—No puedo entender que tengas tiempo para pensar en tales tonterías…
—Debemos velar por el buen nombre de la casa.
Él guardó silencio. Después se rió de la forma que las muchachas detestaban. En el fondo de sus corazones le detestaban profundamente, pero sus mentes estaban demasiado confusas para saberlo. Su risa era lo único de él que confesaban odiar.
—Las enfermeras no son finas. Ninguna chica fina sería enfermera. Si lo son, puedes estar segura de que no provienen de casas finas; si no se quedarían en su casa.
Mientras se servía un trago, preguntó a su hermana:
—Ada, ¿cuánto tiempo fuiste al colegio?
—Dejé de ir para quedarme en casa.
Él dejó el vaso con estrépito y salió de la habitación. Los ojos de Clive estaban abiertos, pero no dijo nada, o pareció no enterarse de que Maurice había vuelto, ni siquiera cuando la llegada de la enfermera lo despertó.
Se vio claro en pocos días que nada serio ocurría al visitante. La recaída, pese a su comienzo dramático, era menos grave que la enfermedad, y pronto permitió el traslado a Penge. Su aspecto y su ánimo seguían siendo débiles, pero esto era de esperar después de una gripe, y nadie salvo Maurice sentía la menor inquietud.
Maurice pocas veces pensaba en la enfermedad y en la muerte, pero cuando lo hacía era con profunda inquietud. No podía permitir que acabase con su vida o con la de su amigo, y consagró todas sus fuerzas y ánimo a auxiliar a Clive. Estaba con él constantemente, presentándose sin que lo invitaran en Penge los fines de semana y durante unos cuantos días de vacaciones, e intentando animarle, más con el ejemplo que con imposiciones. Clive no respondía. Podía mostrarse animado en compañía, y hasta simular interés en un problema sobre un derecho de paso que se había planteado entre los Durham y el Estado, pero cuando se quedaban solos se hundía de nuevo en la melancolía, no hablaba o hablaba mitad en serio mitad en broma, de un modo que expresaba agotamiento mental. Decidió irse a Grecia. Ésta era la única cuestión en la que se mantenía firme. Iría, aunque fuese en el mes de setiembre, e iría solo.
—Es algo que debo hacer —decía—. Es un voto. Todo bárbaro debe darle una oportunidad a la Acrópolis.
Maurice no tenía ningún interés en ir a Grecia. Su interés por los clásicos había sido superficial y obsceno, y se había desvanecido en cuanto se enamoró de Clive. Las historias de Harmodio y Aristógiton, de Fedro y del Batallón Sagrado de Tebas, estaban bien para los que tenían vacíos sus corazones, pero no podían sustituir a la vida. El que Clive las prefiriese en ocasiones, le desconcertaba. En Italia, que le gustaba bastante más a pesar de la comida y de los frescos, se había negado a viajar hasta la tierra aún más sagrada del otro lado del Adriático. «Todo parece estar pendiente de reparación —fue su argumento—. Un montón de viejas piedras sin ninguna pintura. Al fin y al cabo esto —señalaba la biblioteca de la catedral de Siena— puedes decir que te gusta, pues está en un perfecto orden.» Clive, jugando, correteaba entre los tilos de Piccolomini, y el guarda se reía en lugar de reñirles. Italia había sido muy divertida —todo lo que uno puede desear cuando va a ver curiosidades—, pero en aquellos últimos días Grecia había florecido de nuevo. Maurice odiaba la palabra misma, y por una curiosa inversión la ligaba con la morbidez y la muerte. Siempre que él quería planear algo, jugar al tenis, hablar de cualquier cosa, intervenía Grecia. Clive advirtió esta antipatía y se dedicaba a torturarle, con bastante crueldad.
Porque Clive no era bueno con él: esto constituía para Maurice el más grave de todos los síntomas. Se dedicaba a hacer observaciones ligeramente malévolas, y a utilizar el íntimo conocimiento que poseía de él para herirle. Fracasaba: es decir, su conocimiento era incompleto, o debería haber sabido que era imposible ultrajar el amor atlético. Si Maurice rechazaba algo exteriormente, a veces era porque consideraba humano responder: siempre había desechado la actitud cristiana de poner la otra mejilla. Interiormente nada le vejaba. Su deseo de unión era demasiado fuerte para dar cabida al resentimiento. Y a veces, alegremente, emprendía una conversación paralela, atacando a Clive para reconocer su presencia, pero siguiendo su propio camino hacia la luz con la esperanza de que el amado le siguiera.
Su última conversación tuvo lugar en esta base. Era el atardecer del día antes de la partida de Clive, y éste tenía a toda la familia Hall invitada a cenar con él en el Savoy, en correspondencia a sus atenciones con él, y los había mezclado con otros amigos.
—Sabremos bien el motivo si cae usted
esta
vez —gritó Ada, señalando el champán.
—¡A su salud! —replicó él—. Y a la de todas las damas. ¡Vamos, Maurice!
Le complacía ser ligeramente anticuado. Se hizo el brindis, y sólo Maurice detectó la amargura que había tras aquello.
