Los papeles póstumos del club Pickwick (32 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Ah! —dijo el conde, sacando de nuevo las tarjetas—. Muy bien... hermosas palabras para encabezar un capítulo. Capítulo cuarenta y siete. Política. La palabra política sobrecoge por sí misma...

Y pasó la observación a las tarjetas del conde Smorltork con todas las mutilaciones y adiciones sugeridas, tanto por la exuberante inventiva del conde, como por su imperfecto conocimiento del idioma.

—Conde —dijo la señora Leo Hunter.

—Señora Hunter —replicó el conde.

—Éste es Mr. Snodgrass, amigo de Mr. Pickwick y poeta.

—¡Alto! —exclamó el conde, sacando sus tarjetas una vez más—. Poesía... capítulo, amigos literatos... nombre, Snodgrass, muy bien. Presentado a Snodgrass, gran poeta, amigo de Mr. Peek Weeks... por la señora Leo Hunter, que escribió otro delicado poema... ¿llamado...? ¿Rana...? La rana transpirante... Muy bien, muy bien.

Y el conde guardó sus tarjetas entre reverencias y señales de gratitud, alejándose satisfecho por las valiosas adiciones que había llevado a su arsenal de informaciones.

—Hombre maravilloso, este conde Smorltork —dijo la señora Leo Hunter.

—Excelente filósofo —dijo Mr. Pott.

—Talento claro, poderosa mentalidad —añadió Mr. Snodgrass.

Un grupo de invitados entonó las alabanzas del conde Smorltork, moviéronse las cabezas con discreto ademán y exclamaron unánimemente: «Mucho».

Habiendo cundido el entusiasmo despertado por el conde Smorltork, hubiérase prolongado el canto de sus alabanzas hasta el fin de la fiesta, si los cuatro cantores colocados en fila, frente a un pequeño manzano, en pintoresco grupo, no hubieran empezado a dejar oír sus cantos nacionales, que no parecían de ejecución difícil, ya que todo su secreto consistía en que tres de ellos gruñeran mientras graznaba el cuarto. Había terminado la interesante cantata, entre los estrepitosos aplausos de la concurrencia, cuando un muchacho se adelantó y procedió a enredarse entre los palos y travesaños de una silla, a saltar sobre ella, a pasar por debajo, y a ejecutar con ella toda suerte de maniobras, menos la de sentarse; hizo luego una corbata con sus piernas y la arrolló a su cuello como para demostrar la facilidad con que puede un ser humano remedar a un magnífico sapo, todo lo cual encantó y satisfizo a los espectadores. Después de esto oyóse la voz de la señora Pott, que con desmayada entonación ejecutaba algo que interpretó la cortesía como una canción sumamente clásica y apropiada al personaje; porque Apolo fue compositor, y los compositores rara vez cantan su propia música, y mucho menos la de otro. Siguió a esto la declamación que la señora Hunter hizo de su famosa
Oda a una rana expirante,
que se coreó una vez y que se hubiera coreado aún otra si la mayoría de los invitados, que pensaba ya era tiempo de tomar alguna cosa de comer, no hubiese hecho constar que era incorrecto abusar de la complacencia de la señora Leo Hunter. Y aunque la señora Leo Hunter aseguró hallarse dispuesta a recitar la oda otra vez, sus cariñosos y considerados amigos no quisieron oírla de ninguna manera, y abierto que fue el salón para la pitanza, todos los que ya se habían colocado delante de la puerta irrumpieron con toda presteza, teniendo en cuenta que la táctica de la señora Leo Hunter consistía en invitar a ciento y preparar comestibles para cincuenta, o, en otras palabras: dar sólo de comer a los leones más notables y dejar que los otros animales de menor cuantía se las gobernaran como pudieran.

—¿Dónde está Mr. Pott? —dijo la señora Leo Hunter al sentarse, rodeada de los susodichos leones.

—Aquí estoy —contestó el editor desde el más lejano extremo de la estancia, después de haber perdido toda esperanza de alimento, a menos que la dueña de la casa hiciera algo por él.

