Memorias (30 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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(And, boy, I really cared)

to swallow almost anything you wrote.

But Ike, you're just plain shot,

Your writing's gone to pot.

There's nothing left but hack and mental bloat.

Take back this piece of junk;

It smelled; it reeked; it stunk;

Just glancing through it once deadly rough.

But, Ike, boy, by and by,

Just try another try.

I need some yarns and, kid, I love your stuff.

[Querido Ike, estaba preparado / (Y chico, me importaba de verdad) / Para tragar cualquier cosa que escribieras. / Pero, Ike, no eres más que una ruina, / Tu obra es una porquería, / Eres un escritorzuelo de mente abotargada. / Te devuelvo esta basura; / Olía; hedía; apestaba; / Ojearla una vez ha sido muy duro. / Pero, Ike, en el futuro / Haz otro intento. / Necesito alguna historia y, chico, me encanta tu material).

No fui el único que sufrió tales afrentas. Horace trataba así a todos sus escritores y muchos rehusaron exponerse a tales improperios y se negaron a enviarle ninguna historia más. Yo era uno de los "huelguistas", aunque pensaba que era el único.

La situación de Horace llegó a ser tan apurada que se vio obligado a publicar una carta en una revista de aficionados que leían muchos escritores pidiendo que le enviaran originales y prometiendo rechazarlos con educación, si el rechazo era necesario.

Me gusta dar a cada uno lo suyo, así que escribí un relato sobre un joven Neanderthal que había sido trasladado al presente, y se lo mostré a Gold. Sus críticas (expresadas con todo cuidado y en el tono más cortés) me parecieron tan certeras que rompí el relato y escribí otro totalmente diferente (la única vez que he hecho algo así). El resultado fue
El niño feo
, que, como ya dije antes, ocupa el lugar número tres entre mis historias preferidas.

Algún tiempo después, Horace perdió su trabajo como director y le sustituyó Fred Pohl, que prosiguió su labor con gran maestría.

63. La vida en el campo

Soy un chico de ciudad, pero de vez en cuando la vida me obliga a ir al campo. Cuando era bastante pequeño, mi madre solía pasar dos semanas en los montes Catskill y nos llevaba a Marcia y a mí. Creo que esto ocurrió en 1927, 1928 y 1931. Así pues mi padre se quedaba en la tienda solo, y no tengo ni idea de cómo se las arreglaba.

En 1941, por alguna razón, se me metió en la cabeza ir sin compañía al mismo pueblecito de las montañas al que mi madre nos solía llevar. Pasé allí una semana, seis días en realidad, ya que volví un día antes, cuando Alemania invadió la Unión Soviética y pensé que eso sería el comienzo de una victoria total de los nazis.

El hecho es que odiaba aquel lugar y suspiraba por volver a las calles de la ciudad.

Cuando me casé con Gertrude pasamos la semana de nuestra luna de miel en el campo, y a partir de entonces, íbamos todos los veranos, durante una semana o dos, a un sitio u otro. No lo odié tanto como cuando era niño pero seguía sin gustarme.

Si conocíamos a alguna persona interesante no estaba tan mal, pero no podía contar con ello. A falta de algo así, no tenía nada que hacer, excepto participar en las estúpidas actividades de rigor. Recuerdo especialmente cuando pretendieron que yo jugara a balonvolea.

Una vez intenté pasar el tiempo escribiendo un relato, que acabó llamándose
Lenny
y finalmente fue publicado en el número de enero de 1958 de
Infinity
. Pero Gertrude no quería que estuviera dentro escribiendo, así que salía al aire libre y sujetaba las hojas con piedras.

Naturalmente la gente me preguntaba qué estaba haciendo y cuando decía que era escritor y que estaba escribiendo se molestaba. Por lo visto, se supone que uno no puede disfrutar trabajando en vacaciones, se supone que hay que sufrir jugando a balonvolea.

Sólo una de las veces que fui con Gertrude de vacaciones al campo disfruté de verdad. Fue en 1950, cuando estuvimos en un lugar llamado Annisquam.

Al principio pensé que no era más que otro purgatorio de balonvolea, pero después me enteré de que el personal de Annisquam estaba preparando un musical cómico para sus huéspedes. Para ello iban a utilizar la música de
Kiss Me, Kate
, de Cole Porter, y estaban intentando escribir una letra apropiada que se ajustase a la melodía.

Enseguida descubrí que nadie tenía la más mínima noción de métrica, de ritmo ni de cómo encajar las palabras con las notas existentes, así que les dije:

—A cada nota le debe corresponder una sílaba. Tienen que asegurarse de que el metro y el ritmo son exactamente iguales a los de Cole Porter. Es imposible hacerlo de otro modo. —Me miraron estupefactos, y entonces añadí—: Están trabajando ustedes con la canción
Wunderbar
, ¿no? Pues déjenme que se lo demuestre. (Ése era yo, educando al ignorante sin que nadie se lo pidiera, pero no podía soportar oír cómo destrozaban las canciones.)

