Los papeles póstumos del club Pickwick (25 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Reconocemos paladinamente que hasta el momento de sumergirnos en los voluminosos papeles del Club Pickwick nunca habíamos oído hablar de Eatanswill; con la misma sinceridad declaramos haber buscado en vano pruebas de la existencia actual de esta ciudad. Haciendo honor a la profunda confianza que merecen las notas y afirmaciones de Mr. Pickwick, y desviándonos del presuntuoso conato de oponer nuestros recuerdos a las afirmaciones del grande hombre, hemos consultado cuantas autoridades pudimos encontrar relacionadas con el caso. Hemos buscado escrupulosamente en los registros electorales, sin encontrar las elecciones de Eatanswill; hemos examinado minuciosamente todos los rincones del mapa de bolsillo del Condado, publicado en beneficio de la sociedad por nuestros distinguidos editores, y nuestra investigación no ha alcanzado resultado mejor. Nos sentimos, por tanto, inclinados a creer que Mr. Pickwick, animado, como siempre, del noble propósito de no ofender a nadie, y obedeciendo a aquellos delicados sentimientos que en él todos reconocen de modo eminente, ha sustituido adrede por uno ficticio el verdadero nombre del lugar en que hiciera sus observaciones. Nos confirmamos en esta creencia por una trivial circunstancia, aparentemente nimia; pero que, mirada desde este punto de vista, merece un comentario. En el libro de notas de Mr. Pickwick podemos tomar un indicio de que las plazas para él y para sus discípulos fueron apuntadas para el coche de Norwich; mas este indicio fue después desfigurado, como denotando el propósito de ocultar hasta la dirección en que la villa se encontraba. No nos detendremos, por tanto, a investigar las conjeturas, y proseguiremos con la historia, satisfechos de los materiales que tenemos a nuestro alcance.

Parece que los naturales de Eatanswill, lo mismo que los de otras muchas ciudades pequeñas, considerábanse a sí mismos altamente importantes, y que cada uno de los habitantes de Eatanswill, consciente de la significación que su actitud entrañaba, sentíase impulsado a unirse en alma y cuerpo a uno de los dos grandes partidos que dividían la ciudad: los azules y los amarillos. Los azules no perdían oportunidad de mostrar su enemiga a los amarillos, así como tampoco los amarillos perdían oportunidad de marcar su oposición a los azules; y era la consecuencia que, cuando quiera que los amarillos y los azules se encontraban en algún sitio público, en el Ayuntamiento, en la feria o en el mercado, no tardaban en promoverse disputas y cruzarse entre ellos gruesas palabras. Con tales disensiones sería ocioso decir que todo en Eatanswill se hacía cuestión de partido. Si los amarillos proponían renovar la cubierta del mercado, ya estaban los azules provocando asambleas públicas para denunciar el proyecto; si proponían los azules la erección de una bomba adicional en la calle Alta, los amarillos levantábanse como un solo hombre y se manifestaban contra aquella enormidad. Había tiendas azules y tiendas amarillas, posadas azules y posadas amarillas; hasta en la iglesia misma había nave azul y nave amarilla.

Claro está que cada uno de estos poderosos partidos había de tener indispensablemente un órgano representativo, y, por consiguiente, había en la ciudad dos periódicos: La
Gaceta de Eatanswill y El Independiente de Eatanswill;
el primero propugnaba las ideas azules, y marchaba el segundo resueltamente según los derroteros amarillos. Eran magníficos periódicos. ¡Qué artículos de fondo, qué ataques tan enconados! «Nuestro indigno colega La Gaceta», «ese desdichado y cobarde periódico El Independiente», «ese falso e injurioso papelucho El Independiente», «ese vil y calumnioso libelo La Gaceta»; estas y otras pullas por el estilo aparecían profusamente en las columnas de cada uno, en todos los números, y despertaban en el pecho de los ciudadanos las más intensas emociones de indignación y de contento.

