Los papeles póstumos del club Pickwick (33 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Bueno, ¿y qué? —dijo Mr. Pickwick.

—Pues que la cosa es muy sencilla —dijo Mr. Weller—. Todos los días, a las seis de la mañana, sueltan las cuerdas por uno de los extremos y caen todos los huéspedes, y el resultado es que, habiéndoseles despertado de esta manera, se levantan tranquilamente y se marchan. Perdone, sir —dijo Sam poniendo punto a su elocuente perorata—. Ahí está Bury St. Edmunds.

Comenzaba a rodar el coche por las bien apisonadas calles de una hermosa y pequeña ciudad de limpia y próspera apariencia, y detúvose a poco ante una gran posada que había en una espaciosa calle, dando casi frente a la antigua abadía.

—¡Y éste —dijo Mr. Pickwick, levantando la cabeza— es El Ángel! Aquí nos apeamos, Sam. Pero hay que ir con cautela. Pide una habitación y no digas mi nombre. Ya me entiendes.

—Perfectamente, sir —replicó Mr. Weller, con un guiño de inteligencia.

Y después de extraer el portamantas de Mr. Pickwick de la bolsa, en la cual fuera apresuradamente colocado al montar en el coche en Eatanswill, desapareció Mr. Weller para cumplir la comisión. Quedó inmediatamente comprometida la habitación, y en ella fue introducido sin dilación Mr. Pickwick.

—Ahora, Sam —dijo Mr. Pickwick—, lo primero que hay que hacer es...

—Pedir la comida, sir —le interrumpió Mr. Weller—. Es muy tarde, sir.

—¡Ah!, es verdad —dijo Mr. Pickwick consultando su reloj—; tienes razón, Sam.

—Y si me permite decir mi opinión, sir —añadió Mr. Weller—, yo me tomaría después una buena noche de descanso y no empezaría hasta mañana las pesquisas sobre ese truhán. No hay nada tan reparador como un sueño, sir, como dijo la criada después de propinarse una huevera de láudano.

—Me parece que tienes razón, Sam —dijo Mr. Pickwick—. Mas necesito cerciorarme primero de que está en la casa y de que no se ha ido.

—Eso déjemelo a mí, sir —dijo Sam—. Voy a pedir para usted una comidita buena; mientras la preparan haré algunas indagaciones; en cinco minutos, sir, puedo sacar al limpiabotas todos los secretos que guarde.

—Hazlo así —dijo Mr. Pickwick, y retiróse al punto Mr. Weller.

Antes de media hora estaba sentado Mr. Pickwick despachando una cena muy aceptable, y a los tres cuartos volvió Mr. Weller con la noticia de que Mr. Carlos Fitz—Marshall había mandado que se le reservase una habitación hasta nuevo aviso. Iba a pasar la noche en una casa de la vecindad, y había ordenado al limpiabotas esperarle hasta su vuelta y llevado consigo a su criado.

—Ahora, sir —arguyó Mr. Weller cuando acabó su relación—, si yo consigo tener una conversación con ese criado por la mañana, me dirá todo lo que se refiere a su amo.

—¿Cómo sabes eso? —le objetó Mr. Pickwick.

—Dios le bendiga, sir. Esto lo hacen siempre los criados —replicó Mr. Weller.

—¡Ah!, lo había olvidado —dijo Mr. Pickwick—. Bien.

—Entonces puede usted disponer lo que mejor haya de hacerse, sir, y procederemos en consecuencia.

Como parecía que era éste el mejor arreglo que hacerse podía, quedó así convenido. Mr. Weller, con el permiso de su amo, se retiró para pasar la noche según le viniera en gana, y poco después el voto unánime de la concurrencia le eligió presidente de la cantina, honroso puesto que desempeñó tan a satisfacción del público, que hasta el mismo dormitorio de Mr. Pickwick llegó el rumor de las carcajadas, mermando en tres horas lo menos el tiempo de su descanso.

