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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (15 page)

BOOK: Morir de amor
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—Procuraré que acaben con la escena del crimen mañana. Si lo consigo, podrás abrir el martes… Pero no te prometo nada.

Me quedé de pie junto a su coche mientras él iba a la parte de atrás. Al cabo de un rato, apareció conduciendo mi Mercedes. Se detuvo al otro lado del Crown Vic, más cerca de la calle, y se situó al lado. Dejó el motor en marcha, bajó y metió mi bolsa en el asiento de atrás. Luego se retiró, sólo un poco, hasta quedar muy cerca de mí cuando quise subir al coche. Cuando me cogió el brazo, sentí su mano grande y cálida.

—Esta noche tendré que trabajar, mirar algunos papeles. ¿Estarás en casa de tus padres?

Aquellos dos últimos días había estado tan concentrada pensando cosas acerca de él que todo el nerviosismo que sentía ante la posibilidad de ser mencionada como la
única
testigo del asesinato de Nicole se había desvanecido casi por completo.

—No quiero hacer nada que parezca estúpido, pero ¿existe realmente la posibilidad de que este tío intente matar a los testigos, es decir, a mí?

—No puedo descartar esa posibilidad —dijo él, con mirada grave—. No es probable, pero tampoco es imposible. Estaría más tranquilo si te fueras a casa de tus padres o si vinieras a casa conmigo.

—Iré a casa de ellos —decidí; si se pensaba que debía preocuparme, ya estaba preocupada.

—Pero tengo que ir a casa a buscar más ropa, a comprobar las facturas y ese tipo de cosas.

—Iré contigo. Saca lo que necesites y ocúpate de tu papeleo cuando estés en casa de tus padres. O, mejor aún, dime lo que necesitas y yo lo cogeré y te lo traeré.

Claro, como si fuera a dejarle registrar el cajón donde guardo mi lencería.

En cuanto pensé en esa posibilidad, sentí una especie de indiferencia. Wyatt no sólo había visto mi lencería —al menos una parte— sino que también me la había quitado. Además, me gusta tener lencería bonita, así que no encontraría nada de que avergonzarme.

—Dame tu libreta y un boli —dije. Cuando sacó ambas del bolsillo, anoté detalladamente la ropa que quería que me trajera, y dónde guardaba mis facturas. Tenía suerte de que ya llevara encima mi maquillaje, de modo que no tendría grandes dificultades.

Cuando le entregué la llave de mi casa, la miró con una expresión rara.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Hay algo de malo en la llave?

—No, todo está bien —dijo él, e inclinó la cabeza. El beso fue largo y enjundioso y, antes de que me diera cuenta, yo ya estaba apoyada en la punta de los pies, con los brazos alrededor de su cuello, besándolo entusiasmada. Y también interesada.

Él levantó la cabeza y se lamió los labios, como saboreándome. Los dedos de los pies se me doblaron y estuve a punto de decirle que me llevara a casa con él, pero el sentido común se impuso en el último momento. Él se echó hacia un lado para dejar que yo me sentara dentro del coche.

—Tengo que decirte cómo llegar a casa de mis padres —dije, en el último momento.

—Sé dónde viven.

—¿Cómo …? Vale, lo había olvidado. Eres poli. Ya has averiguado la dirección.

—Cuando no te encontré el viernes, sí.

Lo miré con el Ojo de vidrio. Así lo llamaba Siana cuando Mamá sabía que habíamos hecho alguna travesura e intentaba sonsacarnos una confesión con sólo mirarnos.

—Creo que tienes una ventaja injusta y que no dejas de poner tu condición de poli por delante. Eso tiene que acabar.

—No es nada probable. Es lo que hago cada día —dijo, sonriendo, y se volvió para ir hacia su coche.

—¡Espera! ¿Piensas ir a mi casa y traerme las cosas o vas a ir a trabajar y me las traerás más tarde?

—Te las llevaré ahora. No sé cuántas horas tendré que trabajar.

—De acuerdo. Nos veremos allí. —Lancé mi bolsa sobre el asiento del pasajero, pero el impulso no fue suficiente. La bolsa chocó contra el salpicadero y cayó sobre el asiento del conductor. Me incliné para recogerla y volver a empujarla. En la calle resonó una fuerte descarga. Me asusté y me lancé hacia adelante, y sentí como una cuchillada que me cruzaba el brazo.

Se me vino encima una tonelada de cemento y di con la cabeza en el suelo.

E
l cemento era duro y tibio y despotricaba como un condenado. Y, como he dicho, pesaba una tonelada.

—¡Hijo de la gran puta! —exclamó Wyatt, con los dientes apretados, escupiendo cada palabra como si fuera una bala—. Blair, ¿te encuentras bien?

