Memorias (25 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Biografía

BOOK: Memorias
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Así que cogí las copias (que no estaban en muy buenas condiciones, puesto que nunca pensé que tuvieran ningún valor) y se las enseñé a Brad. Las estudió y después las rechazó, porque quería novelas nuevas, no viejas. (Esto fue un gran error por parte de Doubleday, y aunque después fue corregido, significó la pérdida de once años de ganancias, tanto para ellos como para mí.)

Cuando me trasladé a Boston, llevé el manuscrito a la editorial de Little, Brown y también lo rechazó.

No obstante, había otra empresa editorial. Ya dije antes que existían pequeñas editoriales semiprofesionales dirigidas por aficionados a la ciencia ficción. Una de ellas, la última quizá y la mejor, era Gnome Press, dirigida por un joven llamado Martin Greenberg. (Posteriormente trabajé con un hombre magnífico llamado Martin Harry Greenberg. Es importante recordar que son dos personas diferentes).

El Martin Greenberg de Gnome Press era un joven elocuente, con bigote y muy simpático, como suelen ser los jóvenes elocuentes, pero, como descubrí más tarde, no del todo digno de confianza.

Sin embargo, parecía dispuesto a publicar series de mis viejos relatos y esto le engrandeció ante mis ojos. Reuní nueve de mis relatos de robots, los ocho que habían aparecido en
ASF
y el primero, al que devolví su título original,
Robbie
. Greenberg los publicó a finales de 1950 bajo el título de
Yo, robot
, un nombre que él mismo sugirió. Señalé que había un relato corto bastante conocido con ese título escrito por Eando Binder, pero Martin le quitó importancia a este hecho.

Después publicó la serie de la Fundación en tres volúmenes que aparecieron en años sucesivos:
Fundación
(1951),
Fundación e imperio
(1952) y
Segunda fundación
(1953). Escribí un capítulo de introducción en el primer libro para presentar la saga de forma más concreta, así que la primera parte del libro fue lo último que escribí.

Gnome Press también publicó obras de Robert Heinlein, Hal Clement, Clifford Simak, L. Sprague de Camp, Robert Howard y otros.

Prácticamente todos los libros que Martin publicó, incluidos los míos, han sido reconocidos posteriormente como grandes clásicos de la ciencia ficción y resulta asombroso que Martin los tuviera todos.

No obstante, no pudo beneficiarse de ello de forma adecuada. No tenía capital, no podía hacer publicidad, no tenía medios de distribución, ni contactos con las librerías, y el resultado fue que no vendió muchos ejemplares.

Además, Martin tenía una peculiaridad. Aborrecía pagar los derechos de autor y, de hecho, nunca lo hizo. Al menos, a mí no me pagó nunca. Estos derechos no debían de ser muy elevados, pero, por muy poco que fueran, nunca me los pagó.

Siempre tenía disculpas, grandes excusas. Su socio estaba enfermo. Su contable se estaba muriendo. Le había pillado un tornado. Le dije que estaba dispuesto a esperar con paciencia el dinero, pero ¿no podría ver el estado de las ventas y los beneficios para hacerme una idea de lo que me debían? Pues no, esto también parecía ir en contra de su religión.

Y, sin embargo, tuvo la desfachatez de quejarse cuando no le entregué más libros. Le había llevado cuatro que Doubleday, en una actitud irreflexiva, no quiso, pero desde luego a partir de ahora no le iba a dar nada que Doubleday sí quisiera, y actualmente Doubleday lo quería todo.

Así que cuando Martin se quejó, me limité a decirle:

—¿Dónde están mis derechos de autor, Martin? —y eso le cerró la boca.

En 1961, Tim Seldes me dio una carta de un editor portugués que pensaba que Doubleday era el editor de los libros de la Fundación. Se ofrecía a hacer una edición en portugués. Leí la carta, me encogí de hombros y dije:

—No sirve de nada. Gnome Press no paga los derechos de autor.

—¿Qué? —respondió indignado Tim—. En ese caso vamos a quitarle los libros. —Y envió a Martin los abogados de la empresa.

Martin tuvo el valor de establecer condiciones demasiado ventajosas para él y Tim quería demandarlo, pero le dije inquieto:

—No, Tim, dale lo que quiera y descuéntalo de mis derechos de autor. Lo que tenemos que hacer es conseguir los libros.

Fue un buen consejo y Tim hizo lo que pedí, pero nunca descontó el dinero de mis derechos de autor.

Otros autores también arrancaron sus historias de las garras de Martin y tuvo que abandonar el negocio. No sé qué fue de él después de eso.

Si Martin se hubiera quedado con los libros y hubiese pagado los miserables derechos de autor que habíamos ganado, ninguno de los autores podría haber retirado sus obras.

A medida que otros libros de sus escritores hubieran ido adquiriendo fama, habría aumentado la demanda de las obras publicadas por Gnome Press, y Greenberg podría haber prosperado y haber convertido a su empresa en una importante editorial de ciencia ficción. Pero eligió otro camino.

