Los papeles póstumos del club Pickwick (107 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Privado de la compañía de la bonita joven, dedicóse Mr. Bob Sawyer a entretenerse metiendo las narices en el pupitre, curioseando los cajones de la mesa, simulando forzar la cerradura de la caja, poniendo el almanaque al revés, probándose las botas de Mr. Winkle padre sobre las suyas y haciendo diversas otras experiencias humorísticas con el mobiliario, todo lo cual producía indescriptible horror y crueles agonías a Mr. Pickwick, al par que regocijaba a Mr. Bob Sawyer.

Abrióse al fin la puerta y penetró en la estancia a paso menudo, con la tarjeta de Mr. Pickwick en una mano y una palmatoria en la otra, un viejecito con traje de color tabaco y con una cabeza y una cara que eran trasuntos de las pertenecientes a Mr. Winkle hijo, con la sola diferencia de la calva.

—Mr. Pickwick, sir: ¿cómo está usted? —dijo el viejo Winkle, dejando la palmatoria y tendiendo su mano—. Supongo que bien, sir. Encantado de verle. Siéntese, Mr. Pickwick, se lo suplico. Este señor...

—Mi amigo Mr. Sawyer —se apresuró a decir Mr. Pickwick—, un amigo de su hijo.

—¡Ah! —dijo Mr. Winkle padre, mirando a Bob con gesto de alguna desconfianza—. Supongo que estará usted bien, sir.

—Derecho como unas trébedes, sir —replicó Bob Sawyer.

—Este otro caballero —exclamó Mr. Pickwick— es, como usted verá cuando haya leído la carta que se me ha confiado, un pariente muy cercano, o, mejor dicho, un amigo íntimo de su hijo de usted. Su nombre es Allen.

—¿Ese caballero? —preguntó Mr. Winkle, señalando con la tarjeta hacia Ben Allen, que se había quedado dormido en una posición tal, que sólo se le veía la espina dorsal y el cuello de la chaqueta.

Ya iba Mr. Pickwick a replicar y a pronunciar el nombre de Mr. Benjamín Allen, detallando por extenso las honrosas distinciones que poseía, cuando el inquieto Mr. Bob Sawyer, con objeto de infundir a su amigo el sentido de la situación en que se hallaba, le propinó un tremendo pellizco en la parte carnosa de su brazo, que le hizo dar un salto y un alarido. Percatándose repentinamente de que se hallaba en presencia de un extraño, adelantóse Mr. Ben Allen y, estrechando afectuosamente con ambas manos las de Mr. Winkle por espacio de cinco minutos, murmuró, en frases entrecortadas e indescifrables, el gran placer que experimentaba al verle y una solícita pregunta encaminada a averiguar si se encontraba dispuesto a tomar algo después de su paseo, o si prefería esperar la hora de cenar; hecho lo cual, se sentó y miró vagamente en torno con aire de estatua, cual si no tuviese la más remota idea del sitio en que se hallaba, como, a la verdad, no la tenía.

Todo esto azoraba extraordinariamente a Mr. Pickwick, tanto más cuanto que Mr. Winkle padre mostrábase palpablemente asombrado ante la excéntrica, por no decir insólita, conducta de los dos compañeros del gran hombre. Con objeto de plantear la cuestión lo más pronto posible, sacó una carta de su bolsillo y, presentándosela a Mr. Winkle padre, dijo:

—Esta carta, sir, es de su hijo. Verá usted, por su contenido, que de la acogida paternal y favorable que usted le conceda dependen su futura dicha y bienestar. ¿Querría usted hacerse acreedor a mi gratitud leyéndola con toda calma y serenidad, discutiendo luego el asunto conmigo en el único tono en que debe ser discutido? De la importancia que la decisión de usted tiene para su hijo, así como de la intensa ansiedad que éste abriga, puede usted juzgar por la visita que le hago, sin aviso previo, a hora tan avanzada —añadió Mr. Pickwick, dirigiendo su mirada hacia sus dos acompañantes— y en circunstancias tan desfavorables.

Terminado este preludio, puso Mr. Pickwick cuatro carillas de apretada escritura en papel superfino, que contenían un complicado tejido de exculpaciones en las manos del asombrado Mr. Winkle padre. Sentándose luego en su silla, avizoró sus gestos y ademanes, ansioso, ciertamente, pero con la frente levantada, cual corresponde a un caballero que se halla convencido de que su intervención no necesita paliativos ni excusas.

