Nacida bajo el signo del Toro (25 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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♦♦♦

 

“Hay días buenos y días malos”, meditó Camila más tarde, durante la clase de Física. “Este es uno de los malos”, concluyó, cuando Bárbara Degèner, llamada al frente para dar la lección, se lució y se sacó un diez. En verdad, ese no estaba siendo un mal día, sino el peor del año.

—La felicito, Degèner —la elogió el profesor, el mismo del año pasado—. Veo que ha decidido tomarse la Física en serio.

—Alguien hizo que me gustase —comentó Bárbara, y Camila le habría arrancado los ojos con que miró y coqueteó a Lautaro Gómez.

A la luz de la revelación, su mente trabajaba sin descanso para hallar la solución a los dilemas del pasado. Ahora comprendía quién había sido la chica que llamaba y molestaba a Gómez (incluso se había presentado en su edificio) el sábado en que ellos se juntaron para realizar el trabajo de Geografía. ¡Si se la toparon en la calle, cuando Lautaro la acompañó de regreso! La muy zorra los había acechado el día entero. Ahora comprendía por qué Bárbara se había interesado en el karate e inscripto en el instituto de Gómez. Ahora cobraba sentido el plan maquinado para llevarla a bailar a Dolmen, donde se encontraron con Sebastián Gálvez. Ahora cobraba sentido la tozudez de Lautaro, que no quería que se mostrasen abiertamente como novios. Ahora sabía quién era Soyelquesoy. De todos modos, Bárbara había necesitado un cómplice que tomase las fotografías. “Lucía”, pensó. Las dos tenían cuentas que saldar con Gómez y la habían convertido en el blanco para fastidiarlo. Lo odió por exponerla a la malicia de esas dos. Lo odió por haber deseado a Bárbara. Imaginarlo en la cama con ella le provocó un retortijón. Se sujetó el vientre y se mordió el labio.

—Cami, ¿estás bien? —se preocupó Benigno.

Gómez se giró enseguida.

—¿Qué te pasa? ¿Qué tenés?

Entre los resquicios de los párpados, Camila advirtió su preocupación y se regocijó.

—Estoy bien, Beni. No te preocupes. Me dio una puntada en el estómago, nada más.

—¿Qué le pasa, Pérez? —se interesó el profesor.

—Le duele el estómago —se apresuró a contestar Gómez—. ¿Puedo acompañarla a la enfermería?

El profesor no dudó en darle permiso. Gómez y Pérez Gaona eran los mejores alumnos.

—Está bien, profesor. No hace falta —objetó Camila.

—Está muy pálida, Pérez. Acompáñela, Gómez.

Al ponerse de pie, sin intención, su mirada cayó en la de Bárbara, que seguía en el frente, y el dolor en el estómago se acentuó. Horas después, cuando contó con un momento para analizar qué había experimentado frente a esos ojos, decidió que había sido asco, asco de la maldad tan cruda y pura que Bárbara no se molestó en disimular.

Gómez intentó aferrarle la mano, y Camila, con un movimiento delicado, la apartó. En la enfermería, le tomaron la presión, le midieron el pulso y le constataron el reflejo de las pupilas.

—Tenés la presión baja —dictaminó Marisa, la enfermera—, por eso sentiste malestar en el estómago. Comé estas galletitas, que son ricas en sal. —Extendió un pequeño paquete sellado, que Gómez recibió—. Te vas a sentir mejor. Mientras, voy a avisarle a Rita, para que te deje ir. Necesitás recostarte.

—No puede irse sola —adujo Gómez—. ¿Qué pasa si se desmaya en el subte?

—No voy a desmayarme. No seas exagerado. Puedo irme sola perfectamente.

—No, ni loco te dejo ir sola a tu casa.

—¿Discusión de enamorados? —intervino la enfermera—. Gómez, a tu novia no le va a pasar nada. Además, Rita va a llamar a la casa para que vengan a buscarla.

—No hay nadie en la casa de Camila a esta hora.