Una vez que Doubleday tuvo
Yo robot
y los libros de la Fundación, empezó a ganar dinero a una velocidad sorprendente y Martin nunca recibió un penique por ellos.

Sin embargo, aunque entonces me molestó lo sucedido y odié a Martin, el tiempo, como en muchas otras ocasiones, me ha demostrado que aunque una persona no pretenda hacerme un favor, acaba haciéndomelo.

Después de todo, me pagara o no, Martin produjo los libros cuando Doubleday no quería hacerlo. Existieron y permanecieron hasta que llegado el momento Doubleday cogió las orugas de Gnome Press y las convirtió en mariposas.

54. La facultad de medicina de la Universidad de Boston

Trasladarse a Boston significaba hacer nuevos amigos y conocer a gente diferente.

Burnham Walker, director del Departamento, tenía cuarenta y nueve años cuando llegué. Era un hombre de Nueva Inglaterra, tranquilo, poco comunicativo y muy brillante, al que no parecía importarle mi bulliciosa manera de ser. Me gustaba, y tengo que admitir que hizo que la vida de la facultad me resultara tolerable.

William Boyd, que cuando llegué tenía cuarenta y siete años, había intervenido para conseguirme el trabajo. Era un tipo grandote y de andar pesado que, según me pareció, trabajaba a disgusto. Había ido a la Universidad de Harvard y era compañero de curso de J. Robert Oppenheimer. Bill no pudo mantenerse a la altura de este último, por supuesto (yo tampoco habría podido), y eso, creo yo, le mortificaba.

Fue muy amable conmigo, al igual que su mujer, Lyle. Me invitaban a su casa a menudo y me presentaron a sus amigos. Esto fue lo que más me ayudó a sentirme como en casa en una ciudad nueva. Cuando Boyd aceptó un trabajo en Alejandría (Egipto) en calidad de funcionario estatal con un sueldo mucho mayor del que ganaba en Boston, me ofreció a llevarme con él. Me estremecí y rechacé su oferta. No sólo no pensaba ir a África, sino que además le previne contra el cuerpo de funcionarios del estado y le dije cómo sería. (Por supuesto, no era imparcial, ya que no quería que se fuera. Era mi mejor amigo en Boston y su partida me dejaba solo en un mundo extraño).

Boyd se fue el 1 de septiembre de 1950, tres meses después de que yo llegara a Boston, pero pronto volvió a su antiguo trabajo. Me confesó que todo lo que le había avisado sobre los funcionarios era exacto y que se arrepentía de no haberme escuchado.

A Henry M. Lemon, la persona para la que yo trabajaba, le caí mal desde el primer momento y tal vez su actitud no estaba del todo injustificada. Cuando nos conocimos antaño en el último piso del hospital, señaló hacia la ventana y habló de la belleza del "perfil de Boston", que no es algo de lo que presumir ante un residente de Manhattan.

No estaba contento de estar en Boston, así que miré por la ventana y vi un mar interminable de casas de dos pisos, pensé afligido en las gargantas de mi ciudad y dije abruptamente:

—¿A quién le interesa el perfil de Boston?

Fue una estupidez decir algo así y nuestra relación fue empeorando a partir de ese punto. Lemon estaba dedicado a su trabajo, que consistía en estudiar la relación del cáncer con los ácidos nucleicos (en realidad una línea de investigación muy fructífera que, por desgracia, ni él ni yo teníamos la capacidad de explotar adecuadamente), y yo no. Cada vez me dedicaba más a mi obra literaria. Él quería que asistiera a toda clase de conferencias científicas y fui a algunas, pero lo que yo quería era ir a Nueva York periódicamente y visitar a mis editores. La nuestra era una relación de odio mutuo, cada vez mayor.

Encontré un buen amigo fuera de la facultad. En casa de Bill Boyd conocí a Fred L. Whipple, un astrónomo de la Universidad de Harvard. Tenía cuarenta y tres años cuando me lo presentaron y era una persona educada y afable que se ganó mi afecto casi instantáneamente. Como Sprague de Camp, Fred no cambia de aspecto. Ahora, con ochenta y tantos años, sigue siendo delgado, ágil, activo y va en bici al trabajo. Es el auténtico modelo de la eterna juventud. Nos llamamos sin falta en nuestros respectivos cumpleaños.

Pero, por supuesto, yo no estaba en la Facultad de Medicina para cultivar amistades. Se esperaba que hiciera mi trabajo. Además de investigar para Lemon, tenía que dar clase de bioquímica a los estudiantes de primer curso de la facultad. Era una tarea bastante ingrata. A los estudiantes de medicina lo único que les interesa son los estetoscopios y los pacientes, y debe de ser exasperante tener que pasar el tiempo escuchando las clases como si siguieran en el
college
.

Encontré maneras de liberarme de la investigación. Había ayudantes de laboratorio y alumnos graduados a los que dejaba que hicieran la mayor parte de la investigación mientras yo supervisaba los resultados. (Eran mejores que yo en el manejo de los equipos). Lo que quería era escapar de la investigación. En mi fuero interno había terminado con ella, pero había elegido un camino equivocado.

