Maurice (27 page)

Read Maurice Online

Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Maurice vio a través de su desfachatez la miseria que ocultaba, ¿pero de qué servía esta vez su penetración? No había penetración que pudiese impedir que el
Normannia
zarpase. Había perdido. Lo único que le quedaría sería el sufrimiento, aunque para Alec pudiese acabar pronto; cuando ingresase en su nueva vida, olvidaría su aventura con un caballero, y cuando llegase la hora se casaría. Joven listo de la clase trabajadora, que conocía bien dónde estaban sus intereses, ya había encerrado su gracioso cuerpo dentro del odioso traje azul. Su cara brotaba de él roja, sus manos morenas. Aplastó su cabello.

—Bien, me voy —dijo; y como si no fuese suficiente eso, añadió—: Si lo piensas bien es realmente una lástima que nos hayamos conocido.

—También esto estuvo bien —dijo Maurice, apartando la mirada de él cuando abrió la puerta.

—Tú pagaste las habitaciones por adelantado, ¿no es verdad? No me pararán abajo. No quiero ningún disgusto al final.

—También esto estuvo bien.

Oyó la puerta cerrarse y quedó solo. Esperó que el amado volviera. Inevitable que esperara. Después sus ojos comenzaron a escocerle, y él supo por experiencia lo que iba a venir. Al poco pudo controlarse. Se levantó y salió, hizo unas llamadas telefónicas, dio unas explicaciones, aplacó a su madre, se disculpó por haber faltado a la cita, se afeitó y se arregló, y acudió a la oficina como siempre. Gran cantidad de trabajo le aguardaba. Nada había cambiado en su vida. Nada permanecía en ella. Volvía con su soledad, como había sucedido antes de Clive, como fue después de Clive, y como sería ahora para siempre. Había fracasado, y eso no era lo más triste: había visto a Alec fallar. En un sentido, eran la misma persona. El amor había fallado. El amor era una emoción a través de la cual podías a veces gozarte a ti mismo. No podía dar frutos.

XLV

Cuando llegó el sábado, acudió a Southampton a ver salir
al Normannia
.

Era una decisión fantástica, inútil, indigna, arriesgada, y no tenía la menor intención de ir cuando salió de casa. Pero al llegar a Londres, el hambre que le había atormentado durante la noche se exteriorizó claramente y exigió su presa, y él olvidó todo salvo el rostro y el cuerpo de Alec, y utilizó el único medio que tenía de verlos. No quería hablar con su amante ni oír su voz ni tocarle —toda esta parte había terminado—, sólo recapturar su imagen antes de que se desvaneciese para siempre. ¡Pobre y desdichado Alec! ¿Quién podía condenarle, cómo podía haber actuado de otro modo? Pero, oh, la desdicha caía sobre ambos.

Llegó al barco en un sueño, y despertó allí en una nueva especie de incomodidad: no se veía a Alec por ninguna parte, los camareros estaban muy atareados, y pasó un rato antes de que le llevaran junto al señor Scudder, un hombre de mediana edad, nada atractivo, un comerciante, un patán: el hermano Fred. Con él estaba un viejo de barba, probablemente el carnicero de Osmington. El mayor encanto de Alec era el fresco color que se alzaba contra la escollera de su cabello. Fred, con los mismos rasgos, era colorado y zorruno, y en él la caricia del sol estaba reemplazada por la grasa. Fred tenía gran concepto de sí mismo, como Alec, pero el suyo provenía del éxito mercantil y del desprecio del trabajo manual. No le gustaba tener un hermano trabajando de criado, y pensaba que el señor Hall, del que nunca había oído hablar, había acudido a despedirle en un gesto de paternalismo. Esto le hizo insolente: «Licky no ha embarcado aún, pero ya está aquí su equipaje —dijo—. ¿Quiere ver su equipaje?» El padre dijo: «Aún hay tiempo de sobra», y miró el reloj. La madre dijo con los labios apretados: «No tardará. Cuando Licky dice una cosa, Licky la cumple.» Fred dijo: «Puede llegar tarde si quiere. Si yo pierdo su compañía, puedo soportarlo, pero que no espere nada más de mí. Lo que él me ha costado…»

