Los papeles póstumos del club Pickwick (77 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»Cuando el rey Lud vio a su hijo el príncipe y advirtió lo buen mozo que era, percatóse al punto de lo conveniente que sería casarle sin demora, para que sus hijos perpetuasen la raza gloriosa de Lud por los siglos de los siglos. Con este designio, envió una embajada especial, compuesta de gran número de nobles que, no teniendo gran cosa que hacer, aceptaban con gusto aquel empleo lucrativo, a un rey vecino, y pidió en matrimonio para su hijo a la hermosa hija de aquél; pero advirtiendo al mismo tiempo el rey que anhelaba guardar las mejores relaciones con su hermano y amigo; pero que si no se arreglaba aquel matrimonio habría de verse en la triste necesidad de invadir sus dominios y sacar los ojos del soberano. A esto, el otro rey (que era el más débil de los dos) replicó que agradecía profundamente a su amigo y hermano aquella bondad magnánima y que su hija se hallaba dispuesta al matrimonio, cuando quiera que el príncipe Bladud gustase de ir a buscarla.

»No bien llegó a Britania esta respuesta, ardió la nación en júbilo y contento. Oíase por todas partes ruido de fiestas, así como el caer de las monedas con que el pueblo nutría las cajas del tesoro real para sufragar los gastos de la venturosa ceremonia. Fue en esta ocasión en la que el rey Lud, sentado en lo alto de su trono, hallándose rodeado de su Consejo pleno, levantóse, movido de la emoción que le embargaba, y ordenó al lord justicia que se sacaran los más ricos vinos y que compareciera la corte de ministriles, acto de magnánima deferencia que la ignorancia de los historiadores atribuyó al rey Cole en aquellos celebrados versos en los que Su Majestad se representa

pidiendo su pipa y su copa

y llamando a sus violinistas,

lo cual constituye una injusticia notoria para el rey Lud, así como una exaltación injustificada de las virtudes del rey Cole.

»Pero, en medio de la fiesta y el regocijo, alguien había que no gustaba los vinos chispeantes que a raudales corrían y que no bailaba cuando tañían los ministriles. Este alguien no era otro que el príncipe Bladud, por cuya dicha se congregaba el pueblo en aquel momento y abría sus gargantas al mismo tiempo que sus bolsas. Y era el hecho que, olvidando el príncipe el derecho que asistía al ministro de Negocios Extranjeros de enamorarse por él, contraviniendo todos los precedentes de la diplomacia y la política, habíase enamorado sin contar con nadie y comprometídose con la hermosa hija de un noble ateniense.

»He aquí un ejemplo elocuente de una de las innumerables ventajas que reportan la civilización y el refinamiento. De haber vivido el príncipe en otra edad más avanzada, podría haberse casado sin vacilar con la elegida de su padre y emprendido en seguida la tarea de desembarazarse de la carga que sobre él pesaba. Podría haberse empleado en destrozar el corazón de su esposa por una larga serie de ultrajes y desdenes; y, en el caso de que el instinto del sexo y el orgullo herido, al cabo de tantas ofensas, hubiérala impulsado a sublevarse contra los malos tratos recibidos, podría él haberle quitado la vida, librándose de ella con poco trabajo. Mas ninguno de estos medios vino a la mente del príncipe Bladud. Así, pues, solicitó una audiencia privada y decidió hablar a su padre.

»Mas la soberanía es una antigua prerrogativa real que no alcanza a las pasiones de los monarcas. Invadió al rey una espantosa rabia; arrojó al techo la corona y la recogió de nuevo —porque los reyes en aquel entonces tenían las coronas en sus cabezas y no en la Torre; pateó el suelo; golpeóse la frente; se preguntó cómo era posible que así se rebelara contra él quien era carne de su carne y sangre de su sangre, y llamando por último a sus guardias mandó que al punto se encerrara al príncipe en un destartalado torreón, procedimiento empleado de antiguo por los reyes con sus hijos cuando sus inclinaciones matrimoniales no acertaban a coincidir con las que convenía a sus reales progenitores.

