—Pero señora Durham —insistió—. La entendí claramente que todos sus criados estaban confirmados.
—Y yo creía que lo estaban, señor Borenius, creía que lo estaban.
—Sin embargo, yo fui a la cocina, e inmediatamente descubrí a Simcox, a Scudder y a la señora Wetherall. Con Simcox y con la señora Wetherall puedo arreglar las cosas. Scudder es el problema serio, porque no tengo tiempo para prepararle adecuadamente antes de que embarque, aunque pueda solucionarlo con el obispo.
La señora Durham intentó ponerse seria, pero Maurice, al que tenía bastante simpatía, se reía. Sugirió ella que el señor Borenius diese a Scudder una carta para algún sacerdote de ultramar, tenía que haber alguno.
—Sí, pero ¿se presentará él? No es que muestre hostilidad hacia la Iglesia, pero ¿se molestará en hacerlo? Con que usted me hubiese dicho cuáles de sus criados habían sido confirmados y cuáles no, este problema no se habría planteado.
—Los criados son tan poco considerados… —dijo la vieja dama—. No me dicen nada. Porque Scudder le soltó la noticia a Clive del mismo modo. Su hermano lo invitó, y por eso se va. Ahora, señor Hall, ¿qué es lo que usted aconseja para resolver el problema? ¿Qué es lo que haría usted?
—Nuestro joven amigo condena a la Iglesia entera, militante y triunfante.
Maurice se irguió. Si el párroco no hubiese sido tan condenadamente feo no se hubiese molestado, pero no podía soportar ver aquel rostro avieso mofándose de la juventud. Scudder limpiaba la escopeta, transportaba una maleta, achicaba un bote, emigraba, hacía algo siempre, mientras que los señores, arrellanados en sus sillones, se dedicaban a buscar pecados en su alma. Si andaba a la caza de propinas era natural, y si no lo hacía, si sus disculpas eran auténticas, entonces era un gran muchacho. Hablaría de cualquier forma.
—¿Cómo sabe usted que comulgará si se confirma? —dijo—. Yo no comulgo.
La señora Durham se puso a canturrear; aquello estaba yendo demasiado lejos.
—Pero usted ha tenido la oportunidad. El sacerdote hizo lo que pudo por usted. Sin embargo, no ha hecho todo lo posible por Scudder, y en consecuencia la Iglesia es responsable. Ése es el motivo de que insista tanto en una cuestión que a usted debe parecerle bastante trivial.
—Soy bastante tonto, pero creo entender al fin: usted quiere estar seguro de que sea él y no la Iglesia el culpable en el futuro. Bueno, señor, ésa puede ser su idea de la religión, pero no es la mía y no era la de Cristo.
Era una argumentación hábil, jamás había hecho una que lo fuese tanto; desde la sesión de hipnosis su cerebro había conocido momentos de inusitada lucidez. Pero el señor Borenius era inatrapable. Replicó pacientemente:
—Los incrédulos tienen siempre una idea muy clara de lo que ha de ser la fe; yo me conformaría con la mitad de su seguridad.
Después se levantó y se fue, y Maurice le siguió por un camino lateral que atravesaba el jardín de la cocina. Apoyado en la pared estaba el objeto de sus discusiones, sin duda esperando a una de las criadas; parecía andar continuamente rondando por la casa aquella noche. Maurice no había visto nada, tan espesa era la oscuridad; fue el señor Borenius quien impuso un suave «buenas noches, señor», para ambos. Un delicado aroma de fruta perfumaba el aire, parecía probable que el joven hubiese robado un albaricoque. Los olores lo invadían todo aquella noche, pese al frío, y Maurice retornó a través del jardín, para poder aspirar el aroma de los dondiegos.
De nuevo oyó el circunspecto «buenas noches, señor», y sintiéndose amistoso con el reprobado, replicó:
—Buenas noches, Scudder; me han dicho que emigra usted.
—Ésa es mi idea, señor —repuso la voz.
—Pues le deseo buena suerte.
—Gracias, señor, se me hace un poco extraño.
—Canadá o Australia, supongo.
—No. La Argentina.
—Ah, bello país.
—¿Lo ha visitado usted?
—Desde luego que no, para mí Inglaterra —dijo Maurice, y prosiguió su paseo, chocando de nuevo con los pantalones de pana.
Charla estúpida, encuentro intrascendente; sin embargo, armonizaban con la oscuridad, con la tranquilidad de la hora, le sentaron bien y, al irse, le siguió una sensación de bienestar que permaneció con él hasta que alcanzó la casa. A través de la ventana pudo ver a la señora Durham toda relajada y fea. Su rostro se recompuso cuando él entró, y también lo hizo el suyo, e intercambiaron unos cuantos comentarios de pura fórmula sobre su estancia en la ciudad antes de marcharse a la cama.
