Luminoso (26 page)

Read Luminoso Online

Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
12.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

¿Quién soy? ¿Qué sé de cierto sobre el hombre que se despertará dentro del robot? Hago un esfuerzo por encontrar un solo hecho verídico sobre él, pero al analizarlo todo se vuelve confuso, todo son dudas.

Alguien salmodia:

—De las cenizas a las cenizas, del coma al coma.

Espero en la oscuridad; nunca he tenido tanto frío.

Luz y movimiento palpitan a mi alrededor. Los vórtices irisados, los remolinos de los sueños de transición, serpentean por el suelo como gusanos luminosos; como si partes de mi cerebro en descomposición confundieran su propia destrucción con la química del pensamiento, como si reinterpretaran su desintegración desde dentro, sin que las distraigan ni los sentidos, ni la memoria, ni la verdad.

Enredándose en la tela de sus propias ilusiones y confundiendo la muerte con algo completamente distinto.

Fuego plateado

Cuando recibí la llamada de John Brecht desde Maryland estaba en casa, en el despacho, corrigiendo trabajos de la asignatura de Epidemiología. Era una llamada en tiempo real, no un mensaje educado con el que lidiar cuando me conviniese. Me había acostumbrado a pensar en el coronel Brecht como «mi antiguo jefe». Por lo visto, me había apresurado al hacerlo.

—Hemos encontrado una pequeña anomalía del tipo fuego plateado que creo que puede interesarte, Claire. Una pequeña señal en la transformada de autocorrelación que no desaparece. Y viendo que estás de vacaciones...

—Mis alumnos están de vacaciones. Yo tengo que seguir trabajando.

—Creo que la universidad de Columbia puede encontrar a alguien que se haga cargo de esas minucias por una o dos semanas.

Me quedé mirándole en silencio un rato, sopesando si decirle que buscase a otra persona que se hiciera cargo de sus propias minucias.

—¿De qué estamos hablando exactamente?

—Un rastro débil —dijo con una sonrisa—. Rozando lo que podría ser algo digno de consideración. Tu especialidad.

Un mapa apareció en la pantalla. Su rostro se minimizó hasta ocupar una pequeña parte de ella.

—Parece que nace en Carolina del Norte, como por Greensboro, y se dirige hacia el oeste.

El mapa estaba salpicado de puntos que indicaban las ubicaciones de los casos de fuego plateado más recientes. El código de colores hacía referencia al tiempo transcurrido desde un «dia de infección» ideal, y los puntos estaban posicionados dondequiera que el paciente se hubiese encontrado en ese momento. Sabiendo lo que tenía que buscar, podía distinguir una vaga progresión espectral que cortaba las florescencias esparcidas de los brotes localizados: una especie de rastro como un arco iris borroso que iba del rojo al violeta y se disolvía en una nube de incertidumbre justo al oeste de Knoxville, Tennessee. Aun así... Si entrecerraba los ojos, podía discernir otra estructura, casi tan convincente, que bajaba desde Kentucky y formaba un arco increíblemente perfecto. Unos minutos más y acabaría viendo el rostro oculto de Groucho Marx. El cerebro humano es demasiado bueno a la hora de buscar patrones; sin rigurosas herramientas estadísticas estamos desvalidos, como animistas que creen ver significado en cualquier corriente de aire con la que se topan.

—¿Qué pinta tienen los números? —dije.

—El valor P está al límite —confesó Brecht—. Pero aun así creo que merece la pena echarle un vistazo.

La parte visible de este rastro hipotético abarcaba al menos diez días. La media decía que tres días después de verse expuesta al virus una persona estaría muerta o en cuidados intensivos, no conduciendo alegremente por el campo. En general, los mapas que representan las rutas de infección precisas se parecen a paseos aleatorios con claras sendas de unos cinco o diez kilómetros de largo; incluso viajando por aire, en el peor de los casos, la tendencia es a generar un montón de focos pequeños dispersos. Si habíamos dado con alguien que estaba infectado pero no presentaba los síntomas, era algo que merecía la pena comprobar.

—Desde ahora mismo tienes acceso directo a la base de datos de notificaciones —dijo Brecht—. Te ofrecería nuestro análisis provisional, pero estoy seguro de que tú misma puedes hacerlo mejor con los datos en bruto.

—No te quepa duda.

—Bien. Entonces puedes salir mañana.

Me desperté antes del amanecer e hice el equipaje en diez minutos mientras Alex me maldecía en sueños. Entonces me di cuenta de que me sobraban tres horas y no tenía absolutamente nada que hacer, así que me arrastré de vuelta a la cama. Cuando me desperté por segunda vez, Alex y Laura ya se habían levantado y estaban desayunando.

Sin embargo, cuando me senté enfrente de Laura me pregunté si no estaba soñando: uno de esos sueños insidiosamente tranquilizadores del tipo «no hace falta que te despiertes porque ya estás despierto». Los brazos y la cara de mi hija adolescente estaban cubiertos de símbolos alquímicos y zodiacales en tonos rojo, verde y azul iridiscente. Parecía un personaje de una de esas espantosas películas que equiparan la RV con la psicodelia, y que hubiese sido atacado por el software de efectos especiales.