«A este ambiente es al que pertenece Alec —reflexionó Maurice—. Estas gentes le harán más feliz de lo que yo podría hacerle.» Y llenó una pipa con el tabaco que había fumado durante los últimos seis años, y contempló cómo se marchitaba su romance. Alec no era un héroe ni un dios, sino un hombre inmerso en una sociedad como él, para el que el mar y los bosques y la fresca brisa y el sol no preparaban ninguna apoteosis. No debían haber pasado aquella noche juntos en el hotel. Por eso se habían despertado tan altas esperanzas. Debían haberse separado con un apretón de manos bajo la lluvia.

Una fascinación mórbida le mantenía entre los Scud-der, escuchando sus vulgaridades, y rastreando los gestos de su amigo en ellos. Intentó ser afable y cordial, y fracasó, pues había perdido la confianza en sí mismo. Mientras cavilaba, una tranquila voz dijo: «Buenas tardes, señor Hall.» No pudo contestar. La sorpresa era excesiva. Se trataba del señor Borenius, y ambos recordaron aquel silencio inicial, y su mirada asustada, y el movimiento rápido con que se quitó la pipa de los labios, como si la Iglesia prohibiese fumar.

El señor Borenius se presentó a sí mismo educadamente al grupo; había venido a ver marchar a su joven feligrés, dado que la distancia no era grande desde Penge. Discutieron por qué camino llegaría Alec —parecía no haber seguridad— y Maurice intentó escabullirse, pues la situación se había hecho equívoca, pero el señor Borenius le paró.

—¿Se va al muelle? —preguntó—. Yo también, yo también.

Volvieron al aire y a la luz del sol. Los bajíos de Sout-hampton Water se extendían dorados alrededor de ellos, bordeados por el New Forest. Para Maurice, la belleza del atardecer parecía un augurio del desastre.

—Ha tenido usted un buen detalle —dijo el clérigo, comenzando. Hablaba como un asistente social a otro, pero Maurice creyó percibir un velo en su voz. Intentó replicar (dos o tres frases normales le salvarían), pero las palabras no acudieron a sus labios, y el inferior temblaba como el de un desdichado muchacho—. Y es más notable aún, porque recuerdo perfectamente su descontento con el joven Scudder. Usted me dijo, cuando cenábamos en Penge, que era «un poco cerdo», expresión que, aplicada a un semejante, me sorprendió. No podría creer lo que veía cuando le divisé a usted aquí entre sus amigos. Créame, señor Hall, él apreciará este rasgo aunque parezca que no. Los hombres como él son más impresionables de lo que suponen los que pertenecen a otras clases. Para lo bueno y para lo malo.

Maurice intentó detenerle, diciendo:

—Bueno… ¿y usted?

—¿Yo? ¿Por qué he venido yo? Se reirá usted. He venido a darle una carta de presentación para un sacerdote anglicano de Buenos Aires, con la esperanza de que se confirme al desembarcar. Absurdo, ¿verdad? Pero no siendo un helenista ni un ateo, mantengo que la conducta depende de la fe, y que si un hombre es «un poco cerdo» ha de deberse a una visión errónea de Dios. Donde hay herejía, la inmoralidad surge tarde o temprano. Pero usted… ¿cómo llegó a saber con tanta exactitud cuándo salía el barco?

—Fue… fue anunciado.

