Susi, una niña de diez años, vive con su madre en una pequeña casa de Budapest. La madre es costurera y trabaja todo el día fuera de casa. Susi siente la necesidad de cariño, del calor de su propio hogar. Su padre se marchó al extranjero y Susi no sabe nada de él. Pero un día descubre una foto y empieza a indagar sobre su paradero. Por fin, consigue la dirección y le escribe una carta. La pequeña espera con impaciencia la contestación de su padre.
Maria Halasi
A La Izquierda De La Escalera
El Barco de Vapor - Serie Roja - 62
ePUB v1.0
Staky14.09.12
Maria Halasi, 1987
Editor original: Staky (v1.0)
ePub base v2.0
—¿TE ENCUENTRAS bien, nena?
—Sí, bien.
Su madre oyó la respuesta y, sentada a la máquina de coser, dirigió a Susi una mirada de reproche.
—¿Cómo contestas así a la doctora? ¿No estaría mejor: bien, gracias?
—Bien, gracias —repitió Susi, pegándose a la peana del jabalí.
Lo que más odiaba en casa de los doctores era aquel jabalí. Estaba sobre una columna. El año anterior la columna era más alta que Susi, pero este año era igual que ella. Por abajo la soportaban cuatro cabezas de leones, leones viejos con melenas desgastadas, y, después, subía en espiral hasta la losa de mármol cuadrada. En esta losa estaba el jabalí.
«Es bizco», pensaba Susi. Ya se había dado cuenta el año anterior de que el jabalí era bizco. Lo vio una vez, cuando el doctor volvió a casa. Ella estaba en el rincón al lado de la columna. El doctor se le acercó, y ella dio un paso hacia atrás. La columna empezó a tambalearse, y el jabalí se lanzó sobre Susi. El doctor lo cogió al vuelo, gritando como Susi jamás había oído gritar a nadie:
—¿Por qué no tiráis este trasto? ¡Ya he dicho mil veces que no hay que guardar todas las porquerías que nos regalen los enfermos! ¡Casi mata a la niña!
La madre de Susi agradeció al doctor que hubiese salvado la vida de su hija y continuó traqueteando con la máquina de coser.
Susi contemplaba con malicia al jabalí.
«Te van a echar», pensaba. «Puede que te claven un cuchillo en tu asquerosa espalda de hierro».
El jabalí la miró con maldad. Odiaba a Susi. Entonces fue cuando empezó a cruzar la vista.
«Es bizco», pensaba Susi de nuevo. Le gustaba pensar lo mismo varias veces. A los pensamientos conocidos los podía mimar como a Cleofás.
La doctora se fue a la habitación de al lado. Dijo que iba un ratito a la cama mientras la madre de Susi le ajustaba el vestido.
—Que no haga ruido la niña —dijo desde la puerta.
¡Bueno! ¡Que no hiciera ruido ella! ¿Cuándo hacía ruido?
En verdad, habría que armar un buen alboroto. Ir a la cocina, subirse a una pequeña escalera y descolgar de la pared la batidora y las tapaderas. Con todo esto, organizaría un buen escándalo. ¿Qué le parecería eso a la doctora que, después de comer, se echaba un ratito?
¡Dios nos libre de ir a la cocina! Allí estaba la abuela doctora y sus bollos. Siempre que veía a Susi le daba bollos. Y había que comerlo todo. Una vez, cuando sintió que con el bocado siguiente era seguro que se iba a ahogar, lo dejó en la mesa de la cocina. Su madre entró en aquel momento para mojar el paño de planchar, y oyó a la abuela doctora preguntar:
—¿No te gusta?
—¡Cómo no! —contestó su madre enseguida—. Le gustan mucho los bollos —y la miró de tal manera que tuvo que coger el trozo y comérselo.
La madre de Susi paró la máquina de coser.
—¿Tienes deberes? —preguntó en voz baja.
—Sí.
—Hazlos.
—Mejor en casa.
