Los papeles póstumos del club Pickwick (28 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
2.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En esta habitación se sentaron Mr. Tupman y Mr. Snodgrass la noche de la elección a fumar y a beber con otros eventuales huéspedes de la posada.

—Bueno, señores —dijo un corpulento y rollizo personaje de unos cuarenta años que tenía un solo ojo: un ojo negro y brillante, que guiñaba con pícara expresión de zumba y buen humor—, nobles señores, propongo un brindis a la salud de la concurrencia; y para mi capote, brindo por María. ¿Eh, María?

—Vaya usted a paseo, mala persona —dijo la camarera, no muy disgustada por el cumplimiento, sin embargo.

—No se vaya, María —dijo el hombre del ojo negro.

—Déjeme en paz, impertinente —dijo la mujer.

—No se preocupe —dijo el tuerto, llamando a la muchacha, que salía de la estancia—. Yo la seguiré pronto, María. No se entristezca, querida.

Se empeñó en la tarea nada fácil de hacer guiños a toda la concurrencia con su ojo único, lo que produjo entusiasmo y placer grandes a un anciano personaje de cara sucia y pipa de espuma.

—Son graciosas las mujeres —dijo el hombre de cara sucia, después de una pausa.

—¡Ah!, sin duda ninguna —dijo un hombre de faz rojiza que estaba detrás de un cigarro.

A este breve escarceo filosófico siguió otra pausa.

—¡Hay cosas más singulares en el mundo! Sépalo usted —dijo el hombre del ojo negro, mientras llenaba con parsimonia una gran pipa holandesa de enorme cazoleta.

—¿Es usted casado? —preguntó el hombre de la cara sucia.

—No puedo decir que lo sea.

—Yo creía que no.

Aquí el hombre de la cara sucia cayó en un espasmo de hilaridad ante su propia respuesta, en que le acompañó un hombre de voz suave y plácido rostro, que se dedicaba a estar conforme con todo el mundo.

—Las mujeres, después de todo, caballeros —dijo el entusiasta Snodgrass

, son la meta y el
confort
de nuestra existencia.

—Sí que lo son —dijo el caballero plácido.

—Cuando están de buen humor —observó el de la cara sucia.

—Verdad que sí —dijo el hombre plácido.

—Protesto de esa opinión —dijo Mr. Snodgrass, cuyos pensamientos tornaban rápidamente a Emilia Wardle—; la rechazo con desdén, con indignación. Dígaseme qué hombre dice algo contra la mujer, como tal mujer, y le diré en su cara que no es un hombre

Y  Mr. Snodgrass se quitó el cigarro de la boca y dio un violento golpe en la mesa con el puño cerrado.

—He ahí un argumento de buena ley —dijo el hombre plácido.

—Que denota una tendencia que yo no comparto —interrumpió el hombre de la cara sucia.

—Y también hay mucho de verdad en lo que usted observa —dijo el hombre plácido.

—A vuestra salud, sir —dijo el viajante tuerto, dirigiendo a Mr. Snodgrass un gesto de aprobación.

Mr. Snodgrass agradeció la fineza

—Siempre me agrada oír una buena razón —prosiguió el viajante—, una razón aguda como ésta; es muy edificante; pero ese pequeño alegato a favor de las mujeres trae a mi memoria una historia que me contó un viejo tío mío, historia cuyo recuerdo me impulsó a decir que había pocas cosas tan raras como una mujer, a veces.

—Me gustaría oír esa historia —dijo el de la cara roja y el cigarro.

—¿Le gustaría a usted? —fue la única réplica del viajanteque continuó fumando con gran avidez.

—A mí también —dijo Mr. Tupman, terciando por primera vez.

No perdonaba ocasión de enriquecer el arsenal de sus experiencias.

—¿Le gustaría a usted? Bien; entonces, la contaré. Aunque no. Sé que no lo van ustedes a creer —dijo el hombre del ojo insidioso, mostrando en su órgano visual más picardía que nunca.

—Si dice usted que es verdad, claro que lo creeré —dijo Mr. Tupman.

