gálvez y le reacomodó la mochila bajo la pierna rota.

—Sebas, ¿cómo te sentís? —le preguntó, al tiempo que le tocaba la frente—. Todavía tenés fiebre.

—Estoy bien.

Sabía que le mentía. Sufría por la herida en la pierna y tenía frío.

—Gálvez, vamos con Camila a buscar leña. Ya volvemos.

Gálvez se recostó tranquilo después de verificar que Gómez ató la cuerda a un tronco y a su cintura, y le arrojó un beso a Camila cuando esta se dio vuelta y le sonrió.

 

♦♦♦

 

Habían comido galletas dulces y bebido unos tragos de mate cocido. El fuego, que crepitaba dentro de un círculo de rocas en el acceso a la cueva, alejaba el intenso frío de la noche serrana y mantenía a raya a los animales. Gálvez dormitaba bajo la manta de polar y sobre un colchón de paja que Gómez había cortado para aislarlo de la piedra helada. Camila, sentada entre las piernas de Lautaro, agradeció a Dios por tenerlo a sus espaldas. Sin él, ella y Sebastián, citadinos inútiles, habrían perecido.

—¿Estarán buscándonos?

—¿De noche? No. Por supuesto que ya saben que hemos desaparecido, pero nos buscarán mañana, si es que no hay niebla de nuevo.

Camila apretó los dedos de Gómez.

—¿Qué vamos a hacer, Lautaro?

—Esperar a ver si nos encuentran. Bianca sabe qué dirección tomamos.

—¿Le habrán avisado a nuestros padres?

—Me temo que sí. Pobre vieja.

Camila inclinó la cabeza y empezó a sollozar. Gómez ajustó el abrazo en torno a ella y la atrajo para hablarle al oído.

—No llores, mi amor. Todo va a salir bien. Ya vas a ver. Estamos juntos. Juntos, somos invencibles.

—Todo esto es por mi culpa. Nuestras familias deben de estar desesperadas de la angustia. Y todo porque yo quería darte celos con Sebastián, por eso acepté que me mostrase ese lugar. Estaba loca de celos por que vos y Bárbara eran novios.

—Novios —se mofó él.

—¿Y qué eran, si no? —se enfadó ella.

—Estábamos jugando un juego, Camila. Ella lo sabía, yo lo sabía. Terminó en el instante en que salí a buscarte.

—¿Qué te dijo?

—No importa. Lo único que importa es que le dije que ni un ejército iba a detenerme. Iba a ir a buscarte y basta. ¿Sabés qué, mi amor? No me importa nada, no me arrepiento de nada. Si esto sirvió para que nos reconciliásemos, lo acepto con gusto.

—Siempre y cuando, a Sebastián no le cueste la pierna.

—Vení, salgamos un momento para buscar más leña. Hay que alimentar el fuego toda la noche para no helarnos. De paso, nos movemos un poco y entramos en calor.

—¿Cómo vamos a hacer para mantener el fuego encendido toda la noche?

—Vamos a hacer turnos para dormir.

—Bueno. Lautaro, tengo ganas de hacer pis.

—Te acompaño —dijo él, y se ató la cuerda a la cintura.

Abrigados como estaban, con guantes, gorros de lana y camperas de guata, el aire helado, no obstante, los calaba hasta provocarle temblores ingobernables.

—Alejate un poco más, Lautaro —castañeteó Camila—. No puedo, si estás tan cerca.

—Ya me di vuelta para no verte. ¿Qué más querés? ¿Tenés vergüenza de que escuche el ruido del pis?

—¡Lautaro, alejate!

—Pensá cuando seamos viejos, y te hayas hartado de escuchar mis pedos y yo, los tuyos.

—¡Escorpiano tenías que ser! Alicia tiene razón: son escatológicos por naturaleza.

—¿Ah, sí? ¿Y qué más podés decirme de los escorpianos?

—Con la bombacha baja y a punto de congelarme, no voy a decirte nada.

Gómez consintió en apartarse unos metros para que Camila evacuase la vejiga. De regreso, juntaron las ramitas que divisaron a la luz de la linterna. Alimentaron el fuego y controlaron que Gálvez estuviese confortable.

—¿Tenés sed, Sebas?

—Un poco.

Lo ayudó a beber agua mineral y le acomodó el suéter bajo la cabeza.

—Vení —le ordenó Gómez, y la obligó a salir de la cueva—. Mirá el cielo.

Camila ahogó una exclamación. Preocupada por ver dónde pisaba, había mantenido la vista hacia abajo, sin caer en la cuenta de que estaba perdiéndose un espectáculo sobrecogedor: el de miles de estrellas que tapizaban la bóveda negra. Por supuesto, Gómez se lo había señalado. A veces tenía la impresión de que él, además de su novio, era su maestro.

Gómez la sujetó por la cintura y le pegó la boca en la sien.

