Clive recibió la carta y movió la cabeza. Se iba en aquel momento con algunas amistades del hotel a Pentélico, y rompió la carta en pequeños pedazos en la cima de la montaña. Había dejado de amar a Maurice, y tendría que decírselo claramente.
Se detuvo una semana más en Atenas, por miedo a que existiese alguna posibilidad de estar equivocado. El cambio había sido tan sorprendente, que a veces pensaba que Maurice tenía razón y que era el coletazo final de su enfermedad. Esto le humillaba, pues él había comprendido el sentir de su alma, o, como él se decía, desde que tenía quince años de edad. Pero el cuerpo es más profundo que el alma, y sus secretos inescrutables. No había habido ningún aviso, sólo una ciega alteración del espíritu vital, sólo un anuncio: «Tú que amabas a los hombres, amarás desde ahora a las mujeres. Entiéndaslo o no; es lo mismo para mí.» Entonces se derrumbó. Intentó ajustar el cambio con la razón, y comprenderlo, con el fin de poder sentirse menos humillado. Pero era algo de la misma naturaleza que la muerte o el nacimiento. Y fracasó.
Se produjo durante la enfermedad —posiblemente a través de la enfermedad—. Durante el primer ataque, cuando quedó separado de la vida ordinaria y bajo la fiebre, aquel impulso aprovechó una oportunidad que habría tenido tarde o temprano. Él advirtió lo encantadora que era su enfermedad y disfrutaba obedeciéndola. Cuando salió a dar un paseo, sus ojos se posaron en las mujeres. Pequeños detalles. Un sombrero, el modo de ajustarse una falda, el olor, la risa, la forma delicada de caminar sobre el barro, todo mezclado en un conjunto encantador, y con el añadido del gozo que le producía advertir que las mujeres respondían a veces a sus miradas, con igual gozo. Los hombres nunca habían respondido. No suponían que los admirase, y, o bien no se daban cuenta, o bien se sentían turbados. Pero las mujeres daban por supuesta la admiración. Podían ofenderse o recatarse, pero comprendían y le daban la bienvenida en un mundo de delicioso intercambio. A lo largo del paseo, Clive se sintió radiante. ¡Qué feliz era la vida de la gente normal! ¡Con qué poco había pasado él durante veinticuatro años! Charlaba con su enfermera, y la sentía suya para siempre. Contemplaba las estatuas, los anuncios, los periódicos. Al pasar ante un cine, entró en él. La película era artísticamente insostenible, pero el hombre que la hacía, los hombres y las mujeres que la contemplaban, lo sabían, y él era uno de ellos.
En modo alguno podía haberse mantenido la exaltación. Era como alguien a cuyos oídos hubiese llegado el silbar de la siringa; durante las primeras horas, había sonidos extraordinarios, que se desvanecieron cuando se ajustó a la tradición humana. No había ganado un nuevo sentido, pero había reestructurado uno antiguo, y la vida no conservaría durante mucho tiempo la apariencia de una perpetua fiesta. Esto le entristeció en seguida, pues a su vuelta Maurice estaba esperándole, y se sentía atrapado: como un espasmo, esto golpeaba en el fondo de su mente. Murmuró que estaba demasiado cansado para hablar, y escapó, y la enfermedad de Maurice le proporcionó un nuevo aplazamiento, durante el cual se convenció a sí mismo de que sus relaciones no se habían alterado, y de que podía sin deslealtad contemplar a las mujeres. Le escribió afectuosamente y aceptó la invitación de tratar de aclarar las cosas, sin recelo.
Dijo que había cogido frío en el coche; pero en el fondo de su corazón creía que la causa de su recaída era espiritual: estar con Maurice o con alguien relacionado con él, le resultaba súbitamente repugnante. ¡El calor del comedor! ¡Las voces de los Hall! ¡Su risa! ¡El chiste de Maurice! Todo esto se mezclaba con la comida, era la comida. Incapaz de diferenciar materia y espíritu, se desmayó.