Durante todo el año le había resultado difícil dormir, y advirtió nada más acostarse que aquélla sería una noche de desasosiego. Los sucesos de las últimas doce horas le habían excitado y se debatían en su mente. Unas veces era su marcha por la mañana, otras su viaje con London, la entrevista, la vuelta; y tras todo esto, acechaba el miedo de no haber dicho al médico algo que debería haber dicho, algo que había omitido en su confesión y que era vital. ¿Pero qué era exactamente? Había redactado su declaración el día anterior en aquella misma habitación, y entonces se había sentido satisfecho. Comenzó a preocuparse, lo cual el señor Lasker Jones le había prohibido hacer, pues los introspectivos son más difíciles de curar: él había de dejar limpia su mente para que pudieran germinar las sugestiones sembradas durante el trance, sin preguntarse nunca si darían fruto o no. Pero no podía evitar aquella preocupación, y Penge, en lugar de adormecerle, parecía más estimulante que ningún otro lugar. ¡Qué vividas y complejas eran sus impresiones, cómo aquella mañana de flores y frutos se enredaba en su mente! Objetos que no había visto, como el agua de lluvia achicada de un bote, podía verlos aquella noche, aunque se encerrara tras pesadas cortinas. ¡Ah, si pudiera escapar de aquello! ¡Ah, quién lograra la oscuridad, no la oscuridad de una casa que encarcela a un hombre entre muebles, sino la oscuridad en la que el hombre puede ser libre! ¡Vano deseo! Había pagado dos guineas a un doctor por hacer más tupidas sus cortinas, y pronto, en el oscuro interior de un aposento así, la señorita Tonks yacería aprisionada a su lado. Y, como el fermento del trance continuaba su tarea, Maurice tuvo la ilusión de un retrato que cambiaba, unas veces según su voluntad, otras en contra de ésta, de varón a hembra, y bajaba saltando por el campo de fútbol adonde él se bañaba. Gimió medio dormido. Había algo mejor en la vida que aquellas bobadas, si pudiera lograrlo. Amor, nobleza, grandes espacios donde pasión incluía paz, espacios que ninguna ciencia podía alcanzar, pues eran intemporales, llenos de bosques algunos de ellos, y bajo el arco de un cielo majestuoso y con un amigo…
Estaba realmente dormido cuando se incorporó y corrió las cortinas con el grito de «¡Ven!». El acto le despertó; ¿qué sentido tenía aquello? Una niebla cubría la yerba del parque, y los troncos de los árboles emergían de ella como los trazos del canal en el estuario, junto de su antiguo colegio. Hacía un frío delicioso. Se estremeció y apretó los puños. La luna había salido. Bajo él estaba el comedor, y los hombres que reparaban el techo del desván habían dejado apoyada su escalerilla en el antepecho de su ventana. ¿Por qué habían hecho aquello? Movió la escalera y miró entre los árboles, pero el deseo de bajar hasta ellos se desvaneció en cuanto vio que podía hacerlo. ¿Qué utilidad tenía? Era demasiado viejo para corretear entre la niebla.
Pero cuando volvía a la cama, soñó un pequeño ruido, un ruido tan íntimo que podría haber sonado dentro de su propio cuerpo. Le pareció que todo su ser crujía y se incendiaba. La parte superior de la escalera se balanceó bajo la luz de la luna. La cabeza y los hombros de un hombre brotaron, pausadamente, y vio que con todo cuidado alguien apoyaba una escopeta en el antepecho de la ventana, alguien a quien apenas podía distinguir, y que avanzaba hacia él y que se arrodillaba a su lado, y que murmuraba: «Señor, ¿estaba usted llamándome?… Señor, yo sé… yo sé.» Y que unas manos le acariciaron.
—¿Debo irme ahora, señor?
Espantosamente avergonzado, Maurice pretendió no oír.
—No debemos dormirnos, sería terrible si alguien viniese —continuó, con una risa torpe y grata que hizo que Maurice se sintiese afable pero al mismo tiempo tímido y triste.
Logró responder:
—No debes llamarme señor —y la risa brotó de nuevo, como si barriese a un lado tales problemas.
Había en aquello perspicacia y encanto; sin embargo, su incomodidad aumentó.
—¿Puedo preguntarte tu nombre? —dijo torpemente.
—Soy Scudder.
—Ya sé que eres Scudder… Quiero decir tu otro nombre.
—Alec, a secas.
—Un bonito nombre.
—Es sólo mi nombre.
—Yo me llamo Maurice.
—Le vi la primera vez que vino, señor Hall; fue el jueves, ¿verdad? Me pareció que me miraba con enfado y con simpatía a la vez.
—¿Quiénes eran las que estaban contigo? —dijo Maurice después de una pausa.
—Oh, sólo Mill, y la otra era la prima de Milly. Después, ¿se acuerda usted que tuvimos que cambiar el piano, aque-lla misma noche, y usted no sabía qué libro escoger, y no leyó el que escogió de todos modos?
—¿Cómo puedes saber tú que no leí el libro?
—Le vi asomado a la ventana, en lugar de estar leyendo. Y también le vi la noche siguiente. Yo estaba fuera, en el jardín.
—¿Quieres decir que estabas fuera con aquella lluvia infernal?
—Sí… mirando… Oh, eso no es nada, uno tiene que mirar, no sabe… ver, no hace mucho que estoy en esta región, así que ando viendo las cosas.
