Señor Maurice. Querido señor. Le esperé dos noches en la cabaña del embarcadero. Le dije la cabaña del embarcadero porque la escalera la han quitado y el bosque está demasiado mojado para echarse en él. Así que por favor venga a «la cabaña del embarcadero» mañana por la noche o pasado mañana; diga a los otros señores que va a dar un paseo, será fácil, después venga al embarcadero. Querido señor, déjeme estar con usted una vez más antes de dejar la vieja Inglaterra, si no es pedir mucho. Yo tengo llave y se la dejaré en el cuarto. Salgo en el
Normannia
el 29 de agosto. Desde el partido de criquet tengo muchas ganas de hablarle rodeándole con uno de mis brazos, y de abrazarle después, y no digo más porque son cosas tan dulces que no pueden decirse con palabras. Sé perfectamente que soy sólo un criado y no voy a abusar de sus amables atenciones ni a tomarme otra clase de libertades
.
Respetuosamente suyo
,
A. Scudder.
(Guardabosque de C. Durham Esq
.)
Maurice, ¿se marchó porque se puso malo, como dijeron los criados de la casa? Espero que se encuentre ya bien ahora. Procure escribir si no puede venir, pues yo no puedo dormir esperando todas las noches, así que venga sin falta al «Embarcadero de Penge» mañana por la noche, o si no puede, al día siguiente
.
Bien, ¿qué significaba aquello? La frase en que se detuvo Maurice, olvidando todas las demás, fue «Yo tengo la llave». Sí, él la tenía, y había un duplicado en la casa, y por tanto un cómplice, probablemente Simcox… A la luz de esto interpretó toda la carta. Su madre y su tía, el café que estaba bebiendo, las copas del colegio en la estantería, todo estaba di-ciéndoselo en diferentes formas: «Si vas estás perdido, si contestas tu carta será usada para presionarte. Te hallas en una desdichada situación, pero tienes una ventaja: él no tiene absolutamente nada escrito por ti y va a abandonar Inglaterra dentro de diez días. Escóndete y aguarda que pase todo.» Hizo un gesto hosco. Los hijos de los carniceros y las demás personas por el estilo aparentan ser inocentes y cordiales, pero leen las reseñas policíacas, saben… Si volvía a dar señales de vida debía consultar a un abogado de confianza, del mismo modo que acudía a Lasker Jones para resolver sus problemas emocionales. Había sido muy estúpido, pero si jugaba cuidadosamente sus cartas en los diez días siguientes podía salir a flote.
—Buenos días, doctor. ¿Cree usted que podrá arreglarme esta vez? —comenzó él, con aire desenvuelto. Después se arrellanó en el sillón, semicerró los ojos y dijo—: Bien, adelante.
Estaba ansioso de cura. El saber que iba a ir a aquella consulta le había ayudado a resistir contra el vampiro. Una vez curado, todo se arreglaría. Anhelaba el trance en el que su personalidad se moldearía y sería sutilmente reformada. Al fin logró un olvido de cinco minutos, mientras la voluntad del doctor luchaba por penetrar en la suya.
—Empezaré en seguida, señor Hall. Pero dígame primero cómo le ha ido.
—Bueno, como siempre. Aire fresco y ejercicio, como usted me dijo. Todo en calma.
—¿Ha frecuentado usted la compañía de mujeres con algún placer?
—Había algunas mujeres en Penge. Sólo estuve una noche allí. Al día siguiente de verme usted, el viernes, volví a Londres… es decir, a casa.
—Tenía pensado quedarse más tiempo con sus amigos, según creo.
—Sí, eso pensaba.
Lasker Jones se sentó entonces al lado de su sillón.
—Déjese ir ahora —dijo suavemente.
—Muy bien.
Repitió los pases. Maurice miró el atizador de la chimenea como la otra vez.
—Señor Hall, ¿ha entrado usted en trance?
Hubo un largo silencio, que Maurice rompió diciendo gravemente:
—No estoy completamente seguro.
Lo intentaron de nuevo.
—¿Está la habitación completamente a oscuras, señor Hall?
Maurice dijo:
—Un poco —con la esperanza de que al decirlo lo estuviera.
