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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (67 page)

BOOK: Musashi
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Los únicos sonidos en la casa eran los que producían los habitantes de la casa dormidos y el mordisqueo de una rata de campo.

En el rincón del pasadizo que conectaba el taller y la cocina, junto a un gran horno de tierra, había un montón de leña. Por encima colgaba un paraguas y pesadas capas pluviales de paja. En las sombras entre el horno y la pared, una de las capas de paja se movió, lenta y silenciosamente, avanzando pared arriba hasta que quedó colgada de un clavo.

De repente la oscura figura de un hombre pareció salir de la misma pared, Musashi no se había alejado un solo paso de la casa. Tras salir de debajo del edredón, abrió la puerta de la herrería y luego se mezcló con la leña, bajando la capa de lluvia para cubrirse mejor.

Cruzó en silencio la herrería y miró a Baiken. Pensó que tenía adenoides, pues los ronquidos eran descomunales. La situación le pareció cómica, y sus labios dibujaron una sonrisa.

Permaneció allí un momento, pensando. Desde todos los puntos de vista, había ganado aquel encuentro con Baiken. La victoria era indiscutible. No obstante, el hombre acostado allí era el hermano de Tsujikaze Temma y había intentado asesinarle para consolar al espíritu de su difunto hermano..., un sentimiento admirable para un simple saqueador.

¿Debía Musashi acabar con él? Si le dejaba con vida, seguiría buscando una oportunidad de vengarse, y no había duda de que lo más seguro sería matarle allí mismo sin más dilación. Pero seguía pendiente la cuestión de si aquel hombre merecía que se tomara la molestia de matarlo.

Reflexionó durante un rato y por fin dio con lo que parecía la solución correcta. Fue a la pared a los pies de Baiken y descolgó una de las armas del herrero. Mientras extraía la hoja del surco, examinó el rostro del durmiente. Entonces, envolviendo un papel húmedo alrededor de la hoja, la colocó cuidadosamente sobre el cuello de Baiken. Retrocedió y contempló su obra.

El molinillo también dormía. Musashi pensó que, de no ser por la envoltura de papel, el juguete podría despertarse por la mañana y girar frenéticamente a la vista de la cabeza de su dueño caída desde la almohada.

Cuando Musashi mató a Tsujikaze Temma, tenía una razón para hacerlo y, en cualquier caso, aún ardía en él la fiebre de la batalla. Pero no tenía nada que ganar arrebatando la vida del herrero. Y, ¿quién podía saberlo? Si le mataba, el dueño infantil del molinillo podría pasarse la vida tratando de vengar el asesinato de su padre.

Aquella fue una noche en la que Musashi pensó mucho en sus padres. Allí, al lado de la familia dormida, sintió un poco de envidia. Notaba en el aire el leve aroma dulzón de la leche materna. Incluso se sintió un poco reacio a marcharse.

Les habló en su corazón: «Siento haberos molestado. Dormid bien». Sigilosamente abrió la puerta principal y salió.

El caballo volador

Era ya noche cerrada cuando Otsū y Jōtarō llegaron a la barrera. Se alojaron en una fonda y reanudaron su viaje antes de que se hubiera disipado la niebla matinal. Desde el monte Fudesute, se dirigieron a Yonkenjaya, donde empezaron a notar el calor del sol naciente en sus espaldas.

—¡Qué hermoso! —exclamó Otsū, deteniéndose a contemplar el gran disco dorado.

La joven parecía llena de ánimo y esperanza. Era uno de esos momentos maravillosos en los que todos los seres vivos, incluso las plantas y los animales, no pueden por menos que experimentar satisfacción y orgullo por su existencia aquí en la tierra.

—Somos los primeros en la carretera —comentó Jōtarō con evidente placer—. Ni un alma delante de nosotros.

—Pareces jactarte por ello, pero ¿qué importa?

—A mí me importa mucho.

—¿Crees acaso que eso acortará el camino?

