Nacida bajo el signo del Toro (31 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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♦♦♦

 

Durmió profundamente, como desde hacía semanas no dormía. El aire de las sierras ya demostraba sus poderes benéficos. “El aire de las sierras te hará muy bien.” Como siempre, Gómez tenía razón.

Si bien había descansado, sus ojos estaban hinchados a causa del llanto, por lo que echó mano del corrector de ojeras que Josefina le había prestado y se arqueó y se pintó las pestañas. Quería estar linda para Lautaro. No sabía cómo ni cuándo ni dónde, pero hablaría con él. Nunca habían hablado apropiadamente. Se debían una conversación franca y adulta, ya fuese para acabar su relación o para darle a su amor una nueva oportunidad. Tal como él había escrito en su maravillosa carta, todo se había confabulado para separarlos. Era hora de que tomasen al toro por las astas y planearan su destino. Estaba cansándose de dejar su suerte en manos del azar.

Al llegar al comedor con sus compañeras de habitación, la decisión y las ínfulas se le disolvieron como hielo al sol. Sintió que Bianca le apretaba la mano, al tiempo que Morena y Lucrecia se empeñaban en conducirla hacia otro sector para que no siguiese viendo a Gómez besar apasionadamente a Bárbara. “¿Por qué me hacés esto, Lautaro? ¿No te das cuenta de que me estás matando?”.

—Lo hace para molestarte y darte celos, Cami —dedujo Morena—. Apenas te diste vuelta, dejó de besarla y te miró.

—Es obvio que lo hace para darle celos —confirmó Lucrecia—. Se nota que a Bárbara no la aguanta. La está usando. Los días que vos faltaste, Cami, no le pasó bola. Se lo tiene bien merecido, la muy trola.

Ningún argumento la habría desembarazado del sufrimiento que la entumecía en la silla y le dificultaba la respiración.

—Sé fuerte, Cami —le susurró Bianca, y Camila encontró sus ojos, dulces y enormes, y se preguntó cómo no se había dado cuenta de lo bonitos que eran—. Vos sos una reina. Ella no es nadie. Por eso te envidia tanto. Sé fuerte.

—Gracias, Bianqui.

—¡Hola, princesas! —saludó Gálvez, y las dejó estupefactas porque, hasta lo que Morena, Lucrecia y Bianca recordaban, el lindo del curso nunca les había dirigido la palabra. En absoluto soslayaban que las hubiese llamado “princesas”.

—Hola, Sebastián —saludó Camila, y las demás farfullaron otro tanto.

Gálvez las hizo reír con sus bromas y sus chistes, y Camila consiguió restablecer las pulsaciones e ingerir el desayuno. En ningún momento, la imagen del beso entre Gómez y Bárbara abandonó su pensamiento; no obstante, se dio cuenta de que el sufrimiento le cedía el lugar a una profunda melancolía, la antesala de la resignación. Lo había perdido, en gran parte por su culpa. Si era una chica madura, sabría ser fuerte, como Bianca le había sugerido, y aprendería a vivir sin él. ¿Lo lograría?

Ocuparon los mismos sitios en el colectivo, y Karen se apoltronó con un suspiro junto a ella. La miró de esa manera directa y franca que la caracterizaba antes de expresar:
—Desde que ustedes se pelearon, está hecho un pelotudo. No le des bola.

Como no confiaba en las intenciones de Karen –sospechaba que también ella celaba a Gómez–, prefirió darse vuelta y mirar por la ventanilla a estimular la conversación, por mucho que la intrigase la información que la mejor amiga de Lautaro pudiese brindarle.

 

♦♦♦

 

En el Centro de Visitantes, el guardaparque y el guía que los conducirían a través de la Quebrada del Condorito los atosigaron con recomendaciones. Camila oía sin prestar atención, hipnotizada por la visión de las manos entrelazadas de Gómez y de Bárbara. No podía creer lo que estaba sucediéndole y lamentaba con una amargura inefable haber cedido al impulso de participar en ese viaje. Cada tanto, su discernimiento captaba la voz de los baqueanos, e intentaba prestarles atención. Les hablaban de La Pampilla, del Balcón Norte, del cóndor, del tabaquillo, de las Sierras Grandes, de la llanura chaco-pampeana, palabras que carecían de sentido para Camila, cuyo esfuerzo por comprenderlas se diluía ante el peso abrumador de su angustia: ellos estaban tomados de la mano.

Por fin, iniciaron la caminata que duraría varias horas. Como hacía frío –en el hotel, les habían advertido que estarían a dos mil metros sobre el nivel del mar–, se abrigó a conciencia, hasta se calzó cancanes de lana bajo los pantalones de
corderoy
, y acabó teniendo la impresión de haber perdido la capacidad de articular los miembros.