Pero cuando abrió los ojos fue para advertir que el amor había muerto, por eso rompió a llorar cuando su amigo le besó. Cada terneza de éste incrementaba su sufrimiento, hasta que le pidió a la enfermera que prohibiese al señor Hall entrar en la habitación. Después se recobró y pudo huir a Penge, donde le amó tanto como siempre hasta que él fue allí. Admiró su devoción, que llegaba incluso al heroísmo, pero su amigo le molestaba. Estaba deseando que regresase a la ciudad, y tan próxima a la superficie se había alzado la roca, que llegó a decírselo. Maurice movió la cabeza y obedeció.
Clive no se dejó arrastrar por el espíritu vital sin lucha. Él creía en el intelecto e intentaba considerarse aún en el viejo estado. Apartaba sus ojos de las mujeres, y cuando esto fracasaba adoptaba actitudes infantiles y violentas. Una de ellas fue la visita a Grecia, la otra… No podía recordarla sin repugnancia. No había sido posible hasta que no se redujo toda la emoción. Lo lamentaba profundamente, pues ahora Maurice le inspiraba un asco físico que hacía más difícil el futuro, y él deseaba continuar la amistad con su antiguo amante, y ayudarle en la catástrofe que se aproximaba. Todo era, pues, complicado. Cuando el amor se desvanece se le recuerda no como amor, sino como algo distinto. Bien aventurados los ignorantes que lo olvidan por completo, y no son conscientes de los anhelos y de los absurdos del pasado, de las largas conversaciones sin propósito.
Clive no telegrafió, ni se puso en camino inmediatamente. Aunque deseaba ser amable, e intentaba pensar en Maurice razonablemente, se negó a obedecer órdenes como antes. Volvió a Inglaterra cuando le apeteció hacerlo. Telegrafió desde Folkestone a la oficina de Maurice, y esperaba encontrarle en Charing Cross; cuando no le vio allí tomó el tren hacia los suburbios, con el fin de hablar con él lo más rápidamente posible. Su actitud era amistosa y tranquila.
Era un atardecer de octubre; las hojas caídas, la neblina, el canto de un búho, le llenaron de placentera melancolía. Grecia había sido luminosa, pero muerta. Le gustaba la atmósfera del norte, cuyo mensaje no es verdad, sino compromiso. Él y su amigo acordarían algo que incluiría a las mujeres. Más tristes y más viejos, pero sin crisis, se deslizarían en una relación, como el ocaso en la noche. Le gustó también la noche. Poseía gracia y calma. No era una oscuridad absoluta. Justo cuando empezaba a perderse en el camino de la estación, vio otro farol, y después otro. Había eslabones en todas direcciones, y él los seguía hacia su objetivo.
Kitty oyó su voz, y salió de la sala para recibirle. Kitty era la persona de la familia de la que siempre se había ocupado menos —no era una auténtica mujer, como advirtió entonces—, y ella traía la noticia de que Maurice se había quedado en la ciudad por cuestión de trabajo.
—Mamá y Ada están en la iglesia —añadió—. Han tenido que ir andando, porque Maurice necesitaba el coche.
—¿Y dónde ha ido?
—No me lo preguntes. Deja su dirección a los criados. Nosotras sabemos menos de Maurice que cuando estabas aquí, si es que lo crees posible. Se ha transformado en una persona muy misteriosa.
Le sirvió el té, tarareando una melodía.
Su falta de sensibilidad y de encanto produjeron en él una reacción, no desagradable, en favor de su hermano. Ella continuó quejándose de la forma timorata que había heredado de la señora Hall.
—La iglesia sólo está a cinco minutos —subrayó Clive.
—Sí, ellas estarían aquí a recibirte si él nos lo hubiera dicho. Él todo lo mantiene en secreto, y después se ríe de las niñas.
—Fui yo quien no se lo dijo.
