Si Maurice es el mundo de la burguesía suburbana, Clive es Cambridge. Conociendo la universidad, o un rincón de ella muy bien, lo creé sin dificultad, tomando algunos rasgos iniciales de él de una superficial relación con un compañero de estudios. La calma, la superioridad de visión, la claridad y la inteligencia, las seguras normas morales, la finura y la delicadeza que no significan debilidad, la mezcla de jurista y señor rural se relacionan con este conocido, aunque fui yo quien dio a Clive su temperamento «helénico» y quien lo llevó a los brazos amorosos de Maurice. Una vez en ellos, él tomó las riendas, él trazó las líneas sobre las que la insólita relación había de desarrollarse. Creía en la abstinencia platónica, e indujo a Maurice a aceptarla, lo cual no me parece en absoluto inverosímil. Maurice en esta etapa es humilde e ingenuo y le adora, es el alma liberada de la prisión, y si su liberador le pide que permanezca casto, obedece. En consecuencia, la relación se prolonga durante tres años —precaria, idealista y peculiarmente inglesa—. ¿Qué muchacho italiano se hubiese mantenido en ella? Aún dura hasta que Clive la concluye volviéndose hacia las mujeres y enviando a Maurice de nuevo a su prisión. A partir de entonces, Clive empeora, y quizá suceda lo mismo con mi versión de él. Me ha irritado. Debo machacarle, subrayar su aridez y sus pretensiones políticas y la caída de su cabello; nada de lo que él, su mujer o su madre hacen, está bien nunca. Esto ayuda a Maurice, pues acelera su descenso al infierno y le endurece allí para la libre ascensión final. Pero quizá sea injusto con Clive, que no pretende hacer mal a nadie y que sufre el último trallazo del látigo en el capítulo final, cuando descubre que su viejo amigo de Cambridge ha caído dentro del mismo Penge, con un guardabosque.
Alec empieza como una emanación de Milthorpe, es el toque en la cadera. Pero no tiene ninguna conexión más con el metódico George Merrill y en muchos sentidos es una premonición. Al trabajar con él, llegué a conocerle mejor, en parte a través de experiencias personales, algunas de ellas muy útiles. Se hizo menos un camarada y más un ser humano, se hizo más vivo y más consistente y exigió un tratamiento más amplio, y los añadidos a la novela (apenas si hubo supresiones en ella) se deben todos precisamente a él. No pueden establecerse muchas premisas respecto a Alec. Es más viejo en el tiempo que los guardabosques de D. H. Lawrence, y no tiene la ventaja de sus disquisiciones, y, aunque podría haber conocido a mi Stephen Wonham, no habrían tenido en común más que una jarra de cerveza. ¿Qué era su vida antes de la llegada de Maurice? La vida anterior de Clive puede evocarse fácilmente, pero la de Alec, cuando intento evocarla, se transforma en un estudio y ha de ser bosquejada. Él desde luego no se opone a nada, pronto se da uno cuenta de esto. Tampoco, una vez que se conocen, lo hace Maurice, y Lytton Strachey, uno de los primeros lectores, pensaba que esto era indicación de su inevitable fracaso. Me escribió una carta deliciosa e inquietante en la que me decía que la relación entre ambos se basaba en la curiosidad y en la lujuria y no duraría más allá de seis semanas. ¡Sombras de Edward Carpenter!, cuyo nombre Lytton siempre saludaba con una serie de grititos. Carpenter creía que los uranianos se eran eternamente fíeles. Y aunque según mi experiencia no puede contarse con la lealtad, siempre puede tenerse esperanza en ella, y perseguirla, y debe florecer en el suelo más inverosímil. Tanto el joven burgués como el rústico son capaces de lealtad. Risley, el inteligente estudiante del Trinity, no, y Risley, como Lytton gozosamente detectó, está basado en Lytton.
Las últimas adiciones a la novela que Alec exigía son dos, o más bien se sitúan en dos grupos.
En primer lugar, Alec tiene que ser conducido hasta allí. Debe aparecer ante el lector gradualmente. Tiene que desarrollarse desde el oscuro pasado masculino que Maurice lleva a Penge, a través de la escena del piano, el rechazo de la propina, la caza en el bosque y el robo de los albarico-ques, hasta ser el camarada que da y toma amor. Debe salir de la nada para acabar siendo todo. Esto requiere un manejo cuidadoso. Si el lector sabe demasiado sobre lo que va a venir, se aburrirá. Si sabe demasiado poco, quedará desconcertado. Tomemos la media docena de frases que los dos intercambian en el jardín a oscuras, cuando el señor Borenius les ha dejado y la declaración comienza a rondar. Estas frases pueden revelar más o menos, según la forma en que estén bosquejadas. ¿Las he trazado apropiadamente? Tomemos a Alec cuando oye el grito solitario y salvaje en su ronda: ¿debe responder inmediatamente, o —como finalmente decidí— debe dudarlo hasta que se repite? El arte que se exige para resolver estos problemas no es de un nivel superior, no es tan elevado como Henry James cree, pero ha de utilizarse para trasmitir el abrazo final.
