Maurice (18 page)

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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
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¿A quién consultar? El joven Jowitt era el único médico a quien conocía bien, y el día siguiente del incidente del ferrocarril se las arregló para decir con un tono casual: «Oye, en tus visitas, ¿no te has topado nunca con individuos del tipo Oscar Wilde?» Pero Jowitt replicó: «No, eso es cosa de siquiátrico, gracias a Dios», lo que fue desalentador, y quizá sería mejor consultar a alguien a quien no hubiese visto nunca. Pensó en especialistas, pero no sabía si existía alguno de su mal, ni si podía tener confianza en su discreción. Sobre todas las cuestiones podía obtener información, pero sobre esto que le afectaba tan directamente, la civilización guardaba silencio.

Al final se atrevió a visitar al doctor Barry. Sabía que sería un mal trago, pero el viejo, aunque fanfarrón y fastidioso, era totalmente digno de confianza, y se hallaba mejor dispuesto hacia él desde sus deferencias con Dic-kie. No eran en modo alguno amigos, lo cual hacía más fáciles las cosas, y Maurice iba tan pocas veces a su casa que poco importaba si tenía que dejar de hacerlo para siempre.

Fue allí un frío atardecer de mayo. La primavera se había convertido en una burla, y un triste verano se anunciaba. Hacía exactamente tres años del día que fue allí bajo un cielo embalsamado, a recibir su lección sobre Cambridge, y su corazón latía agitado, recordando lo severo que había sido entonces el anciano. Lo encontró de buen humor, jugando al bridge con su mujer y su hija, y deseoso de que Maurice se incorporase a la partida.

—Lo siento, pero no puedo; tengo que hablar con usted —dijo, con una emoción tan intensa que tuvo la sensación de que no lograría dar con las palabras precisas.

—Bien, anda, habla.

—Quiero hablarle como médico.

—Pero por Dios, hombre, me he retirado de la práctica hace ya seis años. Vete a ver a Jericho o a Jowitt. Siéntate, Maurice. Qué alegría verte por aquí; ya pensábamos que te habías muerto. Polly, whisky para esta flor marchita.

Maurice permaneció de pie, y después se volvió de un modo tan extraño que el doctor Barry le siguió al vestíbulo y dijo:

—¿Qué pasa, Maurice? ¿De verdad puedo ayudarte en algo?

—¡Ojalá que pueda!

—Ni siquiera tengo consultorio.

—Es una enfermedad demasiado íntima para Jowitt… Preferí venir a usted… Es usted el único médico a quien me atrevo a contárselo. En una ocasión le dije que esperaba aprender a hablar claro. Es acerca de eso.

—Un problema secreto, ¿eh? Bien, adelante.

Entraron en el comedor, donde había aún restos de la merienda. La Venus de Médicis, en bronce, descansaba en la repisa de la chimenea; de las paredes colgaban reproducciones de Greuze. Maurice intentó hablar y no lo logró, se sirvió un poco de agua, fracasó de nuevo, y rompió en sollozos.

—Ten calma —dijo el viejo compasivamente—. Y recuerda que, por supuesto, esto es profesional. Nada de lo que digas llegará a oídos de tu madre.

La fealdad de la entrevista le abrumaba. Era como estar de nuevo en el tren. Lamentaba el horror en que se había metido, pues se había jurado no hablar de aquello con nadie más que con Clive. Incapaz de decir las palabras justas, murmuró:

—Se trata de las mujeres…

El doctor Barry llegó a una conclusión; realmente había llegado a ella desde que hablaron en el vestíbulo. También él había tenido un pequeño problema en su juventud y esto le hacía ver el asunto con simpatía.

—Eso lo arreglaremos en seguida —dijo.

Maurice detuvo sus lágrimas, no sin que se derramaran algunas, y sintió el resto amontonarse en una dolorosa ola en su cerebro.

—Oh, ayúdeme, por amor de Dios —dijo, y se hundió en un sillón, dejando caer los brazos—, estoy al borde del desastre.

