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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (61 page)

BOOK: Musashi
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Llegó a la conclusión de que su problema era la inmadurez. Su cuerpo y su espada todavía no eran uno solo. Aunque sus brazos ganaban en fuerza cada día, su espíritu y el resto de su cuerpo no armonizaban. Y su mente autocrítica lo percibía como una deformidad paralizante.

Sin embargo, no tenía la sensación de haber perdido por completo los seis últimos meses. Tras huir de Yagyū, se había dirigido primero a Iga, luego había tomado la carretera de Ōmi y a continuación recorrido las provincias de Mino y Owari. En cada ciudad, en cada barranco de montaña, había intentado dominar el verdadero Camino de la Espada. A veces tenía la sensación de que lo había rozado, pero su secreto continuaba eludiéndole, algo que no podía encontrarse acechando ni en las ciudades ni en los barrancos.

No recordaba con cuántos guerreros se había batido, pero se contaban por docenas, todos ellos espadachines bien adiestrados, de clase superior. No era difícil encontrar espadachines capacitados, lo que resultaba difícil era dar con un hombre auténtico. Mientras que el mundo estaba lleno de gente, demasiado lleno, encontrar un ser humano auténtico no resultaba fácil. En sus viajes, Musashi había llegado a creer profundamente en eso, hasta tal punto que le causaba dolor y le desalentaba. Pero su mente siempre volvía a Takuan, que sin duda alguna era un individuo auténtico y único.

«Supongo que soy afortunado —se dijo Musashi—. Por lo menos he tenido la buena suerte de conocer a un hombre auténtico. Debo asegurarme de que la experiencia de haberle conocido dé fruto.»

Cada vez que Musashi pensaba en Takuan, cierto dolor físico se extendía desde sus muñecas a través de todo su cuerpo. Era una extraña sensación, un recuerdo fisiológico de la ocasión en que estuvo atado a una rama del gran cedro. «¡Espera y verás! —prometió—. Uno de estos días ataré a Takuan en ese árbol, me sentaré en el suelo y le predicaré el verdadero camino de la vida.» No es que estuviera resentido con Takuan o tuviera deseo alguno de venganza, sino que, sencillamente, deseaba demostrar que el estado de ser que uno podía lograr por medio del camino de la espada era superior a cualquiera que pudiera lograrse con la práctica del zen. Musashi sonreía al pensar que algún día podría desquitarse del excéntrico monje.

Por supuesto, era posible que las cosas no salieran exactamente como las había planeado, pero en el supuesto de que hiciera un gran progreso y de que por fin estuviera en condiciones de atar a Takuan en el árbol y sermonearle, ¿qué sería Takuan capaz de decir entonces? Seguramente lloraría de alegría y exclamaría «¡Es magnífico! ¡Ahora soy feliz!». Pero no, Takuan nunca sería tan directo. Siendo como era, le diría: «¡Estúpido! ¡Estás mejorando pero sigues siendo un estúpido!».

Pero lo que dijese era lo de menos. Lo importante para Musashi era que sentía, de una manera curiosa, que golpear a Takuan en la cabeza con su superioridad personal era algo que le debía al monje, una especie de deuda. La fantasía era bastante inocente. Musashi había partido en busca de un Camino propio y un día tras otro descubría lo infinitamente largo y difícil que es el camino hacia la verdadera humanidad. Cuando el lado práctico de su naturaleza le recordaba la distancia por delante que le llevaba Takuan a lo largo de ese camino, la fantasía se evaporaba.

Todavía le inquietaba más considerar lo inmaduro e inepto que era comparado con Sekishūsai. Pensar en el viejo maestro Yagyū le enfurecía y entristecía a la vez, haciéndole agudamente consciente de su propia incompetencia para hablar del Camino, el Arte de la Guerra o cualquier otra cosa con cierta seguridad.

En tales ocasiones, el mundo, que en otro tiempo consideró tan lleno de gente estúpida, le parecía atroz en su inmensidad. Pero entonces se decía que la vida no tiene lógica, que la espada carece de lógica, y lo importante no era hablar o especular sino entrar en acción. ¡Tal vez en aquellos momentos existían otras personas mucho más grandes que él, pero también él podía ser grande!

Cuando las dudas sobre sí mismo amenazaban con abrumarle, Musashi tenía la costumbre de retirarse en las montañas, entre cuyas frondosidades podía estar a solas consigo mismo. El estilo de vida que llevaba allí era evidente por su aspecto cuando regresaba a la civilización: las mejillas hundidas como las de un ciervo, el cuerpo cubierto de arañazos y moretones, el cabello seco y rígido debido a las largas horas pasadas bajo una cascada de agua fría. Podía estar tan sucio por haber dormido en el suelo que la palidez de sus labios parecía inverosímil, pero esos aspectos eran meramente superficiales. En su interior ardía con una confianza rayana en la arrogancia, y ansiaba enfrentarse a un digno adversario. Y era esta búsqueda de una prueba de valor lo que siempre le hacía bajar de las montañas.

