Nacida bajo el signo del Toro (18 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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El segundo anónimo llegó el viernes igual que el primero: como mensaje privado del Facebook. Lo enviaba la misma persona: Soyelquesoy. Se trataba de un dibujo escaneado, similar al del pizarrón, solo que más preciso, mejor hecho y a colores. Parecía la obra de un experto. Los rasgos de Gómez se identificaban fácilmente, aunque le habían exagerado el tamaño de la nariz y la longitud y delgadez del rostro; más bien era una caricatura. Los de la chica que le practicaba la felación no se apreciaban y permanecían ocultos tras un cabello abundante y oscuro. “Entonces, no soy yo”, dedujo Camila. El título rezaba: “Me encanta hacerle el pete a Gómez”.

Tuvo miedo, no de que fuese cierto y de que una chica compartiese esa intimidad con él, sino de la maldad humana. A un tiempo, admiraba y temía a la mente que se hallaba detrás de esos mensajes. Admiraba la osadía de planear y de llevar a cabo una empresa inescrupulosa porque ella era incapaz de ningún tipo de desenfreno. Y la asustaba no comprender con qué fin le enviaba los anónimos. Sin duda, para lastimarla, pero ¿por qué?

La atrajo el dibujo, en especial la cara extasiada de Gómez y sus manos apoyadas en los hombros de la chica. Se quedó mirándolo hasta que juzgó perverso hacerlo y lo cerró.

Se dijo que, en esa oportunidad y por mucho que Gómez emplease las artes de un encantador de serpientes al mirarla, mantendría la boca cerrada. No quería que se enojase por haber hecho público su noviazgo. Protegería la felicidad que, día tras día, construían y que para ella se había convertido en un refugio. El cobarde que enviaba los mensajes terminaría por cansarse.

Aunque se propuso no darle vueltas al asunto, una lista mental con los posibles candidatos se formó en su mente. Sebastián Gálvez ocupaba el primer puesto. Lo seguían otros compañeros famosos por sus bromas pesadas: Petersen, Bustos y Díaz. Desechó el nombre de Benigno: resultaba descabellado imaginarlo envuelto en un acto de esa índole. Se preguntó quiénes, además de Gálvez, eran enemigos de Lautaro. Había dos, Pedraza y Maldonado, que lo molestaban y le arrojaban pedazos de tiza y pelotitas de papel (lo habían hecho ese mismo viernes, mientras ella y Lautaro exponían su investigación acerca del coltán en la clase de Geografía, hasta que el profesor los expulsó del aula), por lo que, engrosaron el listado. “¿Y Lucía Bertoni? ¿Por qué no?”, se dijo. Con la escenita a las puertas del colegio, había dejado en claro que detestaba a la familia Gómez. Otro nombre para considerar. ¿Y a ella? ¿Quiénes la odiaban? Nadie, fue la respuesta que asomó. Nadie la odiaba porque nadie reparaba en ella. Antes de que Lautaro Gómez le revelase sus sentimientos, solo Benigno Urieta reconocía su existencia.

Borró el mensaje privado; temía que Gómez, que sabía cuál era su clave del Facebook, entrase y lo leyese. A punto de cambiarla, se detuvo movida por la culpa: sentía que lo traicionaba. “¿Por qué no puedo cambiar mi clave si yo no conozco la de Lautaro?”, se cuestionó. Sin embargo, no lo hizo, y se quedó con una sensación desagradable, la de haber perdido una batalla contra la poderosa ascendencia que ese escorpiano comenzaba a ejercer sobre ella.

En el muro, Lautaro le había escrito: “Mirá lo que decía Borges: ‘La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz’. Vos sos feliz cuando leés. Quiero que me obligues a ser feliz a mí también. Quiero compartir con vos esa felicidad. Quiero que compartamos todo. Recomendame un libro.” Camila escribió: “Si es verdad que querés que compartamos todo, invitame mañana a tu reunión de los scout. Ahí te voy a llevar un libro que, creo, te encantará. Si te parece, lo leemos juntos”. No pasó un minuto antes de que Gómez escribiese: “Sí a todo, mi amor. Sí, te invito a la reunión de los scout. Sí, lo leamos juntos. Hasta mañana”. Nunca la llamaba “mi amor”, solo lo escribía en los mensajes, por eso ella esperaba con ansias sus comentarios en el Facebook.

Un rato más tarde, Camila se rio cuando su amiga Emilia le escribió: “¡Quiero conocer a tu novio, Cami! Es un dulce total”. Enseguida lo hizo su prima Anabela: “Bien calladito te lo tenías, picarona. ¡Posteá una foto de él ya mismo! Quiero conocerlo”. Sonreía mientras les contestaba, maravillada de haber recuperado una de las partes más importantes de su pasado. Eso también se lo debía a Gómez. Él le había devuelto la paz.