¿Era a causa de la depresión que la dominaba que no apreciaba la naturaleza agreste del lugar? Se trataba de una postal invariable de pajonales bajos y amarillos, que se extendían hacia el horizonte y se fundían con el cielo cargado de nubes. El entorno, infértil, seco y solitario, parecía reflejar su estado de ánimo.

—Respirá profundo, Cami —la alentó Gálvez, al tiempo que se colocaba a su lado en el sendero, marcado a fuerza de tantas pisadas—. ¿No notás lo puro que es el aire aquí? El guía dice que es por la gran cantidad de ozono que hay en esta parte.

No tenía nada que perder, por lo que Camila aceptó de buen grado la compañía de Gálvez e inspiró para darle el gusto. “Sí”, se maravilló, “aquí el aire es puro y huele magníficamente”.

—Hay un lugar, adonde nos llevaba mi abuelo, en el que veíamos a los cóndores planear. ¡Es mortal!

—Qué bueno —dijo, sin alegría.

—No estés bajoneada, Cami, princesa linda. —Le apoyó el brazo en los hombros y le dio un apretón fraternal—. Ponele onda. Vos y yo lo vamos a pasar de diez en este lugar. Yo lo conozco como la palma de mi mano.

—No parece muy lindo.

—Va a mejorar cuando lleguen las partes con escaladas por las rocas. Vas a ver qué zarpado es. Te queda muy lindo el gorrito de lana —comentó, y le apretó el pompón que se zarandeaba en la punta.

Por fortuna, Bárbara y Gómez, agarraditos de la mano, habían salido de su campo visual, y Camila se esmeró por mantener la vista quieta; no deseaba volver a encontrarlos. En verdad, el paisaje iba mejorando y cobraba belleza, una belleza áspera, virgen y salvaje. Gálvez le señalaba cuando aparecía un zorrito, una lagartija o algún pájaro notable, recogía flores del camino y se las regalaba; incluso le permitió que le entretejiese una en el gorrito de lana.

Almorzaron los sándwiches y las bebidas que Rita, Marisa y la madre de Bianca habían repartido antes de bajar del colectivo. Camila, sus compañeras de habitación y Gálvez engulleron la vianda montados sobre una roca, que dominaba una vista panorámica y que, durante algunos minutos, los mantuvo en silenciosa contemplación. Camila se colocó los auriculares del MP3 para no escuchar a la gente, ni siquiera a Morena, Lucrecia y Bianca, halagadas con la atención de Gálvez, y se puso de pie sobre la roca, para elevarse sobre los demás. Como nunca, añoraba la soledad. “Ciega, sordomuda”, de Shakira, sonaba al máximo volumen y describía muy bien sus sentimientos.
Si pudiera exorcizarme de tu voz, si pudiera escaparme de tu nombre, si pudiera arrancarme el corazón…
Por ti me he convertido en una cosa que no hace otra cosa más que
amarte. Pienso en ti día y noche y no sé cómo olvidarte.
Dirigió los ojos al cielo e hizo algo que pocas veces había hecho en sus dieciséis años: rezó. “Ayudame, Señor. No sé qué hacer”. En ese sitio, al cual el hombre aún no alcanzaba con su poder destructivo y con su mezquindad, tuvo la certeza de que Dios la escucharía. Lo sentía cerca, y, aunque reprimió el deseo de extender las manos hacia el cielo, movió la cabeza hacia uno y otro lado, porque se le ocurrió que, en realidad, no era el viento el que acariciaba sus mejillas, sino Él. Al levantar los párpados, lo divisó en la lejanía, a Lautaro Gómez, también encaramado en una roca, conspicuo en su campera roja, que tan bien le quedaba. Y, aunque los separaba una distancia considerable, no dudó de que era ella la destinataria de esa mirada y de su reconcentrada atención, si hasta le adivinaba el ceño que le endurecía la cara y le afinaba los labios.

 

♦♦♦

 

—Vamos a ir a hacer pis entre los yuyos antes de reanudar la caminata —le anunció Bianca—. ¿Venís, Cami?

Las cuatro se adentraron en un bosque de tabaquillos y maitenes y se dispersaron para obtener mayor intimidad. Camila, nerviosa e incómoda, lanzaba vistazos, temiendo que una alimaña la tomase por sorpresa en esa posición nada ventajosa. Tardó más que las otras en evacuar la vejiga y, cuando emergió del bosque, no las encontró. Corrió hacia el sendero, temerosa de no hallarlo, porque, de pronto, todo le pareció igual, y ya no veía el arbusto con frutitos rojos con el que se había cruzado. Frenó en seco y soltó un alarido al chocar con alguien.