—No, no se trata de eso. Es sólo que da gusto ser el primero, incluso en la carretera. Has de admitir que es mejor que ir detrás de palanquines o caballos.

—Eso es cierto.

—Cuando no hay nadie más en la carretera donde estoy, tengo la sensación de que me pertenece.

—En ese caso, ¿por qué no finges ser un gran samurai a caballo que supervisa sus inmensas propiedades? Yo seré tu ayudante. —Otsū cogió una vara de bambú y, agitándola ceremoniosamente, dijo con un sonsonete—: ¡Inclinaos todos! ¡Inclinaos todos ante su señoría!

Un hombre les dirigió una mirada inquisitiva desde debajo de los aleros de una casa de té. Al ser sorprendida jugando como una niña, ella se ruborizó y apretó el paso.

—No puedes hacer eso —protestó Jōtarō—. No debes abandonar a tu señor y huir. ¡Si lo haces, deberé castigarte a muerte!

—No quiero jugar más.

—Eras tú la que jugaba, no yo.

—Sí, pero tú empezaste. ¡Oh, el hombre de la casa de té todavía nos mira! Debe de creer que somos bobos.

—Entremos ahí.

—¿Para qué?

—Tengo hambre.

—¿Ya?

—¿No podríamos comer ahora la mitad de las bolas de arroz que hemos traído para almorzar?

—Ten paciencia. Ni siquiera hemos recorrido dos millas. Si te dejara, harías cinco comidas al día.

—Es posible, pero no me verás viajando en palanquín o a caballo, como haces tú.

—Eso fue únicamente anoche, y sólo porque estaba oscureciendo y teníamos que darnos prisa. Si tanto te ha molestado, hoy caminaré todo el día.

—Hoy me toca a mí montar a caballo.

—Los niños no necesitan montar.

—Pero quiero montar. ¿Puedo hacerlo? Por favor.

—Quizá, pero sólo hoy.

—He visto un caballo atado junto a la casa de té. Podríamos alquilarlo.

—No, todavía es demasiado pronto.

—¡Entonces no has dicho en serio que podría montar!

—Sí, lo he dicho en serio, pero ni siquiera estás cansado todavía. Alquilar un caballo sería un derroche de dinero.

—Sabes perfectamente bien que nunca me canso. No me cansaría aunque caminásemos durante cien días e hiciéramos mil millas. Si tengo que esperar hasta que me agote, nunca montaré a caballo. Vamos, Otsū, alquilemos el caballo ahora, mientras no hay gente por delante de nosotros. Sería mucho más seguro que cuando la carretera esté concurrida. ¡Por favor!

Al ver que si seguían así perderían el tiempo que habían ganado al salir temprano, Otsū cedió, y Jōtarō, intuyéndolo antes incluso de que ella hiciera un gesto de asentimiento, dio media vuelta y echó a correr hacia la casa de té.

Aunque había cuatro casas de té en la vecindad, como indicaba el nombre Yonkenjaya, se encontraban en diversos lugares en las laderas de los montes Fudesute y Kutsukake. El establecimiento ante el que habían pasado era el único a la vista.

Jōtarō se dirigió al propietario y le gritó:

—¡Eh, oye, quiero un caballo! Saca uno para mí.

El viejo estaba quitando los postigos, y el fuerte grito del muchacho le sacudió hasta despertarle del todo. En tono áspero, gruñó:

—¡A qué viene todo esto! ¿Por qué tienes que gritar así?

—Necesito un caballo. Por favor, prepara uno ahora mismo. ¿Cuánto vale hasta Minakuchi? Si no es demasiado, incluso podría alquilarlo hasta Kusatsu.

—Vamos a ver, ¿de quién eres tú, muchacho?

—Soy el hijo de mi madre y mi padre —replicó Jōtarō con descaro.

—Pensé que podrías ser el vástago revoltoso del dios de las tormentas.