—¿Qué es lo que ve?
—Bueno, si está todo oscuro no puede esperarse que vea nada.
—¿Qué vio usted la otra vez?
—Un cuadro.
—Exactamente, ¿y qué más?
—¿Qué más?
—Sí, qué más. Una hen… una hendi…
—Una hendidura en el suelo.
—¿Y después?
Maurice cambió de posición y dijo:
—Salté sobre ella.
—¿Y después?
Permaneció en silencio.
—¿Y después? —repitió una voz persuasiva.
—Le oigo muy bien —dijo Maurice—. Lo malo es que no he conseguido entrar. Me sentí un poco adormilado al principio, pero ahora estoy tan despierto como usted. Debería intentarlo por segunda vez.
Probaron de nuevo, sin éxito.
—¿Qué diablos puede haber sucedido? La semana pasada me dormía a la primera. ¿Cómo se explica usted esto?
—Entonces no se resistiría.
—Pero demonios, si no me resisto.
—Es usted menos sugestionable de lo que era.
—Yo no sé lo que eso puede significar, no soy experto en la jerga, pero le juro que en el fondo de mi corazón deseo que me cure. Quiero ser como los demás hombres, no este paria a quien nadie quiere…
Lo intentaron de nuevo.
—¿Entonces pertenezco a su veinticinco por ciento de fallos?
—Pude hacer un poco con usted la semana pasada, pero ahora nos encontramos con estos súbitos desajustes.
—Súbitos desajustes. ¿Soy yo la causa? Bueno, no se desespere, no abandone —dijo él, riendo con afectada fanfarronería.
—No me propongo abandonar, señor Hall.
De nuevo fracasaron.
—Y ¿qué voy a hacer ahora? —dijo Maurice, con un súbito quiebro en la voz.
Hablaba con desesperación, pero el señor Lasker Jones tenía una respuesta para cualquier pregunta.
—Me temo que lo único que puedo aconsejarle es que se vaya a vivir a un país que haya adoptado el Código napoleónico —dijo.
—No comprendo.
—Francia o Italia, por ejemplo. Allí la homosexualidad no es ya un delito.
—¿Quiere decir que un francés puede vivir con un amigo y no le meten en la cárcel?
—¿Vivir? ¿Quiere decir tener relaciones? Si ambos son mayores de edad y respetan la decencia pública, desde luego.
—¿Se impondrá esa ley en Inglaterra?
—Lo dudo. Inglaterra ha sido siempre reacia a aceptar la naturaleza humana.
Maurice comprendió. Era también un inglés, y sólo a causa de sus problemas se había mantenido despierto. Sonrió con tristeza.
—Entonces éste es el resumen: siempre ha habido personas como yo y siempre las habrá, y generalmente han sido perseguidas.
—Así es, señor Hall; o, como siquiatra, prefiero decir ha habido, hay y siempre habrá todo tipo concebible de persona. Y debe usted recordar que en Inglaterra hubo una época en que se condenaba a muerte a las personas como usted.
—¿De verdad? Pero podían huir. Inglaterra no estaba entonces toda poblada ni vigilada. Los hombres de mi clase podían huir al bosque.
—¿Era posible? Bueno, no había caído en ello.
—Oh, es sólo una idea mía —dijo Maurice, sacando el importe de la consulta—. Me sorprende que fuese más frecuente entre los griegos… el Batallón Sagrado de Tebas… y demás. Bueno, esto no era distinto. No veo, por otra parte, cómo podían vivir juntos… especialmente cuando procedían de clases diferentes.
—Una interesante teoría.
Las palabras se le escaparon de nuevo, y dijo:
—No he sido honrado con usted.
—Realmente, señor Hall.
¡Qué consuelo era aquel hombre! La ciencia es mejor que la simpatía, si sólo es ciencia.
—Después de la última vez que estuve aquí tuve un desliz con un… bueno, no es más que un guardabosque. Y la verdad, no sé qué hacer.
—Poco puedo aconsejarle en esa cuestión.
—Ya sé que no puede. Pero puede en cambio decirme si es él quien me impide entrar en trance. Estaba preguntándomelo.