—¿Te acordás de aquel día en mi casa, nuestro primer día de novios, cuando te mostré el cielo raso de mi habitación? —Camila asintió—. Ahora, estás viendo el de verdad, como querías.

Camila introdujo con delicadeza uno de los auriculares en el oído de Lautaro, el otro, en el de ella, y buscó “Insensitive” en el MP3. La canción comenzó, y Camila y Lautaro supieron que no debían culpar a la helada por los estremecimientos que experimentaban.

—Nunca nos vamos a olvidar de esta noche —profetizó Lautaro.

—Nunca —acordó ella.

—Mi amor, ponela de nuevo y cantámela al oído.

Camila le dio el gusto, más allá de que terminó cantándosela sobre los labios.

Regresaron a la entrada de la cueva y se sentaron junto al fuego. Camila se acomodó entre las piernas largas de Gómez y se dedicó a remover los rescoldos con un palo.

—¿En qué pensás? —susurró Lautaro.

—En que, si vos no nos hubieses encontrado, probablemente, Sebastián y yo no habríamos sobrevivido. Ya estaríamos congelados.

—Habrían encendido un fuego.

—¿Cómo? No tengo idea de cómo hacerlo, sin mencionar que no tengo fósforos.

—Gálvez fuma. Él tiene encendedor. Lo habrían encendido, movidos por la necesidad. ¿No conocés ese refrán que dice: “La necesidad es la madre de la invención”?

—¿Y la quebradura de Gálvez? Ni en mil años yo habría puesto el hueso en su lugar.
No way.
¿Con qué se la habría curado y vendado? —Se tomó el rostro entre las manos—. ¡Dios mío! Me siento tan culpable.

—Fue Gálvez el que te convenció de que se apartasen del grupo.

—Y como yo le llevé el apunte para lastimarte, por eso ahora Dios está castigándome.

Gómez la envolvió con sus brazos, y la espalda de Camila se hundió en la morbidez de la campera roja. Apretó los ojos y entrelazó los dedos enguantados con los de su amado.

—Lo siento —oyó decir a Gómez—, pero, a pesar de que las condiciones en que estamos son muy malas, yo no puedo ver esto como un castigo.

—¿No? —farfulló Camila, con voz estrangulada.

—No, ni un poco. Ya te dije: si sirvió para que nos reconciliemos, lo acepto con gusto.

Camila se incorporó con delicadeza y se arrodilló frente a él, entre sus piernas. Se quitó los guantes y se inclinó antes de pasarle las manos cálidas por las mejillas frías.

—Y si la quiebra de la fábrica de mi papá, si la pérdida de nuestro departamento de la Recoleta y de nuestro dinero sirvieron para que te conociera, yo lo acepto con gusto. Quiero que sepas que le agradezco a Dios por haberte puesto en mi vida. Antes, cuando teníamos plata e iba al Saint Mary, yo creía que era feliz. Pero ahora, que comparo esa vida con la vida que tengo con vos, me doy cuenta de que no tenía idea de lo que era la verdadera felicidad. La felicidad sos vos. La felicidad es Lautaro.

Los ojos oscuros de Gómez se abrieron con desmesura y fulguraron a la luz de las llamas. Camila, sin apartar las manos de la cara de él, se inclinó más y le acarició los labios con la boca entreabierta. Lautaro profirió un gemido ronco y bajó los párpados. Dos lágrimas se deslizaron por su rostro, y Camila las bebió con la punta de la lengua. Sin abrir los ojos, Gómez movió la cara con la intención de encontrar la boca de ella, de la que se apoderó sin moderación. La besó salvajemente. Los alientos de ambos, convertidos en vapor, se fundieron en el aire gélido de la noche, en tanto que los sonidos húmedos que producía el frenesí de sus labios, los clamores que surgían de sus gargantas, la agitación de sus respiraciones y el roce de sus camperas se acoplaron al concierto de rumores nocturnos.

 

♦♦♦

 

—No y no —se empecinó Camila, al día siguiente.

—Ahora entiendo —se explicó Gómez— por qué dicen que los taurinos son tercos.

—Olvidate, Lautaro. No vas a alejarte de acá. No y no. Te vas a perder. Vos mismo me dijiste que es fácil perderse porque todo es igual.

—Voy a ir a buscar el arroyo en el que se cayó Gálvez. Se nos están acabando las bebidas.

—¿Cómo vas a hacer para subir?

—Ayer no podíamos ver nada por la niebla, pero ahora descubrí que se puede subir por un camino muy piola. Me habría ahorrado saltar como un boludo para desenganchar la cuerda.

—¡Lautaro! —lloriqueó—. ¡Te odio! ¡No quiero que nos dejes!

—Voy con la brújula.

—¿Y para qué sirve la brújula? Yo no sabría qué hacer con eso.

—Yo sí sé qué hacer con esto. Es lo primero que nos enseñan a usar en los scouts. También nos enseñan a dejar señales y a construir apachetas para reconocer el camino.

—Apa ¿qué?

