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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (125 page)

BOOK: Musashi
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Lanzando gritos de triunfo, los hombres salieron de sus escondrijos, como cazadores que hubieran estado detrás de escondites portátiles, y bajaron velozmente a la orilla del río. El paso siguiente consistía en sacar de entre los escombros el cuerpo y las pertenencias de la víctima. Luego sólo tendrían que recoger las piezas y reconstruir la habitación.

Los bandidos saltaron sobre el montón de tablas y postes, como perros que se abalanzaran sobre unos huesos.

Otros hombres que acababan de llegar preguntaron desde arriba:

—¿Habéis encontrado el cuerpo?

—No, todavía no.

—Ha de estar por aquí.

Tōji gritó con estridencia:

—Tal vez se ha golpeado contra una roca u otra cosa mientras caía y el cuerpo ha rebotado. Mirad bien a vuestro alrededor.

Las rocas, el agua, los árboles y las plantas del valle estaban adquiriendo una coloración rojiza. Lanzando exclamaciones de sorpresa, Tōji y sus sicarios alzaron la vista hacia el cielo. A setenta pies por encima de ellos, las llamas brillantes brotaban de puertas, ventanas, paredes y el techo de la cabaña, la cual se había convertido en una enorme bola de fuego.

—¡De prisa! ¡Volved aquí!

Los gritos penetrantes eran de Okō, y parecían los aullidos de una mujer que hubiera perdido la razón.

Cuando los hombres llegaron a lo alto del precipicio, las llamas danzaban frenéticamente, avivadas por el viento. Desprotegida de la lluvia de chispas y ascuas, Okō estaba atada con firmes ligaduras al tronco de un árbol.

Todos los hombres estaban pasmados. ¿Musashi se había marchado? ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo era posible que los hubiera burlado a todos ellos?

Tōji se sintió descorazonado. Ni siquiera envió a sus hombres en persecución de Musashi, pues había oído hablar de él lo suficiente para saber que jamás le capturarían. Sin embargo, los bandidos se apresuraron a organizarse por su cuenta y varios grupos partieron en todas direcciones.

No encontraron rastro de Musashi.

Jugando con fuego

Al contrario que en las demás rutas principales, no había árboles alineados a lo largo de la carretera de Kōshū, que enlazaba Shiojiri y Edo a través de la provincia de Kai. Utilizada para el transporte militar durante el siglo XVI, carecía de la red de caminos secundarios que tenía el Nakasendō, y sólo recientemente le había sido otorgada la categoría de arteria principal.

Para los viajeros procedentes de Kyoto u Osaka, su característica más desagradable era la ausencia de buenas posadas y casas de comidas. Si uno pedía una caja para almorzar, lo más probable era que no recibiese nada más apetitoso que pastelillos de arroz envueltos en hojas de bambú o, incluso menos atractivas, bolas de arroz vulgar y corriente envueltas en hojas de roble secas. A pesar de esta dieta primitiva, sin duda no muy diferente de la que se estilaba en el período Fujiwara, varios siglos antes, las rústicas hostelerías rebosaban de clientes, que en su mayoría se dirigían a Edo.

Un grupo de viajeros estaban descansando por encima del puerto de montaña de Kobotoke. Uno de ellos exclamó:

—¡Mirad, ahí va otra hornada!

Se refería a una estampa de la que él y sus compañeros habían gozado casi a diario: un grupo de prostitutas de Kyoto que viajaban hacia Edo.

Las mujeres eran más de treinta, algunas de edad avanzada, otras veinte o treintañeras, y cinco de ellas, por lo menos, adolescentes todavía. Junto con unos diez hombres que las administraban o servían, daban la impresión de una gran familia patriarcal. Completaban el grupo varios caballos de transporte sobrecargados con objetos que iban desde pequeños cestos de mimbre hasta arcas de madera que tenían la altura de un hombre.

El jefe de la «familia», un hombre de unos cuarenta años, se dirigía a las mujeres:

—Si las sandalias de paja os causan ampollas, cambiadlas por zōri
[8]
pero atadlas bien para que no se os resbalen. Y dejad de quejaros diciendo que no podéis seguir caminando. ¡Sólo tenéis que mirar a los niños que van por la carretera!

Era evidente, por la acidez de su tono, que le estaba costando un gran esfuerzo hacer que sus pupilas, normalmente sedentarias, siguieran andando.

El hombre, llamado Shōji Jinnai, era natural de Fushimi y samurai de nacimiento. Por motivos que sólo él conocía, había abandonado la vida militar para convertirse en el administrador de un burdel. Perspicaz y lleno de recursos, había logrado el apoyo de Tokugawa Ieyasu, el cual residía a menudo en el castillo de Fushimi, y no sólo había obtenido permiso para trasladar su negocio a Edo sino que también había persuadido a muchos de sus colegas del ramo para que hicieran lo mismo.

Cerca de la cima de Kobotoke, Jinnai dio el alto a su grupo.

—Aún es algo temprano, pero ya podemos almorzar.

Volviéndose a Onao, una anciana que actuaba como una especie de gallina clueca, le ordenó que distribuyera la comida.

