Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
—Estoy tratando de acordarme —confesó Camila— qué hacía yo el 13 de septiembre del 2007, mientras vos vivías el peor día de tu vida.
—¿Te acordás?
—Sí, me acuerdo. Me acuerdo muy bien porque mis padres, Nacho y yo estábamos en Disney.
Gómez soltó una risa hueca que la descolocó.
—Yo, en el velorio de mi viejo, y vos, en Disney.
—Otras épocas —masculló.
—¿A qué te referís con otras épocas?
—Eran las épocas de las vacas gordas, cuando mi familia tenía dinero.
—¿Tenían guita?
—Sí. Mucha. Vivíamos en un piso en la Recoleta y teníamos una quinta en Del Viso y un departamento en Punta del Este. —Gómez soltó un silbido de admiración, que hizo sonreír a Camila—. Ahora no tenemos nada.
—¿Qué pasó?
—La fábrica de telas de mi familia, que la había fundado mi abuelo, quebró. Y nuestra vida cambió ciento ochenta grados. Mi papá se peleó con su hermano. Tuvimos que vender todo. Cambiamos el Audi por un Fiat, nos mudamos a un departamento más chico…
—En un barrio más feo —completó Gómez.
—Bueno, sí, no es tan lindo como la Recoleta, pero ahora lo veo con otros ojos. Antes lo odiaba, ahora no tanto.
—¿Sí? ¿Te estás acostumbrando?
—No. Es porque vos vivís aquí también. Lo mismo me pasa con el colegio. Extrañaba mucho el Saint Mary. Ya no.
—¿Por qué? —preguntó Lautaro, y sonrió con suspicacia.
—Sabés por qué.
—Decilo de nuevo. Me gusta que lo digas.
—Porque vos estás en este colegio.
—Entonces, ¿yo también te ayudé a ser feliz?
—Sí, mucho.
La sonrisa de Gómez le robó el aliento. A él, sonreír no se le daba fácilmente. Lo había visto sonreír y reír en contadas ocasiones, casi nunca con ella. Por eso, esa sonrisa, que le colmaba de brillo los ojos y lo obligaba a desvelar los dientes, la hizo feliz. En un impulso, le confesó:
—Lautaro, vos sos mi alegría.
Los labios de él temblaron, y la sonrisa fue desvaneciéndose.
—¿En serio? —le preguntó, en un hilo de voz, y Camila se limitó a afirmar con la cabeza; de la emoción, no conseguía articular.
Gómez se deslizó en la banca y se proyectó sobre ella como la sombra de un ser gigantesco. Le pasó los brazos por la cintura y la atrajo hacia él.
—Te amo, Camila. —Inclinó la cabeza y la besó.
Ella, que siempre había demostrado un gran sentido del pudor, se olvidó de que se hallaban en una plaza llena de niños y se abandonó al beso de Gómez. Cada vez, adquiría más seguridad en esos intercambios, cada vez, más destreza –al menos, eso creía ella–, cada vez, disfrutaba más. No obstante, cuando se separaron, ella experimentó vergüenza y simuló interesarse en el libro de Agatha Christie. No quería que la viese con los cachetes colorados.
—¿Empiezo a leer? —propuso y, con una pasada subrepticia, se secó los labios.
—Dale.
Al cabo de algunas páginas, Camila se detuvo y, sin levantar la mirada, preguntó:
—Lautaro, ¿por qué Bárbara te dice “Lauti”?
—¿Qué sé yo?
—Ni siquiera Karen te dice Lauti.
—Preguntale a Bárbara. ¿Yo qué sé?
Camila lo estudió de reojo y no advirtió nerviosismo en él.
—Lo conoce a Max —declaró—. ¿Por qué? ¿Dónde lo conoció?
—Ya te dije que la ayudé a dar Física de tercero. Se la había llevado a marzo. Vino a casa y ahí lo conoció a Max.
—¿Cómo es que la ayudaste con Física? Vos y ella no son exactamente amigos, ¿no?
—Me llamó por teléfono y me pidió que la ayudase. ¿Qué podía decirle?
—¿Por qué no la bancás? A Bárbara me refiero.