—Apachetas —rio Gómez, y la abrazó—. Son montículos cónicos de piedras. Los construían los indios. Tengo que colocar señales arriba, Camila, por si vienen por ese lado, para que sepan que estamos aquí.

Gálvez los observaba y apenas levantaba las comisuras. El dolor en la pierna y la fiebre le carcomían la fuerza, y un desánimo impropio de su carácter le ensombrecía los pensamientos. Esa mañana, Gómez, después de limpiarle la herida, le había asegurado que tenía buen aspecto. Él declaró no creerle. La pierna se le había hinchado hasta deformarse, y el latido se había vuelto feroz.

Para no volverse loca mientras aguardaba el regreso de Gómez, Camila recolectó leña, hojarasca, paja –la cortó con un cuchillo de Lautaro– y todo lo que juzgó útil: piedras, palos, cortezas de tronco, carrizos, que servirían para atar cosas, trozos de huesos. El ejercicio, además, la ayudó a entrar en calor, por lo que se quitó la campera y la colocó sobre el torso de Gálvez, antes de volver a salir para continuar con la tarea. Fue y vino del interior al exterior de la cueva incansablemente. En opinión de Gálvez, había recorrido kilómetros.

Gálvez desconocía que, en tanto trabajaba, Camila repetía el Padrenuestro y el Avemaría. ¿Cuántos había rezado? Todos los que no había rezado en su vida. Solo una vez acalló su incesante plegaria, cuando levantó la vista al cielo y divisó un ave enorme y negra, con las alas desplegadas, que planeaba no muy lejos de ella. “Un cóndor”, se emocionó, y pensó que era afortunada por admirar un espectáculo tan inusual; sabía que no era fácil verlos; estaban casi extintos por culpa del hombre.

“Es el ave que vuela más grande del mundo”, les había explicado el guía. “Con sus alas extendidas, llega a medir tres metros.” ¡Qué magnífico cuadro componían el cóndor, el cielo y el silencio! “Es un ave carroñera, que mantiene limpio el ecosistema.” Era un ave noble y útil. Camila prosiguió con su tarea de búsqueda de leña, sintiéndose acompañada por el vuelo pacífico de esa ave extraordinaria.

—¡Cami! —la llamó Gálvez—. Vení, haceme un poco de compañía.

Camila se sacudió las manos, entró en la cueva y se arrodilló junto al herido.

—¿Querés tomar agua?

—No —contestó Gálvez—. Hablame, contame algo. Estoy aburrido aquí, solo.

—Te cuento algo: me siento culpable por todo esto. No debería haberte llevado el apunte cuando me propusiste la insensatez de separarnos del grupo.

—Pero me diste bola y aquí estamos.

—Sí, porque quería darle celos a Lautaro.

Gálvez soltó un suspiro.

—La Langosta Gómez… ¿Quién habría dicho lo útil que resultaría?

—Vos sabés bien —le reprochó Camila— que sin él estaríamos muertos. No habríamos pasado la noche.

—Nadie lo niega. Pero, igualmente, no puedo evitar estar celoso. Anoche, cuando ustedes pensaban que yo dormía, los veía desde aquí darse el beso más
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que vi en mi vida. ¡Ey, Cami! ¡No te pongas colorada!

—Sos de lo peor.

Gálvez sacó la mano de debajo de la colcha y aferró la muñeca de Camila para evitar que se marchase.

—No te vayas. Quiero decirte algo. Se lo debo a la Langosta Gómez.

—¿Qué? —preguntó, con talante hostil—. Apurate, que quiero juntar más leña.

—Yo creía que eso del amor era un verso, que no existía, que, en realidad, era calentura u obsesión. Pero ahora, después de verlos a vos y a él, sobre todo a él, me doy cuenta de que sí existe, de que es verdad que existe algo que hace que la gente esté dispuesta a hacer cualquier cosa por el que ama.

—¿Vos nunca te enamoraste?

—Sí, de vos.

—Vamos, Sebas. De mí no te enamoraste. Me usaste para fastidiar a Lautaro.

—¿Fastidiar? ¿De dónde sacás las palabras? —Camila ensayó una mueca de impaciencia y cruzó los brazos en el pecho—. OK, lo admito.
Fastidiar
a la Langosta era una tentación difícil de resistir. Pero entonces, empezaste a gustarme de verdad. Sos una mina muy especial, Cami.

—Muy rara, querrás decir.

—Lo que sea. Pero me gustás mucho. De todos modos, soy buen perdedor, y sé cuándo retirarme de una batalla. A esta, la perdí. Lo que hay entre la Langosta y vos es demasiado fuerte para seguir presentando pelea. —Se miraron fijamente. Luego de esa pausa, Gálvez habló de nuevo—: Gómez es un tipo con suerte. Vos sos una gran mina, Cami.

—Y él es la mejor persona que conozco.

—Sí —admitió Gálvez—, es un buen tipo. Creo que le debo la vida.

—Los dos se la debemos.

 

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