—¡Cami! —exclamó Gálvez—. Soy yo, no te asustes. Estaba buscándote.

—¿Qué pasa? Vamos, apurémonos. Los otros ya deben de estar yéndose.

—Esperá, quiero proponerte algo.

—¿Qué? ¡Dale!

—Apartémonos del grupo un momento. Quiero mostrarte un lugar copadísimo al que nos llevaba siempre mi abuelo.

—¡Ni loca!

—Escuchá, no seas mala onda. Acabo de hablar con el guía y me dijo que no vamos a pasar por ahí, y, realmente, es un lugar fuera de serie. Vas a alucinar, te lo prometo. Después los alcanzamos. Yo sé cómo llegar al lugar al que está yendo el grupo.

—¿Seguro? ¿Y si Rita se da cuenta de que no estamos? ¡Nos mata!

—¿Sí? ¿Qué te pueden hacer? ¿Echarte del colegio? —Gálvez rio—. Cami, Cami, te tomás la vida demasiado en serio. Tenés que relajarte un poco y dejarte llevar. ¿Nunca hacés nada de manera espontánea, sin planearlo ni meditarlo?

Camila recordó las palabras del astrólogo Carutti, que en su libro
Las lunas

El refugio de la memoria,
aseguraba que lo más complicado de una Luna en Virgo era la ausencia de la espontaneidad, que finalmente conducía a reprimir el dolor, la agresividad y la libertad.

Pensó en Gómez, en Bárbara, en su anhelo de liberarse, y aceptó.

—Vamos.

Emprendieron la aventura. Corrieron los primeros minutos, hasta que Camila aminoró el paso.

—Vos estás en muy buen estado físico, pero no es mi caso. Yo no piso un gimnasio ni que me maten.

—Está bien. Vamos caminando.

—¿Estamos muy lejos? No quiero tardar demasiado. Digas lo que digas, me muero si se dan cuenta de que nos escapamos.

—¿Por qué?

—Porque estamos transgrediendo una regla.

—Y eso te pone muy mal, ¿no?

—Sí, no lo soporto —admitió, con una sonrisa.

—Por eso no tomás alcohol, no te drogás, no fumás.

—Eso no lo hago porque no soy idiota.

—¡Auch! Eso dolió.

—Lo siento, pero tengo un prejuicio contra los que se llenan de porquerías el cuerpo para evadirse o para olvidarse de que tienen una familia espantosa.

—¿De dónde saliste, Camila Pérez Gaona?

—Te parezco rara, ¿no?

—Me parecés una diosa.

Camila bajó la vista y sonrió, una sonrisa íntima, cuyo sentido solo ella comprendía. “Ay, Sebastián, me habrías derretido si me hubieses dicho esto seis meses atrás. Ahora, no se me mueve un pelo”. Con Sebastián Gálvez rara vez se hablaba en serio y nunca se alcanzaba la profundidad al abordar un tema. Recordó el diálogo que habían sostenido en el colegio después de aquel fatídico sábado en Dolmen, uno de los más serios que recordaba entre ellos y que, sin embargo, le había demostrado que era un inmaduro y un chiquilín. Sin remedio, lo comparó con Gómez y se arrepintió de haber aceptado acompañarlo en esa aventura.

Hacía veinte minutos que caminaban, más bien, que escalaban, ya que el sendero se había vuelto pedregoso y empinado, y Camila comenzó a desfallecer.

—Sebas, paremos, por favor. Me siento mareada.

—¿Qué te pasa, princesa?

—Es que todavía estoy un poco débil y esta escalada está agotándome.

—Falta poco. Dale.

—No, volvamos, por favor. Ya nos alejamos demasiado.

—¿Volver cuando estamos a minutos de ver el lugar más alucinante de este parque? ¡Ni loco! Si querés, caminamos más lento.

En la punta de una saliente, el camino les presentó el primer escollo serio, puesto que debían descender por una grieta empinada y cerrada, y cruzar un arroyuelo que corría, vertiginoso, en la base. Camila calculó que tendrían que descender tres metros. ¿De dónde se sujetarían?

—Listo —dijo—. Hasta aquí llegamos. Nos volvemos. Ni loca bajo por ahí.

—No seas cobarde. Mirá, se hace así: te sentás y vas deslizándote como por un tobogán… —El discurso de Gálvez prosiguió con un grito cuando los tacos de las botas tejanas con que controlaba el descenso se resbalaron.

