Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Mírale los ojos! —exclamó Iori horrorizado.
El grito de «¡ladrones!» proferido por Okō llegó a oídos de los excitados habitantes del pueblo. Poco antes del amanecer, alguien había penetrado en la casa del tesoro del templo. Era claramente obra de forasteros, pues los tesoros religiosos, espadas antiguas, espejos y objetos similares, no habían sido tocados, pero había desaparecido una fortuna en polvo y lingotes de oro, así como en metálico, acumulada durante muchos años. La noticia se había extendido lentamente y aún no había sido confirmada. El efecto del grito de Okō, la prueba más tangible hasta entonces, fue electrizante.
—¡Están ahí!
—¡Dentro de la Oinu!
Los gritos atrajeron a una muchedumbre todavía mayor, provista de lanzas de bambú, armas de fuego para cazar jabalíes, palos y piedras. Al cabo de un momento pareció como si el pueblo entero hubiera rodeado la casa de té, todos sedientos de sangre.
Gonnosuke e Iori se escabulleron por la parte trasera y durante varias horas tuvieron que ir de un escondite a otro. Pero ahora tenían una explicación: Musashi no había sido detenido por el «delito» que estaba a punto de confesar sino por ladrón. Sólo cuando los dos jóvenes llegaron al paso de Shōmaru dejaron atrás a sus últimos perseguidores.
—Desde aquí se ve la llanura de Musashino —dijo Iori—. ¿Estará bien mi maestro?
—Humm. Supongo que ya le estarán interrogando en la prisión.
—¿No hay ninguna manera de salvarle?
—Tiene que haberla.
—Por favor, haz algo. Te lo ruego.
—No tienes que rogármelo, porque él también es como un maestro para mí. Pero no es mucho lo que puedes hacer aquí, Iori. ¿Podrás volver a casa solo?
—Si es necesario, supongo que sí.
—Muy bien.
—¿Y tú que vas a hacer?
—Regresaré a Chichibu. Si se niegan a soltar a Musashi, le liberaré de alguna manera, aunque tenga que derribar la prisión. —Recalcó sus palabras golpeando el suelo una sola vez con su bastón. Iori, que había visto la potencia del arma, se apresuró a asentir—. Eres un chico como es debido. Regresa y cuida de todo hasta que yo traiga a Musashi sano y salvo.
Poniéndose el bastón debajo del brazo, se volvió y echó a andar hacia Chichibu.
Iori no se sentía solo ni atemorizado, y tampoco le preocupaba la posibilidad de extraviarse, pero tenía mucho sueño y mientras caminaba bajo el cálido sol apenas podía mantener los ojos abiertos. En Sakamoto vio una estatua de Buda al lado del camino y se tendió a su sombra.
La luz del crepúsculo se estaba desvaneciendo cuando despertó y oyó las voces de algunas personas que conversaban al otro lado de la estatua. Sintiéndose bastante culpable por escucharles furtivamente, fingió que seguía dormido.
Eran dos hombres, uno sentado en un tocón y el otro en una roca. Atados a un árbol, a corta distancia, había dos caballos con cajas lacadas suspendidas a ambos lados de las sillas. Una etiqueta de madera fijada a una de las cajas decía: «De la provincia de Shimotsuke. Para usarlo en la construcción del recinto occidental. Proveedor de artículos lacados para el shōgun».
A Iori, que ahora miraba por el lado de la estatua, no le parecieron un par de funcionarios normales y bien alimentados del castillo. Sus ojos eran demasiado penetrantes, sus cuerpos demasiado musculosos. El mayor era un hombre de aspecto vigoroso que tendría más de cincuenta años. Los últimos rayos del sol se reflejaban en su gorro, que le cubría ambas orejas y se proyectaba por delante, ocultándole las facciones.
Su compañero era un joven delgado pero membrudo, con un flequillo apropiado a su rostro juvenil. Se cubría la cabeza con una toalla de manos teñida, al estilo de Suō, y atada bajo el mentón.
—¿Y qué me dices de las cajas de laca? —preguntó el joven—. Eso ha estado muy bien, ¿verdad?
—Sí, ha sido una jugada inteligente. Hacer creer a la gente que estamos relacionados con las obras del castillo... No se me habría ocurrido una cosa así.
—Tendré que enseñarte estas cosas poco a poco.
—Ten cuidado. No empieces a burlarte de tus mayores. Pero ¿quién sabe? Tal vez dentro de cuatro o cinco años el viejo Daizō obedecerá tus órdenes.
—Bueno, los jóvenes crecen y se hacen adultos mientras que los viejos se hacen más viejos, por mucho que procuren mantenerse jóvenes.
—¿Crees que eso es lo que estoy haciendo?
—Es evidente, ¿no? Siempre estás pensando en tu edad, y por eso tienes tanto empeño en ver tu misión cumplida.
—Supongo que me conoces bastante bien.
—¿No deberíamos ponernos en camino?
—Sí, la noche se nos está echando encima.
—Pues no me hace gracia la idea de que nadie se me eche encima.
