Nacida bajo el signo del Toro (38 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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♦♦♦

 

Al día siguiente, Camila se levantó temprano, colmada de una energía nacida de la expectación. Se preparó con esmero: se bañó, se depiló, se hizo el
brushing
, se maquilló apenas, se perfumó generosamente y se vistió con un conjunto que sorprendería a Lautaro.

Se sobresaltó al sonido del portero eléctrico. Miró el reloj: once y veintiocho, y sonrió al meditar que él también estaba ansioso.

—Entonces —habló Josefina, mientras se despedían—, van a pasar el día con sus amigos.

—Sí —mintió Camila—, con Beni, Lucre, Morena y Bianca. Vamos a ir al
shopping
y al cine.

—Tené el celular encendido todo el día, por favor. En el cine ponelo en modo vibrador.

—Sí, mamá.

—Y te quiero en casa a las siete.

—Está bien.

No le gustaba mentirle, pero no estaba preparada para compartir con su madre lo que haría. “Voy a hacer el amor con el chico que amo”, se recordó, y un vértigo le provocó cosquillas en el estómago, que se acentuaron al abrir la puerta del edificio y descubrirlo como aquel primer día, cuando pasó a buscarla para hacer el trabajo de Geografía, alejado, cerca del cordón de la vereda, con Max sentado a su lado y esa expresión indescifrable e hipnótica.

Él no hizo ademán de avanzar, se quedó quieto con los brazos cruzados sobre el pecho, y cuando Max se dispuso a correr hacia ella, una orden de Gómez mascullada por el costado de su boca, lo hizo sentarse de nuevo; igualmente, comenzó a temblar, a gañir y a golpear la vereda con la cola. Advirtió que los ojos de Gómez la escudriñaban de pies a cabeza. Ella, a su vez y en tanto se aproximaba, lo estudió a conciencia: tenía el pelo húmedo y se había puesto la remera que le había traído de Brasil; le quedaba ajustada, como lo había imaginado y deseado, para que le remarcase el vientre chato, le ciñese los brazos nervudos y le delinease los hombros cuadrados. Le gustaba ese jean, desgastado en las rodillas, y también el cinto de cuero con hebilla de bronce, y le encantaban las zapatillas Converse blancas que Ximena le había traído de su último viaje a Estados Unidos.

Se detuvo a escasos centímetros y, después de lanzarle una mirada pícara y para fastidiarlo, se acuclilló y abrazó a Max.

—Hola, Maxito, hermoso mío. ¡Cuánto te extrañé!

La emoción del reencuentro condujo a Max a un paroxismo de ladridos y saltos, que Camila esquivó para escapar a las patas sucias del labrador. Otra orden de Gómez apenas mascullada lo devolvió a su posición original sobre los cuartos traseros.

—Hola —lo saludó, con una sonrisa nerviosa.

—Hola —contestó él, y avanzó un paso.

Camila elevó la barbilla para mantener el contacto visual. El perfume Ferrari, que se evaporaba de su cuerpo recién bañado, le invadió las fosas nasales e intensificó las emociones que la dominaban. Cuando él ladeó la boca y le dirigió una sonrisa socarrona y siniestra, Camila casi echó a correr. Se había metido en un lío.

Gómez se inclinó y le saboreó los labios colmados de brillo con gusto a fruta. Camila los entreabrió para dejar escapar un sonido de complacencia y él aprovechó para chuparle el labio inferior y, acto seguido, penetrarla con la lengua. No se tocaban a excepción de sus bocas, y, aunque Camila reflexionaba que posiblemente Aníbal anduviese por allí, lo mismo sus vecinos, no conseguía romper el hechizo que la mantenía unida a esos labios.

Lautaro se apartó para expresar:
—Estás vestida igual que el día en que te conocí.

—Qué bueno que te diste cuenta.

—¿Cómo podría olvidarlo?

—Lo hice a propósito. Las zapatillas son nuevas —dijo, y las sacó de debajo de la larga falda blanca para mostrárselas—. Las otras me quedaron chicas. Pero son rosa, como las que viste aquel día. Y todo lo demás, desde la vincha hasta la pollera, son las mismas cosas que tenía cuando me conociste.

—Sí. Vamos —dijo, y la tomó de la mano para iniciar la marcha.

—¿Adónde?

—A mi casa.

La desilusión cayó sobre ella como un piano.

—¿A tu casa?

—No hay nadie. —Gómez giró apenas para mirarla y, enseguida, volvió a fijar la vista al frente—. Se quedaron en San Justo.

—Ah.