A la mañana siguiente, muy temprano, ocupábase Mr. Weller en disipar los febriles resabios de la accidentada noche, por medio de una ducha de medio penique (pues había convencido a un muchacho adscrito a las cuadras para que por ese estipendio regara con la bomba su cabeza y su cara, hasta volver a su ser natural), cuando se fijó en un joven de castaña librea que estaba sentado en un banco del patio, leyendo, a lo que parecía, un libro de salmos, con aire de profunda abstracción; pero que de cuando en cuando dirigía una curiosa mirada al individuo que se hallaba debajo de la bomba, como si le interesara aquella maniobra.

«¡Éste es un punto curioso!», pensó Mr. Weller la primera vez que tropezaron sus ojos con la mirada del desconocido de castaña levita.

Era éste un muchacho de ancha, aplastada y desagradable fisonomía: ojos hundidos y desmesurada cabeza, de la que pendía un mechón de negros cabellos lacios.

«¡Usted es un bicho raro!», pensó Mr. Weller, y continuó su lavatorio sin volver a ocuparse de aquel hombre.

Éste, no obstante, continuaba mirando alternativamente al libro de salmos y a Sam, cual si deseara entrar en coloquio. Y Sam, a la primera oportunidad, dijo, con ademán familiar:

—¿Cómo está usted, buen amigo?

—Encantado de poder decir que estoy muy bien, sir —dijo el hombre, hablando con premeditación y cerrando el libro—. Supongo que usted estará lo mismo, sir.

—Vaya; si no me sintiera lo mismo que una botella de aguardiente ambulante, no estaría tan flojo esta mañana. ¿Para usted en esta casa, buen hombre?

El hombre de castaña levita replicó afirmativamente.

—¿Cómo es que no fue usted de los nuestros anoche? —preguntó Sam, frotándose la cara con la toalla—. Usted parece un punto animado... y tan vivo y alegre como trucha en cesta —añadió Mr. Weller por lo bajo.

—Anoche estuve fuera con mi amo —replicó el desconocido.

—¿Cómo se llama él? —preguntó Mr. Weller, ruborizándose por súbita excitación, combinada con la fricción de la toalla.

—Fitz—Marshall —dijo el hombre castaño.

—Venga esa mano —dijo Mr. Weller adelantándose—. Me gustaría tratar a usted. Me agrada su aspecto, amigo.

—¿Sí? Pues es muy extraño —dijo el hombre castaño con gran sencillez—. Usted me agrada tanto, que yo deseaba hablarle desde el primer momento que le vi bajo la bomba.

—¡Ah!, ¿sí?

—Palabra. ¿No es esto curioso?

—Muy singular —dijo Sam, congratulándose en su fuero interno de la suavidad del desconocido—. ¿Cómo se llama usted, mi patriarca?

—Job.

—Es un buen nombre...; el único, que yo sepa, que no tiene remoquete. ¿Cuál es el apellido?

—Trotter —dijo el desconocido—. ¿Cuál es el de usted?

Recordó Sam el prudente consejo de su amo, y replicó:

—Mi nombre es Walker; el de mi amo es Wilkins. ¿Quiere usted tomar una gota de algo, Mr. Trotter?

Aceptó Mr. Trotter la grata proposición, y guardando su libro en el bolsillo, acompañó a Mr. Weller a la cantina, donde pronto se las hubieron con una hilarante mistura formada mezclando en un vaso extraño cierta proporción de ginebra holandesa británica con la fragante esencia del clavo.

—¿Y qué tal destino ha cogido usted? —preguntó Sam, llenando por segunda vez la copa de su compañero.

—Malo —dijo Job, chasqueando sus labios—, muy malo.

—¿Es posible? —dijo Sam.

—Tan posible. Peor aún: mi amo va a casarse.

—¡Ca!

—Sí; y peor aún, porque va a escaparse con una riquísima heredera que está en un colegio.

—¡Qué fiera! —dijo Sam, llenando otra vez la copa de su compañero—. ¿Es que hay un colegio de internado en esta ciudad?