»Cuando el príncipe Bladud llevaba ya un año encerrado en el inhospitalario torreón, sin otra perspectiva ante sus ojos que un muro de piedra ni otra esperanza en su alma que una prolongada reclusión, empezó, como es natural, a rumiar un plan de evasión que, luego de madurado por espacio de algunos meses, llegó a realizarse en consecuencia, dejando en el corazón de su carcelero el cuchillo que usaba para sus comidas, temiendo que el pobre hombre (que era su padre de familia) fuera culpado de complicidad en su fuga y castigado por ello al caer en la ira del rey furibundo.

»El monarca se puso frenético ante la pérdida de su hijo. No sabía en quién desfogar su dolor y su rabia, hasta que, acordándose del lord chambelán que había traído a su hijo, le quitó a un tiempo la pensión y la cabeza.

»Entre tanto, el joven príncipe vagaba disfrazado por los dominios de su padre, confortado y alentado en todas sus penalidades por el dulce recuerdo de la doncella ateniense que era causa inocente de sus largas desventuras. Detúvose cierto día a descansar en una aldea, y viendo por todas partes danzar alegremente sobre los prados y las caras risueñas que iban de un lado a otro, se aventuró a preguntar a uno que cerca de él estaba la causa de aquel regocijo.

»—¿Pero no sabe usted, extranjero —se le respondió—, la reciente proclamación de nuestro gracioso rey?

»—¡Cómo proclamación! ¿Qué proclamación? —repuso el príncipe, que, habiendo viajado por extraviados caminos, nada sabía de los asuntos públicos.

»—Pues muy sencillo —replicó el aldeano—: que la extranjera con quien nuestro príncipe quería casarse se ha casado con un noble de su país, y el rey hace público el hecho y ordena que se celebren fiestas públicas, porque ahora, por supuesto, el príncipe Bladud volverá y se casará con la elegida de su padre, que, según dicen, es tan hermosa como el sol de mediodía. Que usted lo pase bien, sir. ¡Dios guarde al rey!

»No quiso el príncipe oír más. Huyó de aquel lugar y se internó en lo más espeso y retirado de la vecina selva. Vagó día y noche bajo el sol ardiente y a la luz de la pálida luna; sufrió el calor seco del mediodía y el húmedo relente de la noche; vio el fulgor lívido del amanecer y el rojizo destello mortecino del crepúsculo de la tarde. Tan indiferente se hallaba respecto del paso del tiempo y de cuantas cosas veía que, siendo su intención dirigirse a Atenas, dio en el lugar que hoy ocupa Bath.

»La ciudad de Bath no existía entonces. No había vestigio de humana vivienda ni la menor manifestación que pudiera decirse de la vida del hombre; pero era la misma noble campiña, la misma llanura que circunda el monte, el mismo canal bellísimo que serpea furtivo, la misma cadena de lejanas montañas, que, como los sinsabores de la vida, contempladas a distancia y veladas por la neblina matinal, pierden su cruda aspereza y se ofrecen blandas y suaves. Conmovido por la delicada belleza del paisaje, sentóse el príncipe sobre la hierba y bañó sus hinchados pies en sus lágrimas.

»—¡Oh —dijo el infeliz príncipe, enclavijando sus manos y levantando al cielo sus ojos llenos de tristeza—, que no acabe aquí mi triste peregrinación! ¿Por qué estas lágrimas bienhechoras con que lloro mi perdida esperanza y mi amor desdeñado no han de fluir tranquilas eternamente?

»El deseo fue atendido. Era un tiempo en que se hallaban los bosques poblados de hadas, que acostumbraban acudir a las palabras de invocación de los mortales con una prontitud un tanto inconveniente en ciertos casos. Abrióse el suelo bajo los pies del príncipe, hundióse éste en el abismo, cerróse sobre su cabeza, y sólo quedaron sus lágrimas brotando de la tierra, que desde entonces siguen manando de modo perenne.

