Los papeles póstumos del club Pickwick (29 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»Guiado por la linda muchachita, subió por una ancha y vieja escalera. La muchacha tapaba con su mano la luz de la palmatoria con objeto de protegerla de las corrientes de aire, que, en un edificio viejo y destartalado como aquél, amenazaban por todas partes; mas fue inútil la precaución, porque sopló el viento, proporcionando a los enemigos de Tomás el pretexto para afirmar que fue él, y no el viento, quien apagó la vela, y que, al intentar reanimar la llama soplando, había besado a la muchacha. Sea lo que fuere, se trajo otra luz y se condujo a Tomás, a través de una complicada agrupación de aposentos y de un laberinto de pasillos, hasta la habitación que se había preparado para recibirle, llegados a la cual, le dio las buenas noches la muchacha y le dejó solo.

»Era una amplia estancia de gruesas contraventanas, en la que había una gran cama que pudiera haber servido para todo un pensionado, sin contar un par de cómodas de roble que hubieran bastado para guardar el bagaje de un pequeño ejército; pero lo que más intrigó la imaginación de Tomás fue una extraña y desconcertante silla de alto respaldo, tallada de modo fantástico, con rameado cojín y con los extremos inferiores de las patas cuidadosamente vendados de tela roja, cual si tuviera gota en los pies. De otra silla cualquiera hubiera pensado Tomás que era una silla más o menos rara, pero allí hubiera terminado el asunto; mas había en esta silla algo verdaderamente notable, que él no podría decir en qué consistía; pero tan especial y que se distinguía tanto de todos los demás muebles que en su vida viera, que pareció fascinarle. Se sentó ante el fuego y contempló la vieja silla por espacio de media hora.

—Que el diablo se lleve a la silla —decía.

»Era una estantigua tan rara, que no podía quitar los ojos de ella.

»—Bien —dijo Tomás, desnudándose poco a poco, sin dejar de mirar a la silla que ostentaba junto al lecho su misteriosa catadura—; no vi en mi vida nada igual. Es muy extraño —decía Tomás, a quien el ponche caliente había tornado filósofo.

»Sacudió Tomás su cabeza con aire de profunda sabiduría, y otra vez miró a la silla. Mas como nada podía hacer, se metió en la cama, se tapó hasta las narices y se quedó dormido.

»A la media hora despertó Tomás sobresaltado de una confusa pesadilla, en la que se mezclaba el hombre largo con los jarros de ponche, y el primer objeto que se ofreció a su inquieta fantasía fue la silla extraña.

»—No quiero mirarla más —se dijo Tomás.

»Cerró sus párpados e intentó convencerse a sí mismo de que iba a dormirse. Pero fue en vano: sólo sillas extrañas danzaban ante sus ojos, levantando sus patas, saltando unas sobre otras y ejecutando todo género de contradanzas grotescas.

»—Prefiero ver una silla de verdad a dos o tres sillerías fingidas —dijo Tomás sacando la cabeza fuera del embozo. »Allí estaba la silla bien visible a la luz del fuego y tan provocativa como siempre.

»Clavó Tomás sus ojos en la silla, y de repente se operó en ella un cambio extraordinario. El tallado del respaldo fue adquiriendo poco a poco los lineamientos y la expresión de un rostro humano, arrugado y viejo; el cojín de damasco convirtióse en un antiguo chaleco alfombrado; las molduras de las patas se transformaron en un par de pies calzados con rojas zapatillas de pana, y la vetusta silla tomó el aspecto de un viejo muy feo del siglo anterior, con los brazos en jarras. Tomás se sentó en la cama y se frotó los ojos para disipar la alucinación. Nada. La silla era un viejo feo; más aún: estaba haciéndole guiños a Tomás Smart.

