—Está todo aquí —dijo entregándole la confesión—. He consultado a un médico y él no podía hacer nada. No sé si usted puede.
Leyó la declaración.
—Espero no haberme equivocado viniendo a verle a usted…
—En modo alguno, señor Hall. El setenta y cinco por ciento de mis pacientes son de su tipo. ¿Es esta confesión reciente?
—La escribí la noche pasada.
—¿Y exacta?
—Bueno, nombres y lugares están un poco cambiados, naturalmente.
El señor Lasker Jones no parecía considerarlo natural. Le hizo varias preguntas acerca del señor «Cumberland», seudónimo que Maurice utilizaba para designar a Clive, y quiso saber si se habían unido alguna vez: en sus labios aquello resultaba curiosamente inofensivo. No manifestaba ni orgullo, ni repulsa, ni piedad: no prestó la menor atención a un súbito exabrupto de Maurice contra la sociedad. Y aunque Maurice pedía simpatía —no había recibido ni un ápice de ella durante un año—, se alegró de que no llegase, pues habría quebrantado sus designios.
Preguntó:
—¿Cuál es el nombre de mi mal? ¿Lo tiene?
—Homosexualidad congénita.
—¿Congénita hasta qué punto? Es decir, ¿puede hacerse algo?
—Oh, desde luego, si usted consiente.
—El hecho es que yo tengo algunos trasnochados prejuicios contra el hipnotismo.
—Temo que posiblemente pueda retener esos prejuicios después de intentarlo, señor Hall. No puedo prometerle una cura. Le hablé de mis otros pacientes (setenta y cinco por ciento), pero sólo en un cincuenta por ciento he tenido éxito.
Aquella confesión dio aún mayor confianza a Maurice. Ningún charlatán la hubiese hecho.
—Debemos intentarlo —dijo, sonriendo—. ¿Qué debo hacer?
—Simplemente quedarse donde está. Haré un experimento para ver hasta qué punto está enraizada la tendencia. Usted volverá (si lo desea) para un tratamiento regular después. Señor Hall, intentaré ponerle a usted en trance, y, si lo logro, le haré sugerencias que según espero subsistirán, y serán parte de su estado normal cuando despierte. No debe usted resistirse.
—Muy bien. Adelante.
Entonces, el señor Lasker Jones dejó su mesa y se sentó de un modo impersonal sobre el brazo del sillón de Mau-rice. Maurice tuvo la sensación de que iban a sacarle una muela. Durante un rato no sucedió nada. Pero al poco, sus ojos captaron una mancha de luz sobre el atizador de la chimenea, y el resto de la habitación se hizo confuso. Podía ver cualquier cosa que mirase, pero poco más, y podía oír la voz del médico y la suya.
Era evidente que estaba cayendo en trance, y el hecho de lograrlo le producía un sentimiento de orgullo.
—No está usted totalmente dormido aún, me parece.
—No, no lo estoy.
Hizo unos pases más.
—¿Cómo se siente ahora?
—Estoy más cerca ya.
—¿Del todo?
Maurice asintió, pero no estaba seguro.
—Ahora que está usted totalmente hipnotizado, ¿qué le parece mi consultorio?
—Es una habitación muy agradable.
—¿No está demasiado oscura?
—Más bien oscura.
—¿Puede ver el cuadro? Dígame.
Maurice entonces vio un cuadro en la pared opuesta, aunque sabía que no había ninguno.
—Échele una ojeada, señor Hall. Venga más cerca. Tenga cuidado con la hendidura de la alfombra.
—¿Qué anchura tiene?
—Puede usted saltarla.
Maurice inmediatamente localizó una hendidura, y la saltó, pero no estaba convencido de que fuera necesario.
—Admirable… Ahora dígame de quién supone que es ese retrato, ¿de quién es?
—De quién es…
—Edna May.
—Señor Edna May.
—No, señor Hall; señorita Edna May.
—Es el señor Edna May.
—¿No es hermosa?
—Yo quiero irme a casa con mi madre.
Ambos se rieron ante esta observación. El doctor se inclinó.
—La señorita Edna May no sólo es hermosa, sino también atractiva.
—A mí no me atrae —dijo Maurice ásperamente.
—Oh, señor Hall, qué observación más poco galante. Mire su maravilloso cabello.
—A mí me gusta más el pelo corto.
—¿Por qué?
—Porque puedo acariciarlo… —Y comenzó a llorar. Se dirigió espontáneamente al sillón. Las lágrimas humedecían sus mejillas. Pero se sentía perfectamente, y comenzó a hablar de nuevo.
—Verá, tuve un sueño cuando usted me hizo levantar. Es mejor que se lo cuente. Creí ver un rostro y oír a alguien decir: «ése es tu amigo». ¿Está bien eso? A veces lo siento (no puedo explicarlo) como si caminase hacia mí a través del sueño, aunque nunca llega hasta donde yo estoy, ese sueño.
—¿Está cerca ahora?
—Muy cerca. ¿Es un mal signo?
