Los papeles póstumos del club Pickwick (26 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Después de repetidas instancias por parte de Mr. Pott y de otras tantas negativas por la de Mr. Pickwick, alegando no querer incomodar o perturbar a la amable esposa del primero, se convino en que era el único arreglo factible. Llevóse a efecto, y después de comer juntos en Las Armas de la Ciudad, separáronse los amigos, dirigiéndose Mr. Tupman y Mr. Snodgrass a El Pavo, y Mr. Pickwick, con Mr. Winkle, a la mansión de Mr. Pott, quedando previamente citados para la mañana siguiente en Las Armas de la Ciudad, con objeto de formar en la procesión del honorable Samuel Slumkey hasta el lugar de la proclamación.

El círculo íntimo de Mr. Pott reducíase a su persona y a la de su esposa. Todos los hombres a quienes ha levantado el poder de su genio al glorioso nivel de las eminencias mundiales abrigan, por lo común, alguna pequeña debilidad, que se hace más patente por el contraste que presenta con su modo de ser. Si Mr. Pott tenía una debilidad, tal vez pudiera ser la de acatar con demasiada sumisión el tiránico y en cierto modo desdeñoso mangoneo de su esposa. Cierto que no nos sentimos autorizados a hacer afirmación alguna sobre este punto, porque en la ocasión presente la señora Pott recibió a los dos caballeros con sus más finas y cautivadoras maneras.

—Querida —dijo Mr. Pott—: Mr. Pickwick... Mr. Pickwick, de Londres.

La señora Pott recibió el paternal apretón de manos de Mr. Pickwick con dulzura encantadora, y Mr. Winkle, que aún no había sido presentado, saludó y se inclinó, permaneciendo inadvertido en un oscuro rincón.

—Pott, querido —dijo la señora Pott.

—Vida mía —dijo Mr. Pott.

—Haz el favor de presentar al otro caballero.

—Pido a usted mil perdones —dijo Mr. Pott—. Permítame, la señora Pott, Mr...

—Winkle —dijo Mr. Pickwick.

—Winkle —repitió Mr. Pott, y se completó la ceremonia de la presentación.

—Debemos a usted muchas explicaciones, señora —dijo Mr. Pickwick—, por haber venido a perturbar su casa sin aviso alguno.

—Le suplico que no se ocupe de eso, sir —replicó la femenina Pott con vivacidad—. Es para mí un gran placer, se lo aseguro, ver caras nuevas, viviendo como vivo día tras día y semana tras semana en este lugar de tedio y sin ver a nadie.

—¡A nadie, querida mía! —exclamó Mr. Pott frunciendo el ceño.

—A nadie más que a ti —devolvió la señora Pott con aspereza.

—Ha de saber usted, Mr. Pickwick —dijo el huésped, como explicando la lamentación de su esposa—, que estamos privados en cierto modo de muchos goces y placeres de los que podríamos participar en otras circunstancias. Mi situación pública como editor de
La Gaceta de Eatanswill,
la significación de este periódico en la comarca; mi constante inmersión en el vórtice de la política...

—Pott, querido mío —le interrumpió la señora Pott.

—Vida mía —dijo el editor.

—Yo desearía, querido, que te molestases en buscar algún otro tema de conversación que pudiera interesar racionalmente a estos caballeros.

—Pero, amor mío —dijo Mr. Pott con gran humildad—, Mr. Pickwick se interesa mucho en ello.

—Mejor para él, si puede —dijo con énfasis la señora Pott—, yo estoy harta de tus políticas y de tus luchas con
El Independiente
y de esas tonterías. Me asombra, Pott, que hagas tal exhibición de esos absurdos.

—Pero, querida mía —dijo Mr. Pott.

—Nada, tonterías, no hables —dijo la señora Pott—. ¿Juega usted al
écarté,
sir?

—Será para mí un encanto aprender bajo su dirección —replicó Mr. Winkle.