—¡Ay, las mujeres! Qué bien me acuerdo de aquel día en que recitaste en el escenario del colegio… Fue el año en que murió mi pobre hermano… Tú mirabas con la boca abierta a la mujer de un profesor… Cuánto tiene uno que aprender y qué dura escuela es la vida, recuerdo que pensaba. Sólo las mujeres pueden enseñarnos, y hay mujeres buenas y mujeres malas. ¡Querido, querido! —carraspeó—. Bueno, muchacho, no tengas miedo de mí. No tienes más que decirme la verdad, y te pondré bien. ¿Cuándo cogiste esa maldita cosa? ¿En la universidad?

Maurice no comprendió. Después su frente se ensombreció.

—No es nada tan sucio como eso —dijo abruptamente—. A mi cochina manera me he mantenido limpio.

El doctor Barry pareció ofendido. Cerró la puerta, diciendo con cierto desdén:

—Impotente, ¿eh? Echemos un vistazo.

Maurice se desvistió, arrojando sus ropas con rabia. Había sido insultado lo mismo que él había insultado a Ada.

—Estás perfectamente —fue el veredicto.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Lo que digo. Que eres un hombre normal. No hay nada de que preocuparse.

Se sentó junto al fuego, y aunque estaba embotado para las impresiones, el doctor Barry advirtió su pose. No era estética, aunque podía haberse considerado soberbia. Estaba sentado en la posición usual, y su cuerpo y su rostro parecían contemplar las llamas con una firmeza indomable. No iba a rendirse; había algo en él que daba esta impresión. Podía ser torpe y lento, pero si comprendía una vez lo que quería, se mantendría firme aunque se hundieran cielo y tierra.

—Estás perfectamente —repitió el otro—. Puedes casarte mañana, si quieres, y si quieres hacer caso del consejo de un anciano, cásate. Vístete ya, aquí hay corriente. ¿Quién te metió todo eso en la cabeza?

—Así que ni siquiera lo ha sospechado nunca —dijo, con un tono de burla en su terror—. Soy un sujeto indigno, del tipo de Oscar Wilde.

Sus ojos se cerraron, y, llevándose a ellos los puños cerrados, se sentó inmóvil, tras haber apelado al César.

Al fin su juicio llegó. Maurice apenas podía creer lo que oía. Era:

—¡Bobadas, bobadas!

Él había esperado muchas cosas, pero no esto, porque si sus palabras eran bobadas, su vida era un sueño.

—Doctor Barry, quizá no le haya explicado…

—Ahora escúchame, Maurice, no dejes nunca que esas alucinaciones malignas, esas tentaciones del diablo, te asalten otra vez.

Aquella voz se le imponía, ¿no estaba hablando la Ciencia?

—¿Quién te metió ese cuento en la cabeza? ¡A ti, a quien conozco de siempre, y sé que eres un muchacho decente! No vuelvas a hablar de eso. No… No quiero hablar de ese asunto. No hablaré. Lo peor que podría hacer sería discutirlo.

—Yo quiero un consejo —dijo Maurice, luchando contra aquella actitud imperativa—. Para mí no es una bobada, sino mi vida.

—Bobadas —volvió a oír en tono autoritario.

—He sido así desde que puedo recordar, sin saber por qué. ¿De qué se trata? ¿Estoy enfermo? Si lo estoy, quiero curarme, no puedo soportar más la soledad; los últimos seis meses, sobre todo, han sido espantosos. Haré cualquier cosa que me diga. Eso es todo. Debe usted ayudarme.

Se dejó caer de nuevo en su posición original, contemplando el fuego con cuerpo y alma.

—¡Vamos, vístete!

—Lo siento —murmuró, y obedeció.

Después el doctor Barry abrió la puerta y dijo:

—¡Polly! ¡Whisky!

La consulta había terminado.

