—¿Y qué era eso?
—Él te lo dirá.
—Es probable que no me lo diga. Es bastante testarudo.
—No, esto te lo contará. Te lo aseguro.
—Le darás una paliza si no me lo dice. —Era una vieja broma de mi padre, que decía que le daría una paliza a cualquiera que hiciera infeliz a una de sus hijas. Por eso no le conté que había visto a Jason besando a Jenni, porque pensé que en ese caso cumpliría su palabra.
—No, pero le daré una paliza si te hace daño.
Sintiéndome más segura, me despedí y me giré. Ahí estaba Wyatt, de pie y con los brazos cruzados, apoyado contra los armarios, mirándome con expresión divertida.
—¿No te lo ha contado?
—Dijo que tú me lo contarías y que, si no, te daría una paliza. —Vale, exageré un poco la verdad, pero Wyatt no había oído lo que había dicho mi padre.
—No es nada malo. —Se enderezó y fue hacia la nevera—. ¿Qué tal algo para desayunar? Es lo que puedo preparar más rápido. Huevos, tocino y tostadas.
—Suena estupendo. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Con ese brazo, no gran cosa. Siéntate y no me estorbes. Eso ya es una gran ayuda.
Me senté y miré a mi alrededor, el pequeño rincón, la cocina, mientras él sacaba lo necesario y ponía el tocino a calentar en el microondas. Me sorprendió ver que la cocina parecía más bien antigua. Los instrumentos eran todos de primera calidad y bastante nuevos. En el centro había una cocina con una campana, pero la estancia en sí tenía ese aspecto sólido que da el tiempo.
—¿De cuándo data esta casa?
—De principios de siglo. Del siglo pasado. O sea, tiene un poco más de cien años. Antes era una granja, y ha sido remodelada un par de veces. Cuando la compré, hice una remodelación en toda regla, tiré algunas paredes, la abrí un poco para que tuviera un aspecto más moderno y añadí un par de lavabos. Hay tres lavabos arriba, y un aseo aquí abajo. Es una casa de dimensiones agradables, unos doscientos setenta metros cuadrados. Te la enseñaré mañana.
—¿Cuántas habitaciones?
—Cuatro. Antes eran seis pequeñas, con un solo cuarto de baño, así que aproveché ese espacio para los lavabos y para tener habitaciones más grandes con armarios. Así será más fácil venderla si algún día decido mudarme.
—¿Por qué habrías de mudarte? —Era un espacio bastante grande para una sola persona, pero, por lo que veía, tenía algo de muy hogareño y acogedor. Los armarios de la cocina eran de un color cálido tirando a dorado, las encimeras eran de granito verde y el suelo era de pino lustrado con unas cuantas alfombras de bonitos colores aquí y allá. No era una cocina demasiado elegante, a pesar del granito, pero parecía bien ordenada y cómoda.
Él se encogió de hombros.
—Es la ciudad donde nací y me siento cómodo aquí. Además, aquí es donde vive mi familia, pero puede que me ofrezcan un empleo mejor en otro sitio. Nunca se sabe. Puede que viva aquí el resto de mi vida, y puede que no.
Era una perspectiva razonable que yo misma había adoptado. Amaba mi casa, pero ¿quién sabe qué pasaría? Si una persona era inteligente, sabía ser flexible.
Al cabo de nada había preparado huevos revueltos, tocino y tostadas, además de sendos vasos de leche. Luego abrió el frasco de los antibióticos y dejó dos pastillas junto a mi plato, más un analgésico.
No puse ninguna objeción al analgésico. No soy tonta. Quería que me dejara de doler.
Cuando acabé de comer, ya estaba bostezando. Wyatt enjuagó los platos y los puso en el lavavajillas. Luego me levantó de la silla, se sentó él y me depositó sobre sus rodillas.
—¿Qué? —pregunté, sorprendida por mi repentina perspectiva. No soy de las que se sientan en las rodillas de los hombres (me parece poco elegante), pero Wyatt era lo bastante alto como para que nuestras caras quedaran a la misma altura. Sentir su brazo alrededor de mi cintura era muy agradable, como un apoyo.
—Tu padre me dijo que cuando tienes miedo te vuelves muy parlanchina. Tu grado de verborrea y de exigencia es directamente proporcional al miedo que sientes —dijo, y me frotó la espalda con su mano enorme—. Me dijo que es tu manera de enfrentarte a ello hasta que dejas de tener tanto miedo.
Aquello no era ningún secreto en mi familia, ni mucho menos. Me permití apoyarme en él.
—Estaba paralizada.
—Toda tú excepto la boca —dijo, y ahogó una risilla—. Ahí estábamos todos, organizándonos para iniciar la búsqueda de un asesino armado y de pronto te oigo detrás del coche pidiendo galletas.
—No hablé demasiado fuerte.