Pensé un rato y después les pedí un trozo de papel y escribí:

Annisquam, Annisquam

We’ve taken ocean trips

But when the sea ain’t calm

Take a train to Annisquam
.

[Annisquam, Annisquam / Hemos hecho viajes por mar / Pero cuando el mar esté revuelto / coge el tren a Annisquam.]

Miraban fijamente la letra, completamente desconcertados, y les dije impaciente:

—Bueno, cántenla.

Lo hicieron y estaban asombrados. La letra encajaba perfectamente con la música.

—Siga —me dijeron.

—Naturalmente que seguiré.

Durante días y días me iba al salón de actos con ellos, les ponía nuevas letras a las canciones y les enseñaba cómo cantarlas. Ensayábamos una y otra vez y, al final, yo mismo cantaba el papel principal.

Gertrude, como era de esperar, estaba furiosa. Se suponía que estábamos pagando mucho dinero por estar en el campamento veraniego un par de semanas, y yo me las pasaba dentro, trabajando para la colonia.

Traté de explicarle que era un dinero bien gastado porque estaba en el séptimo cielo trabajando en el musical y que la alternativa eran mis obligaciones en el purgatorio jugando a balonvolea. Fue inútil. No lo entendió. En realidad, el encargado de la colonia me dio veinte dólares cuando nos fuimos como pago por mi ayuda, pero no lo hice por dinero. Se lo regalé a los empleados para que se lo repartieran.

64. El coche

Mientras viví en Nueva York no necesité un coche para nada. Gracias a la tienda de caramelos, la familia casi nunca iba a ninguna parte. Para ir a la escuela utilizaba el transporte público y podía ir a cualquier parte por cinco centavos (y después otros cinco para volver). Cuando sólo tenía que desplazarme un par de kilómetros, iba andando.

En Filadelfia, los transportes públicos también funcionaban bien. Además eran tiempos de guerra y el uso de la gasolina estaba muy restringido, así que nos juntábamos varios para viajar en coche.

Una vez en Boston, me encontré en una ciudad en la que el transporte ya no era satisfactorio, sobre todo si uno vivía en un barrio residencial de las afueras. En 1950 llegué a la conclusión de que necesitaba un coche. Consciente de mi falta de habilidad, me temía no llegar a conducir de manera adecuada. Mi idea era que Gertrude aprendiera y que después me hiciera de chofer.

No obstante, era lo bastante buen perdedor como para estar dispuesto a tomar clases, y en cuanto sentí que el coche avanzaba conmigo al volante descubrí, sorprendido, que me encantaba conducir. En cuanto supe hacerlo, compré un Plymouth.

El mejor consejo que me dieron para ir al volante se lo debo a Sprague de Camp. Le propuse trasladarnos en coche a Nueva York y alardeé de la velocidad a la que conducía y de mi seguridad al volante.

—Adiós, Isaac —me dijo.

—¿Adónde vas, Sprague? —le pregunté sorprendido.

—A ninguna parte —me respondió—, pero si conduces un coche a semejante velocidad, no vivirás mucho y por eso me despido ahora.

Aprendo rápido, así que reduje la velocidad.

65. ¡Despedido!

La historia de mi vida, ya en la madurez, estaba marcada por mi incapacidad para llevarme bien con mis compañeros y mis superiores. Cuando todavía era profesor de la Facultad de Medicina, demostré este desagradable aspecto de mi personalidad por última vez.

A lo mejor no fue del todo por mi culpa. Sospecho que no era popular en la facultad y tal vez no importaba que me esforzara por mostrarme amable. Ser el mejor profesor del lugar podía gustarme a mí y a los alumnos, pero no tenía por qué recibir medallas del resto de los profesores.

Además, me resultaba imposible ocultar que tenía una carrera aparte y que ganaba dinero con ella. Ésa era otra razón por la cual no agradaba a los esforzados miembros de la facultad. Tampoco aprobaban la cantidad de temas que tocaba en mis obras. Había escrito
The Human Body
(1963), un libro muy bueno (si puedo dar opinión) sobre anatomía. Pedí a una profesora de anatomía que lo revisara para ver si había cometido algún error grave. Encontró unos pocos, el más importante fue que había puesto el bazo en el lado del cuerpo equivocado, algo que le pareció muy divertido.

Cuando me iba, oí a uno de los anatomistas decir: "¿Qué le parecería que yo escribiera un libro de bioquímica?"

Con el tiempo había abandonado la idea de dedicarme a la investigación y empleaba todo mi tiempo libre en la facultad escribiendo obras de no ficción, lo que desagradaba a la dirección.

Traté de hacerme perdonar mis ingresos externos no pidiendo nunca un aumento. (Hubiera sido ridículo por mi parte arañar unos pocos dólares más de la facultad cuando mis ganancias con la literatura cada vez eran mayores.) El resultado fue que en 1950 sólo ganaba seis mil quinientos dólares al año; me habían aumentado mil dólares a lo largo de nueve años sin que yo lo pidiera. Era el sueldo de profesor más bajo de toda la Facultad de Medicina y probablemente de toda la universidad. Esto, que en mi inocencia yo consideraba un comportamiento ético, resultó ser otro argumento más en mi contra. El que me pagaran tan poco se interpretó como que era lo que merecía.