No obstante, el trabajo no estaba del todo mal. Me gustaba dar clases (me habían ascendido a profesor auxiliar de bioquímica en 1951), y la enseñanza estaba hecha para mí. Los distintos miembros del Departamento se repartían las clases y cada uno elegía las asignaturas que más le gustaban. Yo (con un residuo de mi antigua arrogancia) dije que esperaría a que todo el mundo hubiera elegido y que me quedaría con lo que sobrara. El resultado fue que terminé con las clases más relacionadas con la química, once en total.

Las que di en la primavera de 1950 fueron las primeras clases importantes que impartía desde aquel seminario de la facultad tres años antes. Como entonces, mi audiencia estaba cautiva, los estudiantes no tenían más remedio que asistir y escuchar. Puede suponer que ésta no es la mejor receta para lograr una audiencia entusiasta.

Además, estas clases, al igual que el seminario, debían ser preparadas cuidadosamente. Nunca llegué al extremo de escribirlas, ni siquiera de memorizarlas, pero necesitaba tener un conocimiento bastante exacto de lo que iba a decir y debía escribir una gran cantidad de fórmulas en la pizarra que no podía permitirme que estuvieran equivocadas.

A medida que mi investigación empeoraba, mi enseñanza mejoraba. En la época en que mi período activo en la Facultad de Medicina estaba llegando a su fin, se me consideraba el mejor profesor. Me contaron la anécdota de dos miembros de la facultad que estaban hablando en uno de los pasillos. Les llegó el sonido distante de risas y aplausos y uno dijo:

—¿Qué es eso?

—Probablemente es Asimov dando clase —le respondió el otro.

Mi profundo fracaso como investigador no me importaba lo más mínimo, puesto que era bueno dando clases. Lo justificaba de la siguiente manera: la función principal de una facultad de medicina es enseñar a los estudiantes a ser médicos y una forma importante de hacerlo son las clases. Yo no sólo era capaz de informar e instruir a mis alumnos durante la clase sino que también despertaba su entusiasmo.

La prueba de ello eran sus reacciones. Era costumbre aplaudir al profesor al final de su última clase del curso. Por supuesto, lo hacían de forma poco entusiasta y superficial, producto de la costumbre más que de la convicción. Yo era el único al que aplaudían a mitad de curso y con ovaciones de verdad. Y mientras esto ocurriera, me sentía invulnerable.

¡Qué equivocado estaba! Había pasado por alto un factor. Las clases sólo ayudan a los estudiantes. Por otro lado, la investigación significaba becas de gobierno, y una parte de las becas corresponden a "gastos generales" que van a la facultad. Lo que quiere decir que la facultad siempre prefiere la investigación a la enseñanza, el dinero a la instrucción de sus alumnos. Es decir, que yo no era en absoluto invulnerable, sino que más bien sería una presa fácil en cuanto mi investigación se desvaneciera, y así fue.

Puede que el lector opine que la facultad hacía bien en anteponerse a sus estudiantes, ya que si se viera obligada a restringir sus instalaciones por falta de fondos, los estudiantes sufrirían las consecuencias.

Por otro lado, sin duda se podría lograr un equilibrio. A un profesor muy bueno se le pueden perdonar sus fracasos como investigador. Sin embargo, como ya explicaré más adelante, éste no iba a ser mi caso.

55. Artículos científicos

Una función importante, incluso la principal, de un investigador era escribir artículos sobre el trabajo que estaba haciendo y conseguir que se publicaran en las revistas apropiadas. Cada uno de estos artículos es una "publicación" y las esperanzas de un científico para ascender y adquirir prestigio se basan en la calidad y cantidad de sus publicaciones.

Por desgracia, la calidad de una publicación es algo difícil de valorar, mientras que el número es muy fácil de determinar. Por tanto, se tendía a juzgar sólo por el número y esto hizo que los científicos escribieran muchas publicaciones preocupándose muy poco de la calidad.

Aparecerían publicaciones con apenas nuevos datos que merecieran ser considerados una novedad. Algunas se dividían en partes y cada una se publicaba por separado. Otras eran firmadas por cualquiera que hubiera tenido algo que ver con el trabajo, por muy de refilón que fuera, ya que contaría como una publicación para cada uno de los autores citados. Algunos científicos de categoría superior insistían en poner su nombre en todos los artículos que producían sus departamentos, aunque no hubiesen tenido nada que ver con el trabajo.

Nunca entré en ese juego, ni me lo planteé. En primer lugar, rara vez obtuve datos que merecieran la pena publicarse. En segundo lugar, no me gustaba el estilo literario requerido por dichos artículos y no quería exponerme a ello. Y en tercer lugar, no existía la menor esperanza de hacerme famoso por mis investigaciones y por tanto no tenía intención de perder el tiempo en una lucha inútil.

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