—Muy bien —dijeron Maurice y Archie.
—Scudder, ¿ha oído usted?
—
Le bonhomme est distrait
—dijo su madre.
El piano había arrugado la alfombra, y los criados, no queriendo alzar la voz ante los señores, entendían mal las órdenes que se daban entre sí, y murmuraban, «¿qué?».
—Scudder, los señores irán de caza mañana. Esté preparado sobre las diez. ¿Nos retiramos ya?
—Irse temprano a la cama es una regla aquí, como usted sabe, señor Hall —dijo Anne.
Después deseó buenas noches a los tres criados y encabezó el cortejo escaleras arriba. Maurice se quedó a elegir un libro. ¿Podría servirle la
Historia del racionalismo
de Lecky? La lluvia repiqueteaba en la palangana, los hombres enrollaban la alfombra, y, arrodillados, parecían celebrar algún rito fúnebre.
—Maldición. ¿No habrá nada, nada?
—… schsss, chssss, no está hablando con nosotros —dijo el ayuda de cámara al guarda.
Escogió a Lecky, pero no fue capaz de leerlo, y después de cinco minutos lo dejó a un lado y se puso a cavilar sobre el telegrama. En la frialdad de Penge, su propósito se hacía mas firme. La vida había resultado un callejón sin salida con un montón de estiércol al fondo, y debía volver atrás y comenzar de nuevo. Uno puede transformarse por completo, afirmaba Risley, si prescinde del pasado. Adiós belleza y ternura. Acababan en estiércol y debían abandonarse. Corriendo las cortinas, lanzó una profunda mirada a la lluvia, y suspiró, y se golpeó el rostro, y se mordió los labios.
El día siguiente fue aún más triste, y lo único que podía decir en su favor era que había tenido la irrealidad de una pesadilla. Archie London parloteaba, la lluvia repiqueteaba, y en el sagrado nombre del deporte corrieron tras los conejos por las tierras de Penge. A veces acertaban a los conejos, a veces no, a veces probaban con el hurón y la red. Los conejos debían ser mantenidos a raya, y quizá por este motivo se les había impuesto aquella diversión: había en Clive siempre una vena calculadora. Volvieron a comer, y Maurice tuvo un estremecimiento. Había llegado un telegrama para él, del señor Lasker Jones, dándole hora para el día siguiente. Pero aquel estremecimiento pasó pronto. Archie pensó que era mejor seguir tras los conejos, y él estaba demasiado deprimido para rehusar. La lluvia había amainado, aunque por otra parte la niebla era más espesa, el barro más abundante, y hacia la hora del té perdieron un hurón. El guarda probó que era culpa de ellos, Archie sabía más y se lo explicó a Maurice en el saloncito con la ayuda de un croquis. La cena se sirvió a las ocho, y a esa hora llegaron los políticos, y después de la cena el techo del salón goteó en platitos y palanganas. Después, en la habitación roja, la misma lluvia, la misma desesperación, y el hecho de que ahora Clive, sentado en su cama, le hablase confidencialmente no hacía en absoluto las cosas diferentes. La charla podía haberle conmovido si se hubiese producido antes, pero le había afectado tanto la falta de hospitalidad, había sido aquél un día tan estúpido y desolado, que ya no podía responder al pasado. Todos sus pensamientos iban tras el señor Lasker Jones; deseaba estar solo para redactar una declaración escrita sobre su caso.
Clive percibió que la visita había sido un fracaso, pero, como él repetía, «la política no puede esperar, y ha dado la casualidad de que has coincidido con el momento de las apreturas». Se sentía mal también por haber olvidado que aquél era el día de cumpleaños de Maurice… y era preciso que su huésped les ayudase en el partido. Maurice dijo que lo sentía muchísimo, pero que ya no podía pues tenía aquel urgente e inesperado compromiso en la ciudad.
—¿No puedes volver después de cumplir con él? Somos unos anfitriones espantosos, pero es un placer tenerte con nosotros. Considera la casa como un hotel… Haz tú lo tuyo y nosotros haremos lo nuestro.
—El caso es que estoy preparando mi matrimonio —dijo Maurice. Las palabras huían de él como si tuviesen vida independiente.
—Me alegro muchísimo —dijo Clive, bajando los ojos—. Maurice, me alegro muchísimo. Es la mejor noticia del mundo, quizá la única…
«Ya, ya.» Se estaba preguntando por qué había hablado. Su frase se perdía en la lluvia; él era siempre consciente de la lluvia y de los tejados en decadencia de Penge.
—No te molestaré con mi charla, pero sólo quiero decirte que Anne se lo imaginó. Las mujeres son extraordinarias. Ella dijo desde el primer momento que tenías algo en la manga. Y yo me reí, pero ahora no tengo más remedio que darle la razón —alzó la vista—. Oh, Maurice, cuánto me alegro. Te agradezco mucho que me lo digas… Es lo que siempre he deseado para ti.
—Ya lo sé.
Hubo un silencio. Aparecían de nuevo los antiguos gestos de Clive. Era generoso, amable.
—Es maravilloso, ¿verdad? Estoy tan contento… Me gustaría saber decirte algo. ¿Te importa si se lo digo sólo a Anne?