—Volvé a clase, Gómez. Camila es nuestra responsabilidad, no tuya.

La enfermera salió de la habitación sin cerrar la puerta. Camila permanecía sentada en el borde de la camilla, con la cabeza baja. Tenía ganas de llorar. ¿Por qué había durado tan poco la felicidad? ¿Por qué se sentía desdichada, como si Gómez la hubiese traicionado?

Él le apoyó las manos sobre los muslos, y ella no reunió la voluntad para apartarlo.

—Comé las galletas —la instó, y oyó el murmullo del paquete, mientras lo abría.

Camila recibió la galleta y mordió un ángulo pequeño. El sabor de la sal le inundó la boca. Masticó lentamente y tragó con miedo a que el bocado le intensificase las náuseas. Repitió la operación, siempre con lentitud, y, al cabo, se sintió mejor.

—¿Qué te anda pasando, Cami? —preguntó Rita, al entrar seguida por la enfermera.

—Ya estoy mejor. Puedo regresar a clase sin problema. La galleta me hizo bien.

—¿Sí? ¿Te sentís mejor? —Camila asintió—. Bueno, si preferís quedarte… —Consultó el reloj—. Falta poco para que suene el timbre del recreo. Gómez, llevala a la cantina y pedile un té con mucha azúcar.

—Sí, por supuesto.

—Eso le hará muy bien —opinó Marisa—. Tomalo con el resto de las galletas.

Se ubicaron en la mejor mesa, la que nunca estaba libre en los recreos, una apartada, donde tendrían un poco de intimidad. Camila se sentó dando la espalda a la puerta para no ver a los chicos cuando invadiesen la cantina. Gómez colocó la taza de té humeante delante de ella y se sentó a su lado.

—Mi amor —la llamó, y le acarició la sien con un beso—, ¿de verdad estás mejor? ¿Por qué no dejaste que te mandasen a tu casa?

—Estoy bien, Lautaro. Me siento mejor.

—¿Qué te pasó?

—Sentí náuseas y un mareo. Salí sin desayunar esta mañana. Eso debió de ser.

—¿Por qué no desayunaste? —se enojó—. Eso hace remal.

—No tenía hambre.

—Dale, tomá el té. Ponele mucha azúcar —le exigió, y la besó en la mejilla.

Lo tomó de a sorbos pequeños para evitar el incómodo ruido al tragar. La infusión surtió efecto enseguida y le estabilizó el estómago.

—Camila, te amo —le susurró Gómez, y, al pronunciarlo, le acarició la oreja con los labios.

—No, Lautaro, ahora no.

—Está bien, pero quiero que sepas que sos lo más importante para mí, lo que más amo en este mundo.

Asintió con mirada ausente, la misma actitud que habría empleado si él le hubiese dicho: “Hace frío, ¿no?”.

—Lo de Bárbara no significó nada para mí. No me importa que te enojes si digo esto. Es la verdad.

—Te acostaste con ella. —Lo dijo con una energía renovada, que lo sobresaltó—. Tuviste relaciones sexuales con ella, eso es obvio para mí. No podés decirme que no significó nada.

Lautaro bajó la vista y no negó la aseveración. “Se acostaron”, se dijo Camila. “Yo tenía razón. Tuvieron sexo. A ella la conoce más que a mí. La penetró. La conoce desnuda. Conoce su cuerpo escultural y gozó con él”. En ese instante, le permitió a la rabia y a la angustia que hicieran estragos en ella. Después, con ganas y más tranquila y con la ayuda de Alicia, analizaría por qué se sentía traicionada.

—No estábamos de novios.

—Pero, según me dijiste, ya estabas enamorado de mí.

—Vos no me dabas bola.

—¡Por Dios, Lautaro! ¿Cómo iba a darte bola si jamás me dirigías la palabra?

—No seguí con ella por vos. La corté apenas comenzaron las clases porque te tenía en la cabeza todo el tiempo.

