Nacida bajo el signo del Toro (17 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—¿Lo conocés?

—Claro que lo conozco. ¿Qué tal van las cosas con Gómez? Sí, sí, ya sé que no te gusta que se metan en tu
intimidad
—se apresuró a decir—. Pregunto así, de manera general. Yo podría darte muchos consejos, Cami. Tengo experiencia con los hombres, y vos, no.

—¿Por qué estás tan segura? —Le fastidió que Bárbara diese por sentado que sabía tanto de los hombres como del manejo de una nave espacial.

—Se nota. ¡Sos tan obvia, Cami! Por lo pronto, si apostase mil mangos a que nunca cogiste con nadie, me los ganaría. ¿No es cierto? —Se echó a reír ante la mueca lastimosa de Camila.

 

♦♦♦

 

Una sombra se proyectó sobre ella, y Camila levantó la vista de un párrafo particularmente interesante de
El amante
diabólico
. El corazón le dio un vuelco: era Lautaro Gómez, que le sonrió y se sentó a su lado sin pronunciar palabra.

—¿Ya no te da vergüenza mostrar que estamos saliendo?

—Nunca me dio vergüenza —contestó él, con cara de fastidio, y Camila sintió la punzada del miedo, que enseguida combatió—. Lo hice para protegernos.

—¿De quién? Nunca me quedó claro.

Gómez no respondió. En cambio, depositó sobre el libro un chocolate Toblerone de doscientos gramos. Camila jamás había visto uno tan grande, y se preguntó dónde lo habría conseguido.

—Es mi chocolate favorito —atinó a pronunciar.

—Ya sé.

—¿Cómo? ¿Cómo sabés?

—Nacho me dijo.

—¿Cuándo? No sabía que hubiese hablado con vos.

—Se lo pregunté anoche por Facebook y le pedí que no te dijese nada.

—¿Por eso no seguiste chateando conmigo? ¿Porque estabas conectado con mi hermano? —Se arrepintió enseguida de su mordacidad.

—No fue por eso, sino porque estaba embolado con vos. Pero no quiero hablar de eso.

—Está bien. —Cayeron en un mutismo incómodo—. Gracias —dijo, en voz baja y sin mirarlo—. Por el chocolate —añadió—. Me encanta.

Lo abrió y cortó tres triángulos, que extendió a Lautaro.

—No. Es para vos.

—Quiero que lo compartamos.

—Yo quiero que compartamos todo —declaró Gómez, y aceptó el chocolate.

—Yo también —susurró Camila, y se metió un trozo en la boca. No lo masticó; lo chupó como un caramelo hasta que los sabores de la miel y del
nougat
le agitaron las papilas gustativas. Cerró los ojos y suspiró.

—Te gusta mucho, ¿no?

—Sí. Es mi maldición. Me encanta comer, sobre todo cosas dulces. Así somos las taurinas, golosas y comilonas. —La gratificó expresar una verdad que siempre la había atormentado con soltura y sin avergonzarse. ¿Por qué con Gómez resultaba fácil desnudar el alma?

—Es lindo verte disfrutar cuando comés.

—No vas a decir lo mismo cuando me veas gorda como una morsa. No me vas a querer.

—Siempre te voy a querer.

Camila levantó la vista. Se miraron fijamente.

—Después —prosiguió Gómez, con un dominio admirable—, despegá la caja y mirá dentro. No, ahora no. Después, en tu casa.

—Bueno.

—Falta poco para tu cumple.

—Sí.

—¿Qué pensás hacer?

—Ya te dije que nada. No me gusta festejar mi cumpleaños. Además, cae un martes y tengo que trabajar.

—Hola —saludó Bárbara—. ¿Qué onda?

—Hola —contestó Camila.

—Hola —masculló Gómez, antes de levantarse e irse.

Bárbara se acomodó junto a Camila y se quitó los auriculares del iPod.

—¡Qué mala onda es tu novio, Cami! ¡Mmmm, qué rico! —exclamó, al ver el Toblerone.

—¿Querés?

—No, engorda y te llena de celulitis. ¿Qué hacemos el fin de semana?

La pregunta de Bárbara Degèner la hizo meditar. Todavía la pasmaba el giro que había dado su vida en cuestión de semanas. A veces, los cambios, tan deseados, le resultaban excesivos e inmanejables.

—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan callada? ¿Te peleaste con Gómez?

—No, no. Estaba pensando.

—¿En qué?

—En lo que me preguntaste, en qué hacer el fin de semana.

