Musashi (122 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—Dos veces al año —siguió diciendo Geki— el señor Date envía productos agrícolas desde nuestro feudo al señor Konoe de Kyoto, para que los presente al emperador. Nunca ha dejado de hacerlo, ni siquiera en tiempo de guerra. Por ese motivo he estado en Kyoto. El castillo de Aoba es el único del país que tiene una habitación especial reservada para el emperador. Por supuesto, es improbable que alguna vez llegue a ser usada, pero de todos modos el señor Date se la ha asignado. Para su construcción utilizó madera del antiguo palacio imperial cuando fue reconstruido. Hizo que transportaran la madera en barco desde Sendai a Kyoto.

—Y déjame que te hable de la guerra en Corea. Durante las campañas realizadas allí, Katō, Konishi y los demás generales competían por la fama y el triunfo personales, al contrario que el señor Date. En vez de su pendón familiar, llevó el del sol naciente y dijo a todo el mundo que nunca habría ido con sus hombres a Corea por la gloria de su propio clan o la de Hideyoshi. Fue allá por amor a Japón.

Mientras Musashi le escuchaba atentamente, Geki se entregó de lleno a su monólogo, describiendo a su señor con palabras entusiastas y asegurando a Musashi que nadie le superaba en su entrega resuelta a la nación y al emperador.

Durante unos momentos se olvidó de beber, pero de repente bajó la vista.

—El sake está frío —observó.

Batió palmas para llamar a la doncella y se dispuso a pedirle que les sirviera más, pero Musashi se apresuró a interrumpirle.

—He bebido más que suficiente. Si no te importa, ahora preferiría tomar un poco de arroz y té.

—¿Ya? —musitó Geki.

Era evidente que estaba decepcionado, pero por deferencia a su huésped, le pidió a la muchacha que trajera arroz.

Geki siguió hablando mientras comían. Musashi tuvo la impresión de que los samurais del feudo del señor Date, tanto individualmente como en grupo, estaban vitalmente interesados en el Camino del Samurai y el problema de disciplinarse de acuerdo con los preceptos del Camino.

Ese Camino existía desde los tiempos antiguos, cuando se formó la clase guerrera, pero sus valores y obligaciones morales eran ahora poco más que un vago recuerdo. Durante las caóticas luchas domésticas de los siglos XV y XVI, la ética del militar se había distorsionado, si no abandonado por completo, y ahora casi cualquiera que blandiese una espada o disparase un arco era considerado como un samurai, al margen de la atención, o la falta de ella, que pusiera en los significados más profundos del Camino.

Los pretendidos samurais de la época solían ser hombres de carácter más débil e instintos más bajos que los de los campesinos y ciudadanos corrientes. Como no tenían más que fuerza muscular y técnica para imponer el respeto de sus subordinados, a la larga estaban condenados a la destrucción. Pocos eran los daimyō capaces de comprenderlo así, y sólo un puñado de los vasallos más encumbrados de los Tokugawa y Toyotomi pensaban en la posibilidad de establecer un nuevo Camino del Samurai que pudiera llegar a ser el fundamento de la fuerza y prosperidad de la nación.

Musashi pensó en sus años de confinamiento en el castillo de Himeji. Al acordarse Takuan de que el señor Ikeda tenía en su biblioteca un ejemplar manuscrito del Nichiyō Shūshin-kan de Fushikian, se lo ofreció a Musashi para que lo estudiara. Fushikian era el nombre literario del célebre general Uesugi Kenshin, y en su libro registraba aspectos del adiestramiento ético cotidiano para orientación de sus vasallos de alto rango. Gracias a esa lectura, Musashi no sólo conoció las actividades personales de Kenshin, sino que también comprendió los motivos por los que el feudo de Kenshin en Echigo había llegado a ser conocido en todo el país por su riqueza y destreza militar.

Influido por las entusiastas descripciones de Geki, empezó a comprender que el señor Date, además de igualar a Kenshin en integridad, había creado en sus dominios una atmósfera en la que los samurais se veían estimulados a desarrollar un nuevo Camino que les permitiera resistir incluso al shogunado, si llegara a ser necesario.

—Debes perdonarme por hablar tanto de estos asuntos de interés personal —le dijo Geki—. ¿Qué te parece, Musashi? ¿Te gustaría venir a Sendai y verlo por ti mismo? Su señoría es un hombre honesto y franco. Si te esfuerzas por encontrar el Camino, tu categoría actual le tendrá sin cuidado. Puedes hablar con él como lo harías con cualquier otro hombre.

—Hay una gran necesidad de samurais que dediquen sus vidas al país. Recomendarte sería para mí una gran satisfacción. Si te parece bien, podríamos ir juntos a Sendai.

Por entonces las bandejas de la cena habían sido retiradas, pero la vehemencia de Geki no había disminuido un ápice. Impresionado, pero todavía cauto, Musashi le replicó:

—Tendré que pensarlo un poco antes de que pueda darte una respuesta.