—Nadie puede impedirle tal cosa en contra de su voluntad, señor Hall.
—Yo tengo la impresión de que es él quien me lo impide, y querría no haber traído (esto parece una estupidez) esta carta suya en el bolsillo… Léala, ya le he dicho mucho. Francamente, tengo la sensación de estar caminando sobre un volcán. Es un hombre rústico; me tiene en su poder. ¿Podría llevarme ante un tribunal?
—No soy abogado —dijo aquella voz inalterable—, pero no creo que pueda pensarse que esta carta contiene una amenaza. Es una cuestión sobre la que usted debería consultar a su abogado, no a mí.
—Lo siento, pero es un alivio. Me pregunto si sería usted tan amable de hipnotizarme otra vez. Tengo la sensación de que ahora sería posible, después de habérselo dicho todo. Yo esperaba poder curarme sin tener que hacerlo. ¿Es posible que una persona se apodere de la voluntad de otra a través de los sueños?
—Lo intentaré de nuevo, con la condición de que su confesión sea esta vez exhaustiva. En caso contrario no haremos más que perder su tiempo y el mío.
Fue exhaustiva. Nada excusó a su amante ni a sí mismo. Una vez detallado todo, la perfección de la noche se transformó en una torpeza pasajera, tal como las que su padre se había permitido treinta años antes.
—Siéntese de nuevo.
Maurice oyó un ligero ruido y se volvió.
—Son mis hijos jugando arriba.
—Casi he llegado a creer en aparecidos.
—Son sólo los niños.
Volvió el silencio. La claridad de la tarde caía amarillenta a través de la ventana sobre el buró. Esta vez Maurice centró su atención en éste. Antes de empezar, el doctor cogió la carta de Alec, y solemnemente la quemó y la redujo a cenizas ante sus ojos.
Nada sucedió.
Por dar placer al cuerpo, Maurice había confirmado —esta misma palabra era la usada en el veredicto final—, había confirmado su espíritu en su perversión, y se había separado de la congregación del hombre normal. En su irritación, balbucía: «Lo que yo quiero saber… Lo que yo no puedo decirle a usted ni usted a mí, es ¿cómo un rústico campesino como éste sabe tanto acerca de mi persona? ¿Por qué cayó sobre mí aquella noche especial en que yo era más débil? Jamás me permití un contacto con mi amigo en la casa, porque, demonios, soy más o menos un caballero (colegio privado, universidad, etc.) y aún no puedo creer que lo hiciera con él.» Lamentando no haber poseído a Clive en el momento de su pasión, salió, abandonó su último cobijo, mientras el doctor decía formulariamente: «El aire fresco y el ejercicio pueden hacer maravillas aún.» El doctor quería pasar a la visita siguiente, y no le interesaba el problema de Maurice. No es que le turbara como al doctor Barry, sino que le aburría, y nunca más volvió a pensar en el joven invertido.
En la puerta, algo se incorporó a Maurice —su viejo yo, quizá—, pues mientras caminaba una voz expresaba su calvario y sus acentos recordaban Cambridge; una despreocupada voz juvenil que se burlaba de él por ser tan estúpido. «Te la has buscado esta vez», parecía decir, y cuando se detuvo junto al parque, porque la reina y el rey pasaban, los despreció en el momento de quitarse el sombrero. Era como si la barrera que le separaba de sus compañeros hubiese tomado otro aspecto. Ya no se sentía asustado y avergonzado. Después de todo, los bosques y la noche estaban de su parte, no de la de ellos. Ellos, no él, se hallaban cercados por la valla. Él había actuado mal, y por eso recibía aquel castigo, pero había actuado mal porque había intentado lograr lo mejor de ambos mundos. «Pero debo mantenerme fiel a mi clase, eso está decidido», insistió.
«Muy bien —dijo su viejo yo—. Ahora a casa, y mañana por la mañana a coger el tren de las 8.36 para la oficina, porque tu fiesta ha terminado, recuérdalo, y cuídate de no volver nunca la cabeza hacia Sherwood.»
«Yo no soy un poeta. No soy ese tipo de imbécil…»
El rey y la reina desaparecieron en su palacio, el sol se hundía tras los árboles del parque que se fundían en una inmensa criatura con dedos y puños de verdor.