—Llegaremos tarde a casa. Tengo que terminar hoy el vestido. Mañana iré a trabajar a casa de los Pitter. ¿Sabes? Estoy haciendo el traje de baile de Maruja. Compraron un raso de color rosa. Ya verás qué bonito. ¿Dónde tienes tu cartera?
—En el recibidor.
—Vete por ella. Pero ¡ten cuidado al cerrar la puerta! Que no se despierte la doctora.
Sólo los bollos secos de la abuela impidieron a Susi correr a la cocina y coger las tapaderas y la batidora.
A pesar de todo, la cerradura de la puerta hizo un chasquido enorme.
Por detrás de su nuca, percibía el siseo asustado de su madre.
—¡No lo pongas ahí! —le musitó atemorizada cuando Susi puso el cuaderno de redacción encima de la mesa—. Es la manga.
Susi apartó la tela.
Su madre fue por ella con presteza. La cogió y la dobló con tanto cuidado que parecía acariciarla.
Susi hurgaba en la cartera buscando su pluma, y a la vez miraba a su madre. Deslizó la cartera hasta el suelo y se puso en pie.
¿Por qué se había levantado?
No se acordaba. Pero, ya en pie, se acercó a su madre y se recostó sobre ella, apretando la cara contra su pelo.
—Vete a hacer tus deberes —dijo su madre—. Cuando se despierte la doctora tengo que probarle el vestido.
Susi abrió su cuaderno.
¡Qué idea la de la señorita Magdi! ¿Cómo se le podía dar a una redacción el título: «En casa»? ¿Qué se podía escribir? Cuando lo dictó la señorita Magdi, Soki se levantó enseguida para decir que no lo comprendía.
La verdad era que Soki no comprendía nada. En la clase de matemáticas, cuando la señorita Magdi escribía algún problema en la pizarra, preguntaba siempre:
—¿Lo comprendes, Soki?
Soki era un burro. Pero en este caso tenía razón.
La señorita Magdi contestó que podían escribir lo que quisieran. La historia de un domingo o la de un día de diario; desde el mediodía hasta la noche. Había que contar, en general, lo que hacían en casa.
La redacción anterior había sido mucho mejor: «Mi juguete preferido».
Susi escribió que su juguete preferido era Cleofás. Se lo hizo su madre un día que le dolía la garganta y no pudo ir a casa de los Pitter. Por la mañana, antes de ir al colegio, Susi fue a avisarles que su madre no podría ir aquel día a trabajar porque estaba enferma. Posiblemente estaría enferma toda la semana. Sin embargo, se levantó al día siguiente y se fue a casa de los Pitter. Se asombró de que Susi hubiera dicho que aquel pequeño dolor de garganta podía durar toda la semana, cuando ni siquiera habían llamado al médico.
Aquel día, al salir del colegio, Susi fue a casa a todo correr. En el camino compró todo lo que su madre le había apuntado en un papel: mantequilla, huevos, pan y mil cosas más. En la tienda empujó a todo el mundo y una dependienta le gritó:
—¿Es eso lo que te enseñan en el colegio?
Era un comentario muy tonto, y Susi sabía que no hay que contestar a una bobada semejante. No obstante, dijo a la dependienta:
—Es que mi madre está enferma.
La dependienta, de nuevo, se comportó tontamente y respondió:
—¡Y encima mientes! Si tu madre estuviera enferma no lo dirías con tanta alegría.
Susi voló a casa. Cuando entró en la habitación, Cleofás ya estaba casi terminado.
Su madre lo había hecho a lo largo de la mañana.
¡Cleofás era fenomenal! La cabeza era una pelota de tenis; las manos y pies, corcho; el cuerpo, trapo. ¡Y cómo iba vestido! En una de las piernas, el pantalón era rojo; en la otra, verde. La blusa era morada y, en el centro del cinturón, había un botón de nácar. Este botón no se podía abrochar ni desabrochar. Sólo brillaba allí, en la barriga de Cleofás.
—¡Cleofás! —gritó enseguida al verlo. Se sentó al lado de su madre y estuvo más de un cuarto de hora sin darse cuenta de que todavía tenía el pan en una mano.