—Bien; en ese supuesto, la contaré —replicó el viajante—. ¿Ha oído usted hablar de la gran casa comercial de Wilson y Slum? Pero no importa que la haya usted oído nombrar o no, porque realizó sus negocios hace mucho tiempo. Hace ochenta años que ocurrió el caso a un viajante de esta entidad; pero era amigo de mi tío, y mi tío me contó a mí la historia. Es extraño el título, pero él acostumbraba llamarla

LA HISTORIA DEL VIAJANTE

»y solía contarla, poco más o menos, como sigue:

»En una tarde de invierno, a eso de las cinco, cuando empezaba a oscurecer, podía haberse visto a un hombre en un cabriolé arreando a su fatigado caballo por la carretera que atraviesa la llanura de Marlborough en dirección a Bristol. Digo que podía habérsele visto, y hubiéralo sido, si cualquiera que no estuviese ciego hubiera acertado a pasar por allí; pero era tan malo el tiempo, tan lluviosa y fría la tarde, que sólo el agua estaba fuera de su casa, y el viajero iba dando tumbos por medio de la carretera, que se encontraba solitaria y bastante medrosa. Si algún viajante de hoy pudiese haber echado una ojeada sobre el pequeño y maltrecho cabriolé, de blanca caja y encarnadas ruedas, y de la quimérica, endiablada y corredora yegua baya, que parecía haber sido consecuencia del cruzamiento de un caballo de carnicero con una yegua del correo, al punto hubiera sabido que el viajero no podía ser otro que Tomás Smart, de la gran casa de Wilson y Slum, de Cateatom Street, de la City. Mas como no había viajante que lo viera, nadie supo nada acerca del hecho, y Tomás Smart, con su blanco cabriolé de encarnadas ruedas y su quimérica yegua corredora, seguía su camino guardando el secreto para sí, y nadie se enteró de nada.

»Pocos lugares existen tan desagradables en este aborrecible mundo como la llanura de Marlborough cuando el viento sopla impetuoso; y si a éste se añadiera una negra noche de invierno, una carretera embarrizada y el azote de una lluvia persistente cayendo sobre ustedes, no dejarían de apreciar la fuerza de esta observación.

»Soplaba el viento; mas no camino arriba o abajo, cosa que ya es bastante desagradable, sino a través de él, impulsando a la lluvia oblicuamente, como esas líneas de las planas de escritura escolares con que se pretende habituar a los muchachos a la inclinación conveniente. Un momento pareció amainar, y el viajero empezó a abrigar la engañosa creencia de que, fatigada por su afán furioso, hubiérase tumbado a descansar, cuando, ¡oh cielos!, oyóla de nuevo rugir y silbar a lo lejos, trasponer con violencia las cimas de los montes y barrer la llanura, cobrando fuerza y zumbando a medida que se acercaba, hasta envolver en dura ráfaga al caballo y al hombre, metiéndoles en las orejas la lluvia y penetrándoles hasta los huesos su aliento húmedo y frío; pasó sobre ellos y prosiguió su inquieto viaje, rugiendo estrepitosamente, como ridiculizando la flaqueza de aquellos dos seres y saboreando el triunfo de su fuerza y poderío.

»La yegua caminaba chapoteando sobre el lodo con las orejas gachas; de cuando en cuando sacudía su cabeza, como para expresar su contrariedad ante aquella incorrecta conducta de los elementos, mas conservando la presteza del paso, hasta que una ráfaga más furiosa que ninguna de las que hasta entonces le habían atacado la hizo detenerse de repente y clavar en el suelo las cuatro patas para evitar que el viento la arrebatara. Y no fue poca fortuna que tal hiciera, porque, de haberse dejado arrastrar por el vendaval, era tan ligera la quimérica yegua, tan ligero el cabriolé y tan liviana la carga que representaba Tomás Smart, que fatalmente hubieran rodado juntos hasta los confines de la tierra o hasta que el viento hubiera caído, con lo cual no hay que decir que ni la quimérica yegua, ni el blanco cabriolé de encarnadas ruedas, ni el propio Tomás Smart hubieran vuelto a servir para nada.