—¡Sebas! —se aterrorizó Camila, y se asomó al cañadón—. ¡Sebas!

—Estoy bien, estoy bien —dijo, sentado de culo en el arroyo—. Empapado y con el orgullo y el traste magullados, pero… ¡Mierda!

—¿Qué pasa?

—Se me hizo moco el celular. ¡Mierda!

—¡Vamos! ¡Subí, por favor! Ahora sí volvemos. Y no discutas.

—Sí, sí, ya voy.

Al incorporarse, Camila notó que algo intangible había cambiado; lo percibió en el aroma del aire, en la humedad que le impregnó las fosas nasales, en el viento, que se agitó y se enfrió, como si se hubiese irritado con la mudanza. Se restregó los ojos porque veía como a través de un velo. Cuando volvió a abrirlos, el corazón le saltó en el pecho y el pánico le tensó los músculos: una niebla espesa, tanto que no veía a más de un metro, se había aposentado sobre las rocas y flotaba como un fantasma.

—¡Sebas! ¡No te veo! ¿Dónde estás?

—No te vuelvas loca, Camila. Estoy subiendo. Yo tampoco veo un carajo.

—¡Dios mío, Sebas! ¿Qué vamos a hacer? ¡No veo nada!

Sebastián emergió entre la niebla.

—Lo primero que vas a hacer es calmarte.

—Sí, tenés razón. Perdoname.

—Agarrate de mi mano y volvamos.

—No sé, Sebas. Creo que deberíamos quedarnos aquí hasta que la niebla se levante. No conocemos el terreno y no vemos nada. Podríamos matarnos.

—Yo sí conozco el terreno y no vamos…

—¡Shhh! —siseó Camila.

—¿Qué…?

—¡Callate! Dejame escuchar.

No se equivocaba: alguien gritaba su nombre. Casi se precipitó de rodillas, abatida por el alivio.

—¡Lautaro! —gritó, abriendo grande la boca y apretando los puños—. ¡Lautaro, aquí!

—¡No te muevas de donde estás! ¡No des un solo paso! Seguí llamándome. Yo voy hacia vos.

—¡Aquí, aquí! —exclamó hasta divisar una mancha rojiza y lanzarse hacia ella.

—¡No corras!

Camila se detuvo a un metro de Gómez, no porque él se lo hubiese ordenado, sino porque, como un cachetazo, se le cruzaron las escenas de ese día: la del beso con Bárbara en el comedor y la de la caminata agarraditos de la mano.

—¿Qué mierda hacés acá? ¡Estás loca!

—Está conmigo, Gómez. —Gálvez avanzó y se materializó en la niebla.

—Sí, ya sé que está con vos. ¿Sos pelotudo o te hacés? ¿Cómo se te ocurrió separarla del grupo?

—Sebastián iba a mostrarme un lugar divino que conoce —explicó de manera atropellada—. Él siempre venía de chico a este lugar. Lo conoce muy bien.

—¡Y una mierda lo conoce, Camila! A estos lugares los conocen los baqueanos y nadie más. Un infeliz de Buenos Aires se perdería con alejarse dos pasos del sendero. ¡Ni hablemos si hay niebla, como ahora! ¡Mierda, Camila! ¡Te estrangularía!

—¡Nadie te pidió que vinieses a buscarme! ¡Nadie! Así que volvé por donde viniste. Volvé con tu Barby. ¿O acaso la trajiste? ¡Barby, aquí estamos, bonita!

—Callate.

—A mí no…

—¡Callate!

—¡No le grites!

—¡No peleen, por favor!

—Déjenme pensar qué mierda vamos a hacer.

—No sé qué pensás hacer vos, Gómez, pero Camila y yo nos volvemos.

—Camila no va a ninguna parte. Se queda aquí, conmigo.

—¡Ja! No me hagas reír. Vamos, Cami —dijo, y le extendió la mano a través de la nube.

Camila la observó, embargada de pena, antes de levantar la vista y expresar:
—Sebas, creo que Lautaro tiene razón. Va a ser mejor que nos quedemos acá hasta que la niebla se levante. No se ve nada.

—¿Venís o no venís?

—Me quedo con él.

—OK.

—Gálvez, no seas boludo. No te vayas. Es peligroso.

—Gracias por el consejo,
boy
scout, pero sé cuidarme el pellejo. Chau.

Camila y Lautaro permanecieron uno frente al otro. No se tocaban, aunque la intensidad con que se miraban les provocaba escalofríos, los mismos que les habría causado una caricia sobre la piel desnuda y crispada. El silencio se ahondaba en tanto los crujidos de los pasos de Gálvez se desvanecían. La necesidad de tocarlo se tornó inmanejable para Camila, y prefirió romper el mutismo a cometer un acto que la humillase.