—No, oh, no… Está usted abierto a la sugestión. Está usted abierto, le hice ver un cuadro en la pared…
Maurice asintió: lo había olvidado completamente. Hubo una pausa durante la cual pagó dos guineas, y quedó de acuerdo para una segunda visita. Decidieron que telefoneara la semana siguiente, y mientras el señor Lasker Jones quería que permaneciese donde estaba, en el campo, tranquilamente.
No dudaba de que Clive y Anne le darían la bienvenida, y su influencia le parecía adecuada. Penge era un emético. Le ayudaba a separarse de su vieja vida envenenada que le había parecido tan dulce, le curaba de la ternura y de la humanidad. Sí, volvería, dijo. Pondría un telegrama a sus amigos y cogería el tren de la tarde.
—Haga ejercicio con moderación, señor Hall. Un poco de tenis, o dése una vuelta con la escopeta.
Maurice dijo lentamente:
—En el fondo pienso que quizá no quiera ir.
—Pero ¿por qué?
—Bueno, me parece demasiado estúpido hacer un viaje tan largo dos veces al día.
—¿Preferiría entonces quedarse en su propia casa?
—Sí… No… No, muy bien, volveré a Penge.
A su vuelta, se encontró con que los jóvenes se iban por veinticuatro horas a causa de las elecciones. Se preocupaba ahora menos por Clive que Clive por él. Aquel beso le había desilusionado. Era un beso tan trivial y tan ñoño, y, ¡ay!, tan típico. Cuanto más difícil resulta algo, más valor se le da, ésta era la lección de Clive. No ya la mitad —en Cambridge Maurice se hubiese conformado con esto—, sino que ahora se le ofrecía un cuarto y se le decía que era mayor que la mitad. ¿Acaso suponía su amigo que él era de piedra?
Clive explicó que no lo habría preparado todo para irse si Maurice le hubiese dado esperanzas de retorno, y que volvería de todos modos para el partido. Anne murmuró: «¿Hubo buena suerte?» «Más o menos», contestó Maurice. Después de lo cual, ella le cubrió con su ala y se ofreció a invitar a su prometida a Penge. «Señor Hall, ¿es muy bonita? Estoy convencida de que tiene unos maravillosos ojos castaños.» Pero Clive la distrajo y Maurice se vio obligado a pasar una velada con la señora Durham y el señor Borenius.
Sentía una anormal inquietud. Recordaba aquella noche de Cambridge en que fue a la habitación de Risley. La lluvia había cesado durante su estancia en la ciudad. Quiso dar un paseo al atardecer y contemplar la puesta de sol y oír el gotear de los árboles. Espectrales pero perfectos, los dondiegos se abrían en la enramada, y le hacían estremecerse con su aroma. Clive le había mostrado los dondiegos en el pasado, pero no le había hablado de su olor. Le gustaba estar allí, al aire libre, entre los petirrojos y los murciélagos, deslizándose de un lado a otro con la cabeza descubierta, hasta que la campana le avisó que tenía que vestirse para una comida más, y las cortinas de la habitación roja se cerraron. No, él no era el mismo; se había iniciado sin duda alguna un reajuste de su ser, como en Birmingham, cuando la muerte se apartó de él, y todo se debía al señor Lasker Jones. Se había producido un cambio por debajo de la conciencia, que podría venturosamente llevarle a los brazos de la señorita Tonks.
Mientras paseaba, apareció el hombre al que había reñido por la mañana, se llevó la mano a la gorra, y preguntó si querría cazar al día siguiente. Evidentemente, no lo haría, puesto que era el día del partido de criquet, pero la pregunta era un medio de facilitar una disculpa.
—Señor, siento mucho no haber dado una completa satisfacción al señor London y a usted.
Maurice, ya sin ánimos de venganza, dijo:
—Está bien, Scudder.
Scudder era una importación, parte de aquel mundo más amplio que había arribado a Penge con la política y con Anne; era más listo que el viejo señor Ayres, el guardabosque jefe, y lo sabía. Dijo que no había aceptado los cinco chelines porque era demasiado; ¡no dijo en cambio por qué había aceptado los diez! Añadió:
—Me alegro mucho de verle de nuevo aquí tan pronto, señor.
Esto sorprendió a Maurice como ligeramente inadecuado, así que repitió:
—Está bien, Scudder —y se fue.
Era una cena de esmoquin —no frac, porque sólo serían tres—, y aunque había respetado tales nimiedades durante años, las encontró de pronto ridiculas. ¿Qué importaba la ropa si uno tenía su comida, y los demás eran personas respetables?… ¿O es que no lo eran? Y cuando acarició el peto de su camisa le invadió una sensación de ignominia, y pensó que no tenía derecho a criticar a nadie que viviese al aire libre. ¡Qué seca parecía la señora Durham!… Era Clive con la vitalidad agotada. Y el señor Borenius…, ¡qué seco! Aunque, respecto al señor Borenius, había que admitir que no era tan simple como parecía. Por menospreciar a todos los eclesiásticos, Maurice había prestado escasa atención a aquél. Y quedó sorprendido al ver la firmeza con que habló después de la cena. Había supuesto que como rector de la parroquia ayudaría a Clive en las elecciones, pero «yo no voto por nadie que no sea practicante, como el señor Durham comprenderá».