Su madre le quería dibujar, con un bolígrafo, ojos, nariz y boca. Pero Susi no lo permitió. Así, al mirar la cabeza de Cleofás, cada vez podía verle la cara con un gesto diferente. Había veces que entornaba los ojos y estaba atento, otras veces hacía mohines si algo no le gustaba y, cuando estaba enfadado, se le arrugaba la nariz. Pero, si su madre le dibujaba ojos, cara y nariz, Cleofás quedaría siempre así.
A su madre no le importaba que Cleofás no tuviese boca. Sólo pidió a Susi que dejara en su bolso el bolígrafo; así tendría con qué apuntar las medidas de Maruja Pitter al día siguiente.
Susi olvidó el bolígrafo encima de la mesa.
Como se ve, de Cleofás se podía escribir una redacción. Había añadido también que Cleofás vivía encima de la estufa.
El año anterior, o incluso antes, había comprado su madre una estufa blanca muy bonita. Se encendía solamente en Navidades, porque, como nunca estaban en casa, ¿para qué encenderla? A Cleofás le gustaba estar encima de la estufa.
Susi desenroscó su pluma. Se la había dado la doctora. Una pluma negra que ni siquiera tenía un borde de oro, aunque casi todas las plumas negras tienen uno.
«En casa».
Contemplaba a su madre. Dos alfileres salían de su boca. Se inclinaba sobre la máquina de coser y después pinchó los alfileres en la tela.
«En casa».
Su madre había dicho que aquel día también regresarían tarde a casa…
«En casa». Susi acarició con la mano el título escrito en el cuaderno.
La pluma funcionaba mal.
—Seguramente era del doctor. Me la dieron cuando ya había escrito con ella miles de recetas.
Ahora ya fluía bien la tinta. Parece que sólo le iban mal las primeras letras.
A mi mamá y a mí nos gusta mucho nuestra casa. Algunas personas prefieren ir al cine o a pasear, pero nosotras somos felices cuando podemos estar en casa. Mi mamá guisa muy bien. Y dice: «Ven y ayúdame a pelar patatas». Y yo ayudo. Subo carbón del sótano y hago astillas para poder encender el fuego. Mi madre es costurera. Cosió un tapete para la mesa del cuarto. Uno de color azul. El color lo elegí yo. Hizo pasta con huevos para comer. Lo comimos y pensamos: «somos una familia».
Susi dejó de escribir. Lo hubiera dejado de todas maneras, porque entró la doctora. Su cara aparecía igual que cuando se arruga un bonito papel blanco y brillante. Tenía el pelo rubio y muy corto, pegado a la cara. Susi se dio cuenta de que su peinado se parecía a aquella brocha, gastada por un lado, que el señor Kutas había regalado a los niños de la casa. El señor Kutas era pintor de brocha gorda y así lo anunciaba un cartel en el portal. Si alguien tiene su nombre y su título en una tabla, se puede permitir tomar un vaso de vino algunas veces. Cuando les dio esa brocha, había tomado, según rumores, muchos vasos de vino, que le ablandaron el corazón demasiado. Quería regalarles también una brocha totalmente nueva, pero se la quitó de las manos la señora Kutas. La otra se la dejó. Ya casi no tenía pelos.
La doctora se acercó al espejo y empezó a peinarse.
—Es terrible mi pelo —suspiró.
No hablaba a su madre, sino al espejo. Sin embargo, fue su madre quien contestó:
—¡Huy! ¡Qué va a ser terrible, doctora! Le sienta muy bien el pelo corto.
Susi cerró su cuaderno de redacción y lo guardó en su cartera rápidamente.
La doctora se dio la vuelta. Quedó de espaldas al espejo y mirando a Susi.
—¿Qué opinas? ¿Cuántos años crees que tengo? —le preguntó.
Susi meditó sólo un instante, ya que se acordó de que la señora Kutas tenía cuarenta años. El otro día, cuando el cartero le entregó un gran sobre, le gritó: «Tengo cuarenta años y es la primera vez que recibo un telegrama como éste».