 

♦♦♦

 

El sábado, Camila y Nacho almorzaron con su padre en un McDonald’s del barrio. Aunque se esforzaba por mostrarse contento, Juan Manuel tenía mala cara.

—¿Cómo está su madre?

—Para el culo —contestó Nacho—. En toda la semana no dijo dos palabras seguidas. ¿Qué va a pasar, papi? ¿Se van a divorciar?

—No fue a trabajar —comentó Camila.

—Y se lo pasó en la cama —acotó Nacho.

—Su madre es una mujer fuerte. Se pondrá mejor.

—¿Por qué no volvés a casa?

—Hijo, tenés que entender que, como estábamos, tu madre y yo no podíamos seguir. Ahora todo parece una catástrofe, pero, con el tiempo, apreciarán la paz que significa que Josefina y yo no peleemos todo el día. ¿Necesitan plata?

—No, papi —se apresuró a responder Camila—. Yo gano bien en lo de Alicia. Y ya le dije a mamá que voy a hacerme cargo de algunas cuentas, no sé, las que ella me pida.

—Gracias, hija. —Juan Manuel extendió el brazo y le apretó la mano, y Camila deseó que su padre no se echase a llorar; estaba dispuesta a soportar cualquier cosa, excepto verlo llorar.

—¿Cómo les va en el colegio? No me gustaría que esta situación les trajera problemas en los estudios.

—Quedate tranquilo, papi. Nos va muy bien. ¿No es verdad, Nachito?

—Sí, muy bien. Tengo abajo Lengua, pero no porque no estudie, sino porque la vieja me odia.

—¿Por qué te odia?

—¡Qué sé yo! Es una vieja de mierda.

—Nacho, no quiero que hables así.

—¡Es que es una vieja de mierda, papá!

—No te preocupes, papi —terció Camila—. Yo lo voy a preparar para la próxima prueba. Le va a ir bien.

—Gracias, hija.

—¡Ahí viene Lautaro! —anunció Nacho, con alegría evidente.

—¿Quién es Lautaro?

—Mi compañero —musitó Camila—, el que fue a buscarme el otro día para hacer el trabajo de Geografía. ¿Te acordás?

—No es su compañero. ¡Es su novio! —la delató Nacho—. Esta semana fue a buscarla a casa todas las mañanas para ir al colegio.

—¿Viene para acá?

—Sí. Viene a buscarme.

—¿Por qué está vestido así?

—Es su uniforme de scout.

Guardaron silencio; Lautaro Gómez se hallaba a pocos pasos.

—Hola, Lautaro —lo saludó Nacho, y se sintió importante cuando Gómez le tendió la mano.

—Hola, Nacho.

—Papi, ¿te acordás de Lautaro? Fue a bu…

—Sí, sí, me acuerdo. ¿Qué tal, Lautaro?

—Bien, señor. Gracias.

—Sentate, por favor.

—Gracias. —Gómez ocupó el asiento junto a Camila y frente a Juan Manuel Pérez Gaona.

—Me dice Camila que estás vestido con el uniforme de los scouts.

—Sí.

—¿Hace mucho que sos de los scouts?

—Desde los ocho años. Mi papá era scout.

—¿Qué hacen los scouts?

—Nos reunimos los sábados y organizamos actividades humanitarias y aprendemos un montón de cosas, como primeros auxilios, supervivencia. Todos los años nos vamos de campamento a un lugar distinto y ponemos en práctica lo que aprendimos en las reuniones.

—¡Yo quiero ir a los scouts!

—Si tenés ganas, Nacho —ofreció Gómez—, podés venir ahora, con nosotros.

—¿Puedo, pa?

—Habría que preguntarle a tu mamá. Ella te espera de regreso a las tres.

Al final, Nacho obtuvo el permiso de Josefina, y Juan Manuel los acompañó hasta la Parroquia Santa María, en la avenida La Plata, donde se reunía el grupo 236, al cual pertenecía Lautaro, y se quedó toda la tarde con ellos. Nacho se inscribió, lo mismo que Camila. A las ocho de la noche, cuando el jefe del grupo dio por terminada la jornada, Pérez Gaona los invitó a cenar pizza en un restaurante de avenida Rivadavia. Lautaro aceptó y envió un mensaje a Ximena para avisarle que llegaría tarde.

