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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (129 page)

BOOK: Musashi
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—Gracias —dijo, devolviendo el pote de tinta—. Ahora, si no es pedir demasiado, dadle algo de comer de vez en cuando, sólo lo suficiente para que no desfallezca de hambre. Cualquier cosa que os sobre de vuestra comida bastará.

Los dos obreros, junto con otros que entretanto se habían congregado, hicieron gestos de asentimiento. Algunos trabajadores prometieron que se ocuparían de que el ladrón fuese ridiculizado como merecía. No eran sólo los samurais quienes temían la exposición pública de sus fechorías o debilidades. En aquellos tiempos, incluso para los ciudadanos el hecho de que se rieran de ellos era el peor de los castigos.

Castigar a los delincuentes sin someterlos a la ley era una práctica firmemente establecida. En los días en que los guerreros estaban demasiado ocupados por la guerra para mantener el orden, los ciudadanos, por su propia seguridad, se arrogaron la tarea de castigar a los sinvergüenzas. Aunque ahora Edo contaba con un magistrado oficial y se estaba desarrollando un sistema mediante el cual los ciudadanos prominentes de cada distrito actuaban como representantes del gobierno, todavía se practicaban los juicios sumarios, y, como las condiciones eran todavía un tanto caóticas, las autoridades veían pocos motivos para intervenir.

—Dale su bolsa a la anciana, Ushi —dijo Yajibei—. Es una pena que le haya sucedido semejante percance a una persona de su edad. Parece estar sola. ¿Qué le ha ocurrido a su kimono?

—Dice que lo ha lavado y tendido.

—Pues ve a buscárselo y luego tráela aquí. Podríamos llevarla a casa. De poco serviría castigar al ladrón si la dejamos ahí para que sea presa de algún otro rufián.

Poco después, Yajibei se puso en marcha. Ushi le seguía, con el kimono doblado sobre el brazo y Osugi cargada a la espalda.

Pronto llegaron a Nihombashi, el «Puente de Japón», desde donde se medían ahora todas las distancias a lo largo de las carreteras que partían de Edo. Unos parapetos de piedra sostenían el arco de madera, y como el puente había sido construido sólo hacía un año, los pretiles aún parecían nuevos. A lo largo de una orilla estaban atracadas embarcaciones procedentes de Kamakura y Odawara. En la otra orilla se encontraba el mercado de pescado de la ciudad.

—Ah, me duele el costado —dijo Osugi, quejumbrosa.

Los vendedores de pescado alzaron la vista para ver qué ocurría.

A Yajibei no le gustaba que la gente le mirase embobada. Volvió la cabeza hacia Osugi y le dijo:

—En seguida me reuniré con vosotros. Aguanta un poco más. Tu vida no corre peligro.

Osugi apoyó la cabeza en la espalda de Ushi y se quedó quieta y callada como una criatura.

En la zona céntrica estaban los barrios de comerciantes y artesanos. Había un distrito de herreros, otro de fabricantes de lanzas, otros habitados por los tintoreros, los tejedores de tatamis y así sucesivamente. La casa de Yajibei destacaba entre las viviendas de los demás carpinteros porque la mitad delantera del tejado estaba cubierta de tejas, mientras que todas las demás casas tenían tejados de madera. Hasta que se produjo un incendio, unos dos años antes, casi todos los tejados habían sido de paja. En realidad, Yajibei debía a su tejado el que pasaba por su apellido, pues Hangawara significa «medio tejado».

Había llegado a Edo como rōnin, pero era inteligente y bondadoso y se había revelado como un hábil director de trabajadores. No tardó mucho en establecerse como contratista que empleaba a un número considerable de carpinteros, techadores y peones. La construcción de proyectos para varios daimyōs le proporcionó el capital suficiente para dedicarse también al negocio inmobiliario. Era ya demasiado rico para tener que trabajar con sus propias manos, y jugaba el papel de patrón local. Entre los numerosos patrones de Edo nombrados como tales por ellos mismos, Yajibei era uno de los más conocidos y respetados.

Los ciudadanos tenían en gran estima tanto a los patrones como a los guerreros, pero de las dos clases, la de los patrones era la que más admiraban, porque solían defender a la gente corriente. Aunque los de Edo tenían un estilo y un espíritu propios, los patrones no existían sólo en la nueva capital, sino que su historia se remontaba a los turbulentos días finales del shogunado Ashikaga, cuando las bandas de matones deambulaban por el campo como manadas de leones, saqueando a placer y sometiendo sin límite a la gente.

Según un escritor de aquella época, se cubrían con poco más que unos taparrabos de color bermejo y amplias envolturas abdominales. Sus espadas eran muy largas, medían casi cuatro pies, e incluso sus espadas cortas tenían más de dos pies de longitud. Muchos usaban otras armas más rudas, como hachas de combate y «rastrillos de hierro». Se dejaban crecer salvajemente el pelo, usaban gruesos trozos de cuerda como bandas para la cabeza y a menudo se cubrían las pantorrillas con polainas de cuero.