—¡Qué mal me porté contigo esta mañana!
—Oh, no se preocupe… Perdone la pregunta, pero ¿está la puerta cerrada con llave?
—La cerraré.
Al hacerlo, la sensación de embarazo reapareció. ¿En qué estaba cayendo, de Clive a qué compañía?
Al poco quedaron dormidos.
Dormían separados al principio, como si la proximidad les incomodara, pero hacia el alba se inició un movimiento, y despertaron estrechamente abrazados.
—¿No sería mejor que me marchara ahora? —repitió Alec.
Pero Maurice, que durante toda la noche anterior había estado torturado por su obsesión, podía al fin descansar plenamente, y murmuró:
—No, no.
—Señor, en la iglesia han dado las cuatro, debe dejar que me vaya.
—Maurice, soy Maurice.
—Pero en la iglesia…
—Al cuerno la iglesia.
El otro dijo:
—Tengo que preparar las cosas para el partido —pero no se movió, y pareció sonreír orgulloso bajo la lánguida luz gris—. Tengo que ocuparme también de los pájaros… El bote está listo… El señor London y el señor Fetherston-haugh se tiran de cabeza entre los nenúfares… Me contaron que todos los caballeros saben tirarse de cabeza… Yo no aprendí nunca… Parece más natural no meter la cabeza bajo el agua. A eso yo le llamo querer ahogarse uno antes de que le llegue su día.
—A mí me enseñaron que me pondría malo si no me mojaba el pelo.
—Bueno, pues lo que le han enseñado no es cierto.
—Así lo espero… Eso va unido a todas las demás cosas que me enseñaron. Un profesor en el que yo confiaba cuando era niño, me lo enseñó. Aún puedo acordarme de cuando paseaba por la playa con él… ¡Ay, querido! Y subió la marea, horriblemente gris… —se despertó del todo, sintió que su compañero se separaba de él—. No, ¿por qué te vas?
—Tengo el partido de criquet…
—No, no hay criquet… Te vas al extranjero.
—Bueno, ya encontraremos otra ocasión de vernos antes de que me vaya.
—Si te quedas, te contaré mi sueño. Soñé con un abuelo mío. Era un tipo un poco extravagante. Me pregunto qué te hubiese parecido a ti. Él creía que los muertos se iban al Sol, pero trataba muy mal a sus empleados.
—Yo soñé que el reverendo Borenius estaba intentando ahogarme, pero no tengo más remedio que irme ahora. No puedo ponerme a hablar de sueños, porque si me entretengo, el señor Ayres me cazará.
—¿No has soñado nunca que tenías un amigo, Alec? Nada más que eso, «mi amigo», que él procuraba ayudarte a ti y tú a él, un amigo —repitió, poniéndose sentimental súbitamente—. Alguien a quien entregar tu vida entera y que te entregara también la suya. Supongo que algo así no puede suceder fuera de los sueños.
Pero el momento de hablar había pasado. La clase reclamaba, la hendidura del suelo debía abrirse de nuevo a la salida del sol. Cuando alcanzó la ventana, Maurice le llamó, «Scudder», y él se volvió como un perro bien amaestrado.
—Alec, eres un muchacho maravilloso, y hemos sido muy felices.
—Duerma un poco más, en su caso no hay prisa —dijo amablemente, y cogió de nuevo la escopeta que había velado por ellos durante toda la noche. Los bordes superiores de la escalera se balancearon mientras descendía bajo la luz del alba; después quedaron inmóviles. Hubo un leve crujir en la grava, un leve chasquido de la cerca que dividía el jardín y el parque: después todo quedó como si nada hubiese sucedido, y un silencio absoluto invadió la habitación roja, roto al poco por los sonidos de un nuevo día.
Tras abrir la puerta, Maurice se hundió de nuevo en la cama.
—Cortinas fuera, señor, hermoso señor, hermoso día para el partido —dijo Simcox introduciendo con el té cierta inquietud.
Observó la cabeza de negro cabello que era todo lo que el huésped mostraba. No obtuvo respuesta alguna, y, al verse desairado en su charla matutina, que el señor Hall había aceptado hasta entonces, cogió el esmoquin y las demás prendas y se las llevó para limpiarlas.
Simcox y Scudder; dos criados. Maurice se incorporó y tomó una taza de té. Tendría que hacerle un buen regalo a Scudder, le gustaría realmente hacerlo, pero ¿qué le regalaría? ¿Qué puede uno darle a un hombre de esa posición? No una motocicleta, claro está. Entonces recordó que iba a emigrar, lo cual facilitaba las cosas. Pero la expresión de ansiedad permanecía en su rostro, pues empezaba a preguntarse si Simcox se habría sorprendido al encontrar cerrada la puerta. ¿Querría decir algo, además, con «cortinas fuera, señor»? Sonaron voces bajo la ventana. Intentó zambullirse de nuevo en el sueño, pero habían interferido los actos de otros hombres.
—¿Qué se pondrá hoy el señor? —dijo Simcox, de nuevo en la habitación—. Quizá quiera ponerse sus pantalones de franela para el criquet, directamente; mejor que el
tweed
.
—Está bien.