Ese plan había funcionado hasta cierto punto. Era una suerte que todavía estuviera viva. ¿Qué habría hecho después? No, un momento, el asesino quizás habría pensado que daba en el blanco la noche anterior al ver que yo me desplomaba, y era evidente que no se había quedado a ver el resultado. Creería que me había matado hasta que las noticias de las diez lo hubieran sacado de su equívoco, o quizá ni siquiera a esa hora. El hospital ya no extendía partes sobre el estado de sus pacientes como solía hacerlo. La noche anterior la policía habría mantenido el secreto en torno al suceso, hasta que Wyatt me hubiera dejado en algún lugar seguro (como si su cama fuera un lugar seguro, pero, en fin). Sin embargo, en las noticias de la mañana seguramente habrían dicho que, después de atenderme en el hospital, me habían dado el alta.
¿Cuál sería su próxima movida? Quizás ahora mismo estaba dentro de mi casa, esperándome. Quizás había ido a echar una mirada por el lugar, buscando una manera de entrar. La puerta ventana era la mejor opción, y la verja lo ocultaría a las miradas ajenas mientras conseguía abrirla, o lo que fuera.
Pero aquello sería un grave error. El cartel del sistema de alarma estaba muy visible en la ventana de la fachada, y el asesino no tenía manera de saber si el sistema estaba activado o no, así que, si tenía dos dedos de frente, no se arriesgaría.
La señora Bloodsworth me sacó de mis cavilaciones. Me preguntó, con expresión ansiosa, si Siana estaba bien.
—Está bien —dije, y me sequé las lágrimas—. Fue a buscar mis cosas temprano por la mañana. De modo que, como no había saltado la alarma, mi casa no había sido invadida. No había ningún asesino esperándome. Puede que saltara la verja y se acercara a mirar a la puerta ventana, pero yo había cerrado las cortinas y él no podría haber visto nada. Todo estaba en orden.
Dejé escapar un gran suspiro de alivio.
—No se puede saber a qué hora vendrá Wyatt —dijo la señora Bloodsworth—. Yo empezaré a preparar la cena. Si no llega a tiempo para cenar con nosotras, le guardaré la comida caliente.
—¿Le puedo ayudar en algo? —le pregunté, esperando que hubiera algo que hacer. Empezaba a sentirme rara sentada todo el día sin hacer nada y esperar a que alguien me sirviera.
—¿Con una mano? —me preguntó, y se rió—. Aparte de poner la mesa, no se me ocurre nada más. Ven conmigo a la cocina y hazme compañía. No suelo cocinar muy a menudo puesto que estoy sola en casa. No tiene demasiado sentido, ¿no crees? Por la noche me como un bocadillo y, a veces, en invierno, abro una lata de sopa, pero cocinar es bastante aburrido si una no tiene compañía.
La seguí hasta la cocina y me senté a la mesa. Había un comedor, desde luego, cualquier casa victoriana tiene un comedor, pero se notaba que la mayoría de las comidas se habían servido en la mesa de la cocina.
—Parece que se aburre un poco. ¿No ha pensado en volver a inscribirse en Cuerpos Colosales? Tenemos unos programas nuevos estupendos.
—He pensado en ello, pero ya sabes como son las cosas. Pensar en hacer algo y hacerlo realmente son dos historias muy diferentes. Después de mi accidente de bicicleta, me he convertido en una vaga.
—¿Quién la cuidó después de sufrir el accidente?
—Mi hija, Lisa. Fue horrible. La clavícula era soportable, pero las costillas… era una agonía. No podía moverme sin que me doliera y no podía encontrar una posición cómoda, así que no paraba de moverme. Todavía tengo el brazo izquierdo muy débil, pero he estado haciendo ejercicios y casi he recuperado mi estado normal. Seis meses es un tiempo ridículamente largo para recuperarse, pero supongo que es cuestión de la edad.
Yo sorbí por la nariz. No era un sonido muy elegante, pero se entendía lo que quería decir.
—Yo también me rompí la clavícula, cuando estaba en el equipo de animadoras del instituto. Tuve que trabajar mucho para recuperar la forma para el año siguiente. Agradezco que mi equipo no hiciera pirámides humanas ni que nos lanzaran al aire en los partidos de básquet; no hubiera podido haberlo hecho. A mí seis meses me parece un tiempo razonable para recuperarse.
—Pero yo no hacía el pino. Tú sí.
—Por aquel entonces, no. No podía. Mi hombro sencillamente no aguantaba.
—¿Todavía puedes hacer el pino?
—Claro, y volteretas hacia atrás, y puedo hacer la rueda y
splits
laterales. Intento hacer gimnasia al menos un par de veces a la semana.
—¿Me podrías enseñar a hacer el pino?