Después del banquete, Clive le dijo:
—¿Duermes en casa?
—No.
—Pensé que podías querer ver a los tuyos.
—El no, señor Durham —dijo su madre—. Nada que yo pueda hacer o decir le hace perderse un viernes. Maurice tiene costumbres regulares de solterón.
—Mi piso está atestado de equipajes —subrayó Clive—. Salgo en el tren de la mañana, y voy directamente a Marsella.
Maurice no se dio por aludido, y fue. Permanecieron bostezando, uno frente a otro, mientras bajaba el ascensor; después subieron en él, subieron andando otro piso, y entraron por un pasillo que recordaba el de la estancia de Risley en Trinity. El piso, pequeño, oscuro y silencioso, estaba situado al final de éste. Se encontraba, tal como había dicho Clive, atestado de equipaje, pero su sirvienta, que dormía fuera, había hecho la cama de Maurice como siempre y había preparado bebidas.
A Maurice le gustaba el alcohol y lo aguantaba bien.
—Yo me voy a la cama. Ya veo que has encontrado lo que querías.
—Cuídate. Que no te fatiguen las ruinas. A propósito… —sacó un frasco del bolsillo—. Sé que te olvidarías esto. Clorodina.
—¡Clorodina! ¡Tu contribución!
Él asintió.
—Clorodina para Grecia… Tenía razón Ada cuando me dijo que pensabas que iba a morirme. ¿Por qué demonios te preocupas tanto por mi salud? Si no hay miedo. No voy a tener una experiencia tan limpia y clara como la de la muerte.
—Sé que debo morir alguna vez y no me gusta, ni que te mueras tú. Si alguno de los dos falta, nada le queda al otro. No sé si es a esto a lo que tú llamas claro y limpio.
—Sí, a eso es.
—Entonces yo prefiero ser sucio —dijo Maurice, después de una pausa.
Clive se agitó.
—¿No estás de acuerdo?
—Oh, estás haciéndote como todos los demás. Tú tendrás una teoría. Nosotros no podemos continuar tranquilamente, debemos estar siempre formulando, aunque todas las fórmulas se derrumben. «Sucio a toda costa», es tu consigna. No digo que hay casos en que uno llega a estar demasiado sucio. Entonces el Leteo, si es que existe un río tal, puede lavar. Pero no debe existir tal río. Los griegos supusieron pocas cosas, pero de todos modos, quizá fueran demasiadas. No debe haber olvido después de la tumba. Este arruinado equipo debe continuar. En otras palabras, más allá de la tumba, debe existir el infierno.
—Oh, diablos.
Clive solía reírse de sus disertaciones metafísicas, pero esta vez continuó.
—Olvidarlo todo… hasta la felicidad. ¡Felicidad! Un roce casual de alguien o de algo con uno mismo. Eso es todo. ¡Ojalá nunca nos hubiésemos hecho amantes! Porque entonces, Maurice, tú y yo habríamos descansado en silencio y completamente en paz. Nos habríamos dormido, y después estaríamos en paz con reyes y consejeros de la tierra, que edifican lugares desolados para ellos mismos…
—¿De qué demonios estás hablando?
—… O como un nacimiento oculto e intemporal, no habríamos existido: como los niños que nunca vieron la luz. Pero tal como las cosas son… Bueno, no te pongas tan serio.
—No intentes hacerte el gracioso, entonces —dijo Maurice—. Nunca entiendo nada de tus discursos.
—Las palabras ocultan el pensamiento. ¡Qué teoría!
—Son un ruido estúpido. Yo no me preocupo tampoco de tus pensamientos.
—¿Por qué parte de mí te preocupas entonces?
Maurice sonrió: tan pronto como esta pregunta quedó formulada, se sintió feliz, y rehusó contestarla.
—¿Mi belleza? —dijo Clive cínicamente—. Estos encantos un tanto marchitos. Se me está cayendo el pelo, ¿te has dado cuenta?
—Calvo como un huevo a los treinta años.
—Como un huevo vacío. Quizá te guste por mi inteligencia. Durante mi enfermedad, y después de ella, debo haber sido un compañero delicioso.
Maurice le miró con ternura. Estaba estudiándolo, como los primeros días de su amistad. Sólo que entonces era para descubrir cómo era, y ahora para saber qué le pasaba. Algo iba mal. La enfermedad aún alentaba, afectando al cerebro y forzándole a ser siniestro y perverso, y Maurice no le guardaba rencor por esto: esperaba triunfar donde el médico había fracasado. Conocía su propia fuerza. Pronto la utilizaría con amor y curaría a su amigo. Pero por el momento investigaba.
—Espero que me ames por mi mente… Por mi debilidad. Tú siempre supiste que yo era inferior. Eres maravillosamente considerado… Me das cuerda suficiente y nunca te burlas de mí como de tu familia durante la cena.
Era como si quisiese provocar una pelea.
—De cuando en cuando te dedicas a pincharme… —le dijo, pretendiendo ser gracioso. Maurice se incorporó—. ¿Qué es lo que pasa ahora? ¿Cansado?
—Me voy a la cama.
