Nacida bajo el signo del Toro (27 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—Te quiero, abuela —le confesó, y se abrazó a su cintura y descansó en su pecho. La reconfortaron la calidez que manaba del cuerpo pequeño y delgado de la anciana, y los aromas que se mezclaban –el del Ambré de Watteau, el del
rooibos,
el del
lemon pie
–, y que la envolvían. Inspiró profundamente, y, al mismo tiempo que ese aire especiado le causaba bienestar, llegó una sensación de paz; casi experimentó alegría.

—Yo te adoro, Camila. Desde el primer día en que te tuve en brazos, supe que serías una criatura muy especial.

—Abuela, no soy especial. Soy rara, pero no especial.

—Y es difícil ser rara cuando se es adolescente, lo sé. Pero confiá en mí, tesoro. Un día, serás feliz. Bien, ahora te voy a leer uno de mis cuentos favoritos. Está en inglés. Este libro —lo levantó, y Camila leyó:
Chronicles of Avonlea. L. M. Montgomery
— es viejo como la injusticia. Lo compré en Londres el día en que terminé mis días en el
boarding school.

—¿Montgomery? ¿No es la misma autora de
Ana, de los tejados verdes
?

—La misma. Fue prolífica. Y, contando historias sencillas de gente sencilla, transmitió una sabiduría de espíritu viejo y elevado. Lamentablemente, ninguna editorial en la Argentina ni en España, hasta lo que yo sé, tuvo el buen tino de traducir
Chronicles of Avonlea
. Tradujeron su continuación hace muchos años y lo llamaron
Nuevas crónicas de Avonlea
. Lo compré en su momento. Pero este solo se consigue en inglés.

—Leeme el cuento, abuela. Estoy ansiosa.

Se titulaba
Old Lady Lloyd (La vieja señora Lloyd)
. La abuela Laura leía con fluidez, como si, en realidad, estuviese hablando. Poseía una exquisita pronunciación, que había obtenido como pupila en un colegio de alto nivel en Londres, en el que había completado la primaria y la secundaria.

Según los chismes del pueblo,
Old lady
Lloyd era rica, mala y orgullosa. Como suele ocurrir con los chismes, eran parcialmente ciertos.
Old lady
Lloyd no era rica ni mala, aunque sí muy orgullosa, y prefería mantener alejados a los pueblerinos y vivir en absoluta soledad, comiendo malamente y viviendo de los centavos que le rendía la venta de los huevos que ponían sus gallinas, antes que revelar que, de su antigua riqueza, no quedaba un penique. De joven, ella había sido la reina del pueblo, una reina hermosa, altiva y rica. Había estado a punto de casarse con un joven apuesto y con futuro, del cual se separó a causa de una estúpida pelea. El joven, a quien la señorita Lloyd amaba con locura, le escribió para pedirle que se reconciliaran, pero ella, herida en su orgullo, le respondió con palabras ásperas, que mataron las esperanzas del caballero. Tiempo después, la señorita Lloyd se enteró de que su amado se había casado con otra y tenía una hijita. Las cosas comenzaron a salir mal, y la suerte se alejó para no volver a sonreírle.

Las palabras de Alicia se impusieron a la lectura de su abuela: “Con un espíritu tan negativo, querida Cami, todo lo que te rodee será negativo. Todo saldrá mal”
.
El relato prosiguió, y Camila se enteró de que la señorita Lloyd había demostrado ser poseedora de un espíritu tan terco como el de ella. Se preguntó si habría sido taurina. La anciana prefería morir a que los pueblerinos, los mismos que la habían admirado y temido, la mirasen con sorna a causa de sus viejos vestidos, o, peor aún, con lástima.

El cuento era extenso, por lo que Laura propuso una pausa para preparar el almuerzo. Camila la ayudó a picar en juliana la verdura para la sopa y a rebozar las milanesas. Lo hacían en camaradería, mientras charlaban y reían. Al rato, Camila se dio cuenta de que la opresión en el pecho había cedido.

Después del almuerzo, pusieron la mesa del comedor para recibir a las amigas de Laura. La cubrieron con un lienzo verde inglés y colocaron las tazas y los platos del juego de porcelana de Limoges, de los pocos objetos suntuosos que se habían salvado del remate para cubrir las deudas. En total, las invitadas eran cinco y llegaron, más o menos, juntas. Camila percibía la sincera alegría que desplegaban al verla y la colmaban de halagos, aunque todas arrugaron la nariz para decirle: “Estás muy delgada, querida”. Resultaba obvio que las ancianas no consideraban a la delgadez, tan de moda por esos días, una ventaja.