—¿Cómo es Grecia?
Él se lo explicó. Le aburría tanto como a su hermano le hubiese aburrido y no tenía la virtud de leer tras de las palabras. Clive recordó cuántas veces había discurseado para Maurice y sentido al final una sensación de intimidad. Había mucho que salvar en el naufragio de aquella pasión. Maurice era grande, y muy sensible una vez que entendía.
Kitty se puso a hablar, resumiendo sus propios asuntos de una forma algo más inteligente. Había pedido ir a un Instituto para aprender Economía Doméstica, y su madre se lo habría permitido si no hubiera sido por la intervención de Maurice cuando se enteró de que costaba tres guineas a la semana. Las quejas de Kitty eran principalmente financieras: ella quería una asignación. Ada la tenía. Ada, como futura heredera, tenía que «aprender a valorar el dinero, pero yo no tengo que aprender nada». Clive decidió que hablaría a su amigo para que tratase mejor a la muchacha; ya había intervenido en otra ocasión y Maurice, enternecido, le había hecho sentir que podía pedirle cualquier cosa.
Una voz profunda los interrumpió; ya regresaban de la iglesia. Ada entró, ataviada con un jersey, una gorra de cuadros y una falda gris; la niebla del otoño había dejado una delicada escarcha sobre su cabello. Tenía rosadas las mejillas y brillantes los ojos; le saludó con evidente placer, y aunque sus exclamaciones fueron las mismas de Kitty, produjeron un efecto diferente.
—¿Por qué no nos dijo que iba a venir? —exclamó—. No habrá nada más que pastel. Le hubiéramos preparado una auténtica cena inglesa.
Él dijo que tenía que regresar a la ciudad en seguida, pero la señora Hall insistió en que debía quedarse a dormir. A él le alegraba hacerlo. La casa se llenaba ahora de tiernos recuerdos, especialmente cuando hablaba Ada. Él había olvidado que fuese tan distinta de Kitty.
—Creía que era usted Maurice —le dijo—. Sus voces son asombrosamente parecidas.
—Es porque tengo catarro —dijo ella riendo.
—No, son muy parecidas —dijo la señora Hall—. Ada tiene la voz de Maurice, su nariz, y, por supuesto, también la boca, y su buen humor, y su buena salud. Tres cosas, lo pienso, a veces lo pienso. En cuanto a Kitty, tiene su inteligencia.
Todos rieron. Y era evidente que las tres mujeres se querían entre sí. Clive vio relaciones que no había sospechado, pues con la ausencia del hombre de la casa ellas se abrían. La mayoría de las plantas viven gracias al sol, pero hay algunas que florecen a la caída de la noche, y las Hall le recordaban los dondiegos que tachonaban un desierto sendero de Penge. Cuando hablaba con su madre y su hermana, hasta Kitty era bella, y Clive decidió reñir a Maurice por su actitud hacia ella; no excesivamente, pues Maurice también era bello y se agigantaba en aquella nueva visión.
El doctor Barry había incitado a las muchachas a seguir un curso de primeros auxilios, y, después de cenar, Clive sometió su cuerpo a sus vendajes. Ada le vendó la cabeza, Kitty el tobillo, mientras la señora Hall, feliz y despreocupada, repetía:
—Vaya, señor Durham, esta enfermedad es mejor que la última que tuvo.
—Señora Hall, me gustaría que me llamase usted por mi nombre.
—Lo haré así. Pero Ada y Kitty… Vosotras no.
—Yo quiero que Ada y Kitty lo hagan también.
—¡Entonces, Clive! —dijo Kitty.
—¡Kitty, entonces!
—Clive.
—Ada… Eso esta mejor —pero se había puesto colorado—. Odio los cumplidos.
—Yo también —dijeron a coro.
—A mí no me preocupa la opinión de nadie… Nunca me ha preocupado —dijo Ada, y fijó en él sus Cándidos ojos.