Mr. Pickwick, con sus habituales sagacidad y previsión, había elegido para su visita a la ciudad un momento especialmente oportuno. No se conoció jamás una contienda semejante. El honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, era el candidato azul, y Horacio Fizkin, Esq. de Fizkin Lodge, cerca de Eatanswill, había sido elegido por sus amigos para defender los intereses amarillos.
La Gaceta
avisaba a los electores de Eatanswill que los ojos no sólo de Inglaterra, sino de todo el mundo civilizado, estaban fijos en ellos;
y El Independiente
demandaba imperiosamente si los habitantes de Eatanswill eran aún los grandes ciudadanos de siempre, o bajos y serviles instrumentos, que ni merecían el nombre de ingleses ni los bienes de la libertad. Nunca habían agitado a la ciudad tan profundas conmociones.

Caía la tarde cuando Mr. Pickwick y sus compañeros, acompañados de Sam, descendieron de la baca del coche de Eatanswill. Grandes banderines de seda azul campeaban en las ventanas de la posada de Las Armas de la Ciudad, y en todas las vidrieras veíanse pasquines que en gigantescos caracteres anunciaban que el comité del honorable Samuel Slumkey allí se hallaba constituido en sesión. Una muchedumbre de ociosos se hallaba estacionada en la carretera, mirando a un hombre que en el balcón enronquecía hablando para sí, a lo que parecía, con el rostro enrojecido, en favor de Mr. Slumkey; mas la fuerza y la consistencia de sus argumentos resultaban casi vencidos por el constante batir de cuatro grandes tamboriles, que el comité de Mr. Fizkin había colocado en la esquina de la misma calle. Detrás del fogoso orador había un vivaracho hombrecito, que se quitaba el sombrero de cuando en cuando y excitaba los clamores de la plebe, que respondía con el mayor entusiasmo, y como el orador proseguía su arenga con la cara más roja cada vez, parecía que la multitud respondía a su propósito lo mismo que si todos lo hubieran oído.

No bien bajaron del coche los pickwickianos, viéronse rodeados por una parte de la masa ciudadana, que prorrumpió en tres aclamaciones ensordecedoras, las cuales, coreadas por la totalidad (porque no es necesario en modo alguno que una muchedumbre conozca la finalidad de sus aclamaciones), se convirtió en un tremendo mugido de triunfo, que suspendió hasta el discurso del hombre del balcón.

—¡Hurra! —gritó la masa, por último.

—Otro viva —chilló el hombrecito del balcón.

Y de nuevo gritó la multitud, cual si fueran sus pulmones de hierro fundido guarnecido con nervios de acero.

—¡Siempre Slumkey! —rugió la multitud.

—¡Siempre Slumkey! —coreó Mr. Pickwick quitándose el sombrero.

—¡Nunca Fizkin! —gritó la multitud.

—¡Nunca! —respondió Mr. Pickwick.

—¡Hurra!

Vino después otro espantoso rugido, semejante al que produce toda una casa de fieras cuando el elefante toca la campana para el fiambre.


¿Quién es Slumkey? —murmuró Mr. Tupman.

—No lo sé —replicó en el mismo tono Mr. Pickwick—. ¡Chist! No pregunte. En estos casos lo mejor es hacer lo que hace la multitud.

—Pero, ¿y si hubiese dos multitudes? —sugirió Mr. Snodgrass.

—Pues se grita lo que grite la mayor —replicó Mr. Pickwick.

Cien volúmenes no podrían decir más.

Entraron en la casa, haciéndoles paso la multitud que vociferaba escandalosamente. Lo primero que tenían que hacer era procurarse habitaciones para la noche.

—¿Podemos tener camas aquí? —preguntó Mr. Pickwick, llamando al camarero.

—No lo sé, sir —replicó el hombre—; temo que esté llena la casa, sir...; preguntaré, sir.