—Bien; entonces acerque esta mesita a la ventana para no oír nada de esa prosaica política.

—Juana —dijo Mr. Pott a la criada, que trajo las luces—: baja a la oficina y súbeme la colección de
La Gaceta
de mil ochocientos veintiocho. Voy a leérsela a usted —añadió el editor dirigiéndose a Mr. Pickwick—, voy a leerle a usted algunos de los artículos de fondo que escribí por ese tiempo con motivo del proyecto amarillo de poner un nuevo guarda en la barrera. Me parece que le va a divertir a usted.

—Tendría mucho gusto en oírlo —dijo Mr. Pickwick.

Llegó la colección y sentóse el editor al lado de Mr. Pickwick.

En vano hemos escudriñado las hojas del libro de notas de Mr. Pickwick con la esperanza de hallar algún extracto de estas hermosas composiciones. Tenemos muchas razones para creer que Mr. Pickwick quedó cautivado por la frescura y el vigor del estilo; y, en efecto, Mr. Winkle apunta el hecho de que los ojos del grande hombre permanecieron cerrados, denotando intenso placer, mientras duró la lectura.

El anuncio de la cena puso fin al
écarté
y a la recapitulación de las bellezas de La Gaceta de Eatanswill. La señora Pott estaba animadísima y del mejor humor. Mr. Winkle había conquistado mucho terreno en el buen concepto de la señora, y ésta no vaciló en hacerle saber, confidencialmente, que era Mr. Pickwick un «anciano adorable». Esta frase representa una expresión familiar, que pocos admiradores del grande hombre hubiéranse atrevido a formular. No hemos vacilado en registrarla, por constituir al mismo tiempo una prueba convincente de la estimación que se granjeaba en todas las clases sociales y de la facilidad con que se abría camino para llegar al corazón de todo el mundo.

Ya estaba muy avanzada la noche —tiempo hacía que Mr. Tupman y Mr. Snodgrass se habían quedado dormidos en sus recónditas habitaciones de El Pavo— cuando los dos amigos se retiraron a descansar. Pronto embotó el sueño los sentidos exteriores de Mr. Winkle, pero habíanse excitado sus facultades y despertándose en él gran admiración; y aunque muchas horas de sueño le habían aislado por completo de los objetos terrenales, el rostro y la agradable figura de la señora Pott presentábanse una y otra vez a su divagante fantasía.

El ruido y el jaleo que vinieron con la mañana fueron suficientes para alejar de la mente más visionaria y romántica cualquier impresión que no tuviese conexión directa con la elección inmediata. El redoble de los tambores, el sonido de cuernos y trompetas, el clamoreo de los hombres y el pisar de los caballos retumbaron por las calles desde los primeros albores del día, y las frecuentes peleas entre los chiquillos de uno y otro bando animaban los preparativos y les daban pintoresca variante.

—Bien, Sam —dijo Mr. Pickwick al ver aparecer en su dormitorio a su criado cuando ya terminaba de vestirse—; ¿mucha animación hoy, supongo?

—Regular, sir —replicó Mr. Weller—; nuestra gente se ha reunido en Las Armas de la Ciudad y están ya roncos de gritar.

—¡Ah! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Demuestran adhesión a su partido, Sam?

—Nunca vi igual devoción en mi vida, sir.

—¿Enérgicos, eh? —dijo Mr. Pickwick.

—Extraordinariamente —replicó Sam—; no he visto jamás comer y beber como ellos. No sé cómo no temen reventar.

—Ésa es la cortesía mal entendida de la gente de aquí —dijo Mr. Pickwick.

—Muy probablemente —replicó Sam, lacónico.

—Hermosos, frescos, entusiastas muchachos parecen —dijo Mr. Pickwick mirando por la ventana.

—Muy frescos —replicó Sam—; yo y los dos camareros de El Pavo hemos estado regando a los electores que allí cenaron anoche.

—¡Regando a los electores! —exclamó Mr. Pickwick.