»Tomás era por naturaleza flemático, un ente descuidado y tranquilo, y se había metido en el cuerpo cinco jarros de ponche caliente; así es que, si bien había sentido al principio un leve sobresalto, empezó a indignarse al ver que el viejo le guiñaba y le sonreía con aire descarado. Al cabo decidióse a no aguantar aquello, y como observase que la vieja cara le guiñaba con pertinacia, dijo Tomás en tono airado:

»—¿Para qué demonio me está usted haciendo guiños?

»—Porque me agrada, Tomás Smart —dijo la silla, o el viejo caballero, como queráis llamarle.

»Cesaron los guiños, sin embargo, al hablar Tomás, y empezó a hacer gestos lo mismo que un mono veterano.

 »—¿Cómo sabe usted mi nombre, viejo cascanueces? —preguntó Tomás Smart bastante amostazado, aunque se empeñaba en no perder la continencia.

»—Vamos, vamos, Tomás —dijo el viejo caballero—; ése no es modo de hablar a una sólida caoba española. Vaya, no me trataría usted con menos respeto si estuviese simplemente chapeada.

»Y al decir esto, el viejo miró a Tomás con tanta decisión, que éste empezó a asustarse.

»—Yo no he pensado en tratarle con desconsideración, sir —dijo Tomás en tono mucho más humilde del que empleara al principio.

»—Bien, bien —dijo el anciano—; puede ser... puede ser. Tomás...

»—Sir..

»—Conozco todo lo que a usted se refiere, Tomás; absolutamente todo. Usted es muy pobre, Tomás.

»—Sí que lo soy —dijo Tomás Smart—. Pero, ¿cómo sabe usted eso?

»—A usted no le importa —dijo el viejo—. Es usted demasiado aficionado al ponche, Tomás.

»Ya iba Tomás Smart a protestar, asegurando no haber tomado una gota desde que naciera; pero al encontrarse su mirada con la del viejo, advirtió en ella tanta malicia, que se ruborizó Tomás y guardó silencio.

»—Tomás —dijo el viejo—: la viuda es una hermosa mujer... extraordinariamente hermosa... ¿eh, Tomás?

»Aquí el viejo dio un giro a su mirada, levantó una de sus escuálidas piernas y se mostró tan grotescamente enamorado, que se incomodó Tomás por la liviandad de su actitud... ¡a una edad tan avanzada!

»—Yo soy su guardián —dijo el viejo. »

—¿Si? —preguntó Tomás Smart.

»—Conocí a su madre, Tomás —dijo el viejo—, y a su abuela. Me quería mucho... me hizo este chaleco, Tomás.

»—¿Ah, sí? —dijo Tomás Smart.

»—Y estas chinelas —continuó el viejo, levantando una de las patas—; pero no lo digas, Tomás. No quiero que se sepa que ella me quiso tanto. Esto podría ocasionar disgustos en la familia.

»Al decir esto, el malicioso viejo tomó un aire tan impertinente que, según declaró después Tomás Smart, se hubiera sentado en él sin remordimiento alguno.

»—En mi tiempo fui el favorito de las mujeres, Tomás —dijo el grotesco viejo calavera—; cientos de mujeres hermosas sentáronse en mi regazo durante largas horas. ¿Qué piensa usted de esto, so pícaro?

»Disponíase el viejo a relatar alguna otra hazaña de su mocedad, cuando le acometió un crujido tan violento que no pudo continuar.

»—Es lo que usted se merece, viejo verde —pensó Tomás Smart, pero nada dijo.

»—¡Ah! —dijo el viejo—, esto me molesta mucho ahora. Voy siendo viejo, Tomás, y he perdido casi todos mis palitroques. He sufrido, además, una operación... una pequeña pieza que me pusieron en la espalda... y fue una dura prueba, Tomás.

»—Me lo figuro, sir —dijo Tomás Smart.

»—Sin embargo —dijo el viejo caballero—, no es esto lo que importa. ¡Tomás! Yo quiero que usted se case con la viuda.

»—¿Yo, sir? —dijo Tomás.

»—Usted —dijo el viejo caballero.

»—Benditas sean sus venerables canas —dijo Tomás (pues aún tenía unas cuantas crines)—; benditas sean sus reverendas canas; ella no me querría a mí.