Descargaron de uno de los caballos el fardo que contenía las cajas del almuerzo, y cada una de las mujeres recibió una bola de arroz envuelta en una hoja. Todas se acomodaron para descansar. El polvo que amarilleaba su piel también había emblanquecido casi del todo su cabello negro, aunque llevaban sombreros de viaje de ala ancha o se habían atado toallas alrededor de la cabeza. Como no había té ni nada para beber, chascaban mucho los labios y sorbían aire entre los dientes. Ninguna hablaba de ardides sexuales o emociones amorosas. Frases como: «¿De quién serán los brazos que esta noche abrazarán a esta roja flor?» parecían totalmente fuera de lugar.

—¡Ah, está delicioso! —exclamó encantada una de las pupilas más jóvenes de Jinnai. El tono de su voz habría arrancado lágrimas a los ojos de su madre.

La atención de otras dos o tres se desvió de su almuerzo para centrarse en un joven samurai que pasaba por allí.

—¿Verdad que es apuesto? —susurró una.

—Humm, no está mal —replicó otra, de actitud más mundana.

—Ah, le conozco —aseguró otra—. Solía venir a nuestra casa en compañía de hombres de la escuela Yoshioka.

—¿De quién estáis hablando? —preguntó una muchacha de expresión lujuriosa.

—De ese joven que se pavonea por ahí con una larga espada a la espalda.

Inconsciente de la admiración que despertaba, Sasaki Kojirō se abría paso entre una multitud de porteadores y caballos de carga.

Una voz aguada y coqueta le llamó:

—¡Señor Sasaki! ¡Aquí, señor Sasaki!

Puesto que había mucha gente llamada Sasaki, el joven ni siquiera se volvió.

—¡Eh, el del flequillo!

Kojirō enarcó las cejas y giró sobre sus talones.

—¡No seáis deslenguadas! —gritó colérico Jinnai—. Eso es una grosería.

Entonces, al alzar la vista de su almuerzo, reconoció a Kojirō.

—Bien, bien —dijo, apresurándose a levantarse—. ¡Pero si es nuestro amigo Sasaki! ¿Adonde te diriges, si puedo preguntártelo?

—Ah, hola. Eres el dueño de la Sumiya, ¿verdad? Voy a Edo. ¿Y vosotros? Parecéis haber emprendido una mudanza en toda regla.

—Así es. Nos trasladamos a la nueva capital.

—¿De veras? ¿Crees que puedes tener éxito allí?

—Nada crece en las aguas estancadas.

—Al ritmo de crecimiento de Edo, supongo que hay mucho trabajo para los obreros de la construcción y los armeros. Pero ¿diversiones elegantes? Me parece dudoso que exista ya una gran demanda.

—En eso te equivocas. Las mujeres convirtieron Osaka en una ciudad antes de que Hideyoshi llegara a darse cuenta.

—Puede que así fuera, pero en un sitio como Edo, probablemente ni siquiera podrás encontrar una casa apropiada.

—Te equivocas de nuevo. El gobierno ha delimitado unas tierras pantanosas en un lugar llamado Yoshiwara para quienes nos dedicamos a mi negocio. Mis colegas ya han empezado a desecar y rellenar los terrenos, a trazar calles y levantar edificios. Según todos los informes, me será muy fácil encontrar un buen sitio en una calle principal.

—¿Quieres decir que los Tokugawa entregan la tierra? ¿Gratuitamente?

—Pues claro. ¿Quién pagaría por una tierra pantanosa? El gobierno incluso aporta parte de los materiales de construcción.

—Ya veo. No es de extrañar que estéis todos abandonando la zona de Kyoto.

—¿Y tú qué cuentas? ¿Tienes alguna perspectiva de situarte al servicio de un daimyō?

—Oh, no, nada de eso. No lo aceptaría aunque me lo ofrecieran. Sencillamente, he pensado en ir a ver qué ocurre allá, puesto que es la residencia del shōgun y el lugar de donde procederán las órdenes en el futuro. Por supuesto, si me pidieran que fuese uno de los instructores del shōgun, podría aceptar.

Aunque no era precisamente un juez de esgrima, Jinnai tenía buen ojo para evaluar a la gente. Pensando en que sería mejor no hacer ningún comentario sobre el desmedido egotismo de Kojirō, desvió la mirada y empezó a aguijonear a su tropa para que se pusiera en movimiento.

—¡Vamos, todo el mundo en pie! Ya es hora de partir.

Onao, que había estado contando cabezas, dijo:

—Parece que falta una muchacha. ¿Cuál será? ¿Kichō? ¿O tal vez Sumizome? No, ambas están ahí. Es extraño. ¿Quién podrá ser?

Kojirō, que no deseaba lo más mínimo tener a un grupo de prostitutas por compañeras de viaje, reanudó su camino.

Dos de las muchachas que habían desandado sus pasos por la carretera en busca de la desaparecida regresaron al lado de Onao. Jinnai se reunió con ellas.

—Vamos, vamos, Onao, ¿cuál es la que falta?

—Ah, ya lo sé, es esa chica llamada Akemi —respondió contrita, como si ella tuviera la culpa—. La que recogiste en el camino de Kiso.