—Sí —dijo el criado—; cada uno se durmió donde fue a caer. Esta mañana fuimos arrastrándoles uno a uno hasta ponerlos debajo de la manga, y ya están medio en condiciones. El comité nos ha pagado por esa tarea a un chelín por cabeza.

—¡Qué cosas más extrañas! —exclamó estupefacto Mr. Pickwick.

—Pero, hombre de Dios, sir —dijo Sam—, ¿dónde le han bautizado a usted tan a medias?... Eso no es nada, nada.

—¿Nada? —dijo Mr. Pickwick.

—Absolutamente nada, sir —replicó el criado—. La noche anterior al día de la última elección de aquí el partido contrario sobornó al repostero de Las Armas de la Ciudad para que compusiera el aguardiente de catorce electores que paraban en la casa.

—¿Qué entiendes tú por componer el aguardiente? —preguntó Mr. Pickwick.

—Pues echarle láudano —replicó Sam—. Con lo cual los mandaron a dormir hasta doce horas después de terminada la elección. Como experimento, se llevó a uno de los hombres que estaba completamente dormido en una camilla; pero no sirvió, no le contaron el voto; así que se lo volvieron a traer y le dejaron otra vez en la cama.

—Extrañas prácticas —dijo Mr. Pickwick para sí y dirigiéndose a Sam.

—Pero no tan raras como una que le ocurrió a mi padre aquí mismo en tiempo de elección, sir —replicó Sam.

—¿Qué fue eso? —preguntó Mr. Pickwick.

—Pues que una vez vino aquí con un coche —dijo Sam—. Llegó la elección y se le alquiló por uno de los partidos para traer votantes de Londres. Cuando la noche anterior iba a marchar, el comité del otro bando le mandó buscar secretamente, siguió al mensajero... un gran salón... muchos caballeros... montones de papeles, plumas, tinta y todas esas cosas. «¡Ah!, Mr. Weller», dijo el presidente, «me alegro de verle, sir. ¿Cómo está usted?» «Muy bien, gracias, sir», dijo mi padre. «Espero que estará usted bien nutrido.» «Admirablemente; gracias, sir», dice el caballero. «Siéntese, Mr. Weller; haga el favor de sentarse.» Se sienta mi padre, y se ponen a mirarse los dos fijamente. «¿No se acuerda usted de mí?», dice el caballero. «No, señor», dice mi padre. «¡Oh, yo le conozco a usted», dice el caballero, «conozco a usted desde que era muchacho». «Bien; pues no me acuerdo de usted», dice mi padre. «Es muy extraño», dice el caballero. «Mucho», dice mi padre. «Debe usted tener mala memoria, Mr. Weller», dice el caballero. «Sí, es bastante mala», dice mi padre. «Así lo creo», dice el caballero. Entonces le echaron un vaso de vino y empezaron a hablarle de sus viajes, le siguieron el humor, y por fin el caballero le enseñó un billete de veinte libras. «Es muy mal camino el de Londres acá», dice el caballero. «Por todas partes hay malos caminos», dice mi padre. «Sobre todo por el canal, según creo», dice el caballero. «Paso endiablado», dice mi padre. «Bueno, Mr. Weller», dice el caballero. «Usted es un gran cochero y hace lo que quiere con sus caballos; lo sabemos bien. Aquí le queremos a usted mucho, Mr. Weller; de modo que si usted tuviera un accidente al traer a esos votantes y los volcara usted en el canal sin que se hicieran daño, esto para usted.» «Caballero, es usted muy amable», dice mi padre, «y voy a beberme a su salud otro vaso de vino», lo cual hizo, se guardó el dinero y se marchó después de saludar. ¿Querrá usted creer, sir —prosiguió Sam mirando a su maestro con indescriptible descaro—, que el mismo día en que trajo a los votantes volcó el coche en ese mismo sitio y cayeron todos al canal?

—¿Y salieron luego? —inquirió Mr. Pickwick ansiosamente.