—No me importa nada. Díselo a todo el mundo —exclamó Maurice, con una brutalidad que pasó inadvertida—. A cuantos más, mejor. —Solicitaba la presión externa—. Si la muchacha que yo prefiero no quiere, hay otras.
Clive se sonrió un poco al oír esto, pero estaba demasiado alegre para ser escrupuloso. Estaba alegre en parte por Maurice, pero también porque aquel hecho afirmaba su propia posición. Odiaba la anormalidad, Cambridge, la habitación azul; ciertos calveros del parque estaban… noviciados, pues nada indigno había sucedido, pero resultaban sutilmente ridículos. Hacía poco había encontrado un poema escrito durante la primera visita de Maurice a Penge, que debió brotar del mundo del otro lado del espejo, tan fatuo, tan perverso era. «Sombra de los viejos barcos helenos.» ¿Se había dirigido en aquellos términos al tosco estudiante? Y el conocimiento de que Maurice había prescindido también de tales sensiblerías lo purificaba todo, y también de él surgían las palabras como si tuvieran vida propia.
—He pensado en ti más veces de las que te imaginas, Maurice querido. Como te decía el otoño pasado, me interesas en un sentido auténtico, y siempre será así. Éramos jóvenes estúpidos, ¿verdad?… Pero se puede sacar fruto hasta de la estupidez. Evolución. No, más que eso, intimidad. Tú y yo nos conocemos y confiamos uno en otro precisamente porque sabemos lo idiotas que fuimos en un tiempo. El matrimonio no ha creado ninguna diferencia. Oh, esto es estupendo, creo que…
—¿Me das tu bendición, entonces?
—¡Cómo no iba a dártela!
—Gracias.
Los ojos de Clive se suavizaron. Quería hablar de algo más tierno que la evolución. ¿Se atrevería a acudir a un gesto del pasado?
—Piensa en mí todo el día de mañana —dijo Maurice—, y en cuanto a Anne… Debe pensar en mí también…
Una alusión tan graciosa le decidió a besar gentilmente a su camarada en su gran mano morena.
Maurice se estremeció.
—¿No te importa?
—¡Oh, no!
—Maurice querido, sólo quería mostrarte que no he olvidado el pasado. Completamente de acuerdo… No mencionemos el asunto más, pero quiero hacer esto aunque sólo sea una vez.
—Muy bien.
—¿No te alegra que acabe todo de modo tan perfecto?
—¿Cómo perfecto?
—Sí, no aquel lío del año pasado.
—Vaya contigo.
—En paz pues, me voy.
Maurice aplicó sus labios al puño almidonado de una camisa. Habiendo cumplido su propósito, se iba, dejando a Clive más amistoso que nunca, e insistiendo en que debería volver a Penge tan pronto como las circunstancias se lo permitieran. Clive habló hasta tarde, mientras el agua gorgoteaba sobre el dormitorio. Cuando se hubo ido, Maurice corrió las cortinas y cayó de rodillas, apoyando su barbilla en el antepecho de la ventana y dejando que las gotas de lluvia salpicaran su cabello.
«¡Ven!», gritó de pronto, asombrándose a sí mismo. ¿A quién había llamado? No pensaba en nada y la palabra había brotado de él. Apresuradamente se apartó del aire y de la oscuridad, y encerró de nuevo su cuerpo en la habitación roja. Y después escribió su confesión. Le llevó algún tiempo y, aunque estaba lejos de ser imaginativo, se acostó preocupado. Estaba convencido de que alguien miraba por encima de su hombro mientras escribía, de que no estaba solo, de que no había escrito personalmente aquello. Desde que había llegado a Penge, le parecía no ser Maurice, sino un lío de voces, y ahora casi podía oírlas discutiendo en su interior. Pero ninguna de aquellas voces pertenecía a Clive: aquello había quedado atrás.
Archie London también volvía a la ciudad, y al día siguiente, muy temprano, ambos estaban en el vestíbulo, esperando la berlina, mientras el hombre que le había guiado tras los conejos aguardaba fuera su propina.
—Puede irse al diablo —dijo Maurice, enojado—. Le ofrecí cinco chelines y no quiso tomarlos. ¡Qué descaro!
El señor London estaba escandalizado. ¿A dónde querían llegar los criados? ¿No iban a aceptar más que monedas de oro? Si así fuera, uno podría mandarlo todo al cuerno. Y comenzó a contar una pequeña historia sobre la niñera de su mujer. Pippa había tratado a aquella mujer más que como a una igual, pero ¿qué puede esperar uno de la gente que está educada a medias? Una educación a medias es peor que ninguna.
—Y tanto, y tanto —dijo Maurice, bostezando.
De todos modos, el señor London le preguntaba si en realidad nobleza obligaba.
—Oh, inténtelo si quiere.
Él extendió una mano hacia la lluvia.
—Hall, lo cogió sin problema, ¿sabe?
—¿Ah sí?, ¡el condenado! ¿Por qué no cogió lo mío? Supongo que usted le dio más.