»Y Tomás suspiró involuntariamente, pensando en el
bar.

»—¿Que no le querría? —dijo el viejo con firmeza.

»—No, no —dijo Tomás—; hay alguien de por medio. Un hombre alto... un hombre altísimo... de negros bigotes.

»—Tomás —dijo el viejo caballero—, ella nunca le aceptará.

»—¿No? —dijo Tomás—. Si usted estuviera en el
bar,
anciano caballero, ya diría usted otra cosa.

»—¡Bah, bah! —dijo el viejo—. Estoy enterado de todo.

»—¿De qué? —dijo Tomás.

»—De los besos tras de la puerta y todas esas cosas, Tomás —dijo el viejo.

»Y lanzó otra mirada impúdica, que hizo indignarse a Tomás, porque, caballeros, oír a un anciano, que debía conducirse de otra manera, hablar de estas cosas, es muy desagradable... es de lo más desagradable.

»—Yo sé todas esas cosas, Tomás —dijo el viejo caballero—. Lo he visto hacer muchas veces en mi tiempo Tomás, por muchas personas que no quisiera mencionar; pero nunca pasaba la cosa de ahí, después de todo.

»—Debe usted de haber visto cosas muy singulares —dijo Tomás con mirada curiosa.

»—Bien puede usted decirlo —replicó el viejo, haciendo un guiño complicadísimo—. Soy el último superviviente de mi familia, Tomás —dijo el viejo suspirando con melancolía.

»—¿Fue muy dilatada? —preguntó Tomás Smart.

»—Fuimos doce, Tomás —dijo el viejo—; hermosos, de erguido respaldo; los mejores mozos del mundo. Nada de estos modernos abortos... todos con brazos y con un pulimento que, aunque no está bien que yo lo diga, le hubiera a usted encantado.

»—¿Y qué ha sido de los demás, sir? —preguntó Tomás Smart.

»El viejo se llevó el codo a los ojos y repuso:

»—Fenecidos, Tomás, fenecidos. Hicimos un rudo servicio, Tomás, y no todos disfrutaron de mi constitución. Les atacó el reuma por brazos y piernas, y fueron a las cocinas y a otros hospitales; y uno de ellos, después de un uso prolongado y duro, perdió la razón: se hizo tan quebradizo, que no tuvo más remedio que quemarse. Triste cosa, Tomás.

»—¡Espantosa! —dijo Tomás Smart.

»Hizo pausa el viejo por espacio de algunos minutos, en los que debió de luchar contra sus emociones y sentimientos, y dijo al cabo:

»—Pero, Tomás, veo que estoy divagando. Este hombre largo, Tomás, es un aventurero sin vergüenza. En el momento que se casase con la viuda, todo lo vendería y escaparía. ¿Cuál sería la consecuencia? Pues que ella quedaría abandonada, sumida en la ruina, y yo moriría de un enfriamiento en el almacén de cualquier prendero.

»—Sí, pero...

»—No me interrumpa —dijo el viejo caballero—. De usted, Tomás, tengo una opinión diferente, porque sé muy bien que una vez que usted se estableciera en una taberna, nunca la abandonaría mientras quedara en las anaquelerías algo que beber.

»—Le agradezco a usted mucho la buena opinión que tiene de mí —dijo Tomás Smart.

»—Por tanto —continuó el viejo en tono dictatorial—, usted debe casarse con ella, y él, no.

»—Pero, ¿cómo impedir lo último? —dijo con avidez Tomás Smart.

»—Sin más que esta revelación —replicó el viejo—: que él está ya casado.

»—¿Y cómo habría yo de probarlo? —dijo Tomás Smart, saltando casi del lecho.

»Destacó el viejo uno de sus brazos y, señalando a una de las cómodas de roble, volvió a colocarlo en su posición natural.