Aunque la pregunta se hizo en el tono de mayor indiferencia, Mr. Job Trotter dio a entender por medio de gestos que se percataba del extremado interés que su nuevo amigo cifraba en la respuesta. Vació su copa, miró a su compañero con misterio, guiñó sus ojuelos y, por último, empezó a mover sus brazos como si estuviera empuñando la manivela y dando vueltas a una bomba imaginaria, haciendo ver que Mr. Samuel Weller se proponía sacarle algo con la bomba.

—No, no —dijo al fin Mr. Trotter—; eso no puede decírsele a todo el mundo. Es un secreto... un gran secreto, Mr. Walker. . Y diciendo esto, el hombre castaño colocó su copa boca abajo para advertir a su compañero que ya nada había en la vasija que pudiera aplacar su sed. Observó Sam la señal, y haciéndose cargo de la delicada forma de aquella advertencia, mandó llenar de nuevo el vaso de estaño, con lo que chispearon de alegría los ojos del hombre castaño.

—¿De modo que es un secreto? —dijo Sam.

—Lo sospecho —dijo el hombre castaño, saboreando el licor con cara risueña.

—Su amo debe de ser muy rico —dijo Sam.

Sonrió Mr. Trotter, y sosteniendo su vaso con la mano izquierda, diose con la derecha cuatro golpes sucesivos en el bolsillo de su levita, dando expresión gráfica de que su amo podía haber hecho lo mismo sin que a nadie alarmara el sonido de las monedas.

—¡Ah! —dijo Sam—. ¿Ahí está el juego, eh?

El hombre castaño movió la cabeza de modo significativo.

—Bien. ¿Y no cree usted, querido colega —le objetó Mr. Weller—, que si deja que su amo se lleve a esa señorita es usted un consumado granuja?

—Lo sé —dijo Job Trotter, mostrando a su compañero su rostro lleno de contrición, y suspirando ligeramente—. Lo sé, y eso es lo que me tortura el cerebro. Pero, ¿qué le voy a hacer?

—¿Qué le va a hacer? —dijo Sam—. Contárselo a la señora y abandonar a su amo.

—Pero, ¿quién iba a creerlo? —replicó Job Trotter—. La señorita es considerada como el prototipo de la discreción y de la inocencia. Ella lo negaría y mi amo también. ¿Quién había de creerme? Yo perdería mi puesto y me acarrearía un proceso por conspiración o cosa parecida; eso es todo lo que yo conseguiría.

—Tiene usted razón en eso —dijo Sam, recapacitando—; es verdad.

—Si yo conociera a algún caballero respetable que se encargara del asunto —prosiguió Mr. Trotter— podía tener alguna esperanza de evitar el rapto; pero ésa es la dificultad, Mr. Walker, ésa es. No conozco a ningún caballero en este pueblo, y, aunque lo conociera, me apuesto diez contra uno a que no creería mi cuento.

—Sígueme —dijo Sam, levantándose de repente y agarrando el brazo del hombre castaño—. Mi amo es la persona que usted necesita.

Y después de una débil resistencia por parte de Job Trotter, condujo Sam a su nuevo amigo al cuarto de Mr. Pickwick, a quien se lo presentó al mismo tiempo que le hacía un breve resumen del precedente diálogo.

—Siento mucho traicionar a mi amo, sir —dijo Job Trotter, llevándose a los ojos un pañuelo rojo de seis pulgadas en cuadro.

—Ese dolor le honra a usted —replicó Mr. Pickwick—; pero ése es su deber, sin embargo.

—Ya sé que es mi deber, sir —replicó Job, emocionadísimo—. Todos debiéramos cumplir nuestros deberes, sir, y yo me esfuerzo humildemente por cumplir con el mío, sir; pero es muy fuerte traicionar a un amo, sir, cuyos trajes se lleva y cuyo pan se come, aunque sea un bribón, sir.

—Es usted un buen muchacho —dijo Mr. Pickwick, muy conmovido—, un hombre honrado.

—Vaya, vaya —interrumpió Sam, bastante impaciente ante las lágrimas de Mr. Trotter—; basta de riego. Eso no sirve para nada.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, reconviniéndole—. Me contraría el poco respeto que te merece la amargura de este hombre.

