Los papeles póstumos del club Pickwick (27 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿No sería del mismo efecto que lo hiciesen el proclamador o el segundo? —dijo el honorable Samuel Slumkey.

—Temo que no —replicó el agente—; si lo hiciera usted mismo, sir, me parece que le haría a usted muy popular.

—Muy bien —dijo el honorable Samuel Slumkey con aire resignado—; entonces hay que hacerlo.

—Ordenad la procesión —gritaron los veinte del comité. En medio de las aclamaciones de la agolpada muchedumbre, colocáronse en debida forma los policías, los hombres del comité, los votantes, los jinetes y los carruajes. Cada uno de los coches de dos caballos contenía a todos cuantos en ellos cabían de pie. En el de Mr. Perker iban Mr. Pickwick, Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y una media docena de miembros del comité.

Hubo un momento de solemne expectación para esperar a que se incorporara a la procesión, subiendo a su coche, el honorable Samuel Slumkey. De pronto se produjo en la multitud un nutrido griterío.

—Ya sale —dijo el pequeño Mr. Perker, excitadísimo; tanto más cuanto que la posición de los ocupantes del coche no les permitía observar lo que ocurría por delante.

Se oyó otro viva mucho más alto.

—Ha estrechado las manos a los hombres —gritó el pequeño Perker.

Otra aclamación mucho más vehemente.

—Ha acariciado a los niños en la cabeza —dijo Mr. Perker temblando de ansiedad.

Rasgó el aire en aplauso estrepitoso.

—¡Ha besado a uno de ellos! —exclamó, deleitado, el hombrecito.

Se oyó otro rumor.

—Ha besado a otro —gritó entusiasmado el agente. Un tercer aplauso.

—¡Está besándolos a todos! —gritó fuera de sí el hombrecito.

Y entre los vítores ensordecedores de la multitud, la procesión se puso en movimiento.

Cómo o por qué medios resultaron mezcladas ambas procesiones, y cómo se deshizo la confusión producida, no sabríamos explicarlo. El sombrero de Mr. Pickwick cayó sobre sus ojos, narices y boca al golpe de un asta de bandera amarilla. El mismo Mr. Pickwick se describe rodeado de una muchedumbre de rostros airados y feroces en cuanto pudo darse cuenta de la escena. Una gran nube de polvo y una densa masa de combatientes. Según dice, un poder oculto le arrojó del carruaje y le forzó a empeñarse en un encuentro personal; mas no sabe decir con quién, cómo ni por qué. Luego se sintió arrastrado por los que venían de atrás hacia una escalera de madera, y al ponerse el sombrero debidamente, se encontró rodeado de sus amigos, a la izquierda de las tribunas. La zona derecha de las mismas estaba reservada para el partido amarillo, y el centro para el alcalde y sus ayudantes; uno de los cuales, el obeso pregonero de Eatanswill, tañía una enorme campana en demanda de silencio, mientras que Mr. Horacio Fizkin y el honorable Samuel Slumkey, con las manos sobre sus corazones, saludaban con suprema afabilidad al proceloso mar de cabezas que inundaba la plaza. En esto se levantó una verdadera tempestad de vítores, aullidos y gritos que hubieran desafiado a un temblor de tierra.

—Allí está Winkle —dijo Mr. Tupman tirando a su amigo de la manga.

—¿Dónde? —dijo Mr. Pickwick poniéndose los lentes, que por fortuna había guardado hasta entonces en el bolsillo.

—Allí —dijo Mr. Tupman—, en lo alto de aquella casa.

Y allí, en perfecta seguridad, sobre el alero del tejado, estaban Mr. Winkle y la señora Pott, cómodamente sentados en un par de butacas, agitando sus pañuelos como señal de haberle reconocido; cuya atención devolvió Mr. Pickwick besándose la mano en obsequio de la señora.

Aún no había comenzado la ceremonia, y como una muchedumbre inactiva siempre está dispuesta a la chacota, bastó esta inocente manifestación para despertar su instinto burlesco.

—¡Eh, pícaro viejo! —gritó una voz—: ¿mirando a las chicas, verdad?

—¡Eh, venerable pecador! —gritó otro.

—¡Se pone los lentes para mirar a una mujer casada! —dijo un tercero.

—Ya veo cómo le hace un guiño con el ojo, picarillo —exclamó un cuarto.

—Mire por su esposa, Pott —dijo el quinto.

Y se produjo una carcajada general.

Todas estas burlas y cuchufletas fueron acompañadas de maliciosas comparaciones, entre las cuales figuró la de Mr. Pickwick con un carnero viejo y otras humoradas de este jaez; y como estas burlescas insinuaciones daban pábulo a que se pusiese en tela de juicio el honor de una dama irreprochable, subió de punto la indignación de Mr. Pickwick; mas como en aquel instante se ordenó el silencio, contentóse con asestar a la multitud una mirada de piedad hacia sus descarriados instintos, que a su vez fue contestada con otro golpe de risa descarada.

—¡Silencio! —gritaron los ayudantes del alcalde.