Tras desearle buenas noches, Musashi fue a su habitación, donde permaneció despierto en la oscuridad con los ojos brillantes.

El Camino del Samurai. Se concentró en ese concepto tal como era aplicable a él mismo y su espada.

De repente comprendió la verdad: las técnicas de la esgrima no eran su objetivo. Él buscaba un Camino de la Espada que lo abarcara todo. La espada tenía que ser mucho más que una simple arma, tenía que ser una respuesta al interrogante de la vida. El camino de Uesugi Kenshin y Date Masamune era demasiado estrechamente militar, rígido en exceso. A él le correspondería acrecentar su aspecto humano, hacerlo más profundo, darle mayor grandiosidad.

Por primera vez, se preguntó si a un insignificante ser humano le sería posible llegar a ser uno con el universo.

Un regalo en metálico

Los primeros pensamientos de Musashi al despertar fueron para Otsū y Jōtarō, y aunque durante el desayuno sostuvo con Geki una jovial conversación, su mente estaba mucho más ocupada por el problema de cómo encontrarlos. Al salir de la posada, empezó a escrutar sin darse cuenta cada rostro con que se encontraba en la carretera. Una o dos veces creyó ver a Otsū caminando más adelante, pero descubrió que se había confundido.

—Pareces buscar a alguien —le dijo Geki.

—Así es. Mis compañeros de viaje y yo tuvimos que separarnos y estoy preocupado por ellos. Creo que será mejor que abandone la idea de ir a Edo contigo y los busque en otros lugares.

Geki pareció decepcionado.

—Es una lástima. Me ilusionaba la idea de viajar juntos. Confío en que el hecho de que anoche hablara tanto no te haga cambiar de idea y nos visites en Sendai.

Los modales de Geki, directos y masculinos, agradaron a Musashi.

—Eres muy amable —le dijo—. Espero que algún día tendré la oportunidad de hacer esa visita.

—Quiero que veas por ti mismo cómo se conducen nuestros samurais. Y si eso no te interesa, entonces considéralo como un viaje de placer. Puedes escuchar las canciones locales y visitar Matsushima, que es famosa por sus paisajes, ¿sabes?

Tras despedirse de él, Geki se encaminó rápidamente al puerto de montaña de Wada.

Musashi dio media vuelta y regresó al lugar donde la carretera de Kōshū se bifurcaba desde el Nakasendō. Mientras permanecía allí en pie proyectando su estrategia, se le acercó un grupo de peones de Suwa. Sus atuendos sugerían que eran cargadores, mozos de caballos o porteadores de los primitivos palanquines utilizados en aquella región. Se aproximaron lentamente, cruzados de brazos, con el aspecto de un ejército de cangrejos.

Mientras le medían groseramente con la vista, uno de ellos le dijo:

—Pareces estar buscando a alguien, señor. ¿Se trata de una hermosa dama o sólo un sirviente?

Musashi sacudió la cabeza, les despidió con un gesto de la mano ligeramente desdeñoso y desvió la cara. No sabía si encaminarse hacia el este o el oeste, pero al final decidió pasar el día averiguando lo que pudiera en la vecindad. Si sus pesquisas no le llevaban a ninguna parte, entonces podría proseguir su camino hacia la capital del shōgun con la conciencia limpia.

Uno de los peones interrumpió sus pensamientos.

—Si estás buscando a alguien podríamos ayudarte —le dijo—. Es mejor que estar aquí bajo el sol. ¿Qué aspecto tiene tu amigo?

Otro añadió:

—Ni siquiera pondremos una tarifa a nuestros servicios. Nos conformaremos con tu voluntad.

Musashi cedió hasta el extremo de describirles con detalle a Otsū y Jōtarō. Tras consultar con sus compañeros, el primero de los hombres que habían hablado dijo:

—No los hemos visto, pero si nos dividimos estoy seguro de que podremos dar con ellos. Los raptores deben de haber tomado una de las tres carreteras entre Suwa y Shiojiri. Tú no conoces esta zona, pero nosotros sí.

Musashi no era muy optimista acerca de sus posibilidades de éxito en un terreno tan difícil.

—De acuerdo —les dijo—, id en su busca.

—¡Hecho! —gritaron los hombres.

Formaron un corro, al parecer para determinar la dirección que seguiría cada uno. Entonces el cabecilla se adelantó, frotándose las manos con deferencia.

—Hay una sola cosa más, señor. Verás... No quisiera mencionarlo, pero somos pobres peones sin blanca. Hoy mismo ninguno de nosotros ha probado bocado todavía. Tal vez podrías adelantarnos la mitad del jornal y añadir un poco más. Te garantizo que encontraremos a tus compañeros antes de que se ponga el sol.

—Por supuesto. Tenía intención de daros algo.

El hombre dijo una cifra y Musashi, tras contar su dinero, comprobó que era más de lo que tenía. No olvidaba el valor del dinero, pero al hallarse solo, sin nadie a quien mantener, su actitud era, en conjunto, de indiferencia. A veces amigos y admiradores hacían donación de fondos para el viaje, y con frecuencia podía conseguir alojamiento gratuito en los templos.