El viejo delegado de Aduanas dio varias vueltas a la carta; miróla de frente, del revés y de canto; examinó microscópicamente el robusto infante que en el sello campeaba; alzó sus ojos hacia Mr. Pickwick, y, sentándose a su vez en el alto taburete y acercando la lámpara, rompió el sello, desplegó la epístola y, aproximándola a la luz, se dispuso a leer.

En este preciso momento, Mr. Bob Sawyer, cuyo ingenio dormitara desde hacía varios minutos, apoyó las manos en las rodillas y puso una cara que remedaba bastante bien los retratos del difunto Mr. Grimaldi, vestido de payaso. Mas aconteció que Mr. Winkle padre, en vez de enfrascarse profundamente en la lectura de la carta, como presumía Mr. Bob Sawyer, miró por encima de ella al propio Mr. Bob Sawyer, y conjeturando, acertadamente, que la mencionada faz habíase compuesto con propósito de ridiculizarle y de hacer chacota de su propia persona, fijó en Bob sus ojos con severidad tan expresiva, que los lineamentos del difunto Mr. Grimaldi fundiéronse gradualmente en un bellísimo gesto de confusa humildad.

—¿Decía usted, sir? —preguntó Mr. Winkle padre, después de un silencio de mal agüero.

—No, sir —replicó Bob, sin el menor gesto de histrionismo, como no fuera la extremada rubicundez de sus mejillas.

—¿Está usted seguro de que no? —dijo Mr. Winkle padre.

—¡Oh, querido! Sí, sir, completamente —replicó Bob.

—Me parecía, sir —repuso el anciano con indignado énfasis—. ¿No me miraba usted, sir?

—¡Oh no, sir, nada de eso! —contestó Bob con exagerada urbanidad.

—Me alegro de saberlo, sir —dijo Mr. Winkle padre.

Luego de mirar ceñudamente al abatido Bob con gran magnificencia acercó de nuevo el anciano la carta a la luz y empezó a leer con toda seriedad.

Mr. Pickwick contemplábale ávidamente mientras trasladaba sus ojos de la última línea de la primera cara a la primera de la segunda, de la última de la segunda a la primera de la tercera, de la última de la tercera a la primera de la cuarta; pero ni la más leve alteración de su semblante proporcionó una clave que permitiera adivinar las emociones que recibiera con el anuncio del matrimonio de su hijo, el cual anuncio, según sabía Mr. Pickwick, figuraba en las seis primeras líneas.

Leyó hasta el fin la carta; plególa de nuevo con toda la precisión y escrupulosidad de un hombre de negocios, y en el momento que Mr. Pickwick esperaba una gran explosión sentimental, mojó la pluma en el tintero, y dijo, con la misma tranquilidad que si se tratara de una simple transacción mercantil:

—¿Cuáles son las señas de Nathaniel, Mr. Pickwick?

—Por ahora, Jorge y el Buitre —respondió éste.

—Jorge y el Buitre. ¿Dónde está eso?

—Glorieta de Jorge, Lombard Street.

—¿En la City?

—Sí.

Escribió el anciano metódicamente la dirección en el respaldo de la carta, y, guardándosela en el pupitre y echándole la llave, dijo, apeándose del taburete y metiéndose el llavero en el bolsillo:

—Creo que no hay nada más que nos detenga, Mr. Pickwick.

—¿Nada más, sir? —observó el efusivo personaje, desconcertado por la indicación—. ¡Nada más! ¿Y no tiene usted ninguna opinión que formular acerca de este repentino evento en la vida de nuestro joven amigo? ¿Ninguna seguridad que transmitirle por mediación mía acerca de la persistencia de su afecto y protección? ¿Nada que decir que le anime y conforte a él, ni a la acongojada señorita que en él cifra su apoyo y consuelo? Piénselo, mi querido señor.

—Lo pensaré —replicó el anciano—. No tengo ahora nada que decir. Soy un hombre de negocios, Mr. Pickwick. Nunca acometo un negocio atropelladamente, y por lo que veo en éste, no me gusta nada el cariz que presenta. Mil libras no me parece mucho Mr. Pickwick.

—Tiene usted razón, sir —interrumpió Ben Allen, que acababa de despertarse lo bastante para darse cuenta de la facilidad con que había gastado sus mil libras—. Es usted un hombre inteligente. Bob es un chico muy listo.