«La vida de la tierra, Maurice. ¿No perteneces a ella?»
«Bien, lo que tú llamas la "vida de la tierra", debe ser lo mismo que mi vida diaria… lo mismo que la sociedad. Lo uno debe fundamentarse en lo otro, como dijo Clive una vez.»
«Muy bien. Pero desgraciadamente eso no le importa a Clive.»
«Es lo mismo, yo debo permanecer fiel a mi clase.»
«Ya es de noche… Has de darte prisa… Coge un taxi… Date prisa como tu padre, antes de que se cierren las puertas.»
Llamó uno y cogió el tren de las 6.20. Otra carta de Scudder le aguardaba en la bandeja de cuero del vestíbulo. Conoció la letra inmediatamente, el «Mister M. Hall» en lugar de «Esq.», los sellos torcidos. Se sintió asustado e irritado, pero no tanto como se hubiera sentido por la mañana, pues aunque la ciencia desesperaba de él, él no desesperaba de sí mismo. ¿No es mejor, después de todo, un infierno real que un cielo prefabricado? No sentía haber eludido las manipulaciones del señor Lasker Jones. Se metió la carta en el bolsillo de su esmoquin, donde la llevó sin leer mientras jugó a las cartas y oía enumerar las faltas del chófer; uno no sabe a dónde van a llegar los criados: a su sugerencia de que los criados podían ser de carne y hueso como ellos, su tía opuso un enérgico «no es verdad». Al irse a la cama, besó a su madre y a Kitty sin miedo a mancillarlas. Su efímera santidad había concluido, y todo lo que hacían y decían había vuelto a hundirse en la insignificancia. Cerró la puerta sin ninguna sensación de traición, y contempló durante cinco minutos la noche suburbana. Oyó a los búhos, oyó el rumor de un tranvía distante y oyó a su corazón que sonaba por encima de ellos. La carta era tremendamente larga. La sangre comenzó a agitarse en todo su cuerpo mientras la abría, pero su mente se mantenía fría, y logró leerla como un todo, y no sólo frase por frase.
Señor Hall, el señor Borenius acaba de hablar conmigo. Señor, no me trata usted decentemente. Embarco la semana próxima en el
Normannia.
Ya le dije que me iba, no es decente que usted no me escriba. Yo procedo de una familia respetable, y no me parece decente que me trate usted como a un perro. Mi padre es un respetable comerciante. Me voy por mis propios medios a la Argentina. Usted dice: «Alec, eres un chico encantador», pero no me escribe
. Sé lo de usted con el señor Durham.
¿Por qué me dice «llámame Maurice», y me trata después tan indecentemente? Señor Hall, iré a Londres el martes. Si no quiere usted que vaya a su casa, dígame dónde puedo verle en Londres; haría usted bien en verme, podría lamentar el no hacerlo. Nada importante ha ocurrido desde que usted salió de Penge. El criquet parece que se acabó. Algunos de los grandes árboles han perdido muchas hojas, y es muy temprano para eso aún. ¿Le ha hablado el señor Borenius de ciertas muchachas? No puedo evitar ser un poco ligero, es algo que está en la naturaleza del hombre, pero no debía usted tratarme como a un perro. Fue antes de que usted viniera. Es natural querer a una muchacha. Uno no puede ir contra la naturaleza humana. El señor Borenius descubrió lo de las muchachas por la clase de primera comunión. Acaba de decírmelo. Nunca me había pasado esto con un caballero. ¿Está usted molesto por haberle escrito? Fue culpa suya, usted estaba por encima de mí. Yo tenía mi trabajo, yo era criado del señor Durham, no suyo, yo no soy su criado y no permitiré que me trate como su criado, y no me importa que todo el mundo lo sepa. Mostraré respeto
únicamente donde es debido,
es decir, con un caballero que es caballero. Simcox dijo: El señor Hall dice que lo coloque en el octavo lugar. Le puse en el quinto, pues yo era el capitán y usted no tenía derecho a tratarme injustamente por eso
.
Respetuosamente suyo
,
A. Scudder.
P.S
. Sé cosas.