—¿Quién dijo que no la banco?
—¿Cómo que no la bancás? La mirás con una cara cada vez que se acerca…
—No la miro de ningún modo en especial. Ni la banco ni dejo de bancarla, me es indiferente.
—Me dijiste que era una serpiente.
—Es que lo es. Es un hecho indiscutible.
—Además, cuando estábamos organizando para ir a bailar, vos le dijiste que era una minita hueca y ella te insultó. Incluso, después de eso, sigue llamándote Lauti.
Lautaro la miró a los ojos sin pestañar, y Camila luchó por no sentirse incómoda o intimidada.
—Yo no dije que
ella
fuese una minita hueca. Dije que
las
minitas huecas van a bailar. Si se sintió herida, es su problema.
—¿No se hicieron amigos mientras la preparabas para Física?
—No. Seguí leyendo. La historia parece buena.
“¿Quién era la chica que tanto te llamaba por teléfono el sábado que fui a tu casa a hacer el trabajo de Geografía? Incluso fue hasta la puerta de tu edificio para buscarte”.
Fijó la vista en la página y se debatió entre contarle lo de los anónimos o callar de acuerdo con su primera decisión. Suspiró y recomenzó la lectura.
♦♦♦
Ese domingo por la noche, Camila entró en Facebook con miedo. Su temor resultó ser fundado al encontrar un nuevo mensaje privado de Soyelquesoy. “Parece un santo cuando está con el uniforme de
boy
scout, ¿no?”. Esta vez, en lugar de un dibujo, había una fotografía de ella y Lautaro en el patio de la Parroquia Santa María. Las manos le temblaron sobre el teclado, y su corazón adoptó un ritmo alocado. “¡Está siguiéndonos!”, exclamó, frenética de pánico. ¿Quién era? ¿Quién se molestaba en seguirlos? ¿Por qué?
Borró el mensaje y la fotografía –era su primera fotografía con Lautaro, así que le dio lástima deshacerse de ella– y le pidió a Nacho que le cambiase la configuración de los estándares de privacidad.
—Quiero que solo me lleguen mensajes privados de mis amigos.
—¿Por qué?
—Porque sí. ¿Sabés hacerlo? —lo apuró, y Nacho procedió a cambiar el parámetro.
No durmió en toda la noche y, a la mañana siguiente, le pidió a Josefina el corrector de ojeras. Intentaría camuflar la preocupación de su cara.
♦♦♦
En el primer recreo, se ubicó en su sitio para releer
Shanna
, una de sus novelas favoritas. Al cabo, se presentó Gómez, y Camila experimentó una alegría súbita y sorpresiva. Se quedó muda, mirándole los labios estirados en una sonrisa pícara, y después reparó en que tenía el bozo oscurecido, y pensó que no se había afeitado, y el deseo por él recrudeció.
Gómez se sentó a su lado y estiró las piernas largas y delgadas.
—¿No trajiste el libro para que leamos?
—No —contestó él—. Lo dejé en casa.
Camila sintió una punzada de desilusión.
—Qué lástima. Podríamos haber leído en los recreos.
—No quiero que nos vean haciendo algo que es nuestro, de nuestra intimidad.
“Nuestra intimidad”, repitió, emocionada.
—¿Tu papá tiene alguna profesión?
—¿Mi papá? —Camila lo miró de costado—. Sí, es contador y licenciado en administración de empresas.
—¿En qué trabaja ahora?
—Un amigo le consiguió un trabajo en una aseguradora, pero yo sé que lo odia. Además, le pagan muy mal. Ese era uno de los problemas con mi mamá, que la plata nunca alcanzaba. Bah, todavía no alcanza.
—En la fábrica —pese al poco tiempo que llevaban de novios, Camila sabía que Gómez se refería a la empresa familiar como a “la fábrica”— está vacante el puesto del padre de Lucía.
—¿Cuál es?
—Gerente de Compras y Depósito.
—¿Y?
—Se me ocurrió que podría decirle a mi vieja que lo entreviste a tu papá.
