La oportunidad llegó en 1977, cuando me invitaron a dar una conferencia a un gran grupo de empleados de IBM en Miami. La remuneración era mayor de lo habitual, pero eso no me influyó. Sin embargo, pedí una visita con guía a los Everglades y aceptaron.
Así que el 26 de marzo de 1977 inicié, muy nervioso, el viaje más largo que había emprendido por mi cuenta hasta entonces. Cogimos el tren a Miami.
No me importa demasiado viajar en tren, aunque me pongo nervioso cuando corre por la noche. Que me maten si llego a convencerme de que el maquinista puede ver adónde va, ya que cuando miro afuera por la ventanilla, todo está oscuro. (Lo sé. Lleva luces y hay señales luminosas a lo largo de la vía, pero aunque mi mente lo sabe, mi corazón, no.)
Lo paso peor cuando hay un tramo desigual de vía y el tren se mueve y traquetea. No hago más que pensar en descarrilamientos, con quién sabe qué terribles consecuencias.
No creo que sea sólo cobardía, aunque me parece que he subrayado que no soy físicamente valiente. Mis temores reflejan también una imaginación hiperactiva. La he ejercitado y utilizado en mis obras durante décadas y no la puedo desconectar cuando quiero. Las consecuencias terribles siempre se presentan solas, ante mis ojos, en forma real y en tres dimensiones, y no hay nada que pueda hacer.
Hicimos todo lo que pudimos para estar cómodos. Pedimos no sólo un compartimiento del coche-cama, sino dos adyacentes, y manteníamos la puerta abierta entre ambos. Esto quiere decir que teníamos dos cuartos de baño, un lujo que valoramos mucho ya que cuando sólo hay uno surgen los conflictos. Yo me levanto pronto y estoy acostumbrado a encerrarme en el cuarto de baño con un libro o un periódico, sin tener ninguna prisa por salir. En nuestro piso tenemos baños separados, así que puedo disfrutar tomándomelo con calma.
Puesto que el coche-cama era el último del tren y el vagón restaurante estaba casi al principio, teníamos que atravesar varios vagones, lo que reactivó mi liberalismo. Estaban los proletarios en sus vagones tumbados como podían en sus asientos tratando de descansar (sobre todo cuando pasamos temprano a desayunar) y estábamos nosotros, con nuestro compartimiento doble, nuestras camas y dos cuartos de baño separados, viviendo en el lujo. No sólo me sentía terriblemente culpable de traicionar a mi clase por haberme hecho rico, sino que tenía la desagradable sensación de que en cualquier momento todos los pasajeros oprimidos se iban a levantar airados gritando: “
Les aristocrates à la lanterne
”
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y nos iban a colgar, a pesar de que, de pensamiento, yo era uno de ellos.
Pero llegamos sanos, sin descarrilar y sin ser colgados, y mi charla tuvo mucho éxito. Me divirtió bastante la estricta organización de IBM. La conferencia estaba programada para una hora muy temprana y no hubo rezagados. (Estoy convencido de que cualquiera que hubiese llegado tarde habría sido fusilado en el acto.) Todo el mundo estaba en sus asientos y los hombres iban todos de uniforme: traje oscuro, camisa blanca, corbata estrecha y un ligero aroma de loción de afeitado.
Yo llevaba una chaqueta roja, que pareció cegar a todos, pero la toleraron. (Otro de los conferenciantes fue enviado a su habitación a ponerse la corbata de la que había prescindido.)
Sin embargo, mi atuendo dejó su huella. Cuando volví a Nueva York, informé a mi agente de conferencias, Harry Walker, que había arreglado el viaje. Mientras estaba allí, dio la casualidad que recibió una llamada de IBM expresando su satisfacción por mi conferencia.
Harry Walker estaba de broma y dijo:
—En realidad, está aquí mismo hablando conmigo.
Después una mirada de asombro cruzó su rostro y añadió:
—No, no lleva una chaqueta roja.
Fuimos de excursión a los Everglades y fue un éxito completo, aunque el invierno anterior había sido muy duro y las temperaturas habían alcanzado los siete grados centígrados bajo cero; no había precedentes de temperaturas tan bajas (en los Everglades). Esto acabó con mucha vegetación, que no estaba adaptada al frío. Todavía quedaban manchas marrones de plantas muertas que daban pena, y Janet lo lamentó.
A pesar de todo, quedaba mucho por ver, hasta caimanes, que no parecían muy amenazadores. Nos dijeron que no les diéramos de comer, pero había uno al que le faltaba una pata (probablemente arrancada de un mordisco por algún rival) y Janet insistió en alimentarlo. El almuerzo fue estupendo —el tiempo era magnífico— y yo contemplaba las aguas de lo que me aseguraron que era el golfo de México, algo que nunca había pensado ver.
Sin embargo, me entristecí sólo con pensar en vivir en Florida, un lugar en el que quince centímetros se considera una gran elevación. Me gustan las colinas verdes, como ya he dicho antes. En Florida, además, no existe un auténtico invierno y, aunque tienen sus desventajas, también son muy bellos. En los climas sin invierno, como los de Florida, el sur de California y Hawai, creo que me volvería loco de nostalgia por la nieve.