Camila elevó la vista al cielo y experimentó una súbita dicha al descubrir que se trataba de un día glorioso y diáfano, con una temperatura cálida, pero no bochornosa, y una ligera brisa que le soplaba el mechón sobre la frente. Se trató de una caminata de pocas palabras que no la incomodó; por el contrario, aprovechó el silencio para serenarse. Sus esfuerzos se desmoronaron cuando llegaron al edificio de los Gómez. Lautaro saludó a Eduardo, el guardia, con soltura, incluso intercambió algunos comentarios sobre fútbol. Jamás dejaría de admirarla su capacidad para conservar la calma cuando ella, en cambio, era un manojo de nervios.

La parquedad y el ensimismamiento desplegados por Gómez se desvanecieron en el instante en que las puertas del ascensor se cerraron tras ellos. La oprimió contra el espejo y la besó con la misma voracidad empleada el día anterior, en la oscuridad del palier.

—Mi amor, no sabés cuánto pensé en este momento.

—¿Sí? Creí que te habías olvidado.

—Olvidado… Sí, claro.

—Nunca lo mencionaste durante las llamadas.

—No era algo de lo que iba a hablar por teléfono.

—Qué bien te queda la remera. Estás tan lindo. Y me encanta el Ferrari —añadió, y le olisqueó el cuello.

—Y a mí, tu Euphoria me mata.

—¿Sí? Me lo regaló el chico que amo.

Gómez le clavó la vista, de pronto serio y, por un lapso infinitesimal, Camila se abismó en la profundidad de ese adolescente, con alma vieja y sabia, que, por alguna razón inexplicable, la había elegido a ella, a la simple Camila, como compañera. Sintió un calor en el pecho, que se le expandió por el cuerpo y que terminó alojado entre sus piernas.

El ascensor se detuvo, y Lautaro rompió el contacto. Abrió la puerta del departamento y le dio paso. Camila se adentró en ese sitio familiar y querido y, movida por la alegría, dio vueltas con los brazos extendidos, propiciando que su larga falda se acampanase y se elevase sobre sus pantorrillas, revelando las All Star rosa y los zoquetes del mismo color. Max ladraba y saltaba en torno a ella. Gómez la aferró por la cintura y la detuvo de golpe. La estrechó contra su pecho.

—Camila —le dijo de manera ferviente contra el pabellón de la oreja, humedeciéndosela con el aliento—. No vuelvas a dejarme.

—Nunca, mi amor. Nunca más.

Elevó la mano y le acarició el labio inferior, y enseguida advirtió la satisfacción que se apoderaba de él, que dejó caer los párpados y le apretó la parte más fina de la cintura, clavándole los dedos. Alentada por la entrega de Gómez, siguió el recorrido con la punta del índice y le acarició el delgado labio superior, y el contorno de la nariz, y el hueso de la mandíbula. Se colocó en puntas de pie para pasarle la lengua por la hendidura de la nariz, porque recordaba lo que esa acción había provocado en él tiempo atrás. No se equivocó: Gómez expulsó el aire bruscamente, apretó los párpados y hundió los dedos en su carne hasta causarle dolor. La atrajo hacia él y le devoró la boca.

—Camila… Vamos a mi cuarto.

La tironeó por el pasillo, con Max por detrás, que quedó excluido cuando Gómez le cerró la puerta en el hocico. A Camila la tranquilizó que la cortina de enrollar se hallase prácticamente baja y que los rayos de sol que se filtraban por los resquicios hiriesen apenas la penumbra.

Gómez le quitó la carterita en bandolera y la colgó en el perchero.

—¿Estás seguro de que ni tu mamá ni Brenda van a venir hoy a Capital?

—Segurísimo.

—¿Y Modesta?

—Está en la quinta también.

Gómez le masajeó los brazos y volvió a besarla con apremio. Camila no le devolvía el beso, estaba quieta y aterrada. El despliegue de desfachatada confianza y desenfado que había protagonizado en el
living
se esfumaron cuando él tomó el poder y se puso en movimiento guiándola hasta su dormitorio. El momento se acercaba a pasos agigantados, al tiempo que su resolución la desertaba. Apartó la cara y apoyó la frente sobre el pecho de él.

—¿Te gusto?

Gómez la obligó a mirarlo.

—Estoy loco por vos y lo sabés.

—Quizás esta primera vez no sea muy buena, porque no tengo idea…

—Shhh —le siseó sobre los labios—. No te justifiques. Siempre estás justificándote.

—Lo siento, es mi Luna en Virgo. Tengo que ser perfecta para que me amen.

—Sos perfecta y te amo.

—No.

—¿No te amo?

—No soy perfecta.

—Sí, lo sos.

—No me gusta mi cuerpo. Lo odio.