Con vergüenza, el señor London confesó que así era. Había aumentado la cuantía de la propina por miedo al desaire. El tipo era el colmo, sin duda, pero a él no le parecía de buen gusto el que Hall se lo tomase en serio. Cuando los criados son groseros, uno debe sencillamente ignorarlos.
Pero Maurice se sentía enojado, cansado e inquieto por su cita en la ciudad, y consideraba el episodio parte de la atmósfera desagradable de Penge. Movido por un espíritu de venganza, salió a la puerta, y dijo de un modo familiar en él, pero alarmante:
—¡Hola! ¡Así que cinco chelines no son suficientes! ¡Así que usted sólo coge monedas de oro!
Fue interrumpido por Anne, que había venido a despedirles.
—Buena suerte —dijo a Maurice con una expresión muy dulce, haciendo después una pausa como invitándole a hacer confidencias. No llegó ninguna, pero ella añadió—: Me siento muy contenta de que usted no sea terrible.
—¿De verdad?
—A los hombres les gusta parecer terribles. Clive hace lo mismo. ¿No es verdad, Clive? Señor Hall, los hombres son unas criaturas divertidas —se llevó una mano al collar y sonrió—. Muy divertidas. Le deseo buena suerte. —Se sentía encantada con Maurice. Su situación y la forma que tenía de abordarla, le parecían muy masculinas—. De aquí a poco una mujer enamorada —explicó a Clive en el quicio de la puerta—, de aquí a poco una mujer enamorada sin duda… Deseo saber el nombre de la muchacha.
Adelantándose a los criados, el guarda llevó la maleta de Maurice a la berlina, evidentemente avergonzado. «Colóquela dentro», dijo Maurice fríamente. En medio de los adioses de Anne, Clive y la señora Durham, partieron, y London recomenzó la historia de la niñera de Pippa.
—¿Qué tal un poco de aire? —sugirió la víctima.
Abrió la ventana y miró el parque que la lluvia cubría. ¡Qué estupidez, tanta lluvia! ¿Qué falta hacía que lloviese tanto? ¡La indiferencia del universo hacia el hombre! Avanzando cuesta abajo hacia el bosque, la berlina se arrastraba a duras penas. Parecía imposible que lograsen llegar a la estación, o que las desgracias de Pippa cesasen.
No lejos de la casa del guarda había un pequeño y sucio repecho, y la carretera, siempre en malas condiciones, estaba bordeada de rosas silvestres que rozaban el coche. Brote tras brote fueron pasando, agobiadas por un año cruel: algunas estaban roídas, otras nunca florecerían; de cuando en cuando la belleza triunfaba, pero desesperadamente, vacilando en un mundo de sombras. Maurice fue mirándolas una tras otra, y aunque no le interesaban las flores, aquel fracaso le irritaba. No había ninguna perfecta. Unas estaban mutiladas, las siguientes llenas de orugas o de insectos. ¡La indiferencia de la naturaleza! ¡Y su incompetencia! Se inclinó fuera de la ventana para ver si ella podía salvar algo, y chocó con los luminosos ojos castaños de un joven.
—¡Dios mío, de nuevo ahí el guarda ese!
—No puede ser, no puede haber llegado hasta aquí. Le dejamos en la casa.
—Pudo si corrió.
—¿Y por qué tenía que correr?
—Es verdad, ¿por qué habría de hacerlo? —dijo Mau-rice; después alzó la cortinilla de atrás y miró hacia los rosales borrados ya por la neblina.
—¿Era él?
—No pude verlo.
Su compañero prosiguió inmediatamente su relato, y habló casi sin cesar hasta que se pararon en Waterloo.
En el taxi, Maurice volvió a leer su confesión, cuya franqueza le alarmó. Él, que no había podido confiar en Jowitt, estaba poniéndose en manos de un charlatán; pese a las seguridades de Risley, relacionaba el hipnotismo con las sesiones espiritistas y con el chantaje, y había refunfuñado a menudo al leer sobre él en el
Daily Telegraph
. ¿No sería mejor retirarse?
Pero la casa le pareció bien. Cuando se abrió la puerta, los pequeños Lasker Jones jugaban en las escaleras —eran unos niños encantadores, que le confundieron con «el tío Peter» y se colgaron de sus manos; y cuando fue introducido en la sala de espera y se puso a leer
Punch
, la sensación de normalidad se hizo más firme. Fue a su destino tranquilo. Él quería una mujer que le asegurase socialmen-te y aplacase su lujuria y le diese hijos. No pensaba en ningún momento que aquella mujer pudiese ser una verdadera alegría —en el peor de los casos, Dickie había sido esto—, pues durante la larga lucha había olvidado lo que era el Amor, y no buscaba la felicidad, sino el reposo.
El caballero le tranquilizó aún más, pues correspondía perfectamente a la idea de lo que, según él, debía ser un científico. Pálido y sin expresión, estaba sentado en una gran habitación sin ningún cuadro, ante un buró.
—¿Señor Hall? —dijo, y le ofreció una mano sin sangre. Su acento era ligeramente americano—. Bien, señor Hall, ¿cuál es el problema?
Maurice quedaba así al margen. Era como si se reunieran para discutir algo relativo a un tercero.