Mi buen amigo Martin H. Greenberg, del que hablaré más a fondo después, nació y creció en Florida, pero fue al
college
en Connecticut y vio la primera nevada allí. Decía que le produjo una alegría y una emoción indescriptibles contemplar cómo caía del cielo el agua helada y hacer bolas de nieve. No obstante, vive desde hace muchos años en Green Bay (Wisconsin) y me temo que no contempla las nevadas extasiado en la actualidad.
Al año siguiente, 1978, me enfrenté a un desafío todavía mayor. Me pidieron que fuera a Pebble Beach (California) y a San José para dar sendas conferencias por una cantidad que me pareció enorme en esa época.
¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! Pero Janet ansiaba visitar el zoológico de San Diego, y sabía muy bien que no podría hacerlo si no íbamos a California. El viaje a Florida me dio confianza, así que nos fuimos en diciembre de 1978.
Janet insistió en que saliéramos con un día de anticipación, a lo que me opuse rotundamente, pero es muy persuasiva y resultó una buena idea.
Nos costó cuatro días y cuatro noches llegar en tren a California, y después otros cuatro días y otras cuatro noches volver. Los dos viajes me parecieron más largos. Cuando nos detuvimos en Chicago aprovechamos la oportunidad para subir a la torre Sears, el edificio de oficinas más alto del mundo.
No me gustó tanto como esperaba. Dejando aparte incluso mi acrofobia, la vista de la llanura del Medio Oeste me pareció monótona. Yo quiero colinas y más colinas.
Peor aún, estaba molesto por la mera existencia del edificio. Mi militancia neoyorquina me obligaba a sentirme amargamente ofendido al ver que otra ciudad había osado construir un edificio más alto que los rascacielos de Manhattan.
El tren tenía un coche con una bóveda de cristal para disfrutar del paisaje. Todo fue bien hasta Wyoming, donde el invierno paralizó todo el campo. Seguíamos a un tren de mercancías que avanzaba resoplando por una línea férrea de una sola vía y, aparentemente, esa tortuga monstruosa no podía apartarse porque, en esa época, los trenes de mercancías tenían preferencia sobre los de pasajeros.
A altas horas de la noche, el corazón de la tortuga se paró. Esperamos a que llegara otra máquina para reemprender la marcha, y nosotros detrás. Janet estuvo despierta y nerviosa durante toda la noche, pero yo dormí casi todo el tiempo. Cuando me desperté, estaba indignado con el tren de mercancías, la red ferroviaria y toda la filosofía de viajar. Para darme más argumentos, se estaba acabando el combustible del tren, se quedaba sin calefacción, y los vagones empezaron a padecer temperaturas invernales. Por fin, cuando se estaban agotando los últimos restos de la calefacción de nuestro vagón, llegó la nueva máquina y nos pusimos en marcha. Llegamos a Oakland, después fuimos en autobús a San Francisco y llegamos con exactamente doce horas de retraso. Así que Janet tuvo una buena idea al insistir en que saliéramos un día antes.
A causa del tiempo perdido, atravesamos Utah de día y no durante la noche anterior, como estaba previsto. Janet no tenía en cuenta su herencia mormona, pero sus padres habían nacido en Utah y residieron allí hasta los veinte años; muchos parientes vivían allí y a algunos los había visitado. Se emocionó al contemplar el Estado a la luz del día, así que pensé que el retraso había merecido la pena.
La estancia en California fue todo un éxito. Las dos conferencias fueron bien, aunque mis opiniones no eran compartidas por los que parecían ser mayoría en Pebble Beach. (Recuerdo que defendí Nueva York con gran energía contra los violentos ataques de los no neoyorquinos, que pensaban que la ciudad era el subsótano de los infiernos.) En la charla de San José vi a Randall Garret por última vez y me entregó la
Canción de los clones
.
Janet estuvo con su hermano y su cuñada durante bastante tiempo y yo alquile un coche (por primera y, por el momento, única vez en mi vida) para podernos aventurar por los bosques y ver los enormes secoyas. Me quedé maravillado y me indigné al recordar una de las muchísimas y necias observaciones de Ronald Reagan cuando afirmó que si se había visto una secoya se habían visto todas y que, por lo tanto, no importaba talar estos magníficos ejemplos del reino vegetal. (Aunque, probablemente, lo único que hizo fue repetir lo que alguien escribió para él en una de esas tarjetas.)
Después de dar mis conferencias, Janet y yo recorrimos en coche la autopista de la costa y contemplamos durante muchos kilómetros el océano Pacífico. No puedo decir que me guste el paisaje pardo. Janet me explicó que en primavera todo se vuelve verde brillante, pero a mí me gusta que el paisaje esté verde o cubierto de nieve, y no pardo.
Por fin llegamos a San Diego, donde habíamos concertado con los directores del zoológico de la ciudad una visita guiada para el día siguiente, el 17 de diciembre de 1978. Miré el cielo y le pregunté al portero del hotel si llovería. Se rió de buena gana. ¿Llover en San Diego, tío del Este?, podía oírle decir. Por supuesto que no.
