¿
S
abéis quién resultó herido? Jason. ¿Se os ocurre alguien que se lo mereciera más? El disparo perdido de Debra le rozó la cabeza, ya que el cañón del rifle apuntaba hacia arriba al salir volando, y ella tiró del gatillo. Jason cayó al suelo como si lo hubieran fulminado. Todo el mundo dice eso, pero no sé cómo será caer fulminado.
Debra no lo mató, pero sangraba como un cerdo empalado, porque eso es lo que tiene la cabeza, que sangra mucho cuando se rasga el cuero cabelludo. Los dos empezaron a discutir, como si se culparan mutuamente pero, a la vez, intentando asumir la culpa a solas. Nada de eso tenía sentido, así que le expliqué todo a MacInnes y a Forester y a Wyatt, incluso al jefe Gray que, por algún motivo, también había venido. Creo que estaba todo el cuerpo de policía. Estaban las fuerzas de intervención rápida, los SWAT, con sus uniformes negros y, cuando llegaron los paramédicos, mi colega Keisha también se encontraba entre ellos. Nos saludamos como viejas amigas.
Tardarían un rato en aclarar las cosas, así que fui a la cocina y preparé café para todos. Cojeaba un poco porque me dolía el dedo, pero no creía que estuviera roto.
Hacia las seis de la mañana, Wyatt me llevó a casa.
—Hazme un favor —me dijo, mientras íbamos hacia allá—. Durante todo el tiempo que vivamos juntos, no me hagas pasar otra semana que se parezca ni remotamente a ésta, ¿vale?
—Nada de esto ha sido culpa mía —dije, indignada—. Y soy yo la que se ha llevado la peor parte, ya lo sabes. Me han disparado, me han herido y machacado, y si entretanto tú no me hubieras distraído, es probable que hubiera llorado bastante.
Él estiró el brazo, me cogió la mano y la apretó.
—Dios, cómo te quiero. Los chicos recordarán toda la vida ese golpe de kárate que le diste. Hasta los del SWAT se quedaron impresionados, y eso que ellos siempre son tíos muy duros. ¿Dónde aprendiste eso?
—Doy todo tipo de clases en Cuerpos Colosales —dije, con discreta timidez. No creeréis que le iba a contar que la voltereta hacia atrás me salió como un reflejo y que mi intención no era dar ese golpe. No mientras viva.
Sin embargo, esto demuestra sin la sombra de una duda, que nunca se sabe cuándo tendremos que hacer una voltereta hacia atrás.
Llamamos a toda la familia y les contamos que la crisis había pasado, lo cual exigía muchas explicaciones, pero Wyatt y yo no queríamos compañía. En esta ocasión me había salvado por los pelos, casi demasiado por los pelos, porque hay algo más directamente palpable que tener un rifle apuntándote a la cara, y un accidente de coche, aunque el accidente ya había sido bastante horroroso y por eso soñaba con él. Nunca soñé con el rifle, quizá porque quien recibió el disparo fue Jason, así que era un buen final, ¿no? Esa noche Wyatt y yo la pasamos abrazados y besándonos, haciendo planes para el futuro, medio mareados del alivio que sentíamos. Y los planes no fue lo único que hicimos. Hablo de Wyatt, el hombre más cachondo de todo el país. Si estaba feliz, quería sexo. Si estaba enfadado, quería sexo. Todo lo celebraba con el sexo.
Yo me imaginaba una vida muy feliz y satisfecha a su lado.
Al día siguiente me llevó a comprar un coche. Su hermana, Lisa, le devolvió su Chevy Avalanche; le agradeció habérselo prestado y me hizo miles de preguntas. Fue una suerte que me cayera bien enseguida y, como se parecía bastante a su madre, no hubo motivos para que no me gustara. También me gustó su camioneta todoterreno y en ella fuimos hasta el concesionario de Mercedes Benz.
Desde luego, yo quería otro Mercedes. No pensaríais que dejaría que Jason y la loca de su mujer me impidieran comprar mi coche favorito, ¿no? Imaginadme en un descapotable negro. El negro es una declaración de poder, recordadlo. La compañía de seguros todavía no me había pagado el talón y, como era domingo, el banco no estaba abierto, pero el vendedor me prometió que me guardaría el coche hasta el lunes por la tarde. Cuando llegamos a casa de Mamá y Papá me sentía en la gloria.