—¿No se acerca usted?

—¡Oh, no se ocupe de él! —dijo la señora Pott con voz suplicante—. Se toma usted demasiadas molestias, señora Hunter. Estás ahí muy bien, ¿verdad, querido?

—Ciertamente..., amor mío —replicó el infeliz Pott, con forzada sonrisa.

¡Ah, el látigo! Aquel nervioso brazo, que con tal energía le empuñara en asuntos públicos, paralizóse bajo la imperiosa mirada de la señora Pott.

La señora Leo Hunter miraba a su alrededor triunfante. El conde Smorltork ocupábase ávidamente en anotar el contenido de las fuentes; Mr. Tupman obsequiaba con ensalada de langosta a varias leonas con una gracia que no había sido igualada por ningún bandido; Mr. Snodgrass, después de lograr desprenderse del joven que recortaba los libros para
La Gaceta de Eatanswill
, empeñábase en apasionado discreteo con la señorita que hacía la poesía, y Mr. Pickwick hacíase agradable por doquier. Nada parecía requerir que se completase el selecto círculo formado, cuando Mr. Leo Hunter, cuya ocupación en estas ocasiones consistía en permanecer junto a las puertas y charlar con las gentes de menor importancia, exclamó de repente:

—Querida, aquí está Mr. Carlos Fitz—Marshall.

—¡Oh, querido —dijo la señora Leo Hunter—, con cuánta ansia le esperaba! Hagan el favor de hacer paso a Mr. Fitz—Marshall. Diga a Mr. Fitz—Marshall que se acerque en seguida para que le riña por haber venido tan tarde.

—Voy en seguida, mi querida señora —gritó una voz—, en cuanto pueda... gente agolpada... sala llena... paso difícil. Mr. Pickwick dejó caer su cuchillo y su tenedor. Miró a través de la mesa a Mr. Tupman, que había dejado caer también su cuchillo y su tenedor y que miraba asombrado, como si fuera a hundirse en la tierra de un momento a otro.

—¡Ah! —gritó la voz cuyo propietario se abría paso entre los veinticinco turcos, oficiales, caballeros, Carlos segundos, que le separaban de la mesa—. Buen planchado... patente Baker... ni una arruga en mi levita con estas apreturas. No ha sido mala idea... rara ocurrencia haberla hecho planchar sobre mí... molesta operación.

Con estas desgarradas frases acercóse a la mesa un joven disfrazado de oficial de marina, y se presentó, ante los pickwickianos estupefactos, la figura y rasgos de Mr. Alfredo Jingle.

No bien tomara el recién llegado la mano que le tendiera la señora Leo Hunter, cuando se encontraron sus ojos con los indignados globos cristalinos de Mr. Pickwick.

—¡Ah! —dijo Jingle—. Se me olvidó... postillón sin órdenes... voy a darlas en seguida... vuelvo al instante.

—El criado y Mr. Hunter lo harán inmediatamente, Fitz—Marshall —dijo la señora Leo Hunter.

—No, no... yo lo haré... no tardo... de vuelta a escape —replicó Jingle.

Con estas palabras desapareció entre la multitud.

—¿Querría usted decirme, señora —dijo, excitadísimo, Mr. Pickwick, levantándose de su asiento—, quién es este joven y dónde reside?

—Es un hombre de fortuna, Mr. Pickwick —dijo la señora Leo Hunter—, a quien deseo presentarle. El conde quedará encantado de él.

—Sí, sí —dijo Mr. Pickwick apresuradamente—. Su residencia...

—Ahora está en la fonda de El Ángel en Bury.

—¿En Bury?

—En Bury St. Edmunds, a pocas millas de aquí. Pero, querido Mr. Pickwick, no va usted a dejarnos ya; creo, Mr. Pickwick, que no se marchará usted tan pronto.

Pero mucho antes de que la señora Leo Hunter acabara de pronunciar estas palabras se había zambullido Mr. Pickwick en la muchedumbre y llegaba al jardín, donde poco después se le unió Mr. Tupman, que había seguido a su amigo inmediatamente.