»—No sabe él —dijo el viejo— que en el bolsillo derecho de unos pantalones que hay en esa cómoda tiene una carta en la que se le suplica y encarece que vuelva con su esposa y con sus seis, fíjese, Tomás, seis niños, todos de muy corta edad.

»Al pronunciar el viejo estas solemnes palabras, empezaron a desvanecerse los rasgos de su faz y a esfumarse en la sombra sus líneas todas. Un velo empezó a caer sobre los ojos de Tomás Smart. El anciano pareció reabsorberse gradualmente en la silla; el chaleco de damasco transformóse en un cojín, y convirtiéronse las rojas zapatillas en simples fundas encarnadas. El fuego se extinguió por completo, y Tomás Smart cayó en su almohada profundamente dormido.

»A la mañana despertó Tomás del letárgico sopor que le invadiera en el momento de desaparecer el anciano. Sentóse Tomás en la cama, y por algunos minutos pretendió, en vano, rememorar los sucesos de la noche. Súbitamente vinieron a su imaginación. Miró a la silla: era un mueble caprichoso y fantástico, sin duda; pero hubiera sido necesaria una imaginación mucho más viva y chispeante que la de Tomás para descubrir alguna semejanza entre ella y un anciano.

»—¿Cómo va, viejo amigo? —dijo Tomás.

»Con la luz del día cobró arrestos, como les ocurre a muchos hombres.

»La silla permaneció inmóvil y sin decir palabra.

»—¡Dichosa mañana! —dijo Tomás.

»Nada. La silla no entraba en conversación.

»—¿A cuál de las cómodas señaló usted? Eso me lo puede usted decir —dijo Tomás.

»La silla, caballeros, no dijo ni jota.

»—Poco trabajo cuesta abrirlas —dijo Tomás, dejando la cama con este propósito.

»Dirigióse a una de las cómodas. La llave estaba en la cerradura, diole la vuelta y abrió. Allí había un par de pantalones. Metió su mano en el bolsillo y sacó la misma carta que había descrito el anciano.

»—¡Qué cosa más extraordinaria! —dijo Tomás Smart, mirando primero a la silla, luego a la cómoda, después a la carta, y por fin, de nuevo, a la silla—. Muy extraño.

»Pero como nada hallaba en ninguno de estos objetos que aminorase la extrañeza, juzgó que podía muy bien vestirse y arreglar en seguida el negocio del hombre largo, para despejar su situación. Tomás curioseó al cruzar las habitaciones con la experta mirada de todo un posadero, pensando en que no era imposible que él asumiera antes de poco la propiedad de ellas y de cuanto encerraban. El hombre largo estaba de pie en el confortable
bar,
con sus manos cruzadas a la espalda, como en su propia casa. Miró distraídamente a Tomás. Un observador cualquiera tal vez supusiese que lo hacía solamente para enseñar su blanca dentadura; pero Tomás Smart pensó que la idea del triunfo pasó por el lugar de la mente del hombre alto en que hubiera estado su conciencia, de haber tenido alguna. Tomás se echó a reír en su propia cara y llamó a la ventera.

»—Buenos días, señora —dijo Tomás Smart, cerrando la puerta y el gabinetito después de entrar la viuda.

»—Buenos días, sir —dijo la viuda—. ¿Qué quiere usted para el desayuno, sir?

»Tomás recapacitaba en el modo de iniciar el asunto, así es que no respondió.

»—Hay un jamón riquísimo —dijo la viuda— y un hermoso fiambre de pollo mechado. ¿Quiere que se lo sirvan, sir?

»Estas palabras sacaron a Tomás de su ensimismamiento. Su admiración hacia la viuda creció al oírla hablar. ¡Inteligente criatura! ¡Suculenta proveedora!

»—¿Quién es ese caballero del
bar,
señora? —preguntó Tomás.

»—Se llama Jinkins, sir —dijo la viuda ruborizándose ligeramente.

»—Es un hombre muy alto —dijo Tomás.

»—Es un hombre muy hermoso, sir —replicó la viuda—, y un caballero muy simpático.

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