»Debe añadirse que desde aquel día son muchos los señores y las damas que, desengañados en sus anhelos de matrimonio, así como muchos jóvenes que ansían contraerlo cuanto antes, acuden a Bath todos los años para beber las aguas que les confortan y vigorizan. Nada mejor puede decirse para enalterer la virtud de las lágrimas del príncipe Bladud ni para corroborar la veracidad de esta leyenda.

Varias veces había bostezado Mr. Pickwick antes de llegar al fin del breve manuscrito. Plególo cuidadosamente y lo depositó de nuevo en el cajón del tintero. Luego, con semblante fatigado, encendió la bujía del dormitorio y subió la escalera.

Detúvose un momento en la puerta de Mr. Dowler, según era su costumbre, y llamó para darle las buenas noches.

—¡Ah! —dijo Dowler—. ¿Se va usted a la cama? Ojalá pudiera yo hacer lo mismo. Mala noche. Hace mucho viento, ¿verdad?

—Mucho —dijo Mr. Pickwick—. Buenas noches.

—Buenas noches.

Siguió Mr. Pickwick hacia su dormitorio y volvió a sentarse Mr. Dowler delante del fuego, cumpliendo su promesa, harto ligeramente empeñada, de esperar el retorno de su esposa.

Pocas cosas hay más molestas que esperar a alguien, sobre todo si ese alguien está en alguna fiesta. No puede dejarse de pensar lo rápidamente que pasará para la persona esperada el tiempo que tan lento transcurre para nosotros. Y cuanto más se piensa en esto, más se aleja la esperanza de que llegue pronto. El tictac del reloj se acentúa considerablemente cuando se espera en la soledad, y parece notarse el efecto de tener envuelto el cuerpo en una tela de araña. Primero se siente un ligero picor en la rodilla derecha, sensación que se traslada a poco a la rodilla izquierda; si cambiamos de posición, experimentamos la misma impresión en los brazos, y luego de intentar un sinnúmero de posturas, se inicia el picor en la nariz, que empezamos a frotarnos como si fuéramos a arrancárnosla, lo que haríamos si en nuestro poder estuviera. Los ojos se convierten en órganos incómodos, y el pabilo de las bujías crece pulgada y media mientras que nos ocupamos en arreglar la otra. Estas y otras muchas molestias nerviosas hacen una larga espera, y más aún si se piensa que alguien se ha ido a la cama, una cosa que no tiene nada de grata ni de divertida.

Tal era la opinión de Mr. Dowler al sentarse junto a la chimenea y experimentar una legítima indignación hacia las gentes inhumanas de la reunión que le obligaban a permanecer levantado. Y no contribuía a mejorar su humor la reflexión de haber creído por la tarde sentir comienzos de jaqueca, que tal fue el pretexto alegado para quedarse en casa. Por fin, después de varias cabezadas y de inclinarse sin querer hacia las barras del hogar y de retroceder a tiempo de evitar que le quedaran marcadas en su fisonomía, fue Mr. Dowler acariciando la idea de tenderse en la cama, con propósito, claro está, de no dormir.

—Tengo un sueño muy pesado —dijo Mr. Dowler, echándose en la cama—. Tengo que estar despierto. Creo que desde aquí puedo oír la llamada. Sí. Creo que sí. Oigo al sereno. Ahora pasa. Pero ahora se oye menos. Casi nada. Dobla la esquina. ¡Ah!

Al llegar a este punto, Mr. Dowler dobló a su vez la esquina que por largo tiempo le hiciera vacilar, y se quedó profundamente dormido.

