Tales pensamientos asaltaban a Clive raras veces y muy débilmente. El centro de su vida era Anne. ¿Congeniaría Anne con su madre? ¿Le gustaría Penge a Anne, que había sido educada en Sussex, cerca del mar? ¿No lamentaría la falta de funciones religiosas allí? ¿Y la presencia de la política? Embrutecido por el amor, entregaba a ella su cuerpo y su alma, derramaba a sus pies todo lo que su primera pasión le había enseñado, y sólo con un esfuerzo podía recordar por quién había sentido aquella pasión.
En los primeros albores de su noviazgo, cuando ella constituía todo el mundo para él, incluida la Acrópolis, pensó en confesarle lo de Maurice. Ella le había confesado a él un pecadillo, pero la lealtad a su amigo se lo impidió. Y se alegraba ahora de ello, pues aunque Anne fuese inmortal, no era Palas Atenea, y había muchos puntos que él no podía tocar. Su propia unión se convirtió en el principal de éstos. Cuando llegó a la habitación de ella después de la boda, ella no sabía lo que él quería. Pese a una esmerada educación, nadie le había hablado del sexo. Clive fue tan considerado como pudo, pero la asustó terriblemente, y quedó con la sensación de que le odiaba. No era así. Ella le recibió de buena gana las noches siguientes. Pero siempre sin hablar una palabra. Se unían en un mundo que no guardaba ninguna relación con lo cotidiano, y este secreto arrastró tras sí gran parte de sus vidas. Y aquello no podía mencionarse. Él jamás la vio desnuda, ni ella a él. Ignoraban el proceso reproductivo y las funciones digestivas. Así que nunca se planteó la cuestión de aquel episodio anterior a su madurez.
No era mencionable. No se interponía entre ellos. Ella se alzaba entre él y aquello y, en su interior, él estaba contento, pues aunque no desgraciado, había sido un episodio un tanto sensiblero y merecía el olvido.
El secreto se ajustaba a él, al menos lo adoptó sin pesar. Nunca había deseado llamar a las cosas por su nombre, y aunque valoraba el cuerpo, el acto sexual en concreto le parecia falto de imaginación y propio de la oscuridad de la noche. Entre hombres era algo inexcusable; entre mujer y hombre debía practicarse, puesto que la naturaleza y la sociedad lo aprobaban, pero jamás hablar de ello ni cacarearlo. Su ideal de matrimonio era equilibrado y grácil, como todos sus ideales, y encontraba en Anne una compañera adecuada, refinada también, y que admiraba el refinamiento en los demás. Se amaban tiernamente entre sí. Bellas convenciones los recibían, mientras al otro lado de la barrera erraba Maurice, con las malas palabras en sus labios, y los malos deseos en su corazón, abrazando el aire.
En agosto, Maurice se tomó unas vacaciones de una semana y acudió a Penge de acuerdo con la invitación, tres días antes del partido de criquet. Llegó con un humor extraño y amargo. Había estado pensando en el hipnotizador de Risley, y cada vez se sentía más inclinado a consultarle. Aquello era un fastidio. Por ejemplo, mientras cruzaba en coche el parque, vio a un guardabosque que retozaba con dos de las criadas y sintió una punzada de envidia. Las muchachas eran condenadamente feas, al contrario que el hombre: esto empeoraba aún las cosas, y él miró fijamente al trío, sintiéndose cruel y respetable; las muchachas desaparecieron entre risas, el hombre le devolvió la mirada furtivamente y después juzgó más seguro llevarse la mano a la gorra; él había acabado con aquel jugueteo. Pero ellos volverían a reunirse cuando él se fuera, y por todo el mundo habría muchachas que se unirían a los hombres, para besarlos y para ser besadas. ¿No sería mejor variar su personalidad y unirse a la fila? Decidiría después de aquella visita, pues, contra toda esperanza, aún esperaba algo de Clive.
—Clive está fuera —dijo la joven anfitriona—. Me dijo que le diera la bienvenida, y que regresaría para cenar. Ar-chie London quiere verle, pero no creo que usted quiera verle a él.
Maurice sonrió y aceptó un té. El salón tenía el aire de siempre. Había en él grupos de personas que parecían estar arreglando algo, y aunque la madre de Clive no presidía ya, aún continuaba residiendo allí, hasta que se acondicionara la otra casa. La sensación de decadencia había aumentado. A través de la lluvia había advertido los pilares de la verja ladeados, los árboles sin podar, y dentro, algunos luminosos regalos de boda que parecían remiendos en un traje raído. La señorita Woods no había traído dinero a Penge. Era encantadora y distinguida, pero pertenecía a la misma clase social que los Durham, e Inglaterra se sentía cada año menos inclinada a rendirles pleitesía.
—Clive está reclutando partidarios —continuó—. Va a haber una elección parcial en el otoño. Él tiene que convencerlos a ellos de que le convenzan para presentarse a la elección —tenía la habilidad aristocrática de anticiparse a la crítica—. Pero hablando en serio, será algo maravilloso para los pobres que él resulte elegido. Es el amigo más auténtico que tienen, ojalá se den cuenta.