Esta vez se había puesto en camino porque quería averiguar si el hombre de Kuwana experto en el arma conocida como hoz de cadena y bola podría convenirle. En los diez días que quedaban hasta su cita en Kyoto, tenía tiempo para descubrir si Shishido Baiken era ese raro espécimen, un hombre auténtico, o sólo uno más entre la multitud de gusanos comedores de arroz que pueblan la tierra.

Era noche cerrada cuando llegó a su destino en las honduras montañosas. Tras dar las gracias al caballerizo, le dijo que podía marcharse, pero el hombre respondió que, como era tan tarde, prefería acompañar a Musashi a la casa que estaba buscando y pasar la noche bajo los aleros. A la mañana siguiente bajaría desde el puerto de Suzuka y, si tenía suerte, recogería a algún viajero en el camino de regreso. En cualquier caso, la oscuridad y el frío eran demasiado intensos para ponerse en camino antes de la salida del sol.

Musashi se mostró comprensivo. Estaban en un valle cerrado por tres lados, y adondequiera que fuese el caballerizo tendría que subir por la ladera hundiéndose en la nieve hasta las rodillas.

—En tal caso, ven conmigo —le dijo Musashi.

—¿A la casa de Shishido Baiken?

—Sí.

—Gracias, señor. A ver si podemos dar con ella.

Puesto que Baiken tenía una herrería, seguramente cualquiera de los campesinos locales podría indicarles su dirección, pero a aquellas horas de la noche la aldea entera estaba durmiendo. La única señal de vida era el ruido sordo y rítmico de un mazo que golpeaba sobre algo blando. A través del gélido aire, se dirigieron hacia la fuente del sonido y finalmente vieron una luz.

Resultó ser la casa del herrero. Delante de ella había un montón de chatarra, y la parte inferior de los aleros estaba ennegrecida por el humo. Obedeciendo a una orden de Musashi, el caballerizo empujó la puerta y entró. Había fuego en la fragua, y una mujer de espaldas a las llamas estaba golpeando ropa.

—¡Buenas noches, señora! ¡Ah, tienes el fuego encendido! ¡Eso es magnifico! —El caballerizo fue directamente a la forja.

La mujer se levantó de un salto, alarmada por la súbita intrusión.

—¿Quién demonios sois? —les preguntó.

—En seguida te lo explico —dijo el caballerizo mientras se calentaba las manos—. He recorrido un largo camino con este hombre que desea ver a tu marido. Acabamos de llegar. Soy un caballerizo de Kuwana.

—Vaya, mira por don... —La mujer miró malhumorada a Musashi. Su ceño fruncido evidenciaba que había visto más que suficientes shugyōsha y sabía cómo tratarlos. Con cierta arrogancia, se dirigió a él como si fuese un niño—: ¡Cierra la puerta! El bebé se resfriará si entra ese aire frío.

Musashi hizo una reverencia y obedeció. Entonces, sentándose en un tocón de árbol al lado de la fragua, examinó la estancia, desde la ennegrecida zona de fundición hasta el espacio dedicado a vivienda. De una tabla clavada en la pared colgaban unas diez armas, que debían de ser las hoces con cadenas y bolas. Supuso que lo eran, pues, a decir verdad, nunca había visto el instrumento. De hecho, otro de los motivos del viaje era su convencimiento de que un estudiante como él debía estar familiarizado con todo tipo de armas. La curiosidad brillaba en sus ojos.

La mujer, que tenía unos treinta años y era bastante bonita, dejó el mazo y entró en la vivienda. Musashi pensó que quizá regresaría con té, pero se dirigió a una estera sobre la que dormía un niño, lo cogió en brazos y le dio el pecho.

—Supongo que eres otro de esos jóvenes samurais que vienen aquí para que mi marido los descalabre —le dijo a Musashi—. En ese caso, estás de suerte. Se encuentra de viaje, así que no debes preocuparte de que te mate. —La mujer se rió alegremente.

Musashi no se rió con ella, pues estaba profundamente irritado. No había acudido a aquella aldea remota para que se riese de él una mujer que, como todas, a su modo de ver, tendía a sobrestimar absurdamente la categoría de su marido. Aquella esposa era peor que la mayoría. Parecía creer que su marido era el hombre más grande de la tierra.

Como no quería ofenderla, Musashi respondió:

—Me decepciona saber que tu marido está ausente. ¿Adonde ha ido?

—A la casa de Arakida.

—¿Dónde está eso?

—¡Ja, ja! ¿Has venido a Ise y ni siquiera conoces a la familia Arakida?

El bebé que tenía al pecho empezó a impacientarse, y la mujer, olvidando a los recién llegados, se puso a cantarle una nana en el dialecto local.

Duérmete, duérmete.

Los niños que duermen son dulces.

Los niños que se despiertan y lloran son traviesos.

Y también hacen llorar a sus madres.

Pensando en que por lo menos podría aprender algo echando un vistazo a las armas del herrero, Musashi le preguntó:

—¿Son ésas las armas que tu marido blande tan bien?

La mujer emitió un gruñido, y cuando él le pidió que le dejara examinarlas, asintió y volvió a gruñir.