—¿Gómez te regaló el chocolate?

—Sí.

—¿Y? ¿Qué hacemos el fin de semana?

—No sé. Tengo que ver.

—¡No te vuelvas una ortiba por haberte puesto de novia! Dale, salgamos solas el sábado. ¿Puedo ir a dormir a tu casa?

—No sé, tengo que preguntarle a mi mamá.

El timbre que anunciaba el fin del recreo, generalmente odiado por Camila, fue recibido con gusto. La invasión de Bárbara Degèner se tornaba insoportable; no sabía cómo manejarla sin acabar en una disputa.

—Vi que abriste una cuenta en Facebook —comentó Bárbara, mientras regresaban al aula—. Te mandé una solicitud de amistad. Aprobala rápido.

En el aula, alguien había dibujado una grosería en el pizarrón: una chica, de rodillas, le practicaba una felación a un chico. Se trataba de un dibujo tosco, como el que podría haber realizado un niño, aunque con esmerados detalles en la anatomía masculina y en la expresión del joven, que asombraron a Camila. Un arrebato de ira y vergüenza cambió de manera brusca su estado de ánimo al leer: “Camila le hace un pete a la Langosta Gómez”. Se le anudó la garganta de manera dolorosa y no atinó a reaccionar. Una mano –una mano enorme que le resultó familiar– dio grandes pasadas de borrador sobre la superficie de la pizarra, y la imagen despareció. Al acabar, Lautaro se sopló el polvo de tiza y se sacudió con actitud despreocupada. Camila lo observaba, ajena a las risotadas y a los comentarios subidos de tono de los compañeros.

Él levantó la vista y la miró, y ella tuvo la impresión de que sus ojos le hablaban. “¿Viste?”, le reprochaban. “Te dije que no dijeras nada. Era por esto”. ¿Quién habría realizado el dibujo? De manera autómata, Camila dirigió la vista hacia el sitio de Sebastián Gálvez. Como nunca, se mantenía ajeno a la risotada general; callado y serio, apoyaba los codos en el pupitre y clavaba la vista en la regla que hacía girar entre sus manos.

 

♦♦♦

 

Esa noche, como era ya costumbre, se conectó a Facebook, y, luego de aprobar la solicitud de amistad de Bárbara, de su prima Anabela y de su amiga Emilia, abrió un mensaje privado. No conocía al usuario: Soyelquesoy. No había texto, solo un archivo adjunto. Lo abrió. Era una fotografía, la del dibujo en el pizarrón. Debido a la baja calidad de la imagen, dedujo que la habían tomado con un celular. Cualquiera de sus treinta y seis compañeros podía habérsela enviado. Le tembló la mano cuando la borró.

Se tiró en la cama y, mientras comía los últimos triángulos del Toblerone (les había convidado a su mamá y a Nacho), pensaba en la maldad de quien le había enviado la fotografía. Un recuerdo se coló entre sus meditaciones: “Después, despegá la caja y mirá dentro. No, ahora no. Después, en tu casa”. Se incorporó impulsada por la emoción. En la cara interna, había un mensaje de puño y letra de Lautaro:
Te amo, Camila
. Una corriente eléctrica le surcó el cuerpo. Le había dicho “te quiero”, pero nunca “te amo”.

Se durmió decidida a no contarle lo del mensaje anónimo con la fotografía para evitar reproches y peleas. A la mañana siguiente, una vez que se despidieron de Nacho y mientras esperaban el subte, se lo confesó. Bastó con que él la mirase y le preguntase: “¿Qué te pasa? Estás rara”, para que ella barbotase lo de la fotografía. Gómez la contempló en silencio antes de volver la vista al frente, y Camila recordó las palabras de Linda Goodman:
Cuando él empiece a indagarte con sus
ojos ardientes y sus preguntas implacables, apenas si te quedarán
secretos.

Ese mismo día, durante el recreo, Gómez la invitó a tomar un café en la cantina. Después del primer sorbo, le preguntó:
—¿Pudiste averiguar algo del que te envió la foto?

—No. Cliqueé sobre el nombre del usuario y por supuesto me llevó a su perfil, que no dice nada, ni foto tiene.

—Lo imaginaba.

—Fue uno de los chicos para hacerse el gracioso —desestimó Camila, y Lautaro asintió.

Karen y Benigno se sentaron a su mesa.

—¿Y, Lauti? ¿Ya le contaste la novedad a Camila?