—Los radicales atacan a su iglesia, como sabe —fue todo lo que pudo ocurrírsele.
—Ése es el motivo de que no vote por el candidato radical. Él es cristiano, así que, naturalmente, debería haberlo hecho.
—Resulta un tanto extraño, señor, si me permite decirlo. Clive hará todo lo que usted desea hacer. Debe dar gracias a Dios de que no sea ateo. Hay bastantes ateos por ahí, ya lo sabe usted.
Como respuesta, el eclesiástico sonrió, diciendo:
—El ateo está más cerca del reino de Dios que el helenista. «Si no sois como los niños…» ¿Y qué es el ateo, sino un niño?
Maurice se miró las manos, pero antes de que pudiese preparar una respuesta, el criado entró para preguntarle si tenía algún encargo para el guardabosque.
—Ya le vi antes de cenar, Simcox. Nada, gracias. Mañana es el partido. Ya se lo dije.
—Sí, pero él pregunta si le gustaría ir al pozo que hay en el ribazo, señor, ahora que el tiempo ha cambiado. Acaba de achicar el bote.
—Muy amable de su parte.
—¿Hablan ustedes del señor Scudder? Yo quiero hablar con él —dijo el señor Borenius.
—¿Se lo dirá usted, Simcox? Dígale también que no iré a bañarme —cuando se marchó el criado, añadió—: ¿Quiere usted hablar con él aquí? Dígale que venga, a mí no me importa.
—Gracias, señor Hall, pero saldré. Él preferirá la cocina.
—La preferirá, sin duda. Hay hermosas jovencitas en la cocina.
—¡Ay! ¡Ay! —Tenía el aire de alguien a quien se menciona el sexo por primera vez—. ¿No sabrá usted por casualidad si tiene relaciones con alguna, con vistas matrimoniales?
—Me temo que no… Le vi besando a dos muchachas a la vez a mi llegada, si es que esto puede serle útil.
—A veces estos hombres se ponen a contar sus cosas. El aire libre, el sentido de compañerismo…
—No sucedió así conmigo. Archie London y yo quedamos un tanto molestos con él ayer, la verdad. Se le vio demasiado el plumero. Nos pareció un tanto cerdo.
—Perdone la curiosidad.
—¿Qué es lo que tengo que perdonarle? —dijo Maurice, molesto con el rector por aludir tan afectadamente al aire libre.
—Hablando con franqueza, me alegraría mucho ver a ese joven en concreto con una compañera antes de que embarcara —sonriendo gentilmente, añadió—: Y a todos los jóvenes.
—¿Por qué se embarca?
—Emigra —dijo, entonando la palabra de un modo particularmente irritante, y se encaminó a la cocina.
Maurice salió a pasear un rato por el jardín. La comida y el vino le habían excitado y pensaba, con cierta inconsecuencia, que hasta el amigo Chapman había corrido sus aventurillas. Sólo él, según Clive, combinaba un pensamiento elevado con la conducta de un colegial en domingo. No era Matusalén… Tenía derecho a correrla un poco. ¡Oh aquellos deliciosos aromas, aquellas enramadas donde podías ocultarte, aquel cielo tan oscuro como las enramadas! Pero se apartaban de él. Dentro de la casa estaba su lugar, y allí se moldearía, se transformaría en un respetable pilar de la sociedad que nunca tiene la posibilidad de portarse mal. El sendero que recorría daba acceso, a través de una cancela giratoria, al parque, pero la yerba húmeda que había en éste le empaparía el calzado, así que se sintió forzado a regresar. Cuando lo hacía, chocó con unos pantalones de pana, y se vio cogido un instante por los codos; había sido Scudder, que escapaba del señor Borenius. Liberado, continuó con sus sueños. La sesión del día anterior, que por el momento había hecho poca impresión en él, comenzó a brillar débilmente, y comprendió que aun durante su aburrimiento había estado viva. A través de ello pasó a recordar incidentes de su llegada, como el del traslado del piano; después continuó los incidentes del día, comenzando con la propina de cinco chelines y acabando con el último incidente. Y cuando llegó aquí, fue como si una corriente eléctrica atravesase la cadena de sucesos insignificantes, y él se desprendió de ellos y los dejó hundirse en la oscuridad. «Demonios, maldita sea, vaya noche», continuó, mientras ráfagas de aire le golpeaban y se arremolinaban a su alrededor. Entonces la cancela, al fondo del sendero, que había estado balanceándose un rato, pareció cerrarse de golpe bloqueando la ruta hacia la libertad, y él volvió a la casa.
—¡Oh, señor Hall! —exclamó la vieja dama—. Qué maravilloso peinado lleva usted.
—¿Qué peinado? —resultaba que su cabeza estaba toda amarilla del polen de las flores.
—Oh, no lo quite usted. Me gusta mucho sobre su cabello negro. Señor Borenius, ¿no parece preparado para una bacanal?
El clérigo alzó la vista sin fijarla. Había sido interrumpido en medio de una conversación seria.