Yo no lo sabía. Había caído contra el suelo y me había golpeado la cabeza. Era como si no pudiera respirar con él encima y, además, el brazo me dolía pero que mucho. Me sentía como si el impacto me hubiera dejado sin fuerzas. Ya había escuchado esa misma detonación antes y ahora sabía qué le pasaba a mi brazo.

—Supongo —dije, no demasiado convencida.

Wyatt giró la cabeza de un lado a otro, con los sentidos alertas ante un posible asesino; se me quitó de encima, me hizo sentarme y me apoyó contra la rueda del coche.

—Quédate ahí —me dijo, como si fuera su mascota. No tenía por qué. No pensaba irme a ninguna parte.

Buscó el móvil que llevaba en el cinturón y pulsó una tecla. Habló como si sostuviera una radio, cortante y rápido. Yo sólo escuché «disparos» y luego nuestras coordenadas. Sin dejar de lanzar improperios, Wyatt se dirigió reptando hasta su coche y abrió de golpe la puerta de atrás. Buscó algo en el interior y sacó una enorme pistola.

—No puedo creer que me haya olvidado de sacar la pistola del bolso —gruñó, mientras se apretaba contra mí, de espaldas, junto a la rueda trasera de mi coche. Lanzó una mirada por encima del maletero y volvió a agacharse—. De todas las puñeteras veces…

—¿Puedes verlo? —le pregunté, interrumpiendo su rosario de palabrotas.

—Nada.

Tenía la boca seca y el corazón me martillaba en el pecho, desbocado, con sólo pensar que el asesino podría dar la vuelta al coche y dispararnos a los dos. Estábamos entre los dos coches, lo cual podría parecer seguro. Pero, por contra, yo me sentía expuesta y vulnerable, viendo que tenía dos lados desprotegidos.

El disparo había venido del otro lado de la calle. De las tiendas de la calle, muy pocas estaban abiertas el domingo, sobre todo a esa hora de la tarde, y prácticamente no había tráfico. Agucé el oído, pero no oí el ruido del coche que partía, lo que, a mi modo de ver, no era nada bueno. Que se fuera era bueno. Que se quedara era malo. Quería que el hombre se fuera. Quería llorar. Y empezaba a pensar seriamente en vomitar.

Wyatt se giró para mirarme con expresión grave y concentrada. Por primera vez, me miró detenidamente. Se le tensó todo el cuerpo.

—Ah, joder… cariño —dijo, con voz suave. Echó una segunda mirada por encima del maletero y luego se acercó hasta quedar a mi lado—. ¿Por qué no has dicho algo? Estás sangrando como una bestia. Déjame ver si es grave.

—No creo que sea nada. Sólo me ha hecho un corte. —Me di cuenta de que hablaba como un vaquero en una vieja película del oeste, asegurándole valientemente a la bonita granjera que su herida no era más que un arañazo. Quizá debería coger la pistola de Wyatt y responder a los disparos al otro lado de la calle, sólo para completar la ilusión. Por otro lado, mejor me quedaba simplemente sentada, lo cual me exigiría un esfuerzo menor.

Con su enorme mano me giró el brazo suavemente para examinar la herida. Yo no quise mirar. Con mi visión periférica, ya veía demasiada sangre, y saber que toda esa sangre era mía no me producía una sensación agradable.

—No es demasiado grave —murmuró él. Volvió a mirar a su alrededor y luego dejó su pistola un momento para sacar un pañuelo del bolsillo, plegarlo y aplicármelo sobre la herida. Volvió a tener la enorme pistola en su mano en menos de cinco segundos después de haberla dejado—. Apriétalo con fuerza contra la herida —me dijo. Con la mano derecha, hice lo que me decía.

Hice un esfuerzo por no sentirme indignada. ¿
No era demasiado grave
? Una cosa era que yo fuera valiente y no le prestara importancia al hecho de que me dispararan, pero él, ¿cómo se atrevía? Me pregunté si se habría mostrado igual de indiferente si fuera
su
brazo el que ahora ardía, si fuera su sangre la que le empapara la ropa y empezara a hacer un charco en el pavimento.

Ya. Eso de la sangre haciendo un charco en el pavimento no podía ser nada bueno. Quizá por eso me sentía mareada y tenía calor y náuseas. Quizá fuera mejor tenderme.

Me dejé resbalar hacia un lado y Wyatt me cogió con la mano que tenía libre.

—¡Blair!

—Sólo me quiero echar —dije, nerviosa—. Estoy mareada.

Con una mano, me ayudó a tenderme en el suelo. El asfalto estaba caliente y rugoso, y no me importó. Me concentré en respirar hondo y en mirar el azul del cielo a esa hora del final de la tarde por encima de nosotros, y el mareo comenzó poco a poco a desvanecerse. Wyatt hablaba por su móvil, o radio, o lo que fuera, pidiendo un médico y una ambulancia. Al instante, oí las sirenas, alguna unidad que respondía a una llamada avisando que su teniente se encontraba bajo fuego. ¿Cuánto tiempo había pasado desde el disparo? ¿Un minuto? No más de dos, de eso estaba segura.