Me devolvió la mirada desafiante, como dando por hecho que había expresado mi desaprobación. Lo cierto era que todavía no me había dado tiempo a sentir ninguna emoción tan prosaica y, para cuando lo hice, mantuve la boca completamente cerrada. Conociendo a Laura, seguro que no eran falsos y no saldrían con un simple lavado, pero no eran nada que unos parches transdérmicos de enzimas no pudieran borrar con la misma precisión que los que la habían pintado. Por mi bien, no dije ni mu: nada de psicología inversa barata («Oh, ¿no son preciosos?»), ni quejas (sinceras) sobre el asedio al que me vería sometida por parte de su director si no desaparecían antes de que empezara el trimestre.

—¿Sabías que Isaac Newton dedicó más tiempo a la alquimia que a la teoría de la gravedad? —dijo Laura.

—Sí. ¿Sabías que también murió virgen? Los modelos que imitamos son geniales, ¿no crees?

A modo de advertencia, Alex me lanzó una mirada de soslayo, pero no dijo nada. Laura continuó.

—Hay toda una historia secreta de la ciencia que se ha censurado en la versión oficial. Un conocimiento oculto que está saliendo a la luz ahora que todo el mundo tiene acceso a las fuentes originales.

Era difícil saber cómo responder a eso con sinceridad y sin renegar. Sin alterarme dije:

—Tú misma te darás cuenta de que casi todas esas historias ya habían salido a la luz antes. Sólo que resultó que tenían un interés limitado. Pero sí, es fascinante ver algunos de los callejones sin salida en los que se ha metido la gente.

Laura me sonrió con desprecio.

—¡Callejones sin salida!

Terminó de recoger las migas de tostada que le quedaban en el plato, se levantó y salió de la habitación como un resorte, como si acabara de ganar algún tipo de batalla.

—¿Me he perdido algo? —dije en tono lastimero—. ¿Cuándo ha empezado todo esto?

Alex ni se inmutó.

—Creo que es sobre todo la música. O más bien tres chavales de diecisiete años con una piel artificialmente inmaculada y enormes lentillas marrones. Se hacen llamar Los Alquimistas...

—Sí, conozco el grupo, pero la Nueva Hermética es algo más que música pop para adolescentes, es una secta de las grandes...

—¡Hala, venga! —se rió—. ¿No estuvo tu hermana enamoriscada del cantante de un grupo de heavy metal medio satánico? Que yo recuerde, no acabó clavando gatos negros a crucifijos invertidos.

—Nunca estuvo enamoriscada. Sólo quería descubrir su secreto para tener un pelo tan guay.

—Laura está bien —dijo Alex con firmeza—. Relájate y verás cómo se le pasa. A no ser que quieras comprarle un ejemplar de
El péndulo de Foucault...

—Lo más seguro es que no pillara la ironía.

Me dio un codazo en el brazo; la violencia era de broma, pero el enfado era de verdad.

—Eso no es justo. Masticará y escupirá la Nueva Hermética en... seis meses como mucho. ¿Cuánto le duró la cienciología? ¿Una semana?

—La cienciología es un simple y vulgar galimatías. La Nueva Hermética puede explotar cinco mil años de aderezo cultural. Es tan insidiosa como el budismo o el catolicismo: existe una tradición, existe toda una estética...

—Sí —me cortó Alex—, y en seis meses se dará cuenta de que uno puede apreciar la estética sin tener que tragarse las patrañas. Sólo porque la alquimia fuera un callejón sin salida, no significa que no siga siendo elegante y fascinante... pero el que sea elegante y fascinante no la convierte en verdadera.

Me quedé pensando sobre lo que acababa de decir Alex, luego me incliné y le di un beso.

—Odio cuando tienes razón: siempre haces que parezca tan obvio. Soy demasiado protectora, ¿verdad? No me necesita para darse cuenta de algo así.

—Lo sabes bien.

Le eché un vistazo a mi reloj.

—Mierda. ¿Puedes llevarme a La Guardia? A esta hora ya no pillo un taxi.

Al principio de la pandemia moví algunos hilos y conseguí que un grupo de mis alumnos observara de cerca a un paciente de fuego plateado. Me parecía que nos habíamos equivocado al sumergirnos en las abstracciones de los mapas y los gráficos, los modelos numéricos y las extrapolaciones (por muy vitales que fueran en la batalla contra el virus), sin ser testigos de los efectos físicos reales en un ser humano concreto.

No tuvimos que ponernos trajes especiales para protegernos del peligro biológico. El joven estaba tumbado en una habitación hermética acristalada. Unos tubos le aportaban oxigeno, agua, electrolitos y nutrientes, junto con antibióticos, antipiréticos, inmunosupresores y calmantes. No había cama, ni colchón. El paciente se hundía en un gel de polímero transparente: una especie de flotador semisólido que reducía las úlceras por presión y drenaba la sangre y los fluidos linfáticos que supuraban por lo que solía ser su piel.