El temblor se extendió a todo su cuerpo, y la ropa se le pegaba a la piel. Le parecía sentirse de nuevo en la escuela, indefenso. Estaba seguro de que el rector había sospechado, o más bien, de que había pasado por él una ola de reconocimiento. Un hombre del mundo no hubiese sospechado nada. El señor Ducie, por ejemplo; pero aquél tenía un sentido especial, al ser religioso, y podía captar emociones invisibles. El ascetismo y la piedad tienen su lado práctico. Pueden despertar percepciones, como Mau-rice comprendió demasiado tarde. Había supuesto en Penge que un párroco de pálido rostro, embutido en su sotana, jamás podría haber concebido el amor masculino, pero advirtió entonces que no había ningún secreto de la humanidad que, desde un mal ángulo, la ortodoxia no hubiese enfocado; que la religión era mucho más aguda que la ciencia, y si se le añadía juicio y visión, podía ser lo más grande del mundo. Desprovisto de sentido religioso, no lo había encontrado hasta entonces en otro, y el choque fue terrible. Temía y odiaba al señor Borenius. Deseaba matarle.

Y Alec, cuando llegara, se vería atrapado en el mismo cepo también; eran personas débiles, que no podían correr ningún riesgo, mucho más débiles, por ejemplo, que Clive y Anne, y el señor Borenius lo sabía, y les castigaría por el único medio que tenía en su poder.

La voz continuó; había hecho una pausa momentánea, por si la víctima decidía contestar.

—Sí. Hablando francamente, estoy descontento con el joven Scudder. Cuando abandonó Penge el martes pasado para ir a ver a sus padres, como me dijo, aunque no llegó a verles hasta el miércoles, tuve una entrevista bastante in-satisfactoria con él. Se mostró reacio, se resistió. Cuando le hablé de la confirmación, se burló. El caso es (no podría mencionarle esto si no fuese por su caritativo interés hacia él), el hecho es que ha pecado de sensualidad. —Hubo una pausa—. Con mujeres. Con el tiempo, señor Hall, uno llega a advertir esa burla, esa ofuscación, pues la fornicación se extiende más allá del hecho concreto. Si sólo fuese un hecho concreto, yo no mantendría el anatema, pero cuando las naciones caen en el desenfreno, invariablemente terminan por negar a Dios, según mi opinión. Y mientras todas las irregularidades sexuales, y no solamente algunas de ellas, no se castiguen, la Iglesia no reconquistará Inglaterra. Tengo razones para creer que él pasó esa misteriosa noche en Londres. Pero seguramente… Ése debe de ser su tren.

Descendió, y Maurice, destrozado, le siguió. Oyó voces, pero no las comprendía; una de ellas podría haber sido la de Alec, que era la única que le interesaba. «También esto ha ido mal.» Esta frase comenzó a revolotear en su cerebro, como un murciélago que vuelve al oscurecer. Estaba de nuevo en el saloncito de su casa, con Clive que decía «ya no te amo. Lo siento», y sintió que su vida giraba en ciclos de un año, siempre hacia el mismo eclipse. «Como el sol… Tarda un año…» Pensó que su abuelo estaba hablándole; después la niebla se aclaró, y oyó a la madre de Alec. «Esto no es propio de Licky», farfulló, y desapareció.

¿Propio de quién? Sonaban las señales, gimió una sirena. Maurice corrió por el muelle; había recuperado sus facultades, y podía ver con extraordinaria claridad las masas de hombres distribuyéndose, los que se quedaban en Inglaterra, los que se iban, y sabía que Alec se quedaba. La tarde se había abierto en un ocaso de gloria. Blancas nubes navegaban sobre las aguas doradas y los bosques. En medio del espectáculo, Fred Scudder chillaba porque su indigno hermano había perdido el último tren, y las mujeres protestaban mientras ellos se amontonaban en las pasarelas, y el señor Borenius y el viejo Scudder se lamentaban a los empleados. Qué despreciables se habían hecho todos, frente a aquel tiempo maravilloso y aquel aire fresco.