—Creo —replicó Sam tranquilamente— que pereció un anciano; sé que se encontró su sombrero, pero no estoy seguro de que su cabeza estuviera dentro. Pero lo que me choca es la extraordinaria y maravillosa coincidencia de que, después de lo que había dicho aquel caballero, volcara el coche de mi padre en aquel sitio aquel día.

—Es, indudablemente, una rara casualidad —dijo Mr. Pickwick—. Pero cepíllame el sombrero, porque Mr. Winkle me llama para el almuerzo.

Con estas palabras bajó Mr. Pickwick al comedor, donde halló el almuerzo dispuesto y a la familia reunida. Despachóse aprisa la comida; los sombreros de los caballeros fueron adornados con una enorme cocarda azul, aderezada por las delicadas manos de la señora Pott. Mr. Winkle acompañó a la señora para instalarla en el tejado de una casa situada junto a las tribunas. Mr. Pickwick y Mr. Pott se dirigieron a Las Armas de la Ciudad, por una de cuyas ventanas veíase a un miembro del comité de Mr. Slumkey arengando a seis muchachos y a una chica, a los cuales ensalzaba a cada paso con el dictado imponente de «ciudadanos de Eatanswill», lo que promovía entre ellos tremendas aclamaciones.

El patio de la cochera manifestaba síntomas inequívocos de la gloria y la fuerza de los azules de Eatanswill. Veíase un regular ejército de banderas azules, unas con un asta y otras con dos, exhibiendo adecuadas divisas en caracteres dorados de cuatro pies de alto y de un grueso proporcionado. Había una numerosa banda de trompetas, bombardinos y tambores colocados de a cuatro en fondo, ganándose el dinero a maravilla, especialmente los tambores, que mostraban gran desarrollo muscular. Había retenes de policías con bastones azules, veinte representantes del comité con bufandas azules y una mediana masa de votantes con azules cocardas. Había electores a caballo y electores a pie. Un carruaje abierto de cuatro caballos estaba preparado para el honorable Samuel Slumkey y cuatro coches en tronco para sus amigos y corifeos; ondeaban las banderas, tocaba la banda, juraban los policías, vociferaban los veinte hombres del comité, rugía la multitud, piafaban los caballos, sudaban los postillones, y todo y todos, aquí y acullá, se agitaban en servicio, y para honor, gloria y renombre del honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, uno de los candidatos señalados para representar a la villa de Eatanswill en la Cámara de los Comunes, del Parlamento del Reino Unido.

Atronadoras y prolongadas eran las aclamaciones y majestuoso el ondear de una de las banderas azules, en la que se leía: «Libertad de Imprenta», cuando la terrosa frente de Mr. Pott se hizo visible a la multitud en una de las ventanas. Fue inenarrable el entusiasmo que se produjo cuando el honorable Samuel Slumkey, con botas altas y corbata azul, se adelantó y estrechó la mano de Pott, dando a la multitud por medio de gestos expresivos testimonio dramático de su gratitud imperecedera a
La Gaceta de Eatanswill
.

—¿Está todo listo? —dijo a Mr. Perker el honorable Samuel Slumkey.


Absolutamente todo, sir —fue— la respuesta del hombrecillo.

—¿Nada se ha olvidado, supongo? —dijo el honorable Samuel Slumkey.


Nada ha quedado por hacer, sir, nada. A la puerta de la calle hay veinte hombres perfectamente lavados para que usted les estreche las manos, y seis niños en brazos para que usted les acaricie las cabecitas y pregunte por su edad; fijese bien en los niños, sir...; estas cosas son siempre de gran efecto.

—Tendré cuidado —dijo el honorable Samuel Slumkey.

—Y tal vez, mi querido señor —dijo el precavido hombrecito—, tal vez, si usted pudiera, no quiero decir que sea indispensable; pero si usted pudiera besar a alguno de ellos, produciría en las masas una gran impresión.

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