Para mi propia sorpresa, en silencio y por un instante, derramé unas cuantas lágrimas tibias de rabia. Una rabia que se disipaba en el vacío: sabía que no era culpa de nadie. La mitad de los alumnos tenían titulación médica, pero si acaso parecían más afectados que los estadísticos novatos que nunca habían pisado una sala de urgencias o un quirófano, tal vez porque podían imaginarse mejor que nadie cómo se habría sentido el hombre si no hubiera tenido el cráneo lleno de opiáceos.

El nombre oficial de la enfermedad era esclerodermia sistémica viral fibrótica; pero ESVF era impronunciable, y al parecer los ojos de la gente hacían chiribitas si un presentador del telediario pronunciaba cuatro palabras completas seguidas. Yo utilizaba el nuevo nombre como todo el mundo, pero nunca dejé de odiarlo. Era un poco demasiado poético.

Cuando el virus del fuego plateado infectaba los fibroblastos del tejido conectivo subcutáneo, los sobreexcitaba haciendo que produjeran cantidades ingentes de colágeno, en una variante transcrita desde el gen normal pero ensamblada con imperfecciones. Esta proteína desnaturalizada formaba placas sólidas en el espacio extracelular, lo que alteraba el flujo de nutrientes hacia la dermis superior que finalmente se hacía tan abultada que acababa rompiéndose. El fuego plateado te despellejaba desde dentro. Quizá una buena estrategia para liberar grandes cantidades de virus, aunque nadie sabía en qué momento había dado con el truco. Todavía no se había encontrado el supuesto animal huésped en que vivía, de forma benigna o no, la cepa madre.

Era «plateado» por el blanco enfermizo del brillo linfático de las placas de colágeno; la fiebre, la respuesta autoinmune y la sensación de ser quemado vivo eran el «fuego». Por suerte el dolor no podía durar mucho en ningún caso. El tratamiento paliativo estándar del Primer Mundo incluía una anestesia profunda constante; y si no tenías acceso a ese nivel de intervención altamente tecnológica, entrabas rápidamente en estado de shock y morías.

Dos años después de que aparecieran los primeros brotes seguíamos sin saber el origen del virus, una vacuna seguia siendo una posibilidad remota, y aunque era posible mantener a los pacientes con vida casi de forma indefinida, todos los intentos de cura que se habían hecho purgando el virus del cuerpo y trasplantando piel cultivada habían fracasado.

Cuatrocientas mil personas se habían infectado en todo el mundo; nueve de cada diez estaban muertas. Lo irónico era que el contagio rápido debido a la malnutrición prácticamente habia eliminado el fuego plateado de los países más pobres. La mayoría de los brotes en África se autoinmolaban nada más producirse. Los Estados Unidos no sólo tenían más víctimas hospitalizadas con respiración asistida
per cápita
que cualquier otro país, también se encaminaban al primer puesto en la lista de la tasa de casos nuevos.

Un apretón de manos o incluso un simple trayecto en un autobús atestado de gente era suficiente para transmitir el virus. Caso por caso la probabilidad era baja, pero todo se sumaba. Lo único que funcionaba a medio plazo era aislar a los portadores potenciales, y hasta la fecha parecía que nadie podía estar infectado y permanecer sano por mucho tiempo. Si el «rastro» que habían encontrado los ordenadores de Brecht era algo más que un espejismo estadístico, cortarlo de raíz podría salvar docenas de vidas y llegar a entenderlo podría salvar miles.

Era casi mediodía cuando el avión aterrizó en el aeropuerto Triad, a las afueras de Greensboro. Me estaba esperando un coche de alquiler. Apunté con la agenda al salpicadero para transmitirle mi perfil y esperé a que los asientos y los controles se ajustaran un poco, los actuantes piezoeléctricos zumbando en todo momento. Cuando salía marcha atrás del aparcamiento el estéreo se arrancó con una improvisación relajante y un título inexpresivo apareció en la pantalla:
Música para salir de un aeropuerto un 11 de junio de 2008.

De camino a la ciudad me impresionó la cantidad de grandes plantaciones de tabaco que se veían desde la carretera. La renacida mala hierba se extendía por todas partes y no se libraban ni los suburbios. La ironía se había convertido en un cliché, pero aun así era chocante ver la realidad de primera mano: aunque por fin la nicotina empezaba a seguir los pasos de la absenta, se cultivaba más tabaco que nunca porque resultaba que el virus del mosaico del tabaco era un vector extremadamente adecuado y efectivo para la introducción de nuevos genes. Las hojas de estas plantas se cargaban con productos farmacéuticos o antígenos para vacunas, y valían veinte veces más que sus ancestros no alterados en su momento de mayor demanda.

Other books

Maybe in Another Life by Taylor Jenkins Reid
The Anarchists by Thompson, Brian
The Siege Scare by Frances Watts
Watching Eagles Soar by Margaret Coel
Stranded Mage by D.W. Jackson