XXXII

El doctor Barry le había dado el mejor consejo que era capaz de darle. No había leído ninguna obra científica sobre el problema de Maurice. No existía ninguna cuando él andaba por los hospitales, y las publicadas después eran en alemán, y por tanto sospechosas. Contrario al asunto por temperamento, se sumaba muy gustosamente al veredicto de la sociedad; es decir, su veredicto era teológico. Sostenía que sólo los más depravados podían mirar hacia Sodoma, y así, cuando una persona de buenos antecedentes y físico correcto confesaba tal tendencia, «¡bobadas, bobadas!», era su respuesta natural. Era totalmente sincero. Creía que Maurice había oído alguna observación por casualidad sobre el asunto, que había generado en él pensamientos morbosos, y que el silencio displicente de un médico sería el mejor modo de disiparlos inmediatamente.

Y Maurice no dejó de sentirse afectado por aquello. El doctor Barry era una persona importante en su casa. Había salvado por dos veces a Kitty y había atendido al señor Hall durante su postrera enfermedad, y era al tiempo honesto e independiente y nunca decía lo que no sentía. Había sido su máxima autoridad durante casi veinte años; raras veces apeló a ella, pero sabía que existía y que su juicio era justo, y ahora que sentenciaba «bobadas», Maurice se preguntaba si no podrían ser en verdad bobadas, aunque cada fibra de su ser protestaba. La mentalidad del doctor Barry le resultaba odiosa. El tolerar la prostitución le parecía inconcebible. Sin embargo, lo respetaba y se sentía también inclinado hacia otro argumento contra el destino.

Era el que más influía en él por una razón que no podía explicarle al doctor. Clive se había vuelto hacia las mujeres poco después de cumplir los veinticuatro años. El propio Maurice cumpliría veinticuatro en agosto. Era posible que también a él le sucediera lo mismo… Y además, ahora que lo pensaba, pocos hombres se casan antes de los veinticuatro. Maurice tenía la incapacidad inglesa para concebir la variedad. Sus problemas le habían enseñado que los demás estaban vivos, pero aún no que eran diferentes, e intentaba considerar la evolución de Clive como un precedente de la suya propia.

Sería estupendo sin duda casarse, y ser un miembro más de la sociedad dentro de la ley. El doctor Barry, al encontrarle otro día, le dijo: «Maurice, consigue la chica adecuada. Entonces acabarán los problemas.» Vino a su mente Gladys Olcott. Por supuesto, él no era ya un bisoño estudiante. Había sufrido y se había analizado a sí mismo, y sabía que era anormal. Pero, ¿sin remisión? ¿Y si encontraba a una mujer con la que en las demás cosas congeniase? Él quería tener hijos. Era capaz de procrear, el doctor Barry se lo había dicho. ¿Era después de todo imposible el matrimonio? La cuestión estaba en el aire en casa, debido a Ada, y su madre sugería a menudo que él debía encontrar una pareja para Kitty y Kitty una compañera para él. Sin embargo, el despego de la señora Hall era sorprendente.

Las palabras «matrimonio», «amor», «una familia», habían perdido todo sentido para ella durante su viudez. Una entrada para un concierto, enviada por la señorita Tonks a Kitty, abrió nuevas salidas. Kitty no podía utilizarla, y se la ofreció a los demás. Maurice dijo que le gustaría ir. Ella le recordó que era su noche de club, pero él dijo que prescindiría de eso. Acudió, y dio la casualidad de que interpretaban la sinfonía de Chaikovski, que Clive le había enseñado a apreciar. Gozó de los agudos y los quiebros y las suavidades de la melodía —la música no significaba más que esto para él—, y ello le provocó un cálido sentimiento de gratitud hacia la señorita Tonks. Por desgracia, después del concierto se encontró con Risley.

—Sinfonía sodomítica —dijo Risley alegremente.

—Sinfonía patética —corrigió, sin comprender.

—Sinfonía incestuosa y sodomítica. —E informó a su joven amigo que Chaikovski se había enamorado de su propio sobrino, y le había dedicado su obra maestra—. Vine a ver a todo el rebaño respetable de Londres. ¡No es
soberbio
!