En segundo lugar, Alec tiene que ser conducido desde allí. Ha corrido el riesgo y han hecho el amor. ¿Qué garantía hay de que tal amor persista? Ninguna. Así el carácter de cada uno, sus relaciones mutuas, las pruebas por las que pasan, deben sugerir que aquello va a prolongarse, y la sección final del libro tuvo que ser más larga de lo originalmente planeado. Hube de ampliar el capítulo del Museo Británico e insertar tras él otro completo, totalmente nuevo: el capítulo de su apasionada y frenética segunda noche, en la que Maurice se abre totalmente y Alec no se atreve. En el esquema original todo esto sólo estaba implícito. Del mismo modo, después de Southampton, cuando Alec también lo arriesga todo, no los había llevado a su reunión final. Tuve que escribir después todo esto, con el fin de que tuvieran oportunidad de conocerse lo más posible. El telón no podía caer mientras no se hubiesen superado algunos peligros y amenazas.
El capítulo siguiente a su unión definitiva, en el que Maurice sermonea a Clive, es el único final posible del libro. No siempre lo creí así, ni tampoco otros, y hubo quien me animó a escribir un epílogo. En éste aparecía Kitty encontrándose con dos leñadores algunos años más tarde, y causó universal repulsa. Los epílogos son para Tolstói. El mío fallaba, en parte porque la fecha en que se desarrolla la acción de la novela es aproximadamente 1912, y «algunos años después» la zambullirían en la transformada Inglaterra de la primera Guerra Mundial.
El libro, desde luego, pertenece mucho a su época, y un amigo ha subrayado recientemente que para lectores actuales sólo puede tener un interés parcial. Yo no diría tanto, pero desde luego está pasado, no sólo por sus innumerables anacronismos —sus propinas, los cilindros de pianola, la Conferencia de La Haya, los liberales, los radicales y los
Terriers
, los médicos sin información y los estudiantes paseando cogidos del brazo—, sino por una razón más vital: pertenece a una Inglaterra donde aún era posible perderse. Pertenece al momento final del bosque.
The Longest Journey
pertenece también al mismo periodo y tiene similitudes de ambiente. Nuestro bosque terminó catastrófica e inevitablemente. Dos grandes guerras exigieron y legaron una regimentación que los servicios públicos adoptaron y extendieron, la ciencia prestó su ayuda, y los bosques de nuestra isla, nunca extensos, fueron invadidos, explotados y controlados. No hay hoy bosques o páramos a los que escapar, ni cueva en la que refugiarse, ni valle desierto para los que no desean ni reformar ni corromper a la sociedad, sino que los dejen solos. La gente escapa hoy, uno puede verlos cualquier noche en las películas. Pero son maleantes, no proscritos, pueden engañar a la civilización porque son parte de ella.
Homosexualidad
Hablemos, para terminar, de una palabra hasta ahora no mencionada. Desde que se escribió
Maurice
ha habido un cambio en la actitud pública al respecto: se ha ido de la ignorancia y el terror a la familiaridad y el desdén. No es el cambio por el que Edward Carpenter había luchado. Él esperaba el generoso reconocimiento de una emoción y la reintegración de algo primitivo al acervo común. Y yo, aunque menos optimista, había supuesto que el conocimiento traería comprensión. No habíamos advertido que lo que el público realmente detesta en la homosexualidad no es la cosa en sí, sino el tener que pensar en ella. Si pudiese deslizarse entre nosotros de modo inadvertido, o si se legalizase de la noche a la mañana en un decreto anunciado en letra pequeña, habría pocas protestas. Desgraciadamente sólo puede legalizarse a través del Parlamento, y los miembros del Parlamento están obligados a pensar o a hacer ver que piensan. En consecuencia, el
Wolfenden Report
será indefinidamente rechazado, continuarán las acciones de la policía, y Clive, desde el sitial del juez, continuará condenando a Alec en el banquillo. Maurice debe escapar.
Septiembre 1960
.
EDWARD MORGAN FORSTER, hijo de un arquitecto, nació en Londres en 1879 y se educó en la Universidad de Cambridge, donde cursó estudios de literatura clásica e historia. A partir de 1901 residió temporadas en Italia y Grecia, y en estos países mediterráneos están ambientados algunos de sus cuentos, como
La historia de la sirena
, y sus dos primeras novelas,
Donde los ángeles no se aventuran
(1905) y
Habitación con vistas
(1908). Cambridge es el escenario de su tercera novela,
El viaje más largo
(1907), y la cuarta,
Howard's end
(1910) —traducida al castellano con el título de
La mansión
—, se sitúa en la ciudad de Londres y sus alrededores. En 1912 y en 1922 vivió en la India, experiencia que noveló en
Pasaje a la India
(1924), obra que confirmó su fama universal como novelista; pero Forster abandonó definitivamente este género y hasta el final de su larga vida sólo cultivó otras modalidades literarias, como libros de viajes, ensayos, cuentos y biografías:
Alejandría
(1922),
Aspectos de la novela
(1927),
El momento eterno
(1928),
Abinger Harvest
(1936),
Lo que creo
(1939),
Virginia Woolf
(1942),
Dos vivas por la democracia
(1951) y, en colaboración con Eric Crozier, el libreto de la ópera de Benjamin Britten,
Billy Budd
(1951), sobre el célebre relato de Melville. Murió en Coventry en 1970.
[1]
Esto fue lo que él me dijo. Pero su referencia en la Nota Final a una «ligera amistad académica» no se ajusta a Meredith, que durante muchos años fue su amigo más íntimo, ni tampoco se ajustan algunos de los demás detalles. Sin embargo, hemos de tener en cuenta que Meredith vivía aún cuando Forster escribió la Nota Final, y es posible que alterase ligeramente los hechos.
<<