Camila volvió la cara hacia el libro que descansaba sobre sus muslos. La idea le resultó maravillosa, aunque un segundo análisis le advirtió que no era sensata.
—No me parece, Lautaro.
—¿Por qué? —preguntó, con tono escandalizado.
—Porque la comprometerías a tu mamá a que lo entrevistase porque se trata de mi papá. Y no te olvides de que mi papá carga con una quiebra a cuestas. Tiene un montón de problemas legales. Siempre está hablando con el abogado.
—¿La quiebra fue fraudulenta?
Conociéndolo un poco, no debería asombrarse de que Gómez manejase ese vocabulario y esa información.
—No, por supuesto que no —murmuró.
—¿Entonces?
—A mí me encantaría que mi papá trabajase en tu fábrica, pero no quiero que sea una imposición.
—No será una imposición, Camila —replicó él, malhumorado—. Mi mamá puede entrevistarlo como a cualquier otro. Además, no lo va a contratar si no le gusta, por más que sea tu viejo.
—No, obvio.
—Sería una entrevista, nada más.
—Claro. —Camila extendió la mano y la posó sobre la de Gómez—. Gracias —susurró.
Gómez entrelazó los dedos con los de ella y los apretó. La miró fija y largamente, y, casi como un juego, Camila se propuso medir cuánto tiempo soportaba el poder de esos ojos oscuros e hipnóticos que le horadaban los suyos. Fue Karen la que rompió el hechizo.
—¡Ey, chicos! Les saco una foto —propuso, y se colocó la cámara delante del rostro.
Se trataba de una Sony pequeña, de color rosa metalizado, un primor.
—¡Qué linda cámara, Karen! —comentó Camila.
—Me la trajeron mis abuelos de Miami. Saca unas fotos lindísimas. ¿A ver? Pónganse, así les saco una. Dale, Lautaro.
Camila movió la cola hacia la izquierda para aproximarse a Gómez, y este hizo lo mismo hacia la derecha hasta que sus muslos se tocaron.
—¡Abrazala, Lautaro! No seas ortiba. ¡Y sonreí! No pongas esa cara de velorio.
—No jodas, Karen.
—Sos un amargo serrano Terma.
A Camila los comentarios de Karen la hicieron reír, por eso, al momento en que la cámara la fotografió, sonreía de una manera amplia y natural.
—¿A ver? Veamos cómo salieron. —Aguardó un instante hasta que la pantallita de la cámara les devolvió la imagen—. ¡Camila, saliste diosa! Mirá.
En verdad, estaba muy linda. El sol le bañaba el cabello y se lo hacía fulgurar como el oro. El corrector de ojeras de Josefina le otorgaba una calidad diáfana a sus párpados inferiores y resaltaba el color celeste de los ojos. Gómez, en cambio, demostró no ser fotogénico. Había salido mal. Serio y con la boca apretada, tenía cara de pocos amigos, en la que la nariz destacaba como un apéndice largo y fuera de sitio. La tonalidad oscura, consecuencia de la media barba que no se había afeitado esa mañana, le acentuaba la palidez del rostro y le daba un aspecto enfermizo.
—Vos, Lautarito, salís horrible.
—Gracias, amiga.
A Camila, por el contrario, la imagen de Gómez le robó el aliento, y se quedó muda observándola. Una energía poderosa la atraía hacia ese rostro delgado, de nariz exagerada. Hallaba belleza en su fealdad. Resultaba paradójico, pero así era. O tal vez, meditó, el término “belleza” no era el apropiado, sino “personalidad”. Se convenció de que, si él hubiese sido tímido, inseguro y vergonzoso, su fealdad habría sido contundente e indiscutible, y ella lo habría encontrado repulsivo. Con su forma de ser –orgulloso e indolente a los defectos físicos, seguro de sí y tranquilo–, ese rostro difícil se convertía en uno atractivo.
—Para mí —dijo, sin pensar—, salió muy bien.
—¿Muy bien? —se sorprendió Karen.
—Sí, me encanta.
—¿Sí? —Esta vez fue Lautaro el que habló, y Camila giró la cabeza para enfrentarlo.
—Sí. Me encanta tu cara, ya sabés.