—Ja, ja. Si te asustas fácilmente, no puedes tener mucha confianza en lo que haces.
—Todavía soy novato en este negocio. Incluso el sonido del viento a veces me pone nervioso.
—Eso es porque todavía te consideras un ladrón ordinario. Si pensaras siempre que lo estás haciendo por el bien del país, no te espantarías tanto.
—Siempre dices eso y te creo, pero no puedo evitar la sensación de que no estoy haciendo algo correcto.
—Has de tener el valor de tus convicciones —replicó Daizō, pero el consejo sonaba poco convincente, como si el hombre se tranquilizara a sí mismo.
El joven saltó ágilmente a la silla de montar y partió antes que el hombre mayor.
—No me pierdas de vista —dijo por encima del hombro—. Si veo algo, te haré una señal.
El camino se extendía por una larga pendiente hacia el sur. Iori observó desde detrás de la estatua de Buda durante un minuto, y entonces decidió seguirles. Tenía la impresión de que aquéllos eran los ladrones de la casa del tesoro.
En una o dos ocasiones los dos jinetes miraron atrás con cautela, pero, al no ver nada alarmante, al cabo de un rato dejaron de hacerlo. Poco después la luz del crepúsculo había desaparecido por completo y estaba demasiado oscuro para ver a más de unos pocos metros por delante.
Los dos jinetes estaban casi en el borde de la llanura de Musashino cuando el joven señaló y dijo:
—Allí, jefe. Se ven las luces de Ogimachiya.
El camino empezaba a ser llano. A poca distancia por delante de ellos, el río Iruma, serpenteante como un obi desechado, tenía un brillo plateado bajo la luz de la luna.
Iori ponía ahora mucho cuidado en mantenerse oculto. Su idea de que aquellos hombres eran los ladrones se había convertido en una convicción, y por su experiencia en Hōtengahara sabía cómo actuaban los bandidos, hombres malignos capaces de las mayores atrocidades por un solo huevo o un puñado de judías rojas. Asesinar sin la menor provocación no era nada para ellos.
Avanzaron lentamente hasta entrar en el pueblo de Ogimachiya. Daizō alzó el brazo y dijo:
—Jōta, pararemos aquí y tomaremos un bocado. Hay que alimentar a los caballos, y me gustaría fumar un poco.
Ataron los caballos delante de un local tenuemente iluminado y entraron. Jōta se situó al lado de la puerta, vigilando las cajas mientras comía. Cuando terminó, salió y dio de comer a los caballos.
Iori entró en una fonda al otro lado de la calle, y cuando los dos hombres montaron de nuevo, cogió el último puñado de arroz y lo comió mientras caminaba.
Ahora cabalgaban en silencio. El camino estaba oscuro pero era llano.
—Jōta, ¿enviaste un correo a Kiso?
—Sí, me ocupé de eso.
—¿A qué hora les dijiste?
—A medianoche. Llegaremos a tiempo.
En la noche silenciosa, Iori captó bastantes retazos de su conversación para saber que Daizō llamaba a su compañero por un nombre de muchacho y que Jōta, se dirigía al hombre mayor como «jefe». Esto quizá significaba simplemente que era el jefe de una banda, pero de alguna manera Iori tenía la impresión de que eran padre e hijo. En tal caso no eran simples bandidos, sino bandidos hereditarios, hombres muy peligrosos a los que jamás sería capaz de capturar por sí mismo. Pero si lograba mantenerse cerca de ellos el tiempo suficiente, podría comunicar su paradero a los guardias.
Los habitantes de Kawagoe dormían profundamente y el pueblo estaba tan silencioso como un pantano en plena noche. Tras pasar ante hileras de casas oscuras, los dos jinetes se desviaron de la carretera y empezaron a subir una cuesta. Un hito de piedra al pie decía: «Bosque del Montículo de las Cabezas Enterradas. Arriba».
Iori trepó a través de los arbustos a lo largo del sendero y llegó primero a lo alto. Allí se alzaba un pino solitario de gran tamaño, a cuyo tronco estaba atado un caballo. En la base se acuclillaban tres hombres vestidos como rōnin, con los brazos cruzados sobre las rodillas, que miraban expectantes hacia el sendero.
Apenas había encontrado Iori un lugar donde ocultarse cuando uno de los hombres se levantó y dijo:
—Es Daizō, en efecto.
Los tres hombres echaron a correr e intercambiaron joviales saludos. Daizō y sus cómplices no se habían reunido en casi cuatro años.
Poco después se pusieron a trabajar. Bajo la dirección de Daizō, hicieron rodar una gran piedra a un lado y empezaron a cavar. Amontonaron la tierra a un lado y una gran cantidad de oro y plata en el otro. Jōta descargó las cajas de los caballos y volcó en el suelo su contenido, el cual, como Iori había sospechado, era el tesoro desaparecido del santuario de Mitsumine. Sumado a los objetos de valor ya existentes, el total del botín debía de ascender a muchos millares de ryō.
Metieron los metales preciosos en sacos de paja corrientes y los cargaron en los tres caballos. Luego echaron al hoyo las cajas lacadas junto con los demás objetos que habían utilizado. Tras alisar el suelo, colocaron de nuevo la roca en su posición original.