—¿No querías que se supiese que estabas de novio conmigo para que Bárbara no se enojara con vos? ¿Para poder seguir con las dos?

—¡Estás diciendo cualquier forrada!

—¡No hables así conmigo! ¡Conmigo, hablá bien!

—Disculpame, pero me pone loco que me digas algo tan injusto. Jamás estuve con ella desde que nos pusimos de novios. ¡No quiero estar con nadie, solamente con vos! —Más calmado, le preguntó—: Camila, ¿de verdad creés que estuve con ella y con vos al mismo tiempo?

No conseguía articular, por lo que, sin mirarlo, sacudió la cabeza para negar.

—No quería que ella lo supiese para que no nos molestase. Sabía que podía ponerse espesa.

El timbre la inquietó, y Gómez le apretó la mano para tranquilizarla. Ella le permitió que se la tomase.

—¿Estás enamorado de ella?

—¡No! ¿Qué decís? Te amo a vos. Con toda mi alma.

—Ella sigue enamorada de vos. No creas que no me di cuenta de que la chica que te molestó todo el día aquella vez que fui a tu casa para hacer el trabajo de Geografía, era ella. Incluso estaba al acecho, esperando que saliéramos de tu casa. Si me pongo a pensar, me da miedo.

—No, no —la animó él, y le retiró el mechón que le caía sobre la sien—. No te va a hacer nada. No se lo voy a permitir. Nadie te va a tocar un pelo, mi amor.

—¿Cómo sabés? Me asusta que haya querido ser mi amiga todo este tiempo. ¿Por qué? ¿Para qué?

—Creo que vos le caés bien, a pesar de todo.

—¡Sí, claro! ¿Quiénes están al tanto de lo que hubo entre vos y ella?

—Lucía y Germán lo saben. Y Gálvez también, porque Bárbara le cuenta todo.

—¿Y Karen y Benigno?

Gómez asintió. Por el rabillo del ojo, Camila lo vio envararse y apretar el entrecejo. No necesitó darse vuelta para saber que Bárbara acababa de entrar en la cantina y los observaba.

—No la mires así, por favor. Una vez leí que lo opuesto al amor no es el odio, sino la indiferencia, y no veo que vos seas muy indiferente con ella.

—Para mí, ella no existe.

—Vamos, quiero salir de aquí. No soporto este lugar cuando se llena de gente.

Lucía, Bárbara y Sebastián ocupaban una mesa cercana a la salida. Camila se dirigió hacia ellos con Gómez a la zaga, que ignoraba su intención. Se detuvo a escasos centímetros de Gálvez y clavó los ojos en Bárbara, que se la sostuvo con actitud desafiante. “Por fin mostrás tu verdadera cara”, pensó.

—Bárbara, no me envíes más anónimos. No tendría sentido. Ya me enteré de todo. Lautaro acaba de contármelo.

—¿Qué? ¿Anónimos? ¿De qué mierda hablás, Camila? ¿Estás colocada? ¿De qué habla esta mina, Lautaro?

Camila se alejó sin importarle si Gómez la seguía o si se quedaba para contestar la pregunta de su ex amante. ¿
Ex
amante? De la muerte y de los cuernos nadie se salva, evocó.

 

♦♦♦

 