Partió con este objeto y volvió a poco, para preguntar si los caballeros eran azules.

Como ni Mr. Pickwick ni sus compañeros tenían interés por ninguno de los candidatos, se hacía bien difícil dar una respuesta. En este dilema se acordó Mr. Pickwick de su nuevo amigo Mr. Perker.

—¿Conoce usted a un caballero llamado Perker? —pregunto Mr. Pickwick.

—Ya lo creo, sir: el agente del honorable Mr. Samuel Slumkey.

—Es azul, creo.

—¡Oh, sí!

—Pues entonces
nosotros
somos azules —dijo Mr. Pickwick.

Pero advirtiendo que el hombre parecía desconfiar de aquella declaración acomodaticia, le dio su tarjeta y le pidió que se la presentara a Mr. Perker, si por casualidad se hallaba en la casa. Retiróse el camarero, y reapareciendo casi inmediatamente con la súplica de que Mr. Pickwick le siguiera, le condujo a un salón del primer piso, donde estaba Mr. Perker sentado junto a una larga mesa cubierta de libros y papeles.

—¡Ah..., ah, querido! —dijo el hombrecito, adelantándose. Encantado de verle, querido. Tenga la bondad de sentarse. Veo que ha llevado usted a efecto su intención. ¿Ha venido usted a ver una elección... eh?

Mr. Pickwick replicó afirmativamente.

—Lucha reñida, querido —dijo el hombrecito.

—Me alegro de saberlo —dijo Mr. Pickwick frotándose las manos—. Me gusta ver encenderse el patriotismo allí donde se le requiere... ¿De modo que es una lucha enconada?

—¡Oh, sí! —dijo el hombrecito—, muchísimo. Hemos abierto todas las tabernas del pueblo, y sólo hemos dejado las cervecerías a nuestro adversario...; golpe de política magistral ¿verdad, querido?

Sonrió el hombrecito placentero y tomó un polvo de rapé.

—¿Y cuál es el resultado probable? —preguntó Mr. Pickwick.

—Dudoso, querido; dudoso por ahora —replicó el hombrecito—. La gente de Fizkin tiene encerrados treinta y tres votantes en la cochera de El Ciervo Blanco.

—¡En la cochera! —dijo Mr. Pickwick, sorprendido por este segundo golpe de política.

—Los tienen encerrados hasta que los necesiten —prosiguió el hombrecito—. El objeto es, sabe usted, impedir que nos apoderemos de ellos; y aunque pudiéramos, de nada nos serviría, porque los tienen muy borrachos. Gran muñidor es el agente de Fizkin... hombre listo.

Mr. Pickwick le miraba sin decir nada.

—Pero tenemos gran confianza, sin embargo —dijo Mr. Perker, bajando la voz hasta quedar en murmullo—. Anoche tuvimos aquí un té ... cuarenta y cinco mujeres, querido... y a cada una le dimos al salir un quitasol verde.

—¡Un quitasol! —dijo Mr. Pickwick.

—Así, querido, así. Cuarenta y cinco quitasoles verdes, a siete chelines y medio cada uno. A todas las mujeres les gustan los trapos...; es extraordinario el efecto de estos quitasoles. Esto nos atrae a sus maridos y a la mitad de sus hermanos; hunde las medias, los paños y todas estas bambollas. Idea mía, querido. Llueva, granice o haga sol, no anda usted cuatro pasos por la calle sin ver media docena de quitasoles.

El hombrecito se entregó a una alegría convulsiva, que sólo se aplacó por la llegada de un tercer personaje.