Camila ahogó una exclamación de asombro cuando Gómez cayó de rodillas y le hundió el rostro en el vientre, donde permaneció inspirando el perfume de su remera y calentándole la piel con el aliento.

—Siempre olés tan bien —aseguró, y sacó la remera de adentro de la falda.

Camila ahogó una protesta al percibir la mano de él que reptaba por debajo de la remera y sobre su piel desnuda, y buscó el apoyo de sus hombros cuando él le introdujo la punta del índice en el ombligo, y un temblor, que casi la voltea, la acometió de pies a cabeza. La turbación la dejó sorda, y tardó en oír que le pedía que levantase el pie para sacar la zapatilla. Así lo hizo, y Camila reparó en que no le quitó los zoquetes.

Se quedó quieta, la vista fija en la coronilla de él, mientras lo veía disponer de las zapatillas. La irrealidad de lo que estaba viviendo la dejaba sin palabras, sin pensamientos, sin aliento. “Estoy a punto de hacer el amor con el chico que amo”, se recordó de nuevo, y las palabras de Alicia se abrieron paso en el instante justo: “La primera vez que hagan el amor será tan difícil para vos como para Lautaro. Te ruego que no te pongas nerviosa”
.
“A decir verdad”, pensó, “no parece estar siendo muy difícil para él”, y, sintió envidia de la seguridad y de la soltura con las que él iba por la vida.

Cerró los ojos en un acto maquinal y la cabeza se le fue hacia atrás cuando las manos callosas de Lautaro se escurrieron debajo de la falda y treparon por sus piernas. Por supuesto, acababa de depilárselas y untarlas con crema; sin embargo, los otros defectos no se quitaban con la facilidad del vello. Sea como fuese, no podía retractarse. Estaba de pie frente al precipicio y tenía que reunir el valor para saltar. Y lo haría de la mano de la mejor persona que conocía. Confiaría en él y en su amor.

De rodillas, como si estuviese venerándola, Gómez la acariciaba con reverencia, le besaba el vientre y le hurgaba el ombligo con la punta endurecida de la lengua, y Camila se preguntaba si era posible sentir más intensamente. Tragó para humedecer la garganta. Con todo, su voz emergió como un gorjeo ininteligible.

—Tu otro regalo…

—¿Cómo?

—El otro regalo que te traje… está acá… debajo de mi ropa.

—¿En serio?

Camila asintió. Los ojos y la sonrisa de Gómez brillaron en la penumbra.

—En Brasil, me compré un conjunto de lencería para vos, para nuestra primera vez. Es blanco, con encaje. Una vez me dijiste que preferís la lencería blanca.

—Sí —dijo, y la calidad enronquecida de su contestación sorprendió a Camila porque revelaba que Gómez estaba perdiendo el control—. Sacate la remera, dejame ver el corpiño.

Lo obedeció y arrojó la prenda sobre el respaldo de una silla. Mostrarle sus pechos no representaba un problema; era de lo único que se enorgullecía.

Aún de rodillas, Gómez se irguió para apreciarlos.

—Qué hermosos son. Perfectos.

Se los cubrió con las manos, y Camila percibió el calor de su piel a través del encaje. En esa acción volvió a confirmar un detalle de la anatomía de Gómez que Alicia le había marcado tiempo atrás: las manos de Lautaro eran enormes. Observó con fascinación cómo los ocultaban por completo y los masajeaban con movimientos lentos y circulares. Incapaz de reprimirse, empezó a gemir. Después cayó en la cuenta de que una mano había vuelto a escurrirse bajo la pollera e intentaba deslizarse bajo la bombacha.

—No. —La orden de Gómez ocupó el espacio e impactó en los oídos de Camila—. No cierres las piernas, no las aprietes.

—No puedo evitarlo.

—Podés, Camila. Podés hacer cualquier cosa.

Camila se relajó y separó las rodillas con indecisión.

—Algún día te me vas a ofrecer como la mujer del cuadro que está en lo de Alicia.


L’Origine du monde
, así se llama.

—Me calienta que hables en francés. Decime cosas en francés.

En tanto Camila balbuceaba frases para complacerlo, él se dedicaba a practicarle caricias desnaturalizadas, escandalosas y fascinantes, que la condujeron por un camino oscuro que acabó en una explosión de luz y gemidos. Al abrir los ojos, se encontraba desplomada en el piso de parqué. Gómez se suspendía sobre ella y la observaba con una sonrisa.

—Te creo.

—¿Qué?

—Que algún día me voy a ofrecer a vos como la mujer de
L’Origine du monde
.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Porque eso que me hiciste me encantó.

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