A partir de ese día, algo se rompió en el interior de Camila, y la tristeza se enseñoreó de su ánimo. En donde antes había habido sol, ahora había nubes negras; donde antes todo era cálido, mórbido y dulce, ahora solo hallaba frío, dureza y amargura. Se le borró la sonrisa y se le apagó el brillo de los ojos, y la palidez que al profesor de Física indujo a enviarla a la enfermería, no la abandonó. Estaba demacrada y ojerosa. A veces, se dormía llorando, recreando escenas de él gozando con ella. ¿Por qué la asaltaban esas imágenes? ¿Por qué no conseguía olvidarse de que Bárbara y Lautaro habían sido pareja? Técnicamente, él no la había traicionado. ¿Por qué se sentía defraudada? Sin duda, el efecto sorpresa aún la aturdía y la confundía. ¿El
nerd
de la clase con la chica más popular? ¿La Langosta con la más linda? “¿Por qué te asombra?”, se enfurecía consigo misma. “¿Acaso no te conquistó a vos?”. Sí, pero ella carecía de la hermosura exuberante de Bárbara, y su cuerpo estaba lleno de defectos, no como el de Bárbara, que, justamente, no distaba mucho del de la muñeca Barby. “Yo soy una chica más a tono con Lautaro Gómez”, se convencía. Pensamientos de esta índole servían para profundizar su tristeza, porque era consciente de que provenían de su baja autoestima: ella se consideraba menos que Bárbara y, por ende, quería que Gómez también lo fuese. Excepto que Gómez, con su seguridad proverbial, le había demostrado que se sabía superior a cualquiera.

La única que conocía los vaivenes de su alma torturada era Alicia. Con su vecina y amiga (la única verdadera amiga que tenía), se desahogaba. A ella le refería con pelos y señales los caminos que transitaba desde que Gómez le había confesado lo de su relación con la chica más linda de la división. No, de la división no. ¡Del colegio! Solo a ella se atrevía a contarle que, desde ese día, evitaba que Gómez la tocase por miedo a que la comparase. Bárbara tenía cintura más afinada, y brazos más delgados, y piernas más esbeltas, y musculatura más firme. Por cierto, la había visto en minishorts, y se encontraba en condición de afirmar que su piel era como la del durazno, sin pocitos ni defectos. Estaba alejándolo de ella, y lo sabía, pero no reunía la sensatez ni la voluntad para frenar esa carrera estúpida en la que se había embarcado.

—Cami —le advirtió Alicia—, con este comportamiento, estás moviéndote hacia el lado más oscuro de tu personalidad.

Lo peor era estar consciente de que se dirigía hacia un abismo y no conseguir detener los pies; ellos se conducían de manera autómata, y la llevaban por donde querían. Había perdido el control sobre su cuerpo y su vida. En esa anarquía, comenzó una dieta de tan solo seiscientas calorías diarias, y, apuntalada por la tenacidad que caracteriza al Toro, la llevó a cabo de manera estricta. Como destinaba una parte importante de lo que ganaba para ayudar con los gastos de su casa, no le alcanzaba para cubrir la cuota de un gimnasio, por lo que se compró un dvd con ejercicios, que practicaba en el comedor todas las noches antes de bañarse. Para matar el hambre, se lo pasaba mascando chicles sin azúcar y tomando té. Al final, se le cortó la menstruación.

—Estás más flaca —le marcó Karen una mañana—. ¿Estás haciendo dieta?

—No —mintió, tal vez porque Gómez estaba allí, escuchándolas. Antes muerta que confesarle que prácticamente no ingería alimentos para que su cuerpo se moldeara al estilo del de Bárbara.

Hubo un cruce de miradas entre ellos, fugaz, casi inexistente, como lo eran desde aquel lunes en que él le había contado acerca de su amorío con Bárbara Degèner. En ese instante en que los ojos negros de Gómez la mantuvieron hechizada, Camila vio la pena que lo asolaba y le leyó la mente. “¿Por qué estás castigándome? ¿Por qué estás castigándote? Te amo. ¿No te das cuenta?”. No obstante, a ella el orgullo le impedía mostrar un gesto de perdón. En realidad, eran toneladas de orgullo.

—¿A quién tenés que perdonar? —la encaró Alicia—. A él, por cierto que no. No era tu novio cuando inició su relación con Bárbara.

—Pero estaba enamorado de mí cuando se acostó con ella. ¿Cómo puedo volver a confiar?

—Cami, no estás siendo razonable y lo sabés. Vos y él no tenían ningún compromiso. Él se acostó con Bárbara, como vos podrías haberte acostado con Sebastián. Ahora, Lautaro no tendría nada que reprocharte porque lo habrías hecho antes de ponerte de novia con él.