Dado que carecían de lealtades fijas, actuaban como mercenarios, y, una vez restablecida la paz, tanto los campesinos como los samurais los condenaban al ostracismo. En la época de Edo, quienes no se contentaban con ser bandidos o salteadores de caminos solían buscar fortuna en la nueva capital. Bastantes de ellos tuvieron éxito, y esa raza de dirigentes fue descrita cierta vez en estos términos: «Sus huesos son la rectitud, su carne el amor a la gente y su piel la galantería». En una palabra, eran los héroes populares por excelencia.

Muerte junto al río

La vida bajo el tejado de Yajibei, con tejas sólo en su mitad, agradaba tanto a Osugi que año y medio después todavía estaba allí. Tras las primeras semanas, durante las que descansó y recobró la salud, apenas transcurrió un día sin que se dijera que debía ponerse en camino.

Cada vez que le mencionaba el tema a Yajibei, a quien no veía a menudo, éste le instaba a quedarse.

—¿Qué prisa tienes? —le preguntaba—. No hay motivos para que vayas a ninguna parte. Espera hasta que encontremos a Musashi. Entonces te serviremos como ayudantes en el duelo.

Yajibei no sabía nada del enemigo de Osugi excepto lo que ella misma le había contado, que era el más bribón de los bribones, pero desde el día que llegó la anciana todos los hombres del patrón habían recibido instrucciones de que se apresurasen a informar inmediatamente de todo aquello que oyeran o vieran relacionado con Musashi.

Aunque al principio Osugi había detestado Edo, su actitud se había suavizado hasta el punto de que estaba dispuesta a admitir que la gente era «amistosa, despreocupada y realmente muy amable en el fondo».

En la vivienda de Hangawara, especialmente, había mucha manga ancha y tenía algo de refugio de los inadaptados sociales: muchachos campesinos demasiado perezosos para cultivar la tierra, rōnin desplazados, libertinos que habían gastado el dinero de sus padres y ex presidiarios tatuados formaban un rudo y abigarrado grupo cuyo espíritu de equipo unificador se parecía curiosamente al de una escuela de guerreros bien dirigida. Sin embargo, allí el ideal era una jactanciosa masculinidad más que virilidad espiritual. Era en verdad un aojo de matones.

Como en el dōjō de las artes marciales, existía allí una rígida estructura de clases. Bajo las órdenes del jefe, que era la máxima autoridad temporal y espiritual, había un grupo de veteranos, a los que normalmente se referían como los «hermanos mayores». Por debajo de ellos estaban los sicarios ordinarios, los kobun, cuyo rango estaba determinado en gran medida por la duración de su servicio. Había también una clase especial de «invitados», cuya categoría dependía de factores como su habilidad en el manejo de las armas. Un código de etiqueta, de origen incierto pero que todos seguían estrictamente, reforzaba la organización jerárquica.

En un momento determinado, Yajibei, pensando que Osugi podría aburrirse, le sugirió que se hiciera cargo de los hombres más jóvenes. Desde entonces había dedicado sus días a coser, remendar, lavar y poner en orden lo que desbarataban los kobun, cuya dejadez le daba mucho trabajo.

A pesar de su falta de buena crianza, los kobun sabían reconocer la calidad cuando la veían. Admiraban tanto los hábitos espartanos de Osugi como la eficacia con que realizaba sus tareas. «Es una auténtica dama samurai —les gustaba decir—. La casa de Hon'iden debe de tener muy buena sangre.»

El jefe, el anfitrión más impensable de Osugi, la trataba con consideración, e incluso le construyó un aposento independiente en el solar vacío detrás de la casa. Cada vez que estaba en casa, iba a presentarle sus respetos por la mañana y por la noche. Cuando uno de sus subordinados le preguntó por qué mostraba semejante deferencia hacia una desconocida, Yajibei le confesó que se había portado muy mal con sus propios padres cuando aún vivían, y que a su edad sentía un deber filial hacia todas las personas mayores.

Llegó la primavera, cayeron las flores de los ciruelos silvestres, pero en la misma ciudad apenas había aún flores de cerezo. Aparte de unos pocos árboles en las colinas escasamente pobladas al oeste, no había más que los arbolitos plantados por los budistas a lo largo de la carretera que conducía al Sensōji, en Asakusa. Se rumoreaba que aquel año habían salido brotes y florecerían por primera vez.

Un día Yajibei acudió a la habitación de Osugi y le dijo:

—Voy a ir al Sensōji. ¿Quieres venir conmigo?

—Será un placer. Ese templo está dedicado a Kanzeon y creo mucho en los poderes de esa deidad. Es la misma bodhisattva que la Kannon a la que rezaba en el Kiyomizudera de Kyoto.

Acompañaron a Yajibei y Osugi dos de los kobun, Jūrō y Koroku. Por razones que nadie conocía, Jūrō tenía el sobrenombre de «Esterilla Roja», pero era evidente por qué a Koroku le llamaban el «Acólito». Era un hombre pequeño y compacto, de semblante bondadoso, si uno pasaba por alto las tres feas cicatrices en la frente, prueba de su tendencia a las peleas callejeras.