—Tú eres el dios de las tormentas, ¿no es cierto? Pareces tan loco como un rayo.

—¡Mocoso!

—Anda, tráeme el caballo.

—Según veo, crees que ese caballo es para alquilar. Pues bien, no lo es. Me temo que no tendré el honor de prestárselo a su señoría.

Jōtarō imitó el tono de voz del hombre y le dijo:

—¿Entonces, señor, no tendré el placer de alquilarlo?

—Eres insolente, ¿eh? —gritó el nombre.

Cogió del fuego bajo el horno un leño ardiente y lo lanzó al muchacho. El palo llameante pasó por el lado de Jōtarō sin tocarle, pero alcanzó al viejo caballo atado bajo los aleros. El animal soltó un relincho desgarrador y se encabritó, golpeándose el lomo contra una viga.

—¡Bastardo! —exclamó el propietario. Salió del local farfullando maldiciones y corrió hacia el animal.

Mientras desataba la cuerda y llevaba el caballo al patio lateral, Jōtarō empezó de nuevo:

—Por favor, préstamelo.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—No tengo caballerizo para traer al animal de regreso.

Otsū, que ya había llegado y estaba al lado de Jōtarō, sugirió que, si no había ningún caballerizo, ella podía pagar la tarifa por adelantado y enviar el caballo desde Minakuchi con un viajero que fuese en aquella dirección. Su actitud suplicante ablandó al viejo, y decidió que podía confiar en ella. Dándole la cuerda, le dijo:

—En ese caso, puedes llevártelo a Minakuchi, o incluso a Kusatsu si lo deseas. Lo único que pido es que me lo devuelvas.

Cuando se pusieron en marcha, Jōtarō, enojadísimo, comentó:

—¡Qué te parece eso! Me ha tratado como a un burro y luego, en cuanto ha visto una cara bonita...

—Será mejor que tengas cuidado con lo que dices sobre el viejo, porque su caballo está escuchando. Puede que se enfade y te derribe.

—¿Crees que esta vieja jaca de débiles patas puede conmigo?

—No sabes montar, ¿no es cierto?

—Claro que sé montar.

—¿Qué haces entonces, tratando de subir desde atrás?

—¡Bueno, ayúdame a subir!

—¡Eres un fastidio! —La joven le puso las manos bajo las axilas y lo alzó al lomo del animal.

Desde aquella altura Jōtarō miró majestuosamente a su alrededor.

—Por favor, Otsū, camina delante.

—No estás bien sentado.

—No te preocupes, estoy bien.

—De acuerdo, pero vas a lamentarlo.

Otsū cogió la cuerda con una mano y agitó la otra, despidiéndose del propietario. Se pusieron en camino.

Apenas habían recorrido un centenar de pasos cuando oyeron un fuerte grito procedente de la niebla detrás de ellos, acompañado por el sonido de pisadas apresuradas.

—¿Quién puede ser? —preguntó Jōtarō.

—¿Nos llama a nosotros? —dijo Otsū, perpleja.

Detuvieron el caballo y miraron a su alrededor. La sombra de un hombre empezó a tomar forma en la bruma grisácea. Al principio sólo distinguieron contornos, luego colores, pero el hombre no tardó en estar lo bastante cerca para que pudieran distinguir su aspecto general y edad aproximada. Un aura diabólica rodeaba su cuerpo, como si le acompañara un violento torbellino. Se acercó en seguida al lado de Otsū, se detuvo y, con un rápido movimiento, le arrebató la cuerda de la mano.

—¡Baja! —ordenó, mirando furibundo a Jōtarō.

El caballo dio unos saltitos hacia atrás.

—¡No puedes hacer esto! —gritó el chiquillo, aferrándose a las crines—. ¡Yo he alquilado este caballo, no tú!

El hombre soltó un bufido y se volvió hacia Otsū:

—¡Tú, mujer!

—¿Sí? —dijo Otsū en voz baja.