Camila, sorda a la lucidez de Alicia, apretó los puños y preguntó:
—¿Por qué? ¿Por qué se acostó con ella?

—Porque ella lo deseaba y lo sedujo, ¿no te das cuenta? Le pidió que lo preparase para el examen de Física para tener una chance de tentarlo con su cuerpo y con su belleza. ¡Por favor, Cami! Lautaro es un adolescente, no un hombre casado, con tres hijos. Y tiene las hormonas en ebullición.

Sí, Bárbara era capaz de seducir. Lo había hecho en Dolmen y en Vangelis, y le había resultado chocante verla en acción. Sin empacho, se acercaba a su presa y le comunicaba su deseo con miradas sugestivas y meneos elocuentes. Incluso, el modo en que se llevaba el cigarrillo a la boca y exhalaba el humo formaba parte del plan de seducción, lo mismo que la manera en que sus labios se apoyaban sobre el filo del vaso y sus pestañas cargadas de máscara se posaban en sus pómulos al sonreír.

—Camila, tu inflexibilidad te está impidiendo ver que perderás a un chico buenísimo, que te ama con locura, por una cuestión de orgullo. No soportás que él compare el cuerpo de ella con el tuyo, su belleza con la tuya. Y no te das cuenta de que él no lo hace, nunca lo hizo. Te eligió a vos.

—Lo haría si hiciéramos el amor y me viese desnuda.

—Camila, cuando un hombre y una mujer, por muy jóvenes e inmaduros que sean, hacen el amor con amor, se olvidan de todo, incluso de los defectos físicos. Que, por otra parte, ¡vos no tenés ninguno! A vos, Lautaro te ve perfecta. No perfecta para los cánones sociales, sino perfecta para él, simplemente, porque te ama. Ahora, te sentás aquí y comés este plato de fideos frente a mí. ¡Lo único que falta es que te vuelvas anoréxica por querer ser un palo insulso como Bárbara!

Comió el plato de fideos para contentar a Alicia y, cuando esta se metió en el consultorio y la dejó a solas con Lucito, se encerró en el baño para provocarse el vómito. A punto de introducirse los dedos en la boca, se detuvo. Observó su reflejo en el agua del inodoro. “¿Qué mierda estás por hacer, estúpida?”. Le tembló la cara y las primeras lágrimas dibujaron ondas sobre el agua. ¿Por qué siempre tenía que sufrir? Tiempo atrás, había leído en el libro de Eugenio Carutti, el que trata sobre los Ascendentes, que debido a que la energía de Escorpio bucea en todos los aspectos de la realidad, de la naturaleza humana y de la vida, también lo hace en el sufrimiento. El astrólogo agregaba que, si se rechazaba la existencia de ese aspecto, el del dolor, lo negado se presentaba una y otra vez en la vida de la persona hasta lograr la aceptación.

Ella se negaba la felicidad con Lautaro Gómez por un orgullo gigantesco, que la dominaba como un cíclope a un mortal. No se atrevía a ahondar en el origen del orgullo. Sabía por qué se aferraba a ese orgullo: para ocultar la baja autoestima. Pero ¿por qué se estimaba tan poco? ¿Por qué tenía miedo y se sentía insegura?

—Porque sentís que tenés que ser perfecta para ser amada —le explicó Alicia—. Esa es la parte negativa de tu Luna virginiana. Y, justamente, por esa misma Luna, tus cánones de perfección son altísimos, inalcanzables. Te lastimás y lastimás a Lautaro en tu inmadurez.