Musashi descolgó una.

—De modo que son así —dijo, a medias para sí mismo—. He oído decir que últimamente las usan mucho.

El arma que tenía en la mano consistía en una barra metálica de aproximadamente un pie y medio de longitud (podía llevarse fácilmente en el obi), con un anillo en un extremo al que estaba fijada una larga cadena. En el otro extremo de la cadena había una pesada bola metálica, lo bastante maciza para partir el cráneo de una persona. En un hondo surco a un lado de la barra, Musashi distinguió el dorso de una hoja. Al tirar de ella con las uñas, se abrió de lado, como la hoja de una hoz. Con semejante arma sería sencillo cortarle la cabeza a un enemigo.

—Supongo que se sujeta así —dijo Musashi, cogiendo la hoz con la mano izquierda y la cadena con la derecha.

Imaginando a un enemigo delante de él, adoptó una postura y consideró los movimientos que serían necesarios.

La mujer, que había apartado los ojos del bebé para mirarle, le regañó:

—¡Así no! ¡Eso es terrible! —Volvió a meterse el seno dentro del kimono y se acercó a Musashi—. Si haces eso, cualquiera con una espada podrá derribarte sin dificultad. Sujétala así.

Le arrebató el arma de las manos y le mostró la manera de sujetarla. Él se sintió incómodo al ver a una mujer adoptando una postura de combate con un arma de aspecto tan brutal, y se quedó mirándola boquiabierto. Mientras amamantaba al bebé le había parecido lerda, pero ahora, preparada para el combate, era elegante, digna y, desde luego, hermosa. Musashi observó que en la hoja, que era de un azul negruzco, como el lomo de una caballa, había una inscripción que decía: «Estilo de Shishido Yaegaki».

La mujer mantuvo su posición sólo momentáneamente.

—Bueno, en fin, es más o menos así —dijo mientras doblaba la hoja, la introducía en la ranura y colgaba el arma de su gancho.

A Musashi le habría gustado verla sostener de nuevo el instrumento, pero era evidente que ella no tenía intención de hacerlo. Tras recoger la ropa que había estado lavando, hizo ruido alrededor de la pila: sin duda estaba limpiando cacharros o disponiéndose a cocinar algo.

«Si esta mujer puede adoptar una postura tan imponente —se dijo Musashi—, su marido debe de ser realmente digno de verse.» Por entonces ardía en deseos de conocer a Baiken, y preguntó en voz baja al caballerizo por la familia Arakida. El hombre, que estaba apoyado en la pared, al calor del fuego, musitó que era la familia encargada de custodiar el santuario de Ise.

Musashi pensó que, si eso era cierto, no sería difícil localizarlos. Resolvió hacerlo así, y entonces se acurrucó en una esterilla junto al fuego y se durmió.

A primera hora de la mañana, el aprendiz del herrero se levantó y abrió la puerta exterior de la herrería. Musashi también se levantó y pidió al caballerizo que le llevase a Yamada, el pueblo más próximo al santuario de Ise. El caballerizo, satisfecho porque su cliente le había pagado el día anterior, accedió en seguida.

Al anochecer habían llegado a la larga carretera bordeada de árboles que conducía al santuario. Las casas de té parecían especialmente desoladas, incluso para la estación invernal. Había pocos viajeros, y la carretera estaba en mal estado. Varios árboles derribados por las tormentas de otoño seguían en el lugar donde habían caído.

Desde la posada de Yamada, Musashi envió a un sirviente para que preguntara en la casa de Arakida si Shishido Baiken se alojaba allí. Le respondieron diciendo que debía de haber algún error, pues allí no había nadie de ese nombre. Decepcionado, Musashi concentró su atención en el pie lesionado, el cual se había hinchado considerablemente durante la noche.

Estaba exasperado, pues sólo faltaban pocos días para la fecha en que debía estar de regreso en Kyoto. En la carta de desafío que había enviado a la escuela Yoshioka desde Nagoya, les había dado a elegir cualquier fecha durante la primera semana del nuevo año. Ahora no podía aducir como excusa un pie enfermo. Y, además, había prometido encontrarse con Matahachi en el puente de la avenida Gojō.

Se pasó todo el día siguiente aplicándose un remedio del que había oído hablar. Tomó los posos de una cuajada de soja, los extendió en una tela de saco, que exprimió para obtener el agua caliente, y se puso el pie a remojar en aquel líquido. No obtuvo ningún resultado, y para empeorar las cosas, el olor de la cuajada de soja era nauseabundo. Preocupado por el pie, se lamentó de su estupidez al desviarse a Ise. Debería haber ido directamente a Kyoto.

Aquella noche, con el pie envuelto bajo el edredón, le subió la fiebre y el dolor se hizo insoportable. A la mañana siguiente probó desesperadamente más medicinas, entre ellas un ungüento facilitado por el posadero, el cual juró que su familia lo había usado durante generaciones. Pero la hinchazón no remitía. Musashi empezó a ver en su pie un gran pedazo de cuajada de soja, y lo sentía tan pesado como un tajo de madera.

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