Pocas veces, Camila había logrado atisbar un instante de perturbación o de emoción en Gómez, experto como era en ocultar sus sentimientos. Ese había sido uno de esos escasos momentos.
—Vos —dijo él— parecés una modelo de revista. Karen, hacé una copia y mandámela a mi
e-mail
.
—A mí también, Karen, por favor —pidió Camila.
—No sé cuál es tu dirección. Decímela.
Se la dictó, y Karen se la anotó en la mano.
Durante el resto de la mañana y, mientras volvía en subte a su casa, Camila rememoró esa declaración de Gómez y el orgullo que comunicaban su voz y su expresión al decírsela: “Vos parecés una modelo de revista”. A punto de descender en su parada, la asaltó un pensamiento inquietante: Karen tenía una cámara nueva y de excelente calidad. Sacudió ligeramente la cabeza para desestimar la idea. ¿Y quién no tenía una cámara? A excepción de ella, todo el mundo tenía una cámara. Sin embargo, la duda quedó sembrada. ¿Habría sido Karen la de la fotografía en la parroquia? ¿Karen sería Soyelquesoy? ¿Quién conocía mejor las actividades de Gómez que su mejor amiga? ¿Estaría celosa? ¿Estaría enamorada de Gómez? Sin duda, no era una chica común y corriente.
Esa tarde, agobiada y asustada, Camila le contó a Alicia acerca del asunto de los anónimos.
—No quiero que te angusties —fue lo primero que dijo Alicia—, pero debemos estar atentas. Puede ser nada, una simple broma, o bien la obra de un perverso. ¿Se lo contaste a tu mamá o a tu papá?
—No. Ellos tienen tantos problemas… No quiero cargarlos con uno más.
—Entiendo. ¿Estás segura de que Soyelquesoy es del colegio? ¿Podría ser de otra parte?
—Estoy segura porque el primer dibujo apareció, después de un recreo, en el pizarrón de nuestra aula.
—Sí, supongo que es prueba suficiente. Soyelquesoy —repitió Alicia, para sí—. Así se le presenta Dios a Moisés en el Antiguo Testamento.
—¿Ah, sí? Hice la comunión, pero no soy religiosa, y no me acuerdo nada del catecismo.
—Puede ser que la persona sepa de religión o bien que el uso de esa frase sea una causalidad. Sea lo que fuere, el ego de esta persona es grande.
—O el ego de
estas personas
—adujo Camila—. Podrían ser varios los que están detrás de esta bromita.
—A ver —propuso Alicia—, analicemos a tus compañeros.
Después de un rato de deliberación, interrumpido por la llegada de una señora deseosa por conocer su revolución solar, Alicia y Camila arribaron a conclusiones pobres. En verdad, podía ser cualquiera de los que Camila ya había repasado.
—Por lo pronto, hiciste bien en poner restricciones a los mensajes privados por Facebook. Veamos qué hace ahora.
—Si sabe cuál es mi casilla de correo electrónico, podría empezar a enviarlos ahí.
—Esperemos —insistió Alicia.
La abuela Laura cenó esa noche con ellos, y Camila, que la quería mucho, por unas horas se olvidó de los problemas. La alegró que Josefina se mostrase entusiasmada con la visita. Aunque eran nuera y suegra y, al contrario de la regla general, se llevaban muy bien, Camila había temido que, con la separación, nacieran los roces y los entredichos.
—Camilita, tu mamá me contó que estás de novia.
—Se llama Lautaro —intervino Nacho.
—No hables con la boca llena —lo reconvino Josefina—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—¿Lautaro? Me gusta el nombre. Significa audaz en araucano.
La información hizo sonreír a Camila.
—¡Vos sabés todo, abuela! —se admiró Nacho.
—Lo sé porque tu abuelo, que era un gran estudioso del general San Martín, siempre me hablaba de la Logia Lautaro. ¿Cómo es?
Tu
Lautaro, Camilita.
—Feo —volvió a entremeterse Nacho.