»—¡Malditos correajes y malditos bigotes! —dice Tomás Smart (Tomás mostraba a veces una desagradable tendencia a proferir juramentos) —. ¡Malditas correas y malditos bigotes! Esto es delicioso; sigue soplando.

»Me preguntaréis por qué Tomás Smart, no obstante haber recibido lindamente el viento y la lluvia, expresaba su deseo de que el azote se reprodujera. No sabré contestaros; sólo sé que Tomás Smart dijo eso, o por lo menos me dijo mi tío que lo había dicho, que es lo mismo.

»—Sopla, sopla —dice Tomás Smart.

»Y relinchó la yegua, como si quisiera unirse a este deseo. »—Grita, buena amiga —dijo Tomás, tocando con su látigo el cuello de la yegua baya—. No hay que apresurarse en una noche como ésta. En la primera casa que encontremos nos paramos; así es que cuanto más deprisa vayas, más pronto acabamos. ¡Soooo, buena moza, poco a poco!

»Fuese que la quimérica yegua conociese suficientemente la voz de Tomás para hacerse cargo de sus propósitos, o que encontrase más frío en el reposo que corriendo, es cosa que no podemos decidir. Mas podemos decir que no bien calló Tomás, levantó la yegua sus orejas y se arrancó a una velocidad que hizo crujir el blanco cabriolé hasta el punto de hacer temer que se le salieran las ruedas y huyeran por los prados de Marlborough; y el mismo Tomás, a pesar de ser buen cochero, no pudo pararla ni moderar su carrera, hasta que ella, voluntariamente, se detuvo junto a una venta situada a la derecha del camino, a cosa de un cuarto de milla de los prados.

»Tomás dirigió una mirada curiosa hacia la parte superior del edificio, en tanto que dejaba las riendas y colocaba el látigo en su sitio. Era un viejo y extraño caserón, construido de ripia, con vigas cruzadas, con ventanas de volados dinteles, y una pequeña puerta con oscuro porche y sólo un par de altos peldaños, que daban acceso al interior, en vez de la media docena de bajos escalones que para este fin se emplean en la moderna construcción. Pero no dejaba de ser un lugar agradable, porque se veía en la ventana del
bar
una luz clara y viva que arrojaba sobre el camino fuerte destello, llegando a iluminar el seto del lado opuesto, y se veía además un fulgor rojizo y oscilante en otra ventana, que después de percibirse un momento débilmente, resplandecía a poco a través de las pardas cortinas, lo que denunciaba que allí ardía un fuego reparador. Después de hacer estas pequeñas indagaciones con su mirada de viajero experimentado, bajó Tomás del coche con toda la agilidad que le permitían sus miembros entumecidos, y entró en la casa.

»No habían pasado cinco minutos cuando ya se hallaba Tomás aposentado en la habitación que daba frente al
bar
(precisamente aquella en que presumiera que ardía el fuego), ante una grata y chirriante lumbre, formada por un montón de carbones y ramaje bastante para componer una media docena de frondosos arbustos, apilada hasta la mitad de la chimenea, crujiendo con un sonido que bastara por sí mismo para atemperar el corazón de cualquier hombre razonable. Era esto muy grato; pero no era todo, porque una elegante y pizpireta muchacha de ojos brillantes y lindo pie estaba poniendo sobre la mesa un blanco y limpio mantel; y al sentarse Tomás con sus pies llenos de barro sobre la galería del hogar y con su espalda contra la puerta que estaba abierta, vio un delicioso espécimen del bar reflejado en el espejo de la chimenea, en el que se veían varias filas de botellas verdes con doradas etiquetas, frascos de aperitivos, quesos y jamones cocidos, y lonjas de vaca, almacenados en la alacena en la más tentadora exhibición. Verdad que todo esto era bien grato; pero no era esto sólo, porque en el bar, tomando el té, sentada en el más elegante velador, junto al más brillante fuego, había una vivaracha viuda de unos cuarenta y ocho años, de rostro tan prometedor como el bar, que debía de ser la posadera y la tirana indiscutible de aquellos agradables dominios. Sólo había un pero que poner a la belleza del cuadro, y era un hombre alto, muy alto, con parda chaqueta y botones brillantes, negros bigotes y ondulados cabellos negros, que estaba sentado al lado de la viuda y que sin gran penetración podía colegirse que se hallaba muy en camino de persuadirla a dejar de ser viuda y a conferirle el privilegio de permanecer sentado en aquel bar por el resto de su vida terrena.