—¿Qué novedad? —quiso saber, consciente de que si la pregunta la hubiese formulado Benigno, no la habría fastidiado. En cambio, que la formulase la mejor amiga de él la puso celosa. Karen sabía algo de Gómez que ella desconocía. Gómez le había contado algo a Karen y a ella, no.

—Iba a contártelo ahora. Me voy a inscribir en un maratón de Matemáticas y Física que organiza el Gobierno de la Ciudad.

—¿En serio?

—Si gana —se entusiasmó Benigno—, le dan dos mil dólares para él y un viaje para toda la división a las sierras de Córdoba en las vacaciones de julio.

—¿Cuándo es el maratón?

—No sé bien. Hoy tengo que averiguar. En internet no decía mucho.

—¿Cómo te enteraste?

—Me contó una amiga de karate.

“Una amiga de karate”, repitió Camila para sí, con el ánimo por el suelo. “La culpa es mía”, se reprochó. La habían guiado estúpidos prejuicios al suponer que la “Langosta” era un chico sin vida social ni amigos, un
nerd.
Se avergonzó al caer en la cuenta de que se había sentido superior a Gómez cuando, en realidad, él poseía una vida más plena y era feliz en su apacible seguridad.

—Ah —murmuró—. ¿Tu amiga de karate también va a participar en el maratón?

—Sí, es una genia de las Matemáticas. Hoy vamos a ir juntos a inscribirnos.

El café le supo a bilis. Odió a Gómez y a la karateca, genia de las Matemáticas, y a Karen, aun a Benigno, que sonreía con cara de idiota cuando ella tenía ganas de romper a llorar. El orgullo le plantó una sonrisa y, al rato, le dolía la mandíbula. ¿Por qué no le proponía que lo acompañase? ¿Porque sabía que tenía que cuidar a Lucito o porque quería ir solo con su amiguita de karate?

 

♦♦♦

 

A la salida del colegio, Gómez la interceptó antes de que se marchase.

—Me gustaría que almorzáramos juntos hoy, pero tengo gimnasia.

—Está bien. Chau. ¡Ay! —Camila probó un poco de la fuerza bien disimulada de Gómez cuando este la arrastró unos metros y la aprisionó contra la pared.

—¿Qué te pasa? —la increpó, con una sonrisa sobradora que Camila le habría arrancado a arañazos—. Estuviste con cara de culo toda la mañana.

—No me pasa nada. Dejame. Tengo que ir a trabajar. ¡Dejame! —Gómez la sujetó por las muñecas y se las pegó a los costados del cuerpo; la mochila de Camila aterrizó a sus pies—. Lautaro, hay un montón de gente.

—¿Y?

—Me da vergüenza. ¿Ya no te importa que sepan que estamos de novios?

—Se lo contaste a Gálvez. Ya lo sabe todo el mundo. Ahora, ¿qué más da?

Al verlo inclinarse sobre ella, apartó la cara. Él le besó la columna del cuello; la mordisqueó y olfateó también. Camila tembló de excitación. Su agresividad la excitaba lo mismo que sentirse pequeña e indefensa.

—Dejame que te bese —le rogó, con los labios pegados en la sien—. Me estoy muriendo de ganas de besarte.

Camila giró el rostro lentamente y elevó las pestañas hasta toparse con los ojos de Gómez, que habían pasado de la tonalidad oscura a un negro contundente. Su mirada la impresionó, y retuvo el aliento. Él la besó como si tuviese poco tiempo para llevar a cabo una tarea imprescindible. Era la primera vez que lo sentía tan descontrolado; no se mostró paciente ni dulce, al contrario, irrumpió en la profundidad de su boca y la ocupó con la lengua movido por un energía desbocada que nada tenía que ver con la apariencia de mansedumbre que él desplegaba la mayor parte del día. Aunque desconcertada, recordó lo que Linda Goodman decía de los hombres escorpiones:
Te dejará perpleja con sus dos rasgos gemelos, la pasión y la razón. Tiene dominio sobre ambos.