—No veo por qué no. Es una cuestión de fuerza y equilibrio. Y de práctica. Pero antes de empezar le aconsejaría hacer un poco de pesas para fortalecer los brazos y los hombros. Lo peor sería caerse y romperse algo.
—Totalmente de acuerdo —dijo ella, convencida.
—También puedo hacer el pino con una mano —dije, muy vanidosa.
—¿Ah, sí? —Se giró hacia mí y se quedó mirando mi brazo herido, recogido en el cabestrillo con el chal azul—. Ahora, desde luego, no podrías.
—Es probable que sí pueda, porque lo hago con el brazo derecho. Es el más fuerte y, además, soy diestra. Siempre coloco el brazo izquierdo por detrás de todas maneras para que no quede colgando y me haga perder el equilibrio.
El resultado de aquella conversación fue que cuando las chuletas de cerdo, las judías verdes y el puré estuvieron listos, las dos nos moríamos de ganas de saber si podía hacer el pino con una mano. La señora Bloodsworth no paraba de decir que no, que no debería arriesgarme a sufrir otra lesión, ya que los puntos de sutura eran recientes, había perdido mucha sangre, y ese tipo de cosas, pero le señalé que con el pino toda la sangre que me quedaba se me iría a la cabeza, así que no corría el riesgo de desmayarme.
—Pero estás débil.
—No me siento débil. Esta noche temblaba, y un poco esta mañana, pero ahora me siento muy bien. —Para demostrarlo, desde luego, tenía que hacer el pino.
Ella hizo un tímido intento de impedírmelo, pero sin saber demasiado bien cómo. Por otro lado, yo la veía muy interesada. Entre las dos quitamos el cabestrillo y, aunque pudiera mover un poco el brazo, seguía sin tener demasiada movilidad, así que ella me lo puso detrás de la espalda. Y luego, tuvo la idea genial de enrollármelo a la cintura y atarme el brazo por detrás.
Me situé al otro lado de la mesa, lejos de la cocina y en la amplia entrada que daba al comedor, donde tenía espacio de sobra. Me incliné hacia delante, apoyé la mano en el suelo, el codo contra mi rodilla derecha, busqué mi centro de gravedad apoyada en el brazo y empecé a doblarme muy lentamente hasta que levanté los pies del suelo.
Así que eso fue lo que vio Wyatt cuando entró por la puerta de atrás. Habíamos estado tan abstraídas que no oímos el coche que llegaba en ese momento.
—¡Madre mía! —exclamó. La sonoridad de esas palabras que gritó nada más entrar nos hizo dar un salto a las dos.
Fue un desastre, porque me hizo perder el equilibrio. Comencé a descompensarme y la señora Bloodsworth quiso sostenerme. De un salto, Wyatt estuvo al otro lado de la mesa. De alguna manera consiguió cogerme una pierna e impedir que cayera hacia el otro lado. Me pasó el fibroso brazo por la cintura y me ayudó suavemente a poner los pies en el suelo.
En sus palabras, eso sí, no había nada de suave.
—¿Qué diablos estás haciendo? —rugió, mirándome, el rostro oscurecido por la rabia. Se giró hacia la señora Bloodsworth—. Madre, se supone que tú deberías impedir que haga estupideces, no ayudarle.
—Sólo le quería enseñar… —balbuceé.
—Ya he visto lo que hacías. Dios santo, Blair, ¡te han disparado hace sólo veinticuatro horas! ¡Has perdido mucha sangre! Ya me dirás cómo, en esas condiciones, hacer el pino es remotamente razonable.
—Ya que lo he hecho, diría que se encuentra en el dominio de lo posible. Si no me hubieras asustado, no me habría pasado nada. —Hablaba con un tono muy tranquilo porque lo habíamos asustado. Le di unos golpecitos en el brazo—. No ha pasado nada. ¿Por qué no te sientas y te traeré algo para beber? ¿Té frío? ¿Leche?
—Te sentirás mejor —dijo su madre, con tono apaciguador—. Ya sé que te has asustado pero, de verdad, lo teníamos todo controlado.
—¿
Todo controlado
? Ella… tú… —farfulló y sacudió la cabeza—. Aquí no está más segura de lo que estaría en mi casa. Con el cuello roto estará igual de muerta que con un balazo. Ya está. Tendré que esposarla en el lavabo y dejarla todo el día en mi casa.
N
o hay ni que decir que la cena no fue especialmente alegre. Nosotras estábamos enfadadas con Wyatt y él con nosotras. Eso no incidió en mi apetito. Tenía que recuperar toda la sangre perdida, ya me entendéis.
Su ánimo tampoco cambió cuando nos fuimos. Él ayudó a su madre a limpiar la cocina y, al despedirse, ella disparó su tiro de gracia. Me abrazó y me dijo:
—Sigue mi consejo, cariño, y no te acuestes con él.