—Así está bien —dijo Daizō—. Es hora de fumar un poco.
Se sentó al lado del pino y sacó la pipa. Los demás sacudieron el polvo de sus ropas y se reunieron con él.
Durante los cuatro años de lo que llamaba su peregrinaje, Daizō había recorrido de cabo a rabo la planicie de Kantō, en la que había pocos templos o santuarios sin una placa que atestiguara su generosidad, la amplitud de la cual no era ningún secreto. Pero por extraño que pareciera, a nadie se le había ocurrido preguntar por el origen de su fortuna.
Daizō, Jōtarō y los tres hombres de Kiso se sentaron en corro durante casi una hora para hablar de futuros planes. No había duda de que regresar ahora a Edo entrañaba un riesgo para Daizō, pero uno de ellos tenía que ir. En el almacén de Shibaura había oro pendiente de recogida y documentos que debían ser quemados. Y era preciso hacer algo con respecto a Akemi.
Poco antes de que se levantara el sol, Daizō y los tres hombres emprendieron el viaje por la carretera de Kōshū en dirección a Kiso. Jōtarō partió a pie en la dirección contraria.
Las estrellas a las que miraba Iori no le dieron respuesta a su pregunta: «¿A quién sigo?»
Bajo el transparente cielo azul otoñal, el fuerte sol de la tarde parecía atravesar la piel de Jōtarō. Pensando en el papel que él tendría en la nueva e inminente era, caminaba por la llanura de Musashino como si fuese su propietario.
Miró atrás con cierta aprensión y se dijo: «Todavía está ahí». Creyendo que quizá el muchacho quería hablar con él, ya se había detenido un par de veces, pero el chico no había intentado darle alcance.
Finalmente Jōtarō decidió averiguar por qué le seguía y se ocultó en un macizo de espesa vegetación. Cuando Iori llegó al trecho del camino donde había visto a Jōtarō por última vez, miró a su alrededor con expresión preocupada.
Jōtarō se levantó bruscamente y gritó:
—¡Estás ahí, enano!
Iori ahogó un grito, pero se recuperó en seguida. Sabía que no tenía escapatoria, por lo que siguió andando y, al pasar por delante del otro, le preguntó:
—¿Qué quieres?
—Has estado siguiéndome, ¿no es cierto?
—Qué va. —Iori sacudió la cabeza con semblante inocente—. Me dirijo a Jūnisō Nakano.
—¡Mientes! Me estabas siguiendo.
—No sé de qué me estás hablando. —Iori intentó echar a correr, pero el otro le cogió por la espalda del kimono.
—¡Vamos, desembucha!
—Pero... yo... no sé nada.
—¡Embustero! —le dijo Jōtarō, aferrándole con más fuerza—. Alguien te ha enviado en pos de mí. ¡Eres un espía!
—Y tú... ¡eres un ladrón despreciable!
—¿Cómo? —gritó Jōtarō, su cara casi tocando la de Iori.
Iori se agachó casi hasta el suelo, se zafó de la presa del otro y echó a correr.
Jōtarō vaciló un instante, y entonces corrió tras él.
A un lado del camino había casas con tejado de paja, como nidos de avispas. Corrió a través de un campo de rojiza hierba otoñal, derribando a su paso varias toperas polvorientas.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Un ladrón!
Entró en un pueblecito habitado por familias encargadas de combatir los incendios en la llanura. El ruido del martillo y el yunque de un herrero llegó a oídos de Iori. La gente salía corriendo de los oscuros establos y las casas donde colgaban caquis puestos a secar. Iori agitó los brazos y dijo jadeante:
—El hombre del pañuelo en la cabeza... me persigue..., es un ladrón. ¡Prendedle, por favor! ¡Ah, ah! Ahí viene.
Los aldeanos parecían aturdidos y algunos miraban temerosos a los dos jóvenes, mas, para consternación de Iori, ninguno hacía el menor intento de prender a Jōtarō.
—¡Es un ladrón! ¡Ha robado en el templo!
Se detuvo en medio del pueblo, consciente de que lo único que turbaba la apacible atmósfera eran sus propios gritos. Entonces echó a correr de nuevo y encontró un lugar donde esconderse y recobrar el aliento.
Jōtarō avanzó lenta y cautamente, con paso digno. Los aldeanos le miraban en silencio. Desde luego no parecía ni un ladrón ni un rōnin con malas intenciones. Por el contrario, su aspecto era el de un joven elegante incapaz de cometer delito alguno.
Disgustado porque los aldeanos, adultos al fin y al cabo, no se enfrentaban a un ladrón, Iori decidió regresar en seguida a Nakano, donde por lo menos podría explicar la situación a personas conocidas.
Abandonó la carretera y avanzó a través de la llanura. Cuando avistó el bosque de cedros detrás de la casa, sólo estaba a una milla de distancia. Lleno de alivio, echó a correr tan rápido como podía.
De repente vio un hombre con los brazos extendidos que le cortaba el paso.