»Tomás Smart no abrigaba una condición irritable ni envidiosa; pero es el caso que el hombre alto, de parda chaqueta y brillantes botones, levantó el pequeño fermento que de aquellas cualidades tuviera y le hizo sentir una indignación extremada; sobre todo cuando de cuando en cuando veía desde su sitio, por el espejo, cruzarse cariñosas familiaridades entre el hombre alto y la viuda; lo que indicaba de sobra que el hombre se hallaba tan elevado como en estatura en el favor de la dama. Era Tomás grande aficionado al ponche caliente (me atreveré a decir que era aficionadísimo al ponche caliente), y después de cerciorarse de que la quimérica yegua tenía alimento bastante y cómodo lecho, y de comer de todos aquellos manjares que la viuda le preparó con sus propias manos, mandó que se le trajera un jarro de ponche para probar. Pero si en algún detalle del arte doméstico sobresalía la viuda, era precisamente en éste del ponche; y de tal manera plugo al gusto de Tomás Smart el primer jarro, que mandó traer el segundo sin tardanza. El ponche caliente, caballeros, es una cosa deliciosa (deliciosa en cualquier circunstancia); pero en aquel recinto confortable, ante el fuego chispeante, mientras que sopla fuera el viento hasta conmover el maderamen de la vieja casona, lo encontró Tomás Smart incomparablemente delicioso. Pidió otro jarro, luego otro, no sé si pediría otro después; pero es el hecho que cuanto más bebía del ponche caliente, más se preocupaba del hombre alto.

»—¡Qué impudencia! —se dijo a sí mismo Tomás—. ¿Qué negocio tiene en este delicioso bar? ¡Un tipo tan feo, además! Si la viuda tuviese algo de gusto, elegiría seguramente algún mozo mejor que ése.

»Entonces la mirada de Tomás empezó a vagar del espejo de la chimenea al vaso que había en la mesa; y al sentirse cada vez más apasionado, vació el cuarto jarro de ponche y pidió el quinto.

»Tomás Smart, caballeros, siempre había sentido inclinación a ocuparse en servicio del público. Hacía mucho tiempo que ambicionaba verse detrás del mostrador de un bar de su propiedad, con su levita verde, sus cordones arrollados a las rodillas y sus botas con vueltas de cordobán. Pensaba que había de presidir a las mil maravillas los banquetes y que no tendría rival animando con su charla el establecimiento, así como que estaba en condiciones como nadie para servir de ejemplo a sus parroquianos en el despacho de bebidas. Todas estas fantasías cruzaban por su mente mientras bebía su ponche junto al fuego chirriante, y experimentaba justa y lógica indignación ante el hecho de que el hombre largo se encontrara tan a punto de adueñarse de aquella excelente casa, mientras que él, Tomás Smart, se hallaba tan lejos de lograrlo como siempre. Así es que, después de deliberar durante los dos últimos jarros acerca de si tendría o no perfecto derecho a buscar camorra con el hombre largo por haber osado conquistar las gracias de la vivaracha viuda, llegó Tomás Smart a la conclusión satisfactoria de que era él un hombre maltratado y perseguido y que lo mejor que podía hacer era irse a la cama.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
2.84Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Secret Santa 4U by Scott, Paisley
The Perfect Place by Teresa E. Harris
Deadly Intentions by Candice Poarch
Please, Please, Please by Rachel Vail
Bats Out of Hell by Guy N Smith
Between Heaven and Earth by Eric Walters
A Forgotten Tomorrow by Teresa Schaeffer