Maurice asintió. Se sentía dispuesto a hablar de problemas sociales.
—Ellos quieren progresar algo —dijo.
—Sí, ellos necesitan un dirigente —dijo una voz dulce, pero distinguida—, y mientras no encuentren uno sufrirán.
Anne presentó al nuevo rector, el señor Borenius. Ella misma le había importado. Clive no se preocupaba mucho del nombramiento, con tal de que el individuo fuese un caballero y se consagrase al pueblo. El señor Borenius satisfacía ambas condiciones. Y como pertenecía a la High Church, podía significar un equilibrio frente al saliente, que pertenecía a la Low Church.
—¡Oh señor Borenius, qué interesante! —exclamó la señora desde el otro lado del salón—. Pero supongo que en su opinión todos queremos un dirigente. Estoy completamente de acuerdo. —Ella lanzó miradas a un lado y a otro.
—Todos ustedes quieren un dirigente, repito —y los ojos del señor Borenius siguieron a los suyos, quizá buscando algo que no encontró, pues pronto se fue.
—No tiene nada que hacer en la rectoría —dijo Anne, pensativa—, pero siempre se porta así. Viene a quejarse a Clive por la vivienda, y no quiere quedarse a cenar. Es tan sensible, ¿sabe usted? Le preocupan los pobres.
—Yo también he tenido relación con los pobres —dijo Maurice, tomando un trozo de pastel—, pero no puedo preocuparme por ellos. Uno debe echar una mano en pro de la tranquilidad del país de un modo general, eso es todo. Ellos no tienen nuestros sentimientos. No sufren lo que nosotros sufriríamos si estuviéramos en su lugar.
Anne parecía desaprobar aquello, pero tuvo la sensación de que había confiado sus cien libras al agente de bolsa indicado.
—Los botones y una escuela parroquial de un barrio pobre es todo lo que conozco. Pero de todos modos he aprendido algo. Los pobres no quieren que les compadezcan. Sólo me estiman cuando me pongo los guantes y boxeo con ellos.
—Oh, ¿les enseña a boxear?
—Sí, y a jugar al fútbol… Son unos condenados deportistas.
—Supongo que sí. El señor Borenius dice que lo que quieren es amor —dijo Anne tras una pausa.
—No dudo de que lo quieran, pero no lo conseguirán.
—¡Señor Hall!
Maurice se acarició el bigote y sonrió.
—Es usted horrible.
—No lo creo. Quizá lo parezca.
—¿Pero a usted le gusta ser horrible?
—Uno se acostumbra a todo —dijo el, girándose bruscamente, pues la puerta se había abierto tras ellos.
—Esto sí que es bueno; yo riño a Clive por su cinismo, pero usted le supera.
—Yo logro acostumbrarme a ser horrible, como dice usted, igual que los pobres se acostumbran a sus barrios. Es sólo cuestión de tiempo.
Estaba hablando con despreocupación; una mordaz despreocupación le había invadido desde su llegada. Clive no se había molestado en quedarse a recibirle. ¡Muy bien!
—Después de que uno da unos cuantos traspiés se acostumbra a su agujero particular. Todos ladran al principio como un rebaño de cachorros, ¡guau!, ¡guau! —Su inesperada imitación la hizo reír—. Al final te das cuenta de que todos están demasiado cansados para escucharte, y dejas de ladrar. Ésa es la realidad.
—Un punto de vista masculino —dijo ella moviendo la cabeza—. Nunca permito a Clive que lo mantenga. Yo creo en la fraternidad… En que cada uno ayude a llevar la carga del prójimo. Sin duda soy anticuada. ¿Es usted discípulo de Nietzsche?
—¡Pregúnteme otra cosa!
A Anne le gustaba aquel señor Hall, respecto al que Clive la había prevenido de que podría resultar antipático. Lo era en cierto modo, pero evidentemente tenía personalidad. Comprendía por qué su marido había encontrado en él un buen compañero de viaje en Italia.
—Dígame, ¿por qué no le gustan los pobres? —preguntó súbitamente ella.
—No me desagradan. Sólo que no pienso en ellos, salvo que me vea obligado a hacerlo. Esos barrios miserables, el sindicalismo y todo lo demás, son una amenaza pública, y todos tenemos que hacer algo contra ellos. Pero no por amor. Su señor Borenius no quiere afrontar los hechos.
Ella quedó en silencio; después le preguntó qué edad tenía.
—Cumplo veinticuatro mañana.
—Vaya, es usted muy duro para su edad.
—Hace un momento decía usted que era horrible. ¡No me está tratando muy bien, señora Durham!
—De cualquier modo, es usted rígido, lo que es peor aún.
Ella advirtió que fruncía las cejas, y, temiendo haber sido impertinente, llevó la conversación hacia Clive. Ella había esperado que Clive estuviera ya de vuelta, según dijo, y era un lástima, porque al día siguiente Clive no tendría más remedio que estar fuera de nuevo. El agente, que conocía el distrito, estaba mostrándoselo. El señor Hall debía disculparles, y tenía que ayudarles en el partido de criquet.