Sí, estaba lastimándolo. Desde hacía varias semanas no se veían los sábados ni los domingos. Había dejado de acompañarlo a las reuniones de los scouts con la excusa de que, como trabajaba de lunes a viernes, solo contaba con el sábado para estudiar. Los domingos también lo rehuía con mentiras similares. Él, con una terquedad más propia de un taurino que de un escorpiano, seguía presentándose cada mañana en su puerta para tomar juntos el subte. En el colegio, charlaban durante los recreos, aunque cada vez con más frecuencia unos silencios incómodos se cernían sobre ellos. Camila recordaba la época en la que no les había alcanzado el tiempo para decirse todo lo que les interesaba. El contacto físico había casi desaparecido, y, en dos oportunidades –una, en el andén del subte y otra, en el patio del colegio– en que Gómez la arrinconó y trató de arrancarle un beso a la fuerza, Camila apartó la cara y le dijo que no, asqueada por la sensación de sus manos sobre el cuerpo, manos que ya no la deseaban, sino que la comparaban y la evaluaban.

Un viernes de mediados de junio, Gómez no fue a buscarla para ir al colegio.

—¡Qué raro que no esté Lauti! —exclamó Nacho, ignorante del dolor que le causaba a su hermana con el comentario—. Él es repuntual.

—Vamos. Hoy no viene.

—¿Por qué?

—Porque no.

—¡Qué humor de mierda que tenés últimamente, Camila!

Entró en el aula y lo divisó charlando animadamente con Bárbara. El hambre y la impresión le provocaron un mareo, del tipo que se experimenta al incorporarse de modo brusco. Con disimulo, se apoyó en el marco de la puerta e inspiró hondo hasta sentirse mejor. No quería que se diesen cuenta de su malestar, sobre todo él, para que no pensase que lo hacía para llamar su atención.

No los miró al ubicarse en su asiento y simuló leer su libro de turno. Gómez no se dio vuelta para saludarla; de Bárbara no lo esperaba, porque, desde la noche en Vangelis, no se dirigían la palabra. Aunque la muy perra seguía enviándole anónimos a través del perfil de Nacho en Facebook. Su hermano se divertía con los dibujos –hacía tiempo que no llegaban fotografías–, y Camila tenía que estar alerta e impedir que los imprimiese y se los mostrase a sus amigos.

—¿Cuándo comienza el maratón? —se interesó Bárbara.

Camila se quedó congelada sobre el libro.

—El lunes a la tarde.

—¿Y es verdad que lo van a televisar?

—Sí. De hecho, se hace en los estudios del Canal de la Ciudad.

—¡Qué copado! Y tus compañeros, ¿podemos ir?

—No sé. Puedo averiguar.

—Dale. Sería mortal poder ir, ¿no?

—Claro.

Los ojos de Camila se calentaron, y un ahogo le cortó la respiración. A ella no le había contado nada de eso, ni la había invitado al maratón. “¡No podés culparlo, idiota! Has hecho lo imposible para que esto suceda. Ahora, te aguantás”.

—¡Mirá si ganás, Lauti! —exclamó Bárbara, y le apoyó la mano en el hombro, la misma mano que, de seguro, le había acariciado las partes íntimas—. Nos vamos todos a las sierras en las vacaciones de julio. ¡Qué zarpado!

Camila salió del aula y fue al baño, donde vomitó bilis. Se enjuagó la boca y masticó un chicle hasta eliminar el regusto amargo. Se lavó los ojos y se pasó un peine. Al regresar, se topó con la profesora, que le lanzó un vistazo admonitorio.

—Llega tarde, Pérez.

—Disculpe, profesora.

Se ubicó en su asiento con el aire de un perro apaleado, saludó con un murmullo a Benigno y abrió la carpeta. Sufrió un sobresalto cuando Gómez se dio vuelta y le preguntó:
—¿Qué te pasa? Estás más pálida que un fantasma.

—Estoy bien —dijo, sin ánimo de desafiarlo—. ¿Por qué no fuiste a buscarme?

—Porque no tenía ganas.

Junto con el golpe asestado por Gómez, la alcanzaron las palabras de Linda Goodman:
…te dirá la verdad, brutal y desnuda. Tú le preguntaste y él te responde
.

—Gómez, Pérez, silencio —exigió la profesora, y Lautaro le dio la espalda.

Ante ese gesto, el cuerpo de Camila sufrió un temblor: acababa de caer en la cuenta de que todo había terminado.

 

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