—¿Por qué estás aquí?

—Porque no te veía por ningún lado. Y Bianca me dijo que te había visto alejarte en esta dirección con Gálvez.

—¿Y?

—Me volví loco de preocupación.

—¿Por qué? Vos y yo ya no somos nada. Esta mañana, más que nunca, me quedó claro. Capté el mensaje, Lautaro. Muy elocuente tu actuación.

—Camila…

—¿Y qué hiciste con tu Barbarita? ¿No estará buscándote la pobrecita?

—Sabe que vine a buscarte.

—Ah, ¿sí? No debió de hacerle mucha gracia.

—La verdad es que no.

Un alarido los hizo saltar.

—¡Es Sebastián!

Lautaro la detuvo aferrándola por los hombros y clavándole los dedos con una crueldad que el relleno de la campera no logró amortiguar.

—¡No se te ocurra moverte!

—¡Soltame, Lautaro! ¡Tengo que ir! ¡Algo le pasó!

Los alaridos de Gálvez se propagaban en el aire cargado de gotas de humedad y herían la quietud.

—No te muevas, te digo. Escuchame bien. Vamos a ir a buscarlo, pero yo voy a encabezar la caminata y vos vas a pisar en el exacto lugar donde yo pise. ¡Entendiste! —La sacudió, y las sienes de Camila, todavía sensibles, latieron.

—Sí, sí, está bien. ¿Qué estás haciendo?

—Me pongo la mochila sobre el pecho para que no te obstaculice la visión de mis pies. Porque son mis pies lo que tenés que mirar todo el tiempo. ¿Has entendido?

Con un ademán autoritario y brusco, la obligó a entrelazar los dedos con los de él –los mismos que momentos atrás se habían entrelazado con los de Bárbara– y la arrastró hacia una espesura blanca que podía acabar en un precipicio.

—¡Gálvez, no dejes de gritar! ¡Estamos yendo hacia allá!

A Camila, el recorrido se le antojó eterno, y los bramidos de Gálvez, escalofriantes. Faltando poco para alcanzarlo, deseó dar media vuelta y huir. No contaría con la entereza para enfrentar lo que les esperaba. Y en el instante en que avistó la pierna de Sebastián en una posición antinatural, confirmó su sospecha. Se sujetó con ambas manos del brazo de Gómez y echó la cabeza hacia delante. Lautaro le sujetó el rostro con las manos enguantadas y le habló cerca de los labios.

—Mi amor —susurró—, te necesito valiente y entera ahora. Tiene una fractura expuesta y va a sufrir mucho. Nos necesita tranquilos y serenos. ¿Cuento con vos?

—¿Cómo sabés que tiene una fractura expuesta?

—¿Ves cómo se levanta la tela de pantalón ahí, en la canilla?

—No veo muy bien. La niebla… Ah, sí —dijo, con acento desfalleciente.

—Camila, ¿cuento con vos? Te necesito tranquila y fuerte.

Camila asintió, más en un acto maquinal que consciente, y Gómez le sonrió antes de apoyar los labios sobre los de ella. Ni siquiera fue un beso, sino un simple contacto, ligero y suave; no obstante, para ella, tuvo la contundencia de una descarga de desfibrilador, que le devolvió la vida.

Gálvez se había caído por la grieta de una roca gigante y, en la parte más afinada de la fisura, se le atascó la pierna izquierda, que terminó quebrada a causa del peso del cuerpo, que continuó con la caída. Había quedado medio colgado, de cara al cielo y con la pierna izquierda todavía trabada entre las paredes de roca.

—¡Ayúdenme a salir de aquí!

—Gálvez, calmate. Ya te saco. —A Camila la tranquilizó el dominio que la voz de Lautaro transmitía—. Lo primero que te pido es que no te muevas.

—¿Tenés celular? El mío se me hizo bosta cuando me caí en el arroyo.

—Sí, tengo celular, pero no sirve de nada. Aquí no hay señal.

—¡Puta madre que lo parió! ¡Qué lugar puto!

Camila enseguida comprendió que no sería fácil bajar. La niebla, que se espesaba minuto a minuto, les impedía comprender dónde estaban y ver el fondo del cañadón. La morfología del terreno los amenazaba como un depredador hambriento.

—Gálvez, ¿tenés el torso apoyado en el suelo? Necesito saber dónde está el fondo.

—Estoy sosteniéndome con la mano, la tengo apoyada en una superficie plana. No es de tierra, sino de piedra.

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