Alrededor de las doce, bañada y cómoda en la cama de su pequeña habitación, Camila repasó los acontecimientos del día. Su gesto mudaba en tanto evocaba una u otra situación, de modo que esbozó una sonrisa presumida al recordar la mirada de Lautaro en el instante en que le aseguraba que estaba lindísima; enseguida sus labios temblaron para refrenar una carcajada burlona al pensar en su malhumor cuando un compañero scout intentó seducirla; le encantó cuando le advirtió: “Pancho, te presento a Camila, mi novia”. Una mueca seria la opacó como una nube en un día soleado al analizar a las
girl
scouts que se mostraban atentas a él, a sus comentarios, a sus mínimos movimientos; algunas eran muy lindas y simpáticas. En ese contexto, había descubierto a un nuevo Lautaro, distinto al del colegio, más risueño, más relajado, menos a la defensiva. Le pareció que los demás lo veían como a un líder. Y de nuevo se le iluminó el semblante cuando revivió la escena en la que le había entregado el libro, uno de Agatha Christie, uno de sus favoritos,
Muerte en el Nilo
.

—Te lo regalo.

—¿Sí?

—Te escribí algo en la primera página.

Los ojos de Gómez estudiaron la tapa antes de dirigirse a la hoja de respeto. Desde esa posición, Camila se percató de que, a diferencia de los de ella, que eran almendrados, los de él caían hacia los rabillos; tal vez fuese esa característica, la de terminar hacia abajo, la que le concediese un aire melancólico a su expresión.

Para Lautaro, porque quiero compartir todo con él
.
Camila
. Él levantó la mirada y la fijó largamente en la de ella. Se mantuvo callado, sin alterar el semblante. Camila apartó la cara ruborizada y sonrió, y enseguida bajó lentamente los párpados al sentir los labios de él posarse sobre su mejilla.

—Gracias —lo oyó murmurar—. Mi amor.

Al día siguiente, el domingo, Gómez fue por primera vez a la casa de Camila. Ella lo esperaba, nerviosa e inquieta. Se miró en el espejo varias veces, se repasó el brillo de los labios y se volvió a arquear las pestañas hasta que adquirieron una forma insólita. Esperó hasta último momento para perfumarse con su Euphoria de imitación.

Bajó a abrirle, y se quedó impactada de su aspecto: estaba soberbio. El amarillo maíz de la campera le sentaba a su piel pálida. Lo miró de arriba abajo y dijo:
—Estás hermoso.

—Vos también. Más que hermosa. —La sorprendió atrayéndola hacia él y plantándole un beso en los labios—. ¿En verdad te gusto? ¿Tengo facha para vos?

A Camila la admiraba la seguridad de Gómez. No era lindo, y lo sabía; sin embargo, se lo preguntaba, a riesgo de toparse con una respuesta incómoda, la cual, de todos modos, no habría hecho mella en él: resultaba claro que no le importaba su aspecto físico; parecía cómodo con su nariz prominente y su contextura alta y delgada como la de un junco. Para ella, en cambio, su cuerpo era una cuestión clave. No obstante, en los últimos días, no se había preocupado por estar excedida en peso ni por lo que comía; como nunca, se sentía hermosa.

Tomó distancia y lo estudió con fingida altanería. Gómez se había peinado con gel y perfumado generosamente con la fragancia de Ralph Lauren que a ella fascinaba. El rompeviento color amarillo maíz permitía entrever una camisa a cuadros pequeños azules y blancos. Llevaba unos jeans de un intenso color azul. Las botas eran clásicas y del mismo color del cinto: suela.

Camila le sonrió con picardía y se puso en puntas de pie para susurrarle:
—Estás muy bien. Hermoso —repitió.

—Sí, pero ¿te parezco lindo?

—Sí.

—Antes no. Gálvez te parece fachero, pero yo te parezco feo.

La afirmación la descolocó hasta que se decidió por la verdad.

—Sí, es verdad, Sebastián me parecía atractivo. Pero una vez que lo conocí, que me demostró cómo es en realidad, un chiquilín sin sesos, perdió su encanto. Y ahora me parece común, hasta vulgar.

—¿Vulgar? Siempre usás palabras que nadie usa. ¿Y yo? ¿Te parezco
vulgar
?

—Con vos me pasó al revés. Desde que te conocí, desde que me di cuenta de lo que sos, te veo lindo, fachero, hermoso, buen mozo. —Inspiró en el cuello de Gómez con los ojos cerrados y una sonrisa—. Me encanta tu perfume.

—¿Qué te gusta de mí?

—Tu nariz.

—Mentirosa.

—Sí, me gusta. Tiene mucha personalidad. Es tuya. Le va a tu cara. Hay un actor, que me encanta, que tiene una nariz parecida a la tuya.

—¿Ah, sí? ¿Quién?

—Gabriel Byrne.

—No tengo idea de quién es.

—Es un actor irlandés. Incluso tiene esta misma hendidura en la punta, y la tiene así, medio torcida como vos.

—Eso es porque me la quebré en karate.

—¿Sí? Debió de doler. —Gómez agitó los hombros en señal de desestimación—. ¿Cómo te la quebraste? —La entusiasmaba conocer su pasado.