—Vaya, madre, muchas gracias —dijo él, sarcástico, lo cual le valió un mohín y una despedida fría.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dije.
—¿Volverás mañana? —me preguntó.
—No —contestó él con gesto amargo, aunque ella no se lo había preguntado a él—. Sois una mala influencia mutua. La voy a encadenar en el baño, tal como he dicho.
—No quiero ir contigo —le dije, lanzándole una mirada de rabia—. Quiero quedarme con ella.
—Mala suerte. Te vienes conmigo y no hay más que discutir. —Me cogió la muñeca con su enorme mano y me llevó hacia el coche.
Volvimos a su casa en silencio mientras yo reflexionaba sobre el alcance de esa última demostración de su mal genio. El mal genio suyo, no el nuestro. Sabía lo que pasaba entre nosotros, así que no tenía sentido pensar en ello.
Le había dado un buen susto. No un susto pasajero, como pensé al principio, como se asusta alguien al ver algo inesperado, sino un susto hasta la médula. Wyatt se había quedado paralizado por el miedo.
Era eso, y no había que darle más vueltas al asunto. Había visto cómo me disparaban delante de sus narices. Al día siguiente me había escondido en lo que le parecía el lugar más seguro de toda la ciudad, en casa de su madre. Y, después de un duro día de trabajo, había entrado y había sido testigo de cómo yo intentaba lo mejor que podía, en su opinión, romperme el cuello o al menos dar al traste con los puntos de sutura.
En
mi
opinión, una disculpa de un adulto se merecía otra. Si él podía pedir perdón, yo también podía.
—Lo siento —dije—. No era mi intención asustarte, y no deberíamos habernos unido contra ti.
Me lanzó una mirada siniestra y no contestó. Ya se veía que no aceptaba las disculpas con la misma elegancia que yo. Lo dejé correr, porque su mal humor me decía que, al fin y al cabo, Wyatt me quería de verdad. No era sólo la química sexual ni su actitud competitiva lo que despertaba su interés. Todavía quedaba en el aire la posibilidad de que él sintiera algo por mí, lo bastante como para tener una base sobre la que construir algo juntos; al menos no estaba sola en ese sentido.
Justo antes de que llegáramos a su casa, murmuró:
—No vuelvas a hacerlo nunca más.
—¿Qué? —pregunté yo, desconcertada—. ¿Darte un susto o aliarme contra ti? Supongo que no hablarás de lo de hacer el pino, porque, digamos, tú sabes que eso es lo que hago para ganarme la vida, ¿no? Hago gimnasia todas las semanas. Los clientes de Cuerpos Colosales me ven practicando y eso les da seguridad porque sé lo que hago. Es bueno para los negocios.
—Podrías matarte —gruñó él. Me di cuenta, asombrada, que de una manera muy masculina, hablaba de lo que consideraba el verdadero motivo de su miedo.
—Wyatt, ¿tú, que eres poli, me irás a soltar un sermón sobre lo peligroso que es mi trabajo?
—Soy teniente, no soy un poli de la calle. No voy por ahí deteniendo a nadie, no me ocupo del tráfico ni tengo que investigar asuntos secretos de drogas. Los que corren peligro son los que están en la calle.
—Puede que no te dediques a ello ahora, pero lo has hecho en el pasado. Al fin y al cabo, no te graduaste en la academia con el rango de teniente. —Guardé silencio un momento—. Y si todavía fueras un poli de la calle y a mí me diera una pataleta debido al peligro que eso representa, ¿tú qué harías?
No me contestó. Llegamos a su casa y entramos en el garaje. Mientras la puerta se cerraba a nuestras espaldas, dijo, de mala gana:
—Te diría que ése es mi trabajo y que estoy dispuesto a hacerlo lo mejor que pueda. Lo cual no tiene nada que ver con que tú te pongas a hacer el pino en la cocina de mi madre un día después de que te han disparado.
—Eso es verdad —convine—. Me alegro de que lo entiendas. Tú sigue concentrado en aquello que te hace rabiar para que no nos vayamos por las ramas y nos perdamos en discusiones sobre cómo gestiono mis negocios.
Rodeó el coche para abrirme la puerta y ayudarme a bajar. Luego, cogió del asiento trasero la bolsa con la ropa que Siana me había preparado y entramos. La dejó en el suelo, me rodeó la cintura con ambos brazos y me atrajo hacia él para besarme, un beso largo y duro.
Empecé a besarlo con entusiasmo cuando, en una reacción algo tardía, saltaron mis señales de alarma. Estaba casi sin aliento, y logré echarme atrás.
—Me puedes besar, pero no podemos tener relaciones sexuales. Ahí tienes. Lo he dicho después de que me hayas tocado, así que vale.
—Quizá lo único que tenía pensado era besarte —dijo, y volvió a hacerlo.