—Inútil —dijo Mr. Tupman—. Se ha ido.

—Ya lo sé —dijo Mr. Pickwick—; pero yo voy a seguirle.

—¿Seguirle? ¿Adónde? —preguntó Mr. Tupman.

—A El Ángel de Bury —replicó Mr. Pickwick hablando atropelladamente—. ¿Cómo sabremos a quién está engañando allí? Ya ha engañado una vez a un hombre digno, y fuimos nosotros la causa inocente. No lo hará otra vez, de poder yo impedirlo; quiero desenmascararle. ¿Dónde está mi criado?

—Aquí está, sir —dijo Mr. Weller, emergiendo de un rincón escondido donde se hallaba departiendo con una botella de Madeira que había sustraído dos horas antes de la mesa del almuerzo—. Aquí está su criado, sir, orgulloso del título, como decía el esqueleto vivo cuando se le enseñaba al público.

—Sígueme a escape —dijo Mr. Pickwick—. Tupman, voy a Bury; allí irá usted a buscarme cuando escriba. Hasta entonces, ¡adiós!

Fueron inútiles las súplicas. El ánimo de Mr. Pickwick se había puesto en actividad, y su resolución estaba formada. Volvió Mr. Tupman a la fiesta, y al cabo de una hora habíanse desvanecido todos los recuerdos de Mr. Alfredo Jingle o de Mr. Carlos Fitz—Marshall, después de un delicioso rigodón y una botella de champaña. En aquellos momentos, Mr. Pickwick y Sam Weller, encaramados en la imperial de un coche de postas, iban reduciendo a cada minuto la distancia que les separaba de la hermosa y antigua ciudad de Bury St. Edmunds.

16. Demasiado lleno de aventuras para ser descritas sumariamente

No hay mes en el año en que la Naturaleza ofrezca tan hermosa apariencia como el mes de agosto. Muchas bellezas tiene la primavera, y mayo es un mes grato y florido, pero los encantos de esta época del año adquieren cierto realce por contraste con la estación invernal. No disfruta agosto de tales ventajas. Viene cuando ya sólo recordamos claros cielos, verdes campos y flores de aroma delicioso —cuando el recuerdo de la nieve, del hielo y de los ábregos se ha alejado de nuestra mente tanto como de la tierra—, y, sin embargo, ¡qué tiempo tan agradable! Arboledas y sembrados palpitan con el aliento del trabajo; los árboles, cargados con los espesos racimos de sus frutos que de sus ramas penden, se acercan a besar el suelo; apilada la mies en graciosos montones u ondulando a favor de la brisa ligera que la acaricia, cual si presintiera la hoz implacable, pone en el paisaje una nota de oro. Una dulce y enervante blandura parece cernirse por toda la tierra; el influjo pacificador de la estación repercute en los mismos carromatos, cuyo lento caminar a través de los campos, pasada la recolección, sólo es perceptible a la vista, pues no hiere el oído con ruido alguno.

Al seguir el coche su rápida carrera por los campos y arboledas que bordean la carretera, los grupos de mujeres y niños que amontonan los frutos en las cestas o recogen las espigas desperdigadas interrumpen un momento su trabajo y, protegiendo sus tostados rostros con manos más tostadas aún, contemplan a los viajeros con ojos curiosos, mientras que tal cual robusto chicuelo, demasiado pequeño para el trabajo, pero demasiado travieso para quedar solo en casa, salta sobre el borde de la cesta en que ha sido depositado por razón de seguridad y patalea y grita con delicia. Suspende el labriego su tarea, y cruzando los brazos mira al vehículo que pasa rodando; los rudos caballos de los carros dirigen una mirada perezosa al lucido tronco del coche, como diciéndole, en el modo llano que puede hacerlo una mirada de caballo: «Todo esto es muy bonito para verlo; pero caminar despacio por el campo reposado es mejor que ese ardoroso trabajo por la carretera polvorienta».

Volviendo la vista atrás, al llegar a un recodo del camino, se ve cómo reanudan su faena las mujeres y los chicos; inclínase a la tierra de nuevo el campesino; prosiguen su lento caminar los caballos de los carromatos, y todo se pone otra vez en movimiento.