—Esos sentimientos me parecen muy bien —replicó Mr. Weller—; pero por lo mismo que son tan hermosas esas lágrimas, es una lástima que se pierdan, y más valiera que las guardara en su pecho que no dejarlas evaporarse al aire, cuando no aprovechan para nada. Ni sirven para dar cuerda a un reloj ni para mover una máquina de vapor. La primera vez que vaya usted de tertulia, joven amigo, llene su pipa con esta observación y, por de pronto, guarde en su bolsillo ese pingajo encarnado. No hay para qué agitarlo en el aire, como si bailara usted en la cuerda floja.

—Tiene razón mi criado —dijo Mr. Pickwick para dar a Trotter satisfacción—, aunque su expresión sea a veces pedestre y algo incomprensible.

—Tiene mucha razón, sir —dijo Mr. Trotter—, y procuraré contenerme.

—Perfectamente —dijo Mr. Pickwick—; vamos a ver: ¿dónde está ese colegio?

—Es un gran edificio, antiguo, de ladrillo, que está a la salida de la ciudad —replicó Job Trotter.

—¿Y cuándo —dijo Mr. Pickwick—, cuándo va a llevarse a cabo ese villano proyecto... cuándo va a verificarse ese rapto?

—Esta noche, sir —replicó Job.

—¡Esta noche! —exclamó Mr. Pickwick.

—Esta misma noche —replicó Job Troter—. Eso es lo que tanto me inquieta.

—Hay que tomar medidas inmediatas —dijo Mr. Pickwick—. Voy al instante a ver a la señora que dirige el establecimiento.

—Dispénseme, sir —dijo Job—, pero esa gestión no sería eficaz.

—¿Por qué no? —preguntó Mr. Pickwick.

—Mi amo, sir, es un hombre muy ladino.

—Ya lo sé —dijo Mr. Pickwick.

—Y se ha metido de tal manera en el corazón de esa señora —prosiguió Job—, que no creería nada que se dijese en contra de él, aunque fuese usted a contárselo arrastrando las rodillas y se lo jurase; tanto más cuanto que no podría usted llevarle otra prueba que la palabra de un criado, del cual ella pensaría (porque ya se lo habría dicho mi amo) que lo decía yo en venganza por haberme despedido a causa de cualquier falta.

—¿Qué hacer entonces? —dijo Mr. Pickwick.

—Nada más que atraparle en el momento del rapto; sólo esto convencería a la señora, sir —repuso Job.

—Todas esas viejas gatas se lanzan de cabeza contra los guardacantones —intercaló Sam.

—Pero temo que sea difícil eso de cogerle en el acto mismo de la fuga —dijo Mr. Pickwick.

—No sé, sir —dijo Mr. Trotter, reflexionando unos momentos—. Creo que podría hacerse fácilmente.

—¿Cómo? —respondió Mr. Pickwick.

—Mi amo y yo —replicó Trotter—, que contamos con las dos camareras, nos esconderemos en la cocina a las diez. Cuando ya todas duerman, saldremos nosotros de la cocina y la señorita de su dormitorio. Una silla de posta debe esperar, y salimos a escape.

—Entonces, ¿qué? —dijo Mr. Pickwick.

—Pues bien, sir, yo pienso que si usted esperase solo en el extremo del jardín...

—¡Solo! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Por qué solo?

—Yo juzgaría muy natural —replicó Job— que no agradase a la vieja se hiciese tan enojoso descubrimiento delante de otras personas que no fuesen las estrictamente necesarias. Luego, la misma señorita, sir... considere usted su estado de ánimo.

—Tiene usted muchísima razón —dijo Mr. Pickwick—. Esa consideración evidencia la delicadeza de sus sentimientos.

—Bueno, pues yo estaba pensando que si usted esperara solo a la espalda del jardín y yo le colocara a usted en la puerta que sale al mismo, y que se halla al fin del pasillo, en punto de las once y media, estaría usted bien apostado para ayudarme a frustrar los proyectos de ese mal hombre por quien he sido engañado.

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