—Maurice, por otra parte —dijo ahora la señora Hall—, es muy especial.
—Maurice es realmente un cursi… ¡Huy!, me hacéis daño en la cabeza.
—¡Huy!, ¡huy! —remedó Ada.
Sonó el teléfono.
—Ha recibido ya el telegrama en la oficina —anunció Kitty—. Quiere saber si estás aquí.
—Dile que estoy.
—Volverá esta noche, entonces. Ahora quiere hablar contigo.
Clive cogió el auricular, pero sólo le llegó un rumor sordo. Habían desconectado. No podían telefonear a Maurice, pues no sabían dónde estaba, y Clive se sintió aliviado, pues la inminencia de la realidad le alarmaba. Se sentía feliz dejándose vendar. Su amigo llegaría demasiado pronto. Ahora Ada se inclinaba sobre él. Vio rasgos que conocía, con una luz tras ellos que los glorificaba. Pasó del cabello y los ojos oscuros a la boca despejada o a las curvas del cuerpo, y halló en ella la necesidad exacta de su transición. Había visto mujeres más seductoras, pero ninguna que prometiese tal paz. Era el compromiso entre recuerdo y deseo, era el ocaso tranquilo que Grecia no había conocido jamás. Ningún conflicto la rozaba, porque ella era la ternura que reconcilia presente y pasado. Él no había supuesto que existiese una criatura tal, salvo en el cielo, y no creía en el cielo. Ahora muchas cosas se habían hecho súbitamente posibles. Él permanecía mirándose en sus ojos, donde algo de su esperanza yacía reflejado. Sabía poder lograr que ella le amara, y este conocimiento le encendía con un templado fuego. Era delicioso… No deseaba nada más, y su única ansiedad era el miedo de que Maurice había de llegar, pues un recuerdo debía permanecer como recuerdo. Mientras las otras salían de la habitación para ver si aquel ruido era el coche, él la retuvo junto a sí, y pronto ella comprendió que él deseaba esto, y se detuvo sin que él se lo mandara.
—¡Si supieses lo que es estar en Inglaterra! —dijo él súbitamente.
—¿No es bonita Grecia?
—Horrible.
Ella estaba afligida, y Clive también suspiró. Sus ojos se encontraron.
—Cuánto lo siento, Clive.
—Bah, ya ha pasado todo.
—¿Qué pasó exactamente…?
—Ada, fue esto. Mientras estuve en Grecia tuve que reconstruir mi vida desde los cimientos. No es una tarea fácil, pero creo que lo he logrado.
—Hablábamos a menudo de ti. Maurice dijo que te gustaría Grecia.
—Maurice no sabe… ¡No sabe tanto como tú! Te he dicho a ti más que a nadie. ¿Puedes guardar un secreto?
—Por supuesto.
Clive se sentía confuso. La conversación se había hecho imposible. Pero Ada nunca esperaba continuidad. Estar sola con Clive, al cual inocentemente admiraba, era suficiente.
Ella le dijo lo contenta que se sentía de que hubiese vuelto. Él asintió, con vehemencia. «Especialmente volver aquí.»
—¡El coche! —gritó Kitty.
—¡No vayas! —repitió él, cogiéndola de la mano.
—Debo… Maurice…
—Al cuerno Maurice —la retuvo.
Hubo un tumulto en el vestíbulo.
—¿Dónde se ha metido? —su amigo entraba gritando—. ¿Dónde le habéis puesto?
—Ada, prométeme que saldrás a dar un paseo conmigo mañana. Tenemos que vernos más… Es un trato.
Su hermano entró en la habitación. Al ver los vendajes, pensó que había habido un accidente; después se rió de su error.
—Quítate eso, Clive, ¿cómo las dejaste? Tienes buen aspecto, ¿verdad? Tienes buen aspecto, chico. Bueno, ven y echemos un trago. Yo te lo serviré. No, muchachas, vosotras no.