No fue insensible la ordenada mentalidad de Mr. Pickwick al influjo de una escena semejante... Poseído de la resolución que adoptara de descubrir el verdadero modo de ser del atrabiliario Jingle, cualquiera que fuese el lugar en que pudiera desarrollar sus falaces designios, había permanecido taciturno y estático al principio, recapacitando acerca de los medios de lograr su propósito. Mas poco a poco fue su atención interesándose en los objetos que le rodeaban, y acabó por disfrutar de aquel paseo en coche, cual si hubiéralo emprendido por los más agradables motivos del mundo.

—Hermosa perspectiva, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Abajo todas las chimeneas —replicó Mr. Weller, llevándose la mano al sombrero.

—Me parece que en tu vida habrás visto otra cosa que chimeneas, ladrillos y mortero, ¿verdad, Sam? —dijo sonriendo Mr. Pickwick.

—No siempre fui limpiabotas, sir —dijo Mr. Weller moviendo la cabeza—; fui un tiempo ayudante de carretero.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Mr. Pickwick.

—Cuando me sacaron al mundo para saltar por sus dificultades y contrariedades —replicó Sam—. Primero fui mozo de carretero, luego de un ordinario, criado de posada después, y, por fin, limpiabotas. Ahora soy criado de un caballero, y un día de éstos puede que sea yo un caballero con una pipa en la boca y cenador en el fondo de mi jardín. ¡Quién sabe! No me sorprendería nada.

—Eres un filósofo, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Es de familia, creo, sir —replicó Mr. Weller—. Mi padre tuvo ribetes de ello. Cuando le zurra mi madrastra se pone a silbar. Si ella, en un momento de coraje, le rompe una pipa, sale él y se compra otra. Si ella empieza a gritar y le da un ataque de histerismo, él fuma a placer hasta que ella vuelve. ¿No es esto filosofía, sir?

—Por lo menos es un fiel remedo de ella —replicó sonriendo Mr. Pickwick—. Debe de haberte servido de gran ayuda en el curso de tu azarosa vida, Sam.

—¡Ayuda, sir! —exclamó Sam—. Bien puede usted decirlo. Desde que dejé al carretero hasta entrar con el ordinario, pasé quince días en una vivienda bastante desmantelada.

—¿Vivienda desmantelada? —dijo Mr. Pickwick.

—Sí... los arcos secos del puente de Waterloo. Magnífico dormitorio... a diez minutos de las oficinas públicas...; si algún reparo se le puede poner, es el de estar algo azotado por el viento. Algunas cosas curiosas vi por allí.

—Me lo figuro —dijo Mr. Pickwick con aire de gran interés.

—Cosas, sir —prosiguió Mr. Weller—, que hubieran traspasado su buen corazón. No se ven por allí vagabundos de profesión; éstos conocen sitios mejores. Los mendigos principiantes, hombres y mujeres, suelen tener allí sus cuarteles; mas, por lo general, sólo los descamisados, hambrientos y hampones son los que se arrastran por aquellos solitarios y oscuros rincones... desdichadas gentes que no pueden aspirar a la cuerda de dos peniques.

—Pero, Sam, ¿qué es la cuerda de dos peniques? —preguntó Mr. Pickwick.

—La cuerda de dos peniques, sir —repuso Sam—, es precisamente las casas de refugio, donde cuesta la cama dos peniques por noche.

—¿Y por qué llaman cuerda a la cama? —dijo Mr. Pickwick.

—Bendita candidez, sir; no es eso —replicó Sam—. Cuando los caballeros y las señoras que tienen esas fondas empezaron su negocio hacían las camas en el suelo; pero esto no resultaba productivo, porque, en vez de contentarse los huéspedes con un sueño modesto de dos peniques, se quedaban allí hasta mediodía. Por eso han puesto luego dos cuerdas separadas unos seis pies y a tres del suelo que va por debajo. Sobre ellas colocan las camas, que son jergones de saco.

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