En otras ocasiones dormía al aire libre o prescindía de las comidas regulares. De una manera u otra, siempre se las arreglaba para salir del paso. En esta ocasión había dejado las finanzas al cuidado de Otsū, a quien el señor Karasumaru había hecho un considerable regalo en metálico para costearse el viaje. La joven había pagado las facturas y le había dado cierta cantidad para sus gastos cada mañana, como lo haría cualquier ama de casa ordinaria.

Quedándose sólo con una cantidad mínima, Musashi distribuyó el resto de su dinero entre los hombres, y aunque ellos esperaban recibir más, accedieron a emprender la búsqueda como un «favor especial».

—Deberás esperarnos en el portal de dos plantas del santuario Myōjin de Suwa —le informó el portavoz—. Al anochecer estaremos de regreso con alguna noticia.

Los hombres partieron en distintas direcciones.

En vez de desperdiciar la jornada sin hacer nada, Musashi se fue a ver el castillo de Takashima y la ciudad de Shimosuwa, deteniéndose aquí y allá para examinar las características de la topografía local, que podrían serle útiles en el futuro, y observar los sistemas de irrigación. Preguntó en varias ocasiones si había destacados expertos militares en la zona, pero no le dijeron nada de interés.

Cuando el sol estaba próximo a ponerse, fue al santuario y se sentó, cansado y desanimado, en la escalera de piedra que conducía al portal de dos plantas. No apareció nadie, por lo que dio una vuelta por el espacioso terreno del santuario. Pero cuando regresó al portal lo encontró todavía desierto.

El sonido de cascos de caballos, aunque apagado, empezó a crisparle los nervios. Bajó los escalones y se acercó a un cobertizo entre los árboles, donde un anciano guardián de caballos estaba alimentando al sagrado caballo blanco del templo.

El hombre dirigió a Musashi una mirada acusadora.

—¿Puedo servirte en algo? —le preguntó con brusquedad—. ¿Tienes algo que ver con el santuario?

Cuando supo el motivo por el que Musashi estaba allí, le entró una risa incontenible. Musashi, que no veía nada divertido en su apuro, no trató de disimular un mal gesto, pero antes de que pudiera hablar el anciano le dijo:

—No deberías viajar solo por la carretera. Eres demasiado inocente. ¿De veras creíste que esa chusma de los caminos se pasaría el día entero buscando a tus amigos? Si les has pagado por adelantado, jamás volverás a verlos.

—¿Crees, pues, que sólo fingían cuando se dividieron y fueron en distintas direcciones?

La expresión antes adusta del guardián de caballos ahora era de simpatía.

—¡Te han robado! —exclamó—. Me han dicho que había como una decena de vagabundos en el bosque al otro lado de la montaña y que se han pasado todo el día bebiendo y jugando. Lo más probable es que se trate de los mismos. Son cosas que suceden continuamente. —Le contó entonces unas anécdotas de viajeros a quienes peones sin escrúpulos habían despojado de su dinero, pero concluyó en un tono indulgente—: Así es el mundo. En lo sucesivo será mejor que tengas más cuidado.

Tras darle este sabio consejo, el hombre recogió su cubo vacío y se marchó, dejando a Musashi con la sensación de que había sido un necio. Suspiró, diciéndose: «Ahora es demasiado tarde para hacer nada. ¡Me enorgullezco de mi habilidad para no dar a mi contrario ninguna oportunidad, y luego me dejo timar por una banda de peones analfabetos!». Esta prueba de su credulidad era como una bofetada. Semejantes deslices podían enturbiar fácilmente su práctica del Arte de la Guerra. ¿Cómo un hombre a quien sus inferiores engañaban con tanta facilidad podía mandar eficazmente un ejército? Mientras subía lentamente hacia el portal, resolvió que en adelante prestaría más atención a las realidades del mundo que le rodeaba.

Uno de los peones estaba escudriñando en la oscuridad, y en cuanto vio a Musashi le llamó y bajó parte de los escalones.

—Me alegro de hallarte, señor —le dijo—. Tengo noticias de una de las personas que buscas.

—¿Ah, sí? —Musashi, que acababa de reprenderse por su ingenuidad, se asombró pero también se sintió satisfecho al saber que no todos los habitantes del mundo eran unos timadores—. ¿A quién te refieres, al muchacho o a la mujer?

—Al muchacho. Está con Daizō de Narai, y he averiguado dónde se encuentra Daizō, o por lo menos hacia dónde se dirige.

—¿Dónde es eso?

—No creí que esa gente con la que estaba esta mañana hicieran lo prometido. Se tomaron el día libre para jugar, pero lo sentí por ti. Fui de Shiojiri a Seba, preguntando a cuantas personas encontraba por el camino. Nadie sabía nada de la chica, pero la sirvienta de la posada donde comí me dijo que Daizō había pasado por Suwa hacia mediodía, camino del puerto de Wada, y que le acompañaba un muchacho.

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