Maurice desembarcó, ebrio de alegría y de felicidad. Vio cómo el vapor se movía, y súbitamente se acordó del funeral vikingo que tanto le había conmovido de muchacho. El símil era falso, sin embargo; aquél parecía un vapor heroico. Llevaba a la muerte. Se apartaba del muelle con los gritos de Fred, enfilaba el canal entre las voces de despedida, se iba al fin, un sacrificio, un esplendor, dejando tras sí un humo que se diluía en el ocaso, y unas olas que iban a morir contra las boscosas orillas. Durante un largo rato estuvo contemplándolo, después se volvió hacia Inglaterra. Su viaje casi había concluido. Estaba ligado a su nuevo hogar. Había sacado a la luz el hombre en Alec, y ahora era Alec a su vez quien haría brotar el héroe en él. Sabía qué era aquella llamada y cuál debía ser la respuesta. Debían vivir al margen de las clases, sin relaciones ni dinero; debían trabajar y permanecer unidos hasta la muerte. Pero Inglaterra les pertenecía. Esto, junto con su hermandad, era su recompensa. Aquel aire y aquel cielo eran suyos, no de los timoratos millones que poseían pequeñas cajas repletas y nunca sus propias almas.

Se enfrentó al señor Borenius, que había perdido por completo el control. Alec le había derrotado totalmente. El señor Borenius suponía que el amor entre dos hombres tenía que ser innoble, y no podía entender así lo que había sucedido. Se transformó inmediatamente en una persona ordinaria. Su ironía se desvaneció. De un modo sincero y más bien estúpido, discutía qué podía haberle sucedido al joven Scudder, y, después, se dirigió a visitar a unos amigos de Southampton. Maurice fue tras él y le dijo:

—Señor Borenius, mire el cielo… Parece como si se hubiese incendiado.

Pero el rector no tenía ningún interés por el cielo incendiado y desapareció.

En su excitación, Maurice sentía que Alec estaba próximo a él. No lo estaba. No podía estarlo, estaba en algún lugar bajo aquel esplendoroso ocaso, y tenía que encontrarlo, y sin un momento de vacilación se dirigió a la ca-baña del embarcadero a Penge. Aquellas palabras se habían introducido en su sangre eran parte de los anhelos de Alec y de sus chantajes, y de su misma promesa en el último abrazo desesperado. Era el único indicio que tenía para guiarse. Dejó Southampton como había llegado a él, instintivamente, y sintió que no sólo las cosas no irían mal esta vez, sino que no podían ir, porque el universo se había puesto al fin en orden. Un pequeño tren local cumplió su deber, un soberbio horizonte resplandecía aún, e inflamadas nubecillas fulguraban mientras la gloria principal se desvanecía, y aún hubo claridad suficiente para que caminara despacio desde la estación de Penge a través de los campos sosegados.

Entró en la finca por su parte más baja, a través de un boquete de la cerca, y una vez más le conmovió la decadencia de ésta, lo incapaz que parecía de ajustarse a normas o de controlar el futuro. La noche se aproximaba. Cantó un pájaro, corrían los animales entre la maleza; se apresuró hasta ver el agua del pozo espejeando, y, oscuro frente a ella, el lugar de la cita, y oyó el correr del agua.

Ya estaba allí, o casi allí. Aún confiado, alzó la voz y llamó a Alec.

No hubo respuesta.

Le llamó de nuevo.

El silencio y el avanzar de la noche. Había calculado mal.

«Demasiado bello», pensó, e instantáneamente recuperó el control de sí mismo. Pasase lo que pasase, no debía desmayar. Lo había hecho demasiado con Clive, y sin ningún resultado, y la desesperación en aquella soledad gris podía significar volverse loco. Tenía que ser fuerte, mantenerse tranquilo y confiado; ellos eran aún la única esperanza. Pero aquel súbito fallo le mostró su agotamiento físico. Había estado moviéndose desde muy temprano, y había sufrido muchos tipos de emociones, y se encontraba al borde del desfallecimiento. En seguida decidiría el siguiente paso a dar, pero ahora le estallaba la cabeza, le dolía cada centímetro de ella y no podía pensar y debía descansar.

Other books

Orgullo y prejuicio by Jane Austen
When To Let Go by Sevilla, J.M.
The Annihilation Score by Charles Stross
Sacrifice by Alexandrea Weis
Trinidad Street by Patricia Burns
La canción de Nora by Erika Lust