—Debe de estar por estos alrededores.

—Hemos buscado en todas partes. Creo que debe de haber huido.

—Bueno, no ha firmado ningún compromiso escrito ni le he prestado «dinero corporal». Dijo que estaba dispuesta y, como era lo bastante agraciada para trabajar, la acepté. Supongo que me ha ocasionado algún gasto de viaje, pero no tanto como para preocuparme. No importa. Sigamos adelante.

Empezó a dar prisa a su grupo. Aunque tuvieran que viajar después de que se pusiera el sol, se proponía llegar a Hachiōji dentro de aquella misma jornada. Si podían recorrer esa distancia sin detenerse, al día siguiente llegarían a Edo.

Habían recorrido un corto trecho de carretera cuando Akemi reapareció y se integró de nuevo al grupo.

—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Onao encolerizada—. No puedes irte por ahí sin decir a nadie adonde vas, a menos, claro, que te propongas abandonarnos.

La anciana siguió explicándole santurronamente que todos habían estado muy preocupados por ella.

—No comprendes —le dijo Akemi, a quien la reprimenda sólo le hizo reír—. Pasaba por la carretera un hombre al que conozco y no quería que me viera. Me escondí en un bosquecillo de bambúes, sin saber que detrás había una pendiente muy pronunciada. Resbalé y fui a parar al fondo.

Corroboró sus palabras alzando el kimono desgarrado y mostrando el rasguño en un codo. Pero incluso mientras rogaba que la perdonaran, su rostro no mostraba la más ligera señal de arrepentimiento.

Desde el lugar que ocupaba delante del grupo, Jinnai se enteró de lo que ocurría y llamó a la muchacha.

—Te llamas Akemi, ¿no es cierto? —le dijo severamente—. Akemi... Es un nombre difícil de recordar. Si quieres tener éxito de veras en este negocio, tendrás que buscarte uno mejor. Dime, ¿has resuelto en serio seguir adelante con nosotros?

—¿Es que hace falta resolución para convertirse en una puta?

—No es un trabajo que puedas hacer durante uno o dos meses y luego abandonarlo. Y si te conviertes en una de mis chicas, tendrás que dar a los clientes lo que pidan, te guste o no. Eso has de tenerlo perfectamente claro.

—¿Qué más da ahora? Los hombres ya han echado a perder mi vida.

—Mira, ésa no es la actitud correcta ni mucho menos. Quiero que pienses cuidadosamente en ello. Si cambias de idea antes de que lleguemos a Edo, no te lo echaré en cara ni te pediré que me pagues lo que me cuesta tu comida y alojamiento.

Ese mismo día, en el Yakuōin de Takao, un hombre de edad madura que, al parecer, estaba libre de las exigencias de trabajos o negocios, se disponía a reanudar sin apresuramiento su viaje. Junto con su sirviente y un muchacho de unos quince años, había llegado la noche anterior, solicitando acomodo hasta el día siguiente. En compañía del muchacho había recorrido el recinto del templo desde primeras horas de la mañana. Ahora era alrededor del mediodía.

—Aquí tenéis esto para reparar el tejado o lo que sea necesario —dijo a uno de los sacerdotes, ofreciéndole tres grandes monedas de oro.

El superior de los sacerdotes, a quien informaron en seguida de la excepcional donación, se sintió tan abrumado por la generosidad del donante, que se apresuró a ir a su encuentro para saludarle personalmente.

—Tal vez te gustaría dejarnos tu nombre —le dijo.

Otro sacerdote, diciendo que ya lo había hecho, mostró la anotación en el registro del templo, que decía así: «Daizō de Narai, comerciante de hierbas, residente al pie del monte Ontake de Kiso».

El superior de los sacerdotes se disculpó con efusión por la mala calidad de la comida servida en el templo, pues Daizō de Narai era conocido en todo el país como un generoso donante en santuarios y templos. Sus donaciones siempre adoptaban la forma de monedas de oro, y se decía que en algunos casos eran de varias docenas. Sólo él mismo sabía si hacía tal cosa para divertirse, adquirir una reputación o por piedad religiosa.

El sacerdote, deseoso de que se quedara más tiempo, le rogó que examinara los tesoros del templo, un privilegio otorgado a muy pocas personas.

—Estaré en Edo una temporada —respondió Daizō—. Vendré a verlos en otra ocasión.

—Sí, por favor, pero por lo menos permíteme que te acompañe hasta el portal —insistió el sacerdote—. ¿Tienes intención de alojarte esta noche en Fuchū?

—No, en Hachiōji.

—En ese caso será un viaje cómodo.

—Dime, ¿quién es ahora el señor de Hachiōji?

—Recientemente lo han puesto bajo la administración de Ōkubo Nagayasu.

—Fue magistrado en Nara, ¿no es cierto?

—Sí, en efecto. También controla las minas de oro en la isla de Sado. Es muy rico.

—Al parecer, es un hombre muy capacitado.

Aún era de día cuando llegaron al pie de las montañas y se encontraron en la bulliciosa calle principal de Hachiōji, donde, según decían, no había menos de treinta y cinco posadas.

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