Era éste un hombre alto y delgado, de terrosa frente amenazada de calvicie, y en su faz mezclábase la solemnidad con un aire de profundidad insondable. Vestía pardo sobretodo, chaleco negro y pantalón castaño. De su chaleco pendían los lentes, y llevaba en su cabeza un sombrero de baja copa y anchas alas. El recién venido fue presentado a Mr. Pickwick como Mr. Pott, el editor de
La Gaceta de Eatanswill
. Después de unas cuantas frases preliminares, dirigióse Mr. Pott a Mr. Pickwick y dijo con solemnidad:

—Esta lucha debe interesar mucho en la metrópoli, ¿verdad, sir?

—Creo que sí —dijo Mr. Pickwick.

—A lo cual creo tener razón para suponer —dijo Mr. Pott, mirando hacia Mr. Perker en demanda de corroboración—, a lo cual tengo razón para suponer que ha contribuido en alguna manera mi artículo del sábado.

—Es indudable —dijo el hombrecito.

—La prensa es una máquina poderosa, sir —dijo Mr. Pott.

Mr. Pickwick asintió plenamente a esta opinión.

—Pero estoy seguro, sir —dijo Mr. Pott—, de no haber abusado nunca del enorme poder de que dispongo. Estoy seguro, sir, de no haber emplazado el noble instrumento que tengo en mis manos contra el sagrado fuero de la vida privada ni contra el quebradizo tesoro de la reputación individual... Creo, sir, haber empleado mis energías... en empresas..., por humildes que sean, como sé que lo son..., encaminadas a defender los principios de... que... son...

Como el editor de
La Gaceta de Eatanswill
pareciese vacilar en este punto, Mr. Pickwick acudió en su ayuda, y dijo:

—Desde luego.

—¡Y qué —dijo Mr. Pott—, permítame que le pregunte, como a hombre imparcial, cuál es el estado de la opinión pública en Londres por lo que se refiere a mi polémica con
El Independiente?

—Extraordinariamente excitada, sin duda —terció Mr. Perker con gesto malicioso, tal vez casual.

—La polémica —dijo Mr. Pott— seguirá mientras yo tenga fuerza y salud y el poco talento de que estoy dotado. De esta lucha, sir, aunque pueda trastornar el espíritu público, excitar sus sentimientos y hacerles incapaces para el cumplimiento de sus deberes diarios; de esta lucha, sir, nunca desertaré hasta que siente mi planta sobre
El Independiente de Eatanswill
. Deseo que el público de Londres y el de esta comarca sepan, sir, que pueden confiar en mí... que nunca he de abandonarle, que estoy resuelto a permanecer en la vanguardia, sir, hasta lo último.

—Su conducta es nobilísima, sir —dijo Mr. Pickwick estrechando la mano del magnánimo Pott.

—Por lo que veo, sir, es usted un hombre de sentido y de talento —dijo Mr. Pott, ahogándose casi en la vehemencia de su patriótica declaración—. Encantado, sir, de conocer a un hombre como usted.

—Y yo —dijo Mr. Pickwick— me siento honradísimo por esa opinión. Va usted a permitirme, sir, que le presente a mis compañeros de viaje, los otros miembros correspondientes del Club que tengo el orgullo de haber fundado.

—Será para mí un placer —dijo Mr. Pott.

Retiróse Mr. Pickwick, y volviendo a poco con sus amigos, los presentó en debida forma al editor de
La Gaceta de Eatanswill
.


Ahora, mi querido Pott —dijo el pequeño Mr. Perker—, la cuestión es lo que hayamos de hacer con nuestros amigos.


Podemos alojarnos en esta casa, supongo —dijo Mr. Pickwick.

—No hay ni una cama libre, mi querido señor... ni una cama.

—Gran contrariedad —dijo Mr. Pickwick

—Grandísima —dijeron sus compañeros.

—Tengo una idea —dijo Mr. Pott—, que estimo debe aceptarse. Hay dos camas en El Pavo, y me atrevo a decir, con permiso de la señora Pott, que tendrá mucho gusto en alojar a Mr. Pickwick y a alguno de sus amigos, si los otros dos caballeros y el criado no tienen inconveniente en alojarse en El Pavo...

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