—La verdad es que depende de otros planes… Quizá tenga que…
Ella le miró a la cara con una súbita curiosidad; después dijo:
—¿No le gustaría ver su habitación?… Archie, lleva al señor Hall a la habitación roja.
—Gracias. ¿Hay aquí oficina de correos?
—Esta noche está cerrada, pero puede poner un telegrama. El telegrama puede esperar… ¿O no debería meterme en eso?
—Debo poner un telegrama… Aunque no estoy completamente seguro. Muchas gracias.
Después siguió al señor London a la habitación roja, pensando: «Clive debería haber… En honor del pasado, debería haber estado aquí para recibirme. Tenía que haberse hecho cargo de lo deprimido que me sentiría.» No es que desease estar con Clive, pero aún podía sufrir por su causa. La lluvia caía de un cielo plomizo sobre el parque, el bosque estaba silencioso. Al oscurecer, entró en un nuevo círculo de torturas.
Permaneció en la habitación hasta la hora de cenar, luchando con fantasmas que había amado. Si aquel nuevo médico podía alterar su ser, ¿no tenía el deber de ir, aunque su cuerpo y su alma quedasen violados? Siendo el mundo tal cual es, uno debe casarse o perecer. Aún no estaba totalmente libre de Clive, y jamás lo estaría hasta que algo más importante interviniese.
—¿Ha regresado el señor Durham? —preguntó, cuando la sirvienta trajo agua caliente.
—Sí, señor.
—¿Acaba de llegar ahora?
—No. Hace una media hora, señor.
Ella corrió las cortinas y ocultó la vista, pero no el sonido de la lluvia. Mientras tanto, Maurice redactó un telegrama. «Lasker Jones, 6 Wigmore Place, W.» Y el texto: «Resérveme hora para el jueves. Hall. Sr. Durham, Penge, Wiltshire.»
—Sí, señor.
—Muchas gracias —dijo con deferencia, e hizo una mueca en cuanto quedó solo.
Había ahora una completa ruptura entre sus acciones públicas y privadas. En el salón saludó a Clive sin un temblor. Se estrecharon las manos cálidamente, y Clive le dijo: «Pareces totalmente asentado. ¿Sabes a quién vas a conocer?», y le presentó a una muchacha. Clive se había convertido en un perfecto señor rural. Todos sus agravios contra la sociedad se habían desvanecido desde su matrimonio. Estando de acuerdo políticamente, tenían muchas cosas de que hablar.
Por su parte, Clive se sentía complacido con su huésped. Anne lo había descrito como «brusco, pero encantador», una condición satisfactoria. Había una tosquedad esencial en él, pero esto no importaba ya: aquella horrible escena de Ada podía olvidarse. Maurice también se llevaba bien con Archie London, cosa importante, pues Archie aburría a Anne y era un tanto torpe. Clive los emparejó para el tiempo de su estancia allí.
En el salón hablaron de política de nuevo, convencidos todos de que los radicales no eran de fiar y de que los socialistas eran unos dementes. La lluvia caía afuera con una monotonía que nada podía alterar. En las pausas de la conversación, su murmullo penetraba en la habitación, y hacia el final de la velada se oyó un «tap, tap» en la tapa del piano.
—Otra vez el fantasma de la familia —dijo la señora Durham con una luminosa sonrisa.
—Hay un delicioso agujero en el techo —gritó Anne—. Clive, ¿no podemos dejarlo?
—Tendremos que hacerlo —subrayó él, tocando la campanilla—. Pero de todos modos hemos de quitar de ahí el piano. No soportará mucho más.
—¿Y qué tal un platito? —dijo el señor London—. Clive, ¿qué tal un platito? En el club una vez caló la lluvia. Yo toqué el timbre y el criado trajo un platito.
—Yo toco la campanilla y el criado no trae nada —dijo Clive, repiqueteando de nuevo—. Sí, colocaremos un platito, Archie, pero debemos correr el piano también. Esa go-terita que tanto le agrada a Anne puede crecer durante la noche. Sólo hay un techo de mediagua sobre esta parte de la habitación.
—¡Pobre Penge! —dijo su madre.
Todos se habían puesto de pie, y miraban la gotera. Anne comenzó a colocar papel secante sobre el piano. La velada había terminado, y todos estaban muy contentos de hacer bromas con la lluvia, que les había enviado aquella prueba de su presencia.
—Traiga una palangana, por favor —dijo Clive, cuando llegó el criado—, y un plumero, por favor, y dígale a alguno de los hombres que le ayude a mover el piano y enrollen la alfombra. La lluvia ha calado otra vez.
—Tenemos que llamar dos veces, dos veces —subrayó su madre.
—
Le délai s'explique
—añadió luego, pues cuando la doncella volvió, lo hizo con el guarda, además del criado—.
C'est toujours comme ça quand
… tenemos nuestros pequeños idilios en la zona de servicio también, ¿saben?
—Y ustedes, ¿qué quieren hacer mañana? —dijo Clive a sus huéspedes—. Yo debo proseguir con mi campaña. No resulta fácil. Es más pesado de lo que se imaginan. ¿No les gustaría salir a pegar unos tiros?