Lo peor de todo, por supuesto, era que había ofendido a Lemon al abandonar su investigación. Se dedicó a la tarea de librarse de mí. No obstante, mientras James Faulkner fuera decano y Burnham Walker fuera jefe de departamento yo estaba relativamente a salvo. A ambos les gustaba a pesar de mis peculiaridades.

Pero el decano Faulkner anunció que dimitiría al final del curso 1954-1955. fue un golpe terrible, ya que no sólo perdía un aliado muy bien situado, sino que su marcha resultaba catastrófica porque seguramente sería reemplazado por Chester Keefer, probablemente el miembro de la facultad más conocido. Keefer era muy amigo de Lemon y estaba seguro de que me despediría.

Walker debió de pensar lo mismo porque, en mayo de 1955, justo un mes antes de que Faulkner se fuera, me consiguió un ascenso a profesor asociado a partir del 1 de julio de 1955. Esto me proporcionaba un cargo de carácter permanente y no podían despedirme sin causa justificada. Supongo que lo hizo antes de que Faulkner dimitiera porque sabía que después no tendría ninguna oportunidad. Por supuesto, Keefer fue elegido decano de la Facultad de Medicina.

Éste tenía un pretexto contra mí. En 1956, yo había recibido una pequeña beca del Gobierno para escribir un libro sobre el flujo sanguíneo. (Me la habían ofrecido, yo no la había pedido.) Escribí el libro y se publicó como
The Living River
(1960). Keefer esperó.

Entonces Walker dimitió (por razones familiares) el 1 de noviembre de 1956 y Bill Boyd empezó a desempeñar las funciones de jefe de departamento. Supongo que pensaba que le adjudicarían la plaza en propiedad, pero en el verano de 1957 Keefer trajo a alguien de fuera, F. Marrott Sinex, para el puesto. Sinex era un hombre bajito, con una eterna sonrisa nerviosa en los labios, una voz gritona y una risa todavía más chillona y, además, sus clases resultaban bastante difíciles de seguir. Me llegó el rumor de que Sinex había conseguido el puesto después de comprometerse a no impedir mi despido.

Era el momento en que Keefer podía actuar. Cuando llegó el dinero de la beca asignada para mí por el libro sobre la sangre, Keefer se negó a dármelo. Decía que el dinero era para la facultad. Señalé que la facultad había recibido una parte, pero que una determinada cantidad estaba asignada específicamente para mí. Siguió diciendo con desprecio que cualquier miembro de la facultad escribiría un libro si le pagaban por hacerlo. Respondí furioso que no necesitaba cobrar para escribir un libro, que ya había escrito más de veinte y que si no me daba mi dinero, organizaría un escándalo en Washington. Me lo dio y se preparó para la tarea, bastante más importante, de despedirme.

El 18 de diciembre de 1957 Keefer me llamó a su despacho para la confrontación final. Sinex estaba presente pero no habló. Su función era simplemente la de ratificar. Keefer estaba tranquilo y lo único que dijo era que no quería que escribiera durante las horas de trabajo en la facultad. Tenía que dedicarme a la investigación. Como ya se esperaba, me negué y señalé que mi obligación era enseñar a los estudiantes de medicina y que era, por consenso general, el mejor profesor de la facultad. Insistió en que lo único importante era la investigación y finalmente me enfurecí lo bastante como para decir:

—Doctor Keefer, como escritor científico soy extraordinario. Pienso llegar a ser el mejor del mundo y espero que mi estela alcance a la Facultad de Medicina. Como investigador no soy más que mediocre y, doctor Keefer, si hay algo que esta facultad no necesita es otro investigador mediocre más.

Keefer, estoy seguro, lo interpretó como un insulto hacia la facultad, y acertó, porque eso era lo que yo pretendía. Esto fue el final. Me dijo:

—Esta facultad no puede permitirse pagar a escritores científicos. Su contrato termina el 30 de junio de 1958.

También estaba preparado para esto. Así que le respondí:

—Muy bien, doctor Keefer, no me pague el sueldo. —Hice un esfuerzo heroico para controlarme y no añadir por dónde se podía meter mi sueldo, y después seguí—: En compensación, no daré clases en la facultad. Pero no hay manera de que pueda quitarme mi título. Mi cargo es permanente.

Él afirmaba que no y yo insistía que sí, lo que dio lugar a una pelea intermitente durante dos años. Mis obligaciones con la Facultad de Medicina acabaron el 30 de junio de 1958 y nueve años después del despido continuaba yendo a la facultad con bastante regularidad para recoger mi correo y realizar algún que otro trabajo, pero sobre todo para mantener mis derechos, a fin de demostrar que era un miembro del profesorado y que no iba a escapar corriendo.

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