Le pidió a su abuela que se sentase a la mesa y que no volviese a levantarse. Se ocupó de servirles el té y de mantener la tetera siempre llena y los platos con sándwiches, masas y porciones de
lemon pie.
Al cabo de dos horas, segura de que las mujeres se habían alimentado bien y se hallaban enfrascadas en su juego de
bridge,
se apoltronó en el sofá y siguió leyendo
He Knew He Was Right.
Planeaba terminarlo el domingo. Quería conocer la suerte del matrimonio Trevelyan. Por el momento, se había roto. Louis vivía apartado de su esposa y de su pequeño hijo, sumido en la desesperación, los celos y la soledad, mientras que Emily sufría, impotente frente a las acusaciones de su esposo. La historia la tocaba tan de cerca y tan íntimamente que, en ocasiones, se le llenaban los ojos de lágrimas.

Por la noche, después de ayudar a Laura a lavar la delicada porcelana y a guardarla y a poner orden en el
living
, comieron algo ligero en la cocina y se aprestaron para ir a dormir. Aunque había una habitación para huéspedes, Camila eligió la cama matrimonial de su abuela; no quería separarse de ella.

—Así terminamos de leer el cuento, abuela —interpuso.

—Me parece perfecto.

Se acomodaron bajo las mantas, con una taza de
rooibos
en las mesas de luz, y en esa oportunidad fue Camila quien retomó la lectura. A veces, se detenía, sorbía y proseguía. A veces, sonreía a causa de los soliloquios de
Old Lady Lloyd,
tan parecidos a los de ella, teñidos de orgullo y de vanidad. Por ejemplo, en una ocasión en que la vieja señora añoraba ir al concierto que daría una joven por la que, secretamente, sentía un gran afecto –la hija de su amado–, el orgullo le susurró:
Tendrás que ir a la iglesia para oírla cantar. No tienes ropas
apropiadas para la iglesia. Piensa en el ridículo que harás frente a
los demás.

—Esto es muy Camila, ¿no? —apuntó la abuela, y Camila asintió, sin dejar de sonreír.

El cuento seducía por la sencillez de la historia y del lenguaje; eran vivencias humanas y comprensibles, escenas bucólicas y serenas. Al final, el orgullo de la señorita Lloyd fue vencido por el amor, y Camila terminó llorando a moco tendido en los brazos de su abuela.

—¿Qué es lo que tanto te duele y atormenta, tesoro?

—Que la haya querido a ella antes que a mí. ¡A ella, abuela! Que es la más linda del colegio, la más popular. No sabés el cuerpo que tiene. Preguntale a Nacho, que se quedó embobado mirándola una vez que la llevé a casa. Me siento humillada, abuela, muy humillada. Pienso que me compara con ella. Y yo no estoy a su altura.

—Él te eligió a vos, tesoro. Lautaro te ama a vos.

Asintió, desganada. El acceso de llanto la había agotado. Se quedó dormida.

 

♦♦♦

 

Al día siguiente, acompañó a su abuela a misa. Hacía años que no iba a misa. Antes de entrar en la iglesia, Laura le dijo:
—Vamos a prenderle una vela a santa Teresita de Lisieux y a pedirle que te dé paz y valor.

—Bueno. ¿Vos siempre le rezás?

—Siempre. Le pido, sobre todo, para que tu papá y tu tío Humberto se reconcilien.

¡Cómo debía de sufrir la abuela Laura a causa de la pelea de sus hijos! Nunca la había oído quejarse ni poner mala cara. Lo soportaba en silencio. Y rezaba.

Al finalizar la misa, Camila salió al atrio y observó el cielo. Brillaba, diáfano, y su color al mediodía podía definirse como turquesa. Sonrió porque, después de tantas semanas de tormento, sentía paz. Sabía qué hacer.

Pasó el resto del domingo en casa de su abuela. Después del almuerzo, Laura anunció que se recostaría, por lo que Camila aprovechó para echarse en el sofá y leer
He Knew He Was Right.
Alrededor de las siete de la tarde y con un intervalo de media hora para tomar una taza de té, terminó la historia de Louis y Emily Trevelyan. La novela destacaba la extensión del daño que el orgullo y la insensatez podían infligir en una persona y en los que la rodeaban. Si alguien hubiese escrito una historia con los eventos de las últimas semanas, sus lectores habrían arribado a la misma conclusión: “¡Qué estúpida es esa Camila!”; es decir, habrían proclamado lo mismo que ella pensaba: “¡Qué estúpido es ese Louis Trevelyan!”.

Abrazó a su abuela, la besó varias veces, le reiteró que la quería, le agradeció por un fin de semana maravilloso y emprendió el regreso a su hogar. Ansiaba llegar y componer lo que había destrozado. ¿Estaría a tiempo?

 

♦♦♦

 

No permitió que el desánimo torciese sus planes después de que Nacho y Josefina le confirmaran lo que sospechaba: Lautaro no la había llamado durante el fin de semana.