—Extrañas cosas sabes tú —dijo Maurice, mohíno.

Resultaba curioso que cuando hallaba un confidente, no lo deseaba. Pero se procuró en seguida una biografía de Chaikovski en la biblioteca. El episodio del matrimonio del compositor significa poco para un lector normal, que asume vagamente la incompatibilidad, pero conmovió a Maurice. Se dio cuenta de lo que significaba el desastre, y lo cerca que el doctor Barry le había colocado de él. Al continuar leyendo, trabó conocimiento con «Bob», el maravilloso sobrino al que Chaikovski se volvió después del desastre, y gracias al cual se produjo su resurrección espiritual y artística. El libro aventó el polvo amontonado, y Maurice lo respetó como la única obra literaria que le había ayudado. Pero sólo le ayudó a retroceder. Volvía a estar de nuevo en la misma posición en que estaba en el tren, sin haber ganado nada, salvo la creencia de que los médicos eran idiotas.

Ahora todas las vías parecían bloqueadas, y en su desesperación volvió a las prácticas que había abandonado de muchacho y halló que le traían un degradado género de paz, que silenciaban la urgencia física en la que todas sus sensaciones estaban embotadas, y le permitían hacer su trabajo. Él era un hombre corriente, y podría haber salido victorioso de una lucha corriente, pero la naturaleza le había enfrentado a lo extraordinario, que sólo los santos pueden superar sin ayuda, y comenzaba a perder terreno. Poco antes de su visita a Penge, alboreó una nueva esperanza, vaga y desagradable. Era el hipnotismo. El señor Cornwallis, le había dicho Risley, había sido hipnotizado. Un médico le había dicho: «¡Vamos, vamos, tú no eres ningún eunuco!» Y, ¡sorpresa!, había dejado de serlo. Maurice se procuró la dirección de aquel médico, pero no suponía que pudiese obtener gran cosa de aquello; una entrevista con la ciencia le parecía bastante, y siempre tenía la sensación de que Risley sabía demasiado; el tono de su voz cuando le dio la dirección era amistoso, pero ligeramente socarrón.

XXXIII

Ahora que Clive Durham se sentía a salvo de cualquier intimidad, se proponía ayudar a su amigo, que suponía habría pasado una época bastante dura desde que se separaron en el saloncito de su casa. Su correspondencia había cesado hacía varios meses. La última carta de Maurice, escrita después de Birmingham, anunciaba que no se suicidaría. Clive nunca llegó a suponer que lo hiciera, y se alegró al ver concluido el melodrama. Cuando hablaron por teléfono, oyó la voz de un hombre al que podría respetar al otro extremo del hilo, un camarada que parecía desear dar lo pasado por pasado y ver la pasión como amistad. No había naturalidad fingida; el pobre Maurice parecía avergonzado, un poco irritado aún, exactamente la condición que Clive juzgaba natural, y por ello creía que podía mejorar.

Ansiaba hacer cuanto en su mano estuviera. Aunque la esencia del pasado se le escapaba, recordaba sus proporciones, y reconocía que Maurice le había sacado una vez del esteticismo al sol y al viento del amor. Si no hubiese sido por Maurice nunca habría evolucionado hasta hacerse digno de Anne. Su amigo le había ayudado durante tres años baldíos, y sería un ingrato si no le ayudaba a su vez. A Clive no le gustaba la gratitud. Prefería que la ayuda fuese por pura amistad. Pero tenía que usar el único instrumento que poseía, y si todo iba bien, si Maurice se mantenía sereno, si permanecía al otro lado del teléfono, si era correcto con Anne, si no era desagradable, o demasiado serio o demasiado áspero, entonces podían ser amigos de nuevo, aunque por una vía diferente y de una forma diferente. Maurice poseía admirables cualidades, él lo sabía, y llegaría de nuevo el momento en que también lo creería.

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