—Me llamo Shishido Baiken. Vivo en el pueblo de Ujii, arriba, en las montañas, más allá de la barrera. Por razones que no voy a explicar, estoy buscando a un hombre llamado Miyamoto Musashi. Ha pasado por aquí en algún momento antes de que amaneciera. Probablemente pasó hace horas, así que he de darme prisa para alcanzarle en Yasugawa, en la frontera de Ōmi. Cédeme tu caballo.

Había hablado con mucha rapidez, la respiración entrecortada. En el aire frío, la niebla se condensaba en flores de hielo sobre el ramaje de los árboles, pero el cuello del hombre estaba empapado en sudor y brillaba como una piel de serpiente.

Otsū permaneció muy quieta, el rostro mortalmente pálido, como si la tierra bajo sus pies le hubiera absorbido toda la sangre. Con labios temblorosos, deseaba desesperadamente preguntar y asegurarse de que había oído bien. No podía pronunciar palabra.

—¿Has dicho Musashi? —balbuceó Jōtarō. Seguía aferrado a las crines del caballo, pero le temblaban brazos y piernas.

Baiken tenía demasiada prisa para reparar en su reacción de sorpresa.

—Vamos, haz lo que te digo —le ordenó—. Baja del caballo y hazlo rápido, o te daré una paliza. —Blandió el extremo de la cuerda como si fuese un látigo.

Jōtarō sacudió la cabeza porfiadamente.

—No lo haré.

—¿Cómo que no lo harás?

—Es mi caballo y no puedes quedártelo. No me importa la prisa que tengas.

—¡Ten cuidado! He sido muy amable y lo he explicado todo, porque no sois más que una mujer y un niño que viajáis solos, pero...

—¿No es cierto, Otsū? —le interrumpió Jōtarō—. No tenemos que darle el caballo, ¿verdad?

Otsū sintió deseos de abrazar al chiquillo. Por lo que a ella respectaba, no se trataba tanto del caballo como de impedir que aquel monstruo avanzara más.

—Es cierto —respondió—. Estoy segura de que tenéis mucha prisa, señor, pero nosotros también. Podéis alquilar uno de los caballos que suben y bajan con regularidad la montaña. Tal como dice el muchacho, es injusto que tratéis de quitarnos nuestro caballo.

—No bajaré —repitió Jōtarō—. ¡Moriré antes de hacerlo!

—¿Estás decidido a no cederme el caballo? —inquirió Baiken ásperamente.

—Deberías haber sabido desde el principio que no lo haríamos —dijo Jōtarō con gravedad.

—¡Hijo de perra! —gritó Baiken, enfurecido por el tono del muchacho.

Aferrado a las crines del caballo, Jōtarō parecía minúsculo. Baiken le agarró una pierna y empezó a tirar de él. Aquél era el momento para que Jōtarō utilizara su espada de madera, pero en su confusión se olvidó completamente del arma. Enfrentado a un enemigo mucho más fuerte que él, la única defensa que se le ocurrió fue escupirle a Baiken en la cara, cosa que hizo una y otra vez.

Otsū estaba aterrorizada. El temor de que aquel hombre la hiriese o matara le producía un sabor ácido y seco en la boca. Pero ceder y darle el caballo era impensable. Estaba persiguiendo a Musashi, y cuanto más pudiera retrasar ella al desalmado, más tiempo tendría aquél para huir. No le importaba que la distancia entre Musashi y ella también aumentara, precisamente cuando sabía que los dos estaban en la misma carretera. Se mordió el labio y gritó:

—¡No puedes hacer esto!

Entonces golpeó a Baiken en el pecho con una fuerza que ni siquiera ella sabía que poseía.

Baiken, que todavía se estaba limpiando los escupitajos de la cara, quedó desconcertado, y en este instante la mano de Otsū cogió la empuñadura de su espada.

—¡Zorra! —gritó, tratando de agarrarle la muñeca.

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