—Hablaste fuerte. Pensé que les tendría que dar de patadas en el culo a mi gente para que dejaran de reír.
—Me resulta difícil digerir el hecho de que alguien haya intentado matarme. Es imposible. Cosas como ésa sencillamente no suceden. Yo vivo una vida tranquila y agradable, y en unos pocos días todo se ha vuelto patas arriba. Quiero recuperar mi vida tranquila y agradable. Quiero que atrapes a ese tipo, y que lo hagas ya.
—Eso haremos. Ya nos ocuparemos de echarle el guante. MacInnes y Forester han investigado todo el fin de semana, siguiendo algunas pistas. Tienen un par de buenos datos.
—¿Es el novio de Nicole?
—No te lo puedo decir.
—No lo sabes o literalmente no puedes decirlo.
—Literalmente. No puedo hablar de una investigación en curso —dijo, y me besó en la sien—. Ahora te llevaré arriba y te meteré en la cama.
Es una buena cosa que yo tuviera la esperanza de que me llevara a su habitación en lugar de a una habitación de invitados, porque eso fue exactamente lo que hizo. Yo podría haber ido por mi propio pie, incluso podría haber subido las escaleras, pero él parecía tener ganas de llevarme en brazos por todas partes. ¿Y por qué no? Me dejó sentada en el gran cuarto de baño principal, con su doble lavabo, su enorme bañera y una cómoda ducha.
—Iré a buscar tu bolsa. Las toallas y la ropa de baño están ahí —dijo, señalando un armario.
Cogí una toalla y un paño para lavarme, y conseguí deshacer el nudo de la bata de hospital con la mano derecha. Sin embargo, no llegaba al segundo nudo, que estaba justo en el centro. No importaba. Dejé que la enorme prenda cayera al suelo y me la saqué por los pies.
Me miré, semidesnuda, en el espejo. Aaj. Tenía el brazo izquierdo teñido de naranja por la betadina, pero todavía tenía manchas de sangre en la espalda y debajo del brazo. Humedecí el paño y conseguí quitarme casi toda la sangre antes de que Wyatt volviera. Él cogió el paño de mi mano y acabó con la labor de limpieza; luego me ayudó a quitarme el resto de la ropa. Por suerte me había acostumbrado a estar desnuda ante él o me habría dado vergüenza. Lancé una mirada de anhelo a la ducha, pero eso quedaba del todo descartado. Sin embargo, la bañera era una opción.
—Podría meterme en la bañera —dije, con visibles ganas.
Él ni siquiera discutió. Sólo hizo correr el agua y me ayudó a meterme dentro. Mientras yo me enjabonaba, feliz, Wyatt se desnudó y se duchó rápidamente.
Me recliné en la bañera y miré cuando él salió de la ducha y se secó. Un Wyatt Bloodsworth desnudo era un regalo para la vista, con sus anchos hombros y sus caderas estrechas, piernas largas y musculosas y un buen paquete. Mejor aún, era un paquete que sabía usar.
—¿Ya te has relajado lo suficiente? —me preguntó.
Soy capaz de quedarme repantigada, pero había acabado de bañarme, así que asentí y él me ayudó a levantarme. Me sujetó para que no resbalara al salir de la bañera. Podría haberme secado con una sola mano, con cierta dificultad, pero él cogió la toalla y amablemente me secó. Luego sacó mis productos de aseo de mi bolsa para que me pusiera crema tonificante e hidratante. El cuidado de la piel es importante, aunque tengas un asesino que va a por ti.
Tenía una camiseta para dormir, pero cuando la saqué vi que sería imposible pasar el bulto del vendaje por la manga, por no hablar del brazo, que tampoco podía levantar.
—Te pasaré una de mis camisas —dijo Wyatt y desapareció en el enorme armario empotrado que daba a la habitación. Volvió con una camisa blanca con botones y me metió el brazo por la manga con mucho cuidado. La camisa me llegaba a medio muslo y las costuras de los hombros me quedaban por los codos. Tuvo que plegar tres veces la manga antes de que aparecieran mis manos. Me giré para mirarme al espejo y ver qué tal me veía con aquello. Me encanta cómo les quedan a las mujeres las camisas de los hombres.
—Sí, tienes un aspecto brutal —dijo sonriendo. Deslizó la mano por debajo de la camisa y la dejó descansar sobre mis nalgas desnudas—. Si te portas bien el resto de la noche, mañana te besaré el cuello y te haré feliz.
—Nada de besos en el cuello. Recuerda nuestro trato. No volveremos a tener relaciones sexuales.
—Ese es tu trato, no el mío. —Y luego me cogió en brazos y me llevó a la cama. Me metió entre las sábanas de la cama tamaño gigante, me tendí sobre el lado derecho y… el Apagón Blair.