Ella conservó una actitud pasiva. Sus manos siguieron a los costados, pese a que él ya no le aferraba las muñecas, y también su boca y su lengua se mantuvieron quietas en la actitud de quien soporta una vejación con estoicismo. Se preguntó por qué lo hacía; tal vez, para castigarlo por no haberle contado a ella primero lo del maratón de Matemáticas y Física y por ir a inscribirse con la amiga de karate. La verdad, admitió, era otra: de modo inexplicable, esa pasividad la excitaba. Un instante después, no resultó suficiente, e, impulsada por la pasión de Gómez, le sujetó los hombros y se lanzó a besarlo como no se lo había permitido hasta ese día. Necesitaba agitar la lengua, tocar la de él, tocarlo a él, morder sus labios, palpar la textura de su cara (por eso le aferró el rostro). En ese desenfreno, sin proponérselo, le acarició la suavidad de los dientes y comprobó la sinuosidad de sus encías. ¿Cuántas veces había visto a otras parejas besarse en el patio del colegio y cuántas veces las había condenado? Muchas, siempre. En ese momento, nada contaba. El bullicio se había esfumado. Una cúpula los cubría y preservaba su intimidad. Resultaba una experiencia desconcertante sentirse tan a gusto con él, como si fuesen uno, como si estuviese con otra parte de ella misma. “¿Beso bien?”, le habría preguntado, si el pánico a la respuesta no le hubiese sellado los labios. Ese pensamiento echó una sombra sobre la luz.

Gómez cortó el contacto, pero no se apartó. Siguió respirando afanosamente con los labios pegados en la frente de Camila. Le golpeaba la piel sensibilizada, y el erizamiento alcanzaba un umbral doloroso.

—¿Abriste la caja del Toblerone? —quiso saber. Camila asintió, aferrada a sus hombros—. ¿Y?

—Yo también.

—Yo también, ¿qué?

—Yo también te amo.

—¿Cómo lo sabés? Que me amás, digo.

—Y vos, ¿cómo lo sabés?

—Lo sé desde hace más de un año, desde que te vi por primera vez.

—Sí, sí, pero ¿cómo lo sabés?

—Porque no hago otra cosa que pensar en vos y, cuando estás cerca, no puedo dejar de mirarte.

—A veces no me mirás.

—Eso te parece a vos. Siempre te miro. Si no, te siento.

—¿Por qué no me contaste lo del maratón?

—Te lo conté.

—No. Fue Karen la que te dijo que me contases. ¿Por qué lo sabía ella y yo, no?

—Porque estaba conmigo cuando mi amiga de karate me lo dijo.

—¿Cómo se llama tu amiga de karate?

—Natalia.

—¿Es linda? No te rías como un tonto. No te burles de mí, Lautaro. Estoy segura de que no te gustaría que yo anduviese por ahí con un
amigo
.

—Confiaría en vos.

—Cuando abrimos el Facebook dijiste que no querías compartirme con nadie.

—Y no quiero. Pero no querer compartirte no significa que no confíe en vos.

—Sí, estoy segura de que confiás —repuso, con sorna.

—Yo confío en vos, Camila. —El tono serio de su voz la llevó a levantar la vista.

—El sábado, en Dolmen, Lucía dijo algo que me dejó pensando.

—¿Qué dijo?

—De la muerte y de los cuernos nadie se salva.

—De la muerte, es verdad. De los cuernos, no.

—¿Cómo se salva una de los cuernos?

—No sé. Supongo que es cuestión de que estemos siempre unidos y nos hagamos felices, como ahora, como en este momento.

—¿Creés que mi papá tenga otra mujer?

—¿Qué pensás vos?

—Que no.

—Listo. Confiá en vos misma.

Camila le rodeó la cintura y hundió la cara en su campera, y descubrió que se le había impregnado el aroma de la bergamota que Ximena quemaba en los hornitos. Se sintió reconfortada en la paz y en la seguridad que manaban de ese cuerpo flaco y suyo. No quería acabar con el contacto.

Gómez le susurró:
—Sea lo que sea que pase con tus viejos, yo te voy a ayudar a superarlo, como vos me ayudaste a superar a mí la muerte de mi papá.

—Yo no te ayudé en nada. Me habría encantado hacerlo, pero no lo hice.

—Vos me salvaste, Camila.

Se le estranguló la garganta y se le calentaron los ojos, lo que provocó que se desdibujasen los contornos de la cara de Gómez. Se mordió el labio y, al apretar los párpados, las lágrimas desbordaron y le mojaron las mejillas.

—No llores, por favor. No quiero que estés triste. —Camila sacudió la cabeza y le lanzó una mirada desesperada. Gómez la observó como si la estudiase—. No puedo creer que mi novia tenga este color de ojos.

—¿Te gusta? —susurró, con voz gangosa.

—Nunca había visto un color celeste así, tan… turquesa. —Le encerró la cara entre las manos y, con los pulgares, le peinó las cejas de un castaño oscuro—. Sos la más linda.