Al dar las tres, desembocaba en la plazoleta una silla de manos, en cuyo interior iba la señora Dowler, transportada por un hombre rechoncho y bajito y por otro flaco y larguirucho, que se veían y se deseaban para mantenerse derechos, cuanto más para mantener derecha la litera. Pero en aquel sitio, en la plaza, que el viento barría como si fuera a arrancar las piedras del pavimento, era su tarea mucho más difícil. Sintieron gran alivio cuando pudieron dejar en el suelo la litera y dar una buena mano de aldabonazos en la puerta de la casa.

Esperaron algún tiempo, pero nadie respondía.

—Se conoce que los criados están en brazos de Morfeo —dijo el pequeño conductor, calentándose las manos en la antorcha que llevaba el lacayo.

—Me gustaría darles un zamarreón para despertarles —observó el larguirucho.

—Haga usted el favor de llamar otra vez —gritó desde la litera la señora Dowler—. Llame dos o tres veces.

Anhelando el rechoncho conductor acabar el servicio lo más pronto posible, plantóse en el último escalón y llamó cinco o seis veces, dando en cada llamada ocho o diez golpes redoblados. Entre tanto, el larguirucho salía al medio del camino y miraba a las ventanas para ver si descubría alguna luz.

Nadie acudió. Todo permanecía oscuro y silencioso.

—¡Dios mío! —dijo la señora Dowler—. Tiene usted que hacer el favor de llamar otra vez.

—¿No hay campanilla ahí, señora? —dijo el rechoncho.

—Sí que la hay—interrumpió el lacayo—; hace mucho tiempo que estoy tocando.

—No hay más que el tirador —dijo la señora Dowler—; el alambre está roto.

—Me gustaría que fueran las cabezas de los criados —gruñó el larguirucho.

—Siento molestarle, pero hay que llamar otra vez —dijo la señora Dowler con amabilidad.

Llamó varias veces el conductor rechoncho, sin obtener el menor resultado. Reemplazóle, gruñendo de impaciencia, el larguirucho, y empezó a llamar de una manera continua, dando aldabonazos de modo que parecía un cartero loco.

Por fin, Mr. Winkle empezó a soñar que estaba en el Club y que, por manifestarse los miembros sumamente levantiscos, veíase obligado el presidente a imponer orden a fuerza de golpes en la mesa. Soñó luego vagamente en una sala de subastas en la que no había postores y en la que el subastador estaba comprándolo todo, y empezó a pensar, por último, en que tal vez estuviera alguien llamando a la puerta. Para cerciorarse, sin embargo, permaneció en el lecho, sin moverse, algunos minutos, escuchando, y luego de haber contado treinta y tantos golpes quedó satisfecho de la observación y convencido de hallarse bien despierto.

—¡Pum, pum, pum..., purrumpún!... —seguía llamando el larguirucho.

Saltó del lecho Mr. Winkle, intrigado con lo que pudiera ocurrir, y, calzándose apresuradamente las medias y las pantuflas, envolvióse en su bata, encendió la bujía con el fuego de la chimenea y bajó la escalera.

—Al fin parece que viene alguien, señora —dijo el hombre rechoncho.

—Me gustaría ir detrás de él con un pincho —murmuró el larguirucho.

—¿Quién es? —gritó Mr. Winkle, desechando la cadena.

—No se pare a hacer preguntas, cabeza de hierro —respondió el larguirucho, malhumorado, sin dudar de que se trataba de un criado—; abra la puerta ya.

—Vamos, centinela avispado, párpados de madera —añadió el otro, apremiándole.

No bien despierto aún, Mr. Winkle obedeció maquinalmente la orden, abrió un poco la puerta y asomó la cabeza. Lo primero que vio fue el rojo fulgor de la antorcha del lacayo. Sobresaltado por la idea súbita de que estaba ardiendo la casa, abrió la puerta de par en par y, levantando la bujía, miró alarmado hacia delante, sin saber a ciencia cierta si lo que veía era una litera o una bomba de incendios. Sobrevino en aquel momento una violenta ráfaga de viento; apagóse la luz, sintióse Mr. Winkle irresistiblemente empujado hacia los escalones, y se cerró la puerta con ruidoso portazo.

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