M
e desperté unas horas más tarde, temblando de frío, adolorida y sintiéndome fatal. No lograba encontrar una posición cómoda por muchas vueltas que diera. Wyatt se despertó y se estiró para encender la lámpara. Una luz tenue inundó la habitación.
—¿Qué pasa? —me preguntó, y me puso la mano en la cara—. Ya.
—¿Ya qué? —pregunté, inquieta, mientras él bajaba de la cama y se iba hacia el cuarto de baño.
Volvió con un vaso de agua y dos pastillas.
—Tienes fiebre. El médico dijo que era probable que eso ocurriera. Tómate éstas. Luego iré a buscar otro analgésico.
Me senté para tomar las dos pastillas y luego me metí bajo las mantas hasta que volviera con la otra píldora. Cuando me la tomé, Wyatt apagó la luz y volvió a meterse en la cama, estrechándome en sus brazos y compartiendo el calor de su cuerpo conmigo. Apreté la nariz contra su hombro e inhalé su calor y su olor, y el corazón me dio un vuelco. Ya no había duda alguna. Tenía el don de hacer arrancar mis motores. Era probable que, aunque estuviera a las puertas de la muerte, siguiera excitándome.
Todavía tenía demasiado frío y estaba demasiado incómoda como para dormir, así que decidí que bien podríamos conversar.
—¿Por qué te divorciaste?
—Me preguntaba cuándo llegarías a esa pregunta —dijo, con voz perezosa.
—¿No te importaría hablarme de ello? ¿Hasta que me quede dormida?
—No. No hay gran cosa que contar. Ella pidió el divorcio el día en que yo dejé de jugar en la liga profesional. Pensaba que estaba loco al renunciar a millones de dólares y convertirme en poli.
—No hay mucha gente que estaría en desacuerdo con ella.
—¿Tú estás en desacuerdo?
—Verás, yo nací en la misma ciudad que tú, así que he leído los artículos en los periódicos y sé que siempre quisiste ser policía, que te especializaste en derecho penal en la universidad. Me lo habría esperado. Supongo que a ella le sorprendería, ¿no?
—Y mucho. No la culpo. Ella firmó para convertirse en la mujer de una estrella de la liga profesional de
football
, con el dinero y el
glamour
, no en la mujer de un poli, sin tener jamás suficiente dinero y sin saber nunca si el marido volvería a casa o si morirá en el trabajo.
—¿No hablasteis del futuro antes de casaros? ¿De lo que queríais hacer?
—Yo tenía veintiún años cuando nos casamos —dijo él, con un bufido—. Ella tenía veinte. A esa edad, el futuro es algo que ocurre en cinco minutos, no en cinco años. Agrégale una dosis de hormonas zapateando y ya lo tienes, un divorcio con fecha anunciada. Sólo tardamos un par de años en llegar a eso. Era una buena chica, pero queríamos cosas diferentes de la vida.
—Sin embargo, todos saben, o al menos suponen, que ganaste millones mientras jugabas. ¿Acaso no era suficiente?
—Es verdad que gané millones. Tenía cuatro kilos cuando renuncié, para ser exactos. Aquello no me convertía en Donald Trump, pero era suficiente para darle un vuelco a las cosas en la familia. Me encargué de todas las reparaciones y renovaciones de la casa de mi madre, financié un fondo para la educación universitaria de los hijos de mi hermana, compré esta casa y la renové. El resto lo invertí. No me quedó una suma enorme, pero si no lo toco hasta que me jubile, podré disfrutar de una cómoda jubilación. Fue un golpe para mí cuando las Bolsas se vinieron abajo hace cinco o seis años, pero mis acciones se han recuperado del todo, de modo que las perspectivas parecen buenas.
Bostecé y apoyé la cabeza más cómodamente en su hombro.
—¿Por qué no compraste una casa más pequeña? ¿Una casa que no necesitara tanto trabajo?
—Me gusta mucho donde está situada, y pensé que algún día podría ser una bonita casa para una familia.
—¿Tú quieres una familia? —Estaba un poco sorprendida. No es una idea que una escuche a menudo de boca de un hombre soltero.
Claro. Algún día volveré a casarme, y tener dos o tres hijos estaría bien. ¿Y tú, qué?
Fue como sentir que el estómago me daba una vuelta, y tardé un momento en darme cuenta de que aquello no era una propuesta hecha a la ligera. Seguro que el analgésico estaba haciendo efecto, se notaba por mis preguntas, que eran muy incisivas.
—Claro que sí. Quiero volver a casarme —dije, con voz de sueño—. Y tener un gatito munchkin. Lo tengo todo perfectamente pensado. Podría llevar al bebé al trabajo, porque el negocio es mío y porque el ambiente es informal y relajado. Hay música, nada de televisión y un montón de adultos para ocuparse de él. ¿Qué podría ser mejor?