Papá abrió la puerta y se llevó un dedo a los labios.
—Shh… —advirtió—. Hemos tenido otro desastre y Tina se ha quedado muda.
—Oh —dije, y tiré de Wyatt para que entrara—. ¿Qué ha ocurrido?
—Finalmente consiguió reparar el ordenador, o eso cree, y esta mañana la pantalla se apagó. Acabo de volver de la tienda con una pantalla nueva y la he dejado en su despacho. Está enchufándola.
Entró Jenni en el salón y me dio un fuerte abrazo.
—No puedo creer lo que ha hecho ese imbécil de Jason —dijo.
—Yo sí puedo. ¿Has oído algo al pasar por el despacho de Mamá?
—Nada —dijo Jenni, que parecía preocupada. Cuando Mamá está enfadada, murmura para sí misma. Cuando está más que enfadada, guarda un silencio absoluto.
Oímos a Mamá que venía por el pasillo y todos nos quedamos callados cuando pasó sin decir palabra, sin siquiera mirar en nuestra dirección. Llevaba un rollo grueso de plástico, y fue hasta el garaje. Volvió con las manos vacías y pasó nuevamente a nuestro lado sin hablar.
—¿Qué es ese plástico? —preguntó Wyatt, y todos nos encogimos de hombros con el clásico gesto de «¿Quién sabe?».
Oímos un ruido sordo y luego el roce de algo que se deslizaba. Mamá volvió por el pasillo con expresión seria y concentrada. Tenía una cuerda gruesa en una mano y arrastraba la pantalla culpable. La miramos en silencio mientras la llevaba hasta la puerta del garaje, bajaba los dos peldaños con sendos golpes sordos y la dejaba en medio del plástico que había desplegado sobre el suelo.
Fue hasta donde Papá guarda sus herramientas, colgadas de un tablero grande en una pared del garaje. Sacó un martillo, lo sopesó y lo devolvió a su sitio. Escogió lo que parecía un mazo de tamaño mediano. No conozco las herramientas, así que no sé qué era. Mamá lo descolgó del tablero, lo sopesó y se dio visiblemente por satisfecha. Luego volvió donde estaba la pantalla sobre el plástico y la aporreó hasta hacerla añicos. Le dio de martillazos hasta que no quedó más que un montón de trozos. Hizo volar el vidrio y astilló el plástico. La machacó hasta casi pulverizarla. Luego devolvió tranquilamente el mazo a su lugar, se sacudió las manos y volvió a entrar en la casa con una sonrisa en la cara.
Wyatt miraba con una expresión rarísima, como si no supiera si reír o salir corriendo. Papá lo cogió por el hombro.
—Eres un hombre inteligente —le dijo, con gesto alentador—. No dejes de consultar regularmente tu lista de transgresiones para saber si hay problemas mayores de los que deberías ocuparte, y todo irá bien.
—¿Me lo aseguras? —preguntó Wyatt, serio.
Papá rió.
—Jo, eso sí que no. Yo ya tengo lo que me toca. Si te metes en problemas, estás solo.
Wyatt se giró y me guiñó un ojo. No, no estaba solo. Estábamos en ello los dos juntos.
D
edico este libro a una querida amiga, muy «caprichosa», que acabó con una pantalla de ordenador precisamente de esa manera y que me aportó momentos de mucha inspiración para escribir este relato. Esta vez no daré nombres.
LINDA HOWARD nació en 1958. Dejó su trabajo como administrativa por la escritura, y es ahora una de las autoras norteamericanas de mayor éxito. Escribe desde que es una niña y vendió su primera novela en 1980. En la actualidad vive en una granja en Alabama con su esposo, un pescador profesional a quien acompaña a numerosos torneos, llevando siempre su ordenador portátil para poder escribir allí donde esté.
Es autora de numerosos best-sellers, entre ellos
El hombre perfecto
,
Juego de sombras
,
Matar para contarlo
,
Morir por complacer
,
Premonición mortal
,
Se abre la veda
,
Secretos en la noche
y
Visible oscuridad
.
De sus más de veinticinco obras, nueve de ellas han sido best sellers del
New York Times
.
[1]
«Las bellas nalgas de Blair». (N. del T.)
<<