—Whiffin, manda callar —dijo el alcalde con el aire pomposo que convenía a su preeminente situación.

Obedeciendo a esta orden, ejecutó el pregonero otro solo de campana, mientras que un chusco gritaba: «¡Muffin!», lo que produjo otra carcajada general.

—Caballeros —dijo el alcalde, levantando cuanto pudo el tono de su voz—, caballeros. Hermanos electores de la villa de Eatanswill. Nos hemos congregado hoy con objeto de elegir un representante en lugar del difunto...

Aquí el alcalde fue interrumpido por uno de la multitud. —¡Bravo por el alcalde! —dejó oír la voz—, y que no abandone nunca el negocio de clavos y cacerolas que le ha hecho rico.

Esta alusión a las tareas profesionales del orador fue recibida por una tempestad de regocijo, que, con el acompañamiento de la campana, ahogó el resto del discurso, salvo la frase final, en la que daba gracias a la concurrencia por la atención con que le habían escuchado; expresión de gratitud que provocó otra explosión de hilaridad que duró un cuarto de hora.

Después, un alto y delgado caballero, de apretado corbatín blanco, al que la muchedumbre aconsejó repetidas veces «enviar un muchacho a su casa para preguntar si se había dejado la voz debajo de la almohada», propuso que se nombrara una persona digna y adecuada para representarles en el Parlamento, y cuando dijo que debía ser designado Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, cerca de Eatanswill, aplaudieron los fizkinistas, y los slumkeístas aullaron con tanta pertinacia y en tan elevado tono, que tanto el orador como el adjunto podían haber emitido canciones festivas en vez de hablar, sin que nadie se diera cuenta de ello.

Después de gozar los amigos de Horacio Fizkin, esquire, de esta prioridad, un hombrecito colérico, de encendido rostro, se adelantó a proponer a otra persona digna y adecuada para representar en el Parlamento a los electores de Eatanswill; y hubiera seguido adelante el enrojecido caballero, si no se hubiera dejado dominar por la cólera al percatarse de los jocosos movimientos del público. Luego de verter unas cuantas frases de retórica elocuencia, el arrebatado caballero empezó a señalar a aquellos de los concurrentes que le interrumpían y a provocar a ciertos individuos de las tribunas, con lo cual se promovió un alboroto que le obligó a expresar sus ideas y sentimientos por medio de la mímica, dejando a poco el sitial para el adjunto, el cual pronunció un discurso escrito que duró media hora, y que no era posible interrumpir por haber sido enviado a
La Gaceta de Eatans
will, en cuyas columnas se hallaba ya impreso.

Entonces Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, cerca de Eatanswill, se presentó con objeto de dirigir la palabra a sus electores. Mas no bien empezó, la banda alquilada por el honorable Samuel Slumkey empezó a tocar con tal afán, que no podía compararse con el que desplegara en la mañana. Como respuesta, los amarillos comenzaron a golpear las cabezas y espaldas de los azules, con lo cual los azules trataron de desembarazarse de sus incómodos compañeros los amarillos, siguiéndose una escena de lucha y empujones, a la que no podemos nosotros hacer más justicia que la que hizo el alcalde, que dio severas órdenes a doce alguaciles para que prendieran a los revoltosos, cuyo número ascendía a doscientos cincuenta. A todo esto, Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, y sus amigos montaron en cólera, hasta que el mencionado Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, preguntó a su contrincante, el honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, si la banda tocaba con su consentimiento; pregunta que el honorable Samuel Slumkey rehusó contestar, descargando Horacio Fizkin, esquire
,
de Fizkin Lodge, un puñetazo en el rostro del honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, por lo cual el honorable Samuel Slumkey, ensangrentado, retó a un duelo a muerte a Horacio Fizkin, esquire. Ante esta violación de todas las reglas y precedentes, mandó el alcalde ejecutar otra fantasía de campana, y ordenó comparecer ante su presencia a Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, y al honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, obligándoles a hacer las paces. A esta terrible conminación, los partidarios de ambos candidatos intervinieron, y al cabo de tres cuartos de hora de luchar uno contra otro, Horacio Fizkin, esquire, saludó al honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall; el honorable Samuel Slumkey saludó a Horacio Fizkin, esquire; calló la banda, se aquietó la multitud y empezó a hablar Horacio Fizkin, esquire.

Los discursos de los dos candidatos, no obstante diferir en otros respectos, rindieron caluroso tributo al mérito y valía de los electores de Eatanswill. Ambos manifestaron su opinión de que no existía en la tierra casta de hombres más concienzudos e independientes, más inteligentes, de mayor civismo, más nobles ni más desinteresados que aquellos que habían prometido votarle a él, cada uno de los oradores dejó traslucir su sospecha de que los electores del otro bando padecían ciertas enfermedades y hábitos de pulcritud dudosa que les incapacitaban para el cumplimiento de los deberes que habían de cumplir; Fizkin manifestóse dispuesto a conceder todo aquello que se le pidiese; Slumkey se mostró decidido a no hacer nada. Ambos declararon que el comercio, la industria, la prosperidad de Eatanswill habrían de interesarles más que cualquier otro objeto en el mundo, y cada uno se atrevió a expresar su franca certidumbre de que había de ser elegido.