—Un compañero me dio una patada que no supe desviar. Fue mi culpa.

—Además —prosiguió Camila—, me encantan tus ojos, sobre todo tus pestañas. Daría cualquier cosa por tenerlas tan largas y negras. Me encanta también que seas alto y que yo pueda ponerme tacos sin llevarte una cabeza. Eso en verdad es muy bueno para mí. Vamos. Mi mamá debe de estar preguntándose qué hacemos acá abajo.

Gómez trajo masas finas, y Josefina sonrió por primera vez en una semana al abrir el paquete y descubrir el festín de colores y aromas que componían. Eran de La Oriental, una confitería de principios del siglo XX, famosa por la calidad de sus productos. Ese kilo de masas debía de haber costado una fortuna.

—Gracias, Lautaro. No tenías por qué molestarte.

—Ninguna molestia, señora.

Durante el té, en el que Nacho dominó la conversación, Camila se fijó en que su madre estudiaba y evaluaba a Gómez. La alegró, por un lado, porque, de ese modo, Josefina se distraía y se olvidaba de su drama; por el otro, la halagó que se interesase por algo relacionado con ella. Desde pequeña, había tenido la impresión de no contar para su madre.

Al terminar el té, Gómez le pidió conocer su dormitorio. Camila se negó.

—¿Por qué no puedo verlo?

—Porque es chiquito y feo.

—Quiero ver dónde dormís —alegó—. No me importa cómo es. Quiero verlo.

Resultaba improbable que Gómez, luego de atravesar la cocina y el pequeño lavadero para acceder a su cuarto, no se hubiese dado cuenta de que se trataba de la habitación para el servicio doméstico; no obstante, nada dijo, y se limitó a estudiarlo durante algunos segundos antes de comentar:
—Es muy lindo. Chiquito, pero lindo. Ah, pusiste el almohadón que te dio mi hermana.

—Sí —contestó Camila, y lo levantó de la cabecera de la cama—, me encanta.

—Traje el libro que me regalaste ayer así lo leemos.

Volvieron al
living
dispuestos a acomodarse en el sofá para compartir su primera lectura. Camila se aproximó a la ventana y, después de evaluar el cielo, propuso:
—¿Te gustaría que fuésemos a leer a la plaza? A veces voy con Lucito. Me encanta. Hay un banco alejado que está buenísimo para leer.

Josefina les dio permiso y, cuando Nacho declaró que los acompañaría, le ordenó que se quedase para terminar su tarea de Matemáticas, lo cual sorprendió a Camila, y lo mismo a Nacho, porque de pronto su madre mostraba señales de volver a ser quien había sido antes de la separación.

El banco de la plaza estaba vacío, y allí se ubicaron. Camila abrió el libro y, antes de comenzar a leer, observó a Lautaro. Lo descubrió con un gesto ausente y la vista perdida.

—¿Qué pasa?

Gómez contestó sin mirarla:
—Mi papá nos traía a esta plaza. Antes, vivíamos a media cuadra de aquí.

Camila se quedó sin palabras; no sabía qué decir ni cómo proceder. Debió de estar mirándolo con una expresión desolada pues, cuando él volvió sus ojos hacia ella, sonrió con benevolencia y le aseguró:
—No te pongas nerviosa. No voy a largarme a llorar.

“¿Qué le digo?”, se desesperó Camila.

—¿Cómo se llamaba tu papá?

—Héctor.

—¿Cuándo murió?

—El 13 de septiembre del 2007. Yo tenía casi trece años.

—Eras muy chico —dijo, sin meditar—. No fue justo. ¿Qué le pasó? ¿Estaba enfermo?

—Fue tan rápido —suspiró Gómez, y se pasó la mano por la frente, y Camila pensó que era la primera vez que lo veía abatido—. Un día sintió una opresión en el pecho y agitación. Le hicieron una ecografía y le vieron un bulto. Lo punzaron y dio que era maligno. Llegaron a hacerle una sesión de rayos y otra de quimio. El bulto creció desmesuradamente en pocos días, como si los rayos y la quimio, en lugar de achicarlo, lo hubiesen hecho crecer. No podía respirar, no podía hablar. Yo no quería ir a verlo porque él quería hablarme, y mi mamá le decía que no hablase, y él se ponía nervioso… —Se detuvo cuando su voz comenzó a falsear.

Camila apoyó el libro en el banco y lo abrazó. Gómez la estrechó sin medir la fuerza, y Camila soportó el dolor en las costillas y la falta de aire. Él no lloraba, simplemente la apretaba como si quisiese exprimir algo de ella. Unos segundos más tarde, la fue soltando poco a poco. Se miraron a los ojos.

—¿En qué pensás?

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