Primero se dirigieron al foso en Kyōbashi, donde podían alquilarse embarcaciones. Después de que Koroku remara hábilmente con la espadilla, pasando del foso al río Sumida, Yajibei les ordenó que abrieran las cajas del almuerzo. Entonces les explicó:

—Hoy voy al templo porque es el aniversario de la muerte de mi madre. La verdad es que debería regresar a mi tierra y visitar su tumba, pero está demasiado lejos, por lo que llego a un compromiso yendo al Sensōji y haciendo un donativo. Cierto que ese templo tampoco está a la vuelta de la esquina. Considerad esta salida como una excursión.

Enjuagó en el agua del río una taza de sake y se la ofreció a Osugi.

—Eres muy considerado al recordar a tu madre —le dijo ella mientras aceptaba la taza, preguntándose inquieta si Matahachi haría lo mismo cuando ella hubiera desaparecido—. Pero no estoy segura de que beber sake en el aniversario del fallecimiento de tu pobre madre sea lo más correcto.

—Mira, prefiero hacer esto que celebrar alguna ceremonia pomposa. Sea como fuere, creo en el Buda, eso es todo lo que cuenta para los patanes ignorantes como yo. Conoces el dicho, ¿verdad? «Aquel que tiene fe, no necesita conocimiento.»

Osugi no insistió y se dedicó a beber una taza tras otra. Al cabo de un rato observó:

—Hacía una infinidad de tiempo que no bebía así. Tengo la sensación de que estoy flotando en el aire.

—Bebe, bebe —le instó Yajibei—. Es buen sake, ¿no? No te preocupes de si te caes al agua. Estamos aquí para cuidarte.

El río, que fluía hacia el sur desde el pueblo de Sumida, era ancho y plácido. En el lado de Shimōsa, la orilla oriental frente a Edo, se extendía un frondoso bosque. Las raíces de los árboles que se adentraban en el agua formaban una especie de nidos que contenían charcas diáfanas, las cuales brillaban como zafiros a la luz del sol.

—¡Ah! —exclamó Osugi—. ¡Escuchad a los ruiseñores!

—Cuando llega la estación lluviosa, puedes oír a los ruiseñores durante todo el día.

—Permíteme que te sirva. Confío en que no te importe que me una a tu celebración.

—Me alegra ver que te lo estás pasando bien.

Desde la popa, Koroku habló en un tono que revelaba codicia:

—¡Eh, jefe! ¿Y si pasaras el sake aquí?

—Limítate a prestar atención a tu trabajo. Si empiezas a beber ahora, vamos a ahogarnos todos. Cuando regresemos podrás beber cuanto quieras.

—Si tú lo dices... Pero quiero que sepas que el río entero empieza a parecerme de sake.

—Deja de pensar en ello. Anda, dirígenos a ese bote cercano a la orilla para comprar pescado fresco.

Koroku obedeció. Tras regatear un poco, el pescador sonrió satisfecho, levantó la tapa de un depósito construido en la cubierta y les dijo que cogieran lo que quisiesen. Osugi nunca había visto nada igual. El depósito estaba lleno hasta el borde de peces que coleaban y aleteaban, unos de mar y otros de río. Carpas, gambas, siluros, pargos, gobios, incluso truchas y róbalos.

Yajibei roció un boquerón con salsa de soja y empezó a comérselo crudo. Le ofreció uno a Osugi, pero ella lo rechazó con una expresión de espanto en el rostro.

Cuando atracaron en la orilla occidental del río y desembarcaron, Osugi parecía un poco tambaleante.

—Ten cuidado —le advirtió Yajibei—. Será mejor que me cojas de la mano.

—No, gracias, no necesito ninguna ayuda. —Agitó su propia mano ante la cara, en un gesto de indignación.

Después de que Jūrō y Koroku hubieran amarrado el bote, los cuatro cruzaron una vasta extensión de piedras y charcos hasta llegar a la orilla del río propiamente dicha.

Un grupo de chiquillos estaban ocupados en dar la vuelta a las piedras, pero al ver a los cuatro desconocidos, abandonaron su tarea y les rodearon, parloteando con excitación.

—Cómpranos algo, señor, por favor.

—¿No quieres comprar, abuela?

A Yajibei parecían gustarle los niños. Por lo menos no evidenció la menor irritación.

—A ver, ¿qué tenéis aquí? ¿Cangrejos?

—No, no son cangrejos, sino puntas de flecha —dijeron al tiempo que sacaban puñados de ellas que guardaban en sus kimonos.

—¿Puntas de flechas?

—Eso es. Muchos hombres y caballos están enterrados en un montículo al lado del templo. La gente que viene aquí compra puntas de flecha para hacer ofrendas a los muertos. También vosotros deberíais hacerlo.

—Creo que no quiero ninguna punta de flecha, pero os daré algún dinero. ¿Qué os parece?

A los niños les pareció de perlas, y en cuanto Yajibei les distribuyó unas monedas, los niños se alejaron corriendo para seguir revolviendo las piedras. Mientras los cuatro estaban todavía mirándoles, un hombre salió de una casa cercana con tejado de paja, les quitó las monedas y entró de nuevo. Yajibei chasqueó la lengua y se volvió, disgustado.

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