A una parte de mí, todo le parecía moverse a cámara lenta, pero a la otra le parecía que estaban ocurriendo demasiadas cosas a la vez. El resultado era una noción absoluta de irrealidad, aunque todo lo veía claro como el agua. No sabía si eso era buena o mala señal. Quizá me convenía ver las cosas un poco borrosas porque, en realidad, no tenía ganas de guardar recuerdos muy nítidos de todo aquello.

Wyatt se me acercó hasta casi quedar encima mío y me puso la mano izquierda en el cuello. Madre mía, ¿acaso era el momento adecuado de comenzar a insinuárseme? Lo miré enfurecida, pero él no me vio porque había levantado la cabeza y miraba en todas direcciones, con la pistola en la mano, vigilante. Tardé un momento en darme cuenta de que me estaba tomando el pulso y vi que su semblante se volvía aún más grave.

¿Acaso me estaba muriendo? Nadie se muere de un disparo en el brazo. Eso era una tontería. Lo más probable es que sufriera un ligero estado de
shock
por la pérdida tan rápida de sangre, que era lo que sentía cuando donaba sangre a la Cruz Roja. Nada del otro mundo. Pero él había pedido una ambulancia, lo cual, a mi parecer, era para cuestiones graves. Me pregunté si veía algo que yo no podía ver como, por ejemplo, una arteria de la que brotaba sangre como del géiser Old Faithful. Yo tampoco había mirado, porque temía que eso fuera exactamente lo que viera.

Me quité el pañuelo del brazo y me lo miré. Estaba totalmente empapado de sangre.

—Blair —dijo él, con tono imperioso—, vuelve a taparte la herida.

Vale, o sea, que podía morir. Sumé dos más dos, es decir, mucha sangre, estado de
shock
, ambulancia, y no me gustó la imagen.

—Llama a Mamá —le dije. Mi madre se cabrearía mucho si yo sufriera un percance médico grave y nadie se lo hiciera saber.

—De acuerdo —dijo, y ahora habló con voz más suave.

—Ahora. La necesito ahora.

—Estarás bien, querida. Ya la llamaremos desde el hospital.

Estaba indignada. Ahí estaba tendida, desangrándome y peligrando mi vida ¡y él se negaba a llamar a mi madre! Si hubiera tenido más energía, lo habría remediado de alguna manera, pero, tal como estaban las cosas, lo único que podía hacer era quedarme tendida ahí y lanzar miradas de indignación. No habría ganado nada porque Wyatt no me estaba mirando.

Dos coches de la policía con sus balizas encendidas y sus estridentes sirenas entraron en el aparcamiento, y de cada uno de ellos bajaron dos agentes con las armas en la mano. Gracias a Dios que los que conducían apagaron las sirenas antes de detenerse. De otra manera, nos habrían dejado sordos. Además, ya había más unidades que se dirigían al lugar. Yo oía las sirenas y parecía que venían de todas las direcciones.

Dios mío, aquello sería muy perjudicial para el negocio. Intenté imaginar cómo me sentiría si fuera clienta de un gimnasio donde hubiera habido dos tiroteos en cuatro días. ¿Segura? Desde luego que no. Claro que, si me moría no tendría de qué preocuparme, pero ¿qué pasaría con mis empleados? Se quedarían sin un empleo, sin esa remuneración por encima de la normal y sin participación en los beneficios.

Tuve una visión del aparcamiento vacío, el pavimento sembrado de malezas, las ventanas rotas y el techo hundido. Las cintas amarillas de la policía colgarían tristemente de árboles y postes y los niños pasarían y señalarían el vetusto edificio.


No pongáis
—advertí en voz alta, tendida de espaldas— ni un centímetro más de esa cinta amarilla en mi aparcamiento. Ya está bien. Se acabaron las cintas.

Ahí estaba yo, desangrándome, y él sonreía.
Él sonreía
. Tenía que empezar a redactar otra lista. Pensándolo bien, aún tenía que volver a escribir la que me había confiscado. Wyatt me había distraído en la cama, pero ahora volvía a pensar con claridad y la lista de sus infracciones probablemente llenaría dos páginas… Suponiendo que estuviera viva para escribirlas.

Todo aquello era culpa suya.

—Si un cierto teniente me hubiera escuchado y me hubiera traído el coche el viernes, tal como yo lo pedí, esto no habría ocurrido. Estoy sangrando, y mi ropa está hecha un asco, y todo
es culpa tuya
.

Wyatt hizo un alto en medio de mi acusación y luego siguió hablando con sus hombres como si yo no hubiera dicho nada.

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