En seguida se procedió a una elección de manos levantadas; el alcalde se pronunció en favor del honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall. Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, exigió un escrutinio, y se acordó proceder a la votación. Luego se propuso un voto de gracias al alcalde por el acierto con que había ocupado la silla, y el alcalde, lamentando no haber tenido una silla en que haber demostrado su acierto (pues había permanecido de pie durante toda la ceremonia), devolvió las gracias. Organizáronse nuevamente las procesiones, rodaron lentamente los carruajes entre la multitud, y la gente gritó y vociferó, mientras seguían los coches, según su capricho y gusto.

Mientras duró el escrutinio fue presa la ciudad de intensas fiebres y agitación. Todo se realizó de la manera más grata y liberal. Los artículos de beber vendiéronse baratísimos en todas las tabernas; recorrían las calles numerosas parihuelas para la conducción de los votantes a quienes pudiera acometer el vértigo, epidemia que cundió de modo alarmante entre los electores durante la contienda, y bajo cuya influencia caían al suelo en estado de la más profunda insensibilidad. Un pequeño grupo de electores quedóse sin votar aquel día. Componíase de individuos calculadores y reflexivos, a quienes no habían logrado convencer los argumentos de ninguno de los partidos, no obstante haber celebrado con ellos numerosas conferencias. Una hora antes de cerrar el escrutinio impetró Mr. Perker el honor de una entrevista privada con aquellos inteligentes y nobles patriotas. Se le concedió la entrevista. Sus argumentos fueron breves, pero satisfactorios. Los individuos fueron a la urna como un solo hombre, y cuando volvieron, también volvía triunfante el honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall.

14. Que comprende una breve descripción de la concurrencia de El Pavo y un cuento contado por un viajante

Es grato desviarse de la contemplación de las luchas y tumultos de la vida política para entregarse al plácido reposo de la privada. Aunque el interés de Mr. Pickwick no se inclinase grandemente a ninguno de los bandos, había sido suficientemente enardecido por el entusiasmo de Mr. Pott, para emplear toda su atención y todo su tiempo en los sucesos que se han señalado en el último capítulo y que se han tomado del propio libro de notas de Mr. Pickwick. Mas si éste anduvo ocupado de esta manera, no permaneció ocioso Mr. Winkle, cuyo tiempo se deslizó en gratos paseos y breves excursiones con la señora Pott, la cual no perdonaba oportunidad de buscar alivio al tedio y monotonía, de los que se quejaba constantemente.

Mientras que los últimos señores permanecieran vinculados en la casa del editor, Mr. Tupman y Mr. Snodgrass camparon por sus respetos. Poco o nada interesados en los asuntos públicos, procuraron engañar el tiempo con las diversiones que podían disfrutar en El Pavo, que se reducían a un billar en el primer piso y a un juego de bolos en el corral. Fueron iniciados en la ciencia y secretos de estos dos recreos, mucho más abstrusos, por cierto, de lo que se cree generalmente, por Mr. Weller, que poseía un conocimiento perfecto de tales pasatiempos. De este modo, a pesar de hallarse privados casi por completo de la grata sociedad de Mr. Pickwick, lograron pasarlo bien y evitar que las horas transcurriesen con lentitud excesiva.

Pero era por la noche cuando El Pavo ofrecía atracciones tales que permitían a los dos amigos rehusar hasta las invitaciones del talentudo aunque prosaico Pott. Era por la noche cuando el salón de El Pavo albergaba un círculo social, cuyas maneras y caracteres observaba con delicia Mr. Tupman, cuyos hechos y dichos gustaba de anotar Mr. Snodgrass. Todo el mundo conoce lo que son estos ambientes de café. En El Pavo no difería gran cosa de la generalidad de esta clase de gente. Era una amplia y desnuda habitación, cuyo menaje debía de haber sido más lucido en otros tiempos, con una gran mesa en el centro y buen número de pequeños veladores en los rincones; abundante provisión de sillas de variadas formas, y una vieja alfombra turca, cuyas dimensiones guardaban con las de la estancia la misma proporción que un pañuelo de señora con el suelo de una garita. Guarnecían las paredes uno o dos grandes mapas, y varios abrigos raídos con sendas gorras complicadas colgaban en el rincón de una larga fila de perchas. Sobre el tablero de la chimenea yacía un tintero de madera, que contenía un portaplumas, y a su lado un trozo de oblea, una guía, una historia del Condado, sin cubierta, y los restos mortales de una trucha en féretro cristalino. La atmósfera estaba enrarecida por el olor del tabaco, cuyos humos habían comunicado un tono pardo a la estancia toda, y más especialmente a las polvorientas cortinas rojas que velaban las ventanas. En la alacena se guardaba una variada mezcolanza de artículos, entre los que mencionaremos una oscura salsa de pescado, dos o tres látigos, unas cuantas mantas de viaje, una regular cantidad de cuchillos y tenedores y un tarro de mostaza.

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