—Ya te dije que no.

—Sos la más linda para mí.

—Gracias. —Camila se secó las pestañas y la nariz con un pañuelo de papel—. Tengo que irme —anunció con desgano.

—Antes, respondé mi pregunta.

—¿Cuál pregunta?

—¿Cómo sabés que me amás?

Se tomó unos segundos para responder. Quería exponer la verdad de una manera clara.

—Estoy segura de que siento amor por vos —declaró.

—¿Por qué?

—Porque desde el sábado 23 de abril por la mañana, cuando te vi en la puerta de mi edificio, con Max sentado al lado tuyo, solamente pienso en vos y quiero estar con vos. Aunque tengo muchos problemas, solamente pienso en vos, como si nada más importase. Eso es increíble.

—¿Qué más? —la apremió él, y ajustó el abrazo en torno a su cuerpo.

—Cuando te veo, se me acelera el corazón.

—¿Y qué más?

—Me encanta que… Me gustan tus besos. —Lo confesó en un susurro y sin mirarlo.

—¿Sí? ¿Beso mejor que otros?

—No sé. Sos el primero.

—¿El primero?

¿Por qué se mostraba sorprendido? ¿Qué había pensado? ¿Que ella se la pasaba besando chicos?

—Sí —murmuró, de pronto avergonzada; no sabía qué concluir de la actitud de Gómez—. ¿Qué pasa? ¿Te molesta? ¿Te parezco una
freaky
por no haberme besado con otro antes?

—¡No! ¡Para nada! Es que… No puedo creerlo. Sos tan linda… No puedo creer que ninguno antes que yo intentara besarte.

—Bueno, ya sabés la verdad —expresó, molesta—. Nunca nadie me había besado antes, pero si lo que querés es que compare tus besos con los de otros, puedo pedirle a…

Calló de pronto. La enmudecieron el gesto de Gómez y la crueldad con que ajustó el abrazo, tanto que la obligó a ponerse en puntas de pie.

—Nunca me traiciones, Camila.

Bueno, no podía alegar que Linda Goodman no se lo hubiese advertido, cuando, en realidad, la astróloga había sido clara en ese sentido.
En cuanto a los celos, ándate con mucho, mucho cuidado
, había expresado, y, a continuación, para subrayar la importancia de este punto, comparó al hombre escorpión con el Vesubio a punto de estallar si descubría que su mujer tan solo parpadeaba en dirección a otro hombre, aunque más no fuese porque se le hubiese metido una basurita en el ojo. Ni qué hablar si la mujer le daba verdaderos motivos para los celos. En ese caso, declaraba la Goodman, lo menos que se podía decir era que se trataba de una mujer muy valiente.

—Vos tampoco, Lautaro.

Volvieron a besarse y, mientras lo hacían, Camila se concentraba en analizar lo que el beso ocasionaba en ella y las consecuencias en él: en su respiración, en la tonicidad de sus músculos, que se endurecían, en sus manos, en su humor. ¿Cerraba los ojos mientras la besaba? ¿Cómo ponía las piernas? ¿Cómo movía la cabeza? Quería conocerlo en las distintas facetas, no solo en la del beso. Quería extender la mano, traspasarle el pecho y tocar la esencia de su ser. Esa era otra muestra de que lo amaba. Era la primera vez que se empeñaba en conocer a alguien, conocerlo en verdad hasta saber en qué ocasiones fruncía el entrecejo, en cuáles otras arrugaba la nariz, por qué se volvía de pronto malhumorado y qué cosas lo hacían feliz. También se concentraba en analizar su técnica para besar; la pondría en práctica, así no lo decepcionaría. “Este es el quinto beso con lengua que nos damos”, calculó. Los contaba porque los atesoraba.

—Voy a llegar tarde a lo de Alicia. Tengo que irme.

—Está bien —se resignó él, y le quitó las manos de encima.

Al volverse, se toparon con Bárbara, Lucía y Sebastián. Los observaban con expresiones congeladas y, sin embargo, notó Camila, cada uno comunicaba un mensaje claro: Lucía, desprecio; Sebastián, rabia; Bárbara, tristeza. ¿Desde cuándo estaban viéndolos? Aunque resultase raro, no sintió vergüenza, sino el desasosiego que causa el peligro. En un acto reflejo, entrelazó los dedos con los de Gómez. Esos tres formaban un frente que ella no vencería sola.

—¿Vamos, Cami? —habló Bárbara, por fin.

—Sí, vamos.

 

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