—Es decir, estás cansado. ¿Por qué no puedes contestarme a una pregunta? No dije «cansado de mí», aunque debería haberlo hecho.
—¿Has pedido tu taxi para las nueve en punto?
—No, ni tampoco he sacado el billete. No debería ir a Grecia. Quizá sea tan insoportable como Inglaterra.
—Bueno, que descanses, chico.
Se fue a su habitación, profundamente preocupado. ¿Por qué todo el mundo se empeñaba en decir que Clive estaba en condiciones de viajar? Hasta Clive sabía que no era así. Tan metódico como era siempre, no había pensado en sacar el billete hasta el último momento. Aún cabía la posibilidad de que no se fuese, pero expresar tal esperanza era acabar con ella. Maurice se desvistió y, mirándose al espejo, pensó: «Por fortuna yo estoy bien.» Contempló un cuerpo bien entrenado y útil, y un rostro que no lo contradecía demasiado. La virilidad los había armonizado y cubierto de oscuro vello. Deslizándose en su pijama, se metió en la cama, preocupado, aunque intensamente feliz, porque era lo bastante fuerte para cuidar de los dos. Clive le había ayudado. Clive le ayudaría de nuevo cuando el péndulo cambiase de posición. Mientras tanto, él debía ayudar a Clive, y a lo largo de su vida se alternarían así. Mientras dormitaba tuvo una visión posterior de amor, que no estaba alejada de la última.
Sintió que golpeaban con los nudillos el tabique que dividía las habitaciones.
—¿Qué pasa? —dijo; después—: ¡Entra! —pues Clive estaba ya en la puerta.
—¿Puedo acostarme contigo?
—Ven —dijo Maurice, haciéndole sitio.
—Tengo frío y me siento mal. No puedo dormir No sé por qué.
Maurice no hizo ninguna interpretación errónea. Conocía sus opiniones en este punto, y las compartía. Estuvieron tendidos hombro con hombro, sin tocarse. Al poco, Clive dijo:
—No estoy mejor aquí. Me voy.
Maurice no lo lamentó, pues tampoco podía dormir, aunque por una razón diferente. Tenía miedo de que Clive oyese los latidos de su corazón, y sospechase el porqué.
Clive sentado en el teatro de Dionisos. El escenario estaba vacío, como había estado, durante muchos siglos, el auditorio vacío; el sol se había puesto, aunque la Acrópolis a su espalda irradiaba aún calor. Veía llanuras secas que corrían hacia el mar, Salamina, Egina, montañas, todo empapado en un ocaso violeta. Aquí habitaban sus dioses: Palas Atenea en primer lugar. Podía, si quería, imaginar su brillo intacto, y su estatua captando el último resplandor. Ella comprendía a todos los hombres, aunque no tenía madre y era virgen. Él había venido a darle las gracias después de muchos años porque le había apartado del cieno.
Pero sólo vio una última luz moribunda y una tierra muerta. No murmuró ninguna oración, y no creía en ninguna deidad, y sabía que el pasado estaba tan vacío de significado como el presente, y era un refugio para los cobardes.
Bien, al fin había escrito a Maurice. Su carta viajaba a través del mar. Donde una esterilidad rozaba a otra, embarcaría y viajaría pasando Sunion y Citera, desembarcaría y volvería a embarcar, y volvería a desembarcar de nuevo. Maurice la recibiría cuando saliese hacia el trabajo. «Contra mi voluntad, me he hecho normal. No puedo evitarlo.» Las palabras estaban ya escritas.
Descendió cansinamente del teatro. ¿Quién puede evitar algo? No sólo en sexo, sino en todas las cosas, los hombres se han movido a ciegas, han evolucionado desde el polvo para disolverse en él cuando este azar de circunstancias concluye. Sería mejor no haber nacido, habían declamado los actores en aquel mismo sitio dos mil años antes. Hasta esta observación, aunque más alejada de lo vano que la mayoría, era vana.
Querido Clive
:
Por favor, regresa cuando recibas ésta. He investigado tus posibilidades de vuelta, y puedes llegar a Inglaterra el viernes de la semana próxima si sales inmediatamente. Estoy muy preocupado por ti, a la vista de tu carta, que muestra claramente lo enfermo que estás. He estado esperando noticias tuyas durante quince días, y ahora me llegan dos frases, que supongo significan que no puedes ya amar a nadie de tu propio sexo. ¡Ya veremos si eso es así tan pronto como llegues
!
Estuve hablando ayer con Pippa. Está muy harta del pleito y cree que tu madre cometió un error al cerrar el paso. Tu madre ha dicho a los del pueblo que no lo cerraba por ellos. Yo quería saber noticias tuyas, pero Pippa no había recibido ninguna. Te divertirá saber que he estado aprendiendo un poco de música clásica últimamente. También algo de golf. Continúo todo lo bien que puede esperarse en Hill & Hall. Mi madre se ha ido a Birmingham después de andar de un lado para otro durante una semana. Y éstas son todas las nuevas. Telegrafíame al recibir ésta, y hazlo también cuando llegues a Dover
.
Maurice.