—No es feo —lo contradijo Josefina, y a Camila la sorprendió: estaba segura de que su madre opinaba que Lautaro era un espantapájaros—. Tiene una cara muy especial, distinta, con mucha personalidad, pero no es feo. Además es alto y tiene buena contextura.
—Es flaco como un fideo —porfió el chico.
—¿Cómo es él? Me refiero a su personalidad.
—Repiola —concedió Nacho.
—Muy educado —opinó Josefina.
—¿No van a dejar hablar a Camila? —se fastidió la abuela Laura—. ¿Cómo es, tesoro?
—Es muy serio, pero muy bueno. Es el mejor alumno de la división. Es superinteligente. —Se dio cuenta de que un entusiasmo impropio de su naturaleza se apoderaba de ella y la desbordaba—. Acaba de inscribirse en un maratón de Matemáticas y Física, que son sus fuertes, y si gana, le darán dos mil dólares y un viaje para toda la división a las sierras cordobesas. Estoy segura de que va a ganar. La tiene reclara.
Antes de subir al remís, la abuela Laura tomó las manos de Camila y le dijo:
—Quiero conocer a tu Lautaro. Quiero conocer al chico que hace que mi nieta se ponga aún más hermosa cuando habla de él. Nunca había visto tus ojos brillar del modo en que lo hicieron mientras lo describías. ¿Lo querés, tesoro?
—Muchísimo, abuela.
—Dios lo bendiga. Llegó en el momento justo, este Lautaro. ¿Cuál es su apellido?
Camila soltó una carcajada. Le había parecido extraño que su abuela no solicitase ese dato.
—Ahora ya no te parecerá tan lindo
este Lautaro
. Es un simple Gómez, abuela. Nada de apellido doble como el nuestro ni con olor rancio, como decís vos. Simplemente, Lautaro Gómez.
—En fin. Nadie es perfecto —expresó la abuela, y le guiñó un ojo.
Camila regresó al departamento sintiéndose ligera y feliz. Apenas traspuso el umbral, se topó con Nacho en el pequeño recibidor y se dio cuenta de que tenía algo malo para contarle.
—Me entró un mensaje privado para vos. Lo leí —dijo, con mueca apenada—. Es raro.
—Mostrámelo.
“¿De ahora en más uso el perfil de tu hermano Nacho para comunicarme con vos? Lo mejor será que habilites de nuevo la función de los mensajes privados, ¿no te parece?”. Más que miedo, experimentó abatimiento. Era común en ella sentirse vencida y tener una visión pesimista. ¿Sería a causa de la presencia de Plutón en la Casa I o de Neptuno en la IV? Sea como fuere, se sintió agobiada. Lo primero que hizo una vez que Nacho desocupó la computadora fue devolver la configuración de su perfil de Facebook a los parámetros iniciales. De algo estaba segura: no quería que Soyelquesoy le enviase a Nacho los dibujos perversos. Después, controló su casilla de correo, y ahí estaba el mensaje de Karen con un archivo adjunto, el de la fotografía que les había tomado esa mañana, en el colegio. La estudió con mirada crítica primero, con una dulcificada después. La colgó en el muro para que su prima Anabela y su amiga Emilia lo conocieran. Sus respuestas aparecieron segundos más tarde. “¡Es feo!”, declaró Anabela, en su consabida y cruda sinceridad. “No es feo”, opinó Emilia. “Tiene una cara con personalidad. Además, parece buena persona”. “¡Tiene cara de
nerd
!”, insistió la otra. Camila sonreía entre asombrada y divertida. Por un lado, la asombraba que los comentarios no la perturbasen; para ella, Lautaro Gómez era el chico más atractivo que conocía. Por el otro, la divertían su prima y su amiga: no habían cambiado, eran las de siempre. Ahora que las observaba a través del prisma de la astrología, concluyó que a Anabela se le notaba la esencia ariana, y a Emilia, la canceriana. “La que está monísima”, siguió escribiendo Anabela, “¡sos vos, prima! Estás re linda”. “¡Sí, es verdad, Cami!”, acordó Emilia. “¿Te aclaraste el pelo?”. Después de una respuesta rápida, Camila borró los mensajes para evitar que Lautaro leyese que lo llamaban feo.