Nadie contestaba el teléfono en la casa de los Gómez. Si lo llamaba al celular, saltaba la contestadora. Por primera vez, lamentó no tener un celular para enviarle un SMS, porque así como sabía que él jamás escuchaba los mensajes de voz, leía al instante los de texto. El Facebook seguía fuera de discusión; aún no estaba preparada para leer los potenciales mensajes que Bárbara le hubiese escrito en el muro. Se decidió por un correo electrónico. Sabía que él los revisaba, por lo menos, una vez al día.

“Mi amor. Me encanta que me digas ‘mi amor’. Me acuerdo de la primera vez que me lo escribiste y, por supuesto, de la primera vez que me lo dijiste. Fue cuando te regalé mi libro favorito de Agatha Christie. Mi amor. Me dio un escalofrío de placer.


No sé por dónde empezar, Lautaro. Quizá deba pedirte que me perdones por haber sido terca y orgullosa y por haberte apartado de mí por cuestiones muy estúpidas, pero, al mismo tiempo, típicas de mi forma de ser. No voy a negarte que me dolió saber que estuviste con Bárbara antes de mí, pero ahora sé que me enojé por las cosas equivocadas y que no supe apreciar tu sinceridad al contármelo. Estaba rabiosa de celos y ofendida, y traté de alejarte de una manera cobarde. ¿Habré logrado ese estúpido objetivo? Le pido a Dios que no, porque sos mi vida y mi amor.


Te amo, Lautaro. No sabía que amar fuese de este modo. No sabía que una se despertaría y se dormiría pensando en su amor y se pasaría el día pendiente de él, pendiente de conseguir una mirada, una sonrisa, un beso. ¡Cuántos besos te negué durante estas semanas! Me arrepiento tanto y quisiera dártelos a todos ahora. Perdoname, mi amor.


Voy a rezar por vos para que, mañana y el martes, ganes el maratón. Nadie es más inteligente que vos, y vas a ganar. Y si no ganás (algo que ocurriría solo en caso de que los jueces estuviesen locos o borrachos), te amaré y admiraré todavía más por haber tenido el valor de competir.


Tu Camila, tuya para siempre. Y solo tuya”.

Le tembló la mano sobre el mouse antes de apretar la tecla “Enviar”.

 

 

 

El programa que televisaría el Primer Maratón de Matemáticas y Física comenzaría a las tres de la tarde por el Canal de la Ciudad. Se sentó en el sillón con Lucito sobre las piernas y el control remoto en la mano. A causa de la ansiedad, sacudía las piernas, por lo que el niño reía a carcajadas, convencido de que estaban jugando al “caballito”.

—Vamos a hacerle la barra a Lautaro, Lucito. Mirá —le señaló la pantalla del LED de cuarenta y seis pulgadas—, prestá atención, en cualquier momento vas a ver a Lautaro.

Después de tantos días sin noticias de él –para ella, tres días se habían convertido en una eternidad–, Camila se contentaría con verlo en la televisión. Se animaba pensando que no había recibido respuesta a su mensaje porque Gómez no tenía tiempo para chequear la casilla. Después de todo, no habían pasado veinticuatro horas desde que apretó la tecla “Enviar”. De seguro, se había dedicado a profundizar los temas del maratón y había olvidado los
e-mails
. No había asistido a clase esa mañana, lo mismo sucedería al día siguiente, y esos dos días de gracia, la dirección del colegio se los había concedido para que repasase, no para que perdiese el tiempo conectándose a internet. Por supuesto, a eso se debía la falta de respuesta.

En tanto esperaba que pasaran los títulos y comenzase el programa, Camila intentaba olvidar la soledad padecida ese lunes en el colegio. Hasta el bueno de Benigno la había ignorado. Por su parte, Bárbara y Lucía habían hablado en voz alta para soltarle indirectas. No quería recordarlas, eran mentira. Sin embargo, cuando la cámara realizó el primer paneo de la tribuna, demostraron ser verdad: Bárbara y Lucía ocupaban lugares preferenciales. También descubrió a Karen, a Benigno y a Brenda, más alejados en la misma línea. “Para ir al estudio a ver el maratón, cada concursante tiene solamente cinco lugares en la tribuna. ¿A quién invitará Lautaro?”, había vociferado Bárbara, a lo que Karen replicó: “¿Por qué no te callás, pistacho?”. Por supuesto, la cámara regresó para tomar un primer plano de Bárbara, que destacaba por su belleza. Estaba preciosa con el pelo, castaño, lacio y espeso, que le caía por los hombros y se le perdía tras la espalda, y con los labios cargados de
gloss
rosa. Vestía una remera blanca ajustada, tipo
denim
, con dibujos en estrás, que captaban el brillo de las luces y le resaltaban los senos perfectos.

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