Al día siguiente llovió a cántaros, de la mañana a la noche.
No podíamos quedarnos sin visitar el zoológico sólo porque lloviera, así que fuimos y todo salió muy bien. Un alto cargo del zoológico apareció con equipo de tormenta (parecía el capitán de un ballenero) e hicimos nuestra visita. (También nosotros íbamos adecuadamente vestidos para la ocasión.)
Mientras que en un día normal el zoológico habría estado abarrotado de gente y habríamos tenido dificultades para movernos y conseguir ver bien a los animales, esta vez estuvimos bastante solos, y puesto que no nos importaba la humedad, las condiciones eran ideales.
Al día siguiente fuimos en coche hasta Los Ángeles y Janet insistió en que paráramos en Disneylandia. Lo hice con mucha aprensión y, ante mi horror y vergüenza, me divertí muchísimo.
Presentaban el espectáculo de
It’s a Small World After All
que me había gustado en la Feria Mundial de Nueva York de 1965. Yo no lo sabía, y mientras paseábamos por Disneylandia, pregunté a Janet:
—¿Dónde dan
It’s a Small World After All
?
Lo preguntaba sólo para fastidiar, para que cuando me dijera que no existía, poder hacer comentarios despreciativos sobre Disneylandia, California y el Universo.
Pero me respondió con toda calma:
—Ahí mismo, en ese edificio.
Naturalmente, insistí en verlo. Los asientos estaban llenos de niños de siete a diez años, sentados en silencio sepulcral, más un niño de cincuenta y ocho que no podía contener su emoción y señalaba con júbilo los distintos muñecos que pasaban.
En Los Ángeles la lluvia limpió el aire temporalmente, así que sus habitantes tuvieron su oportunidad anual de ver cielos azules y cúmulos. El hombre del tiempo de la televisión mostraba entusiasmado imágenes de las nubes y explicaba lo que eran, mientras en la calle la gente miraba con asombro hacia las montañas lejanas, visibles a través de una atmósfera que de repente se había vuelto transparente. (¡Y critican a Nueva York!)
Después, devolvimos el coche, cogimos el tren y llegamos a casa el 22 de diciembre. Habíamos estado fuera durante tres semanas, lo que significaba una acumulación considerable de correo, de llamadas telefónicas y de retraso en los plazos de entrega. Cuando la gente normal va de vacaciones, su trabajo lo hacen un ejército de ayudantes, secretarias, asistentes, familiares, etc. Cuando voy yo, nadie hace mi trabajo. Todo me espera y a la vuelta tengo que trabajar el doble. Así que ¿qué tienen de bueno las vacaciones?, me pregunto. (Dicho sea de paso, no complazco a Janet en todos sus deseos. También sueña con ir a Vancouver y a Kyoto, y no la he llevado allí y supongo que nunca lo haré.)
Después del viaje, Janet escribió un artículo sobre las dificultades de atravesar el continente con un hombre que detesta viajar y se niega a volar. Ante mi sorpresa, lo vendió a la sección de viajes del
New York Times
. Apareció en el número del 25 de febrero de 1979 del
Sunday Times
y mereció gran cantidad de comentarios favorables de los lectores.
Una persona me paró en la calle y me preguntó si era Isaac Asimov. Cuando lo admití me dijo:
—¿Le dirá por favor a su mujer que me encantó el artículo?
Me detuve en el teléfono más cercano y la llamé.
—Janet —le dije—, este fastidio tiene que terminar.
Nunca pensé que abandonaría el territorio de Estados Unidos después de que me trajeran en 1923, y no lo hice ni siquiera cuando fui a Hawai, ya que Hawai, aunque todavía no era un estado, sí era territorio estadounidense. La primera vez que salí de Estados Unidos fue porque Gertrude había nacido en Toronto y de vez en cuando yo tenía que acceder a visitar esta ciudad. Fuimos en coche dos veces y una a Quebec.
Nos aconsejaron llevar nuestra carta de ciudadanía, y claro, tuvimos que enseñarla. Esto me molestó. Era una cuestión de principios. Los nacidos en Estados Unidos, al volver de Canadá, simplemente decían que habían nacido en el país; no enseñaban el certificado de nacimiento porque su palabra era suficiente. Pero yo era un ciudadano nacionalizado, mi palabra no era suficiente y tenía que presentar mi carta de ciudadanía. Esto es recibir un tratamiento de ciudadano de segunda.
Yo soy tan estadounidense como cualquier otro y eso me molestó.
Fuimos a ver las cataratas del Niágara y mientras conducía hacia la población más cercana me preguntaba en voz alta si no nos perderíamos y nos quedaríamos sin verlas. Acabé de decirlo, di la vuelta a una esquina y allí estaban. Esta primera visión, inesperada por completo, fue magnífica. Permanecimos en el lado canadiense y contemplamos las cataratas Horseshoe en silencio, impresionados al ver caer por el precipicio los últimos restos de hielo del invierno. Al día siguiente el hielo había desaparecido, sólo quedaba una cascada de agua azul que caía con gran estruendo.