—Me satisface muchísimo el ver que me hace usted justicia, sir —dijo Mr. Winkle padre, mirando despectivamente a Ben Allen, que movía la cabeza con ademán profundo y solemne—. El caso es, Mr. Pickwick, que cuando yo otorgué a mi hijo licencia para vagar por ahí un año, con objeto de que viera algo acerca de los hombres y sus costumbres, lo cual ha llevado a cabo bajo la dirección de usted, para que no entrase en la vida como un párvulo que se deja engañar por cualquiera, nunca me comprometí a eso. Él lo sabe muy bien; así es que si yo le desatiendo en este punto, no tiene derecho a sorprenderse. Él recibirá mis noticias, Mr. Pickwick. Buenas noches, sir. Margarita, abre la puerta.

Durante todo este tiempo había estado Bob Sawyer apremiando a Mr. Ben Allen para que dijera algo a derechas. En consecuencia, Ben reventó, al cabo, sin el más ligero preliminar, en un breve, aunque patético, discurso.

—¡Sir —dijo Mr. Ben Allen, atalayando al anciano con ojos lánguidos y agitando su brazo derecho con vehemencia—, no sé... no sé cómo no le da a usted vergüenza!

—Como hermano de la señora, es usted, por supuesto, un excelente juez —repuso Mr. Winkle padre—. Bueno, se acabó. Le suplico que no insista, Mr. Pickwick. ¡Buenas noches, señores!

Diciendo estas palabras, tomó el anciano la palmatoria, y, abriendo la puerta, indicó la salida con toda cortesía.

—Ya lamentará usted esto, sir —dijo Mr. Pickwick, apretando los dientes para reprimir su cólera, porque comprendía el efecto que ello habría de producir a su joven amigo.

—Por ahora tengo una opinión distinta —replicó tranquilamente Mr. Winkle padre—. Una vez más, señores, les deseo buenas noches.

Echó a andar Mr. Pickwick y salió a la calle con paso airado. Mr. Bob Sawyer, anonadado por la decisión inapelable  del anciano, se condujo de la misma manera. Mr. Ben Allen rodó por la escalinata inmediatamente después de su sombrero. Los tres viajeros metiéronse en la cama silenciosos y sin cenar, y Mr. Pickwick pensó antes de dormirse que, de haber sabido que Mr. Winkle padre era tan hombre de negocios, nunca se le hubiera ocurrido probablemente encargarse de tal comisión.

51. En el cual Mr. Pickwick se encuentra con un antiguo conocido, a cuya afortunada circunstancia debe principalmente el lector un interesante episodio que aquí se relata, concerniente a dos hombres públicos de gran influencia

La mañana en que abrió los ojos Mr. Pickwick, al dar las ocho, no se ofrecía propicia a levantar su espíritu ni a mitigar la depresión ocasionada por la inesperada resultante de su embajada. El cielo estaba sombrío y lóbrego. El aire, húmedo, agitábase en ráfagas violentas; las calles estaban encharcadas y llenas de lodo. El humo gravitaba perezosamente sobre las bocas de las chimeneas, cual si le faltara aliento para ascender, y la lluvia caía pausadamente y de mala gana, como si le faltara el ánimo para descender. Un gallo de pelea, privado de su habitual vivacidad, balanceábase melancólicamente sobre una pata en un rincón de la cuadra; un burro, dormitando cabizbajo al abrigo de la techumbre mezquina de un pequeño cobertizo, según se deducía de su desconsolado y meditabundo semblante, debía estar acariciando la idea del suicidio. En la calle no se veían más que paraguas, ni se oía otra cosa que el chocar de los zuecos y el salpicar de las gotas de lluvia.

Apenas si se interrumpió el desayuno con diálogos brevísimos; hasta Mr. Bob Sawyer sufría la influencia del tiempo Y las consecuencias de la excitación del día precedente. Según su expresión propia, estaba aplastado. Así estaba Mr. Ben Allen. Así estaba Mr. Pickwick.

En prolongada espera de que el tiempo aclarase, leyóse y releyóse el periódico de Londres correspondiente a la noche anterior con la avidez y la curiosidad que sólo se manifiestan en los casos de extremado aburrimiento; cada pulgada de la alfombra fue recorrida con análoga perseverancia; miróse a través de las ventanas con la asiduidad inherente a un deber forzoso; iniciáronse numerosas conversaciones, que al punto se abandonaban; por fin, al mediodía, sin el menor anuncio de un cambio favorable, tiró de la campanilla resueltamente Mr. Pickwick y mandó preparar el coche.

Aunque los caminos estaban embarrados y la lluvia caía con más fuerza que antes, y aunque el agua y el lodo salpicaban a cada momento, entrando por las ventanillas del coche de tal manera que caminaban igualmente molestos los de dentro y los de fuera, algo había en el movimiento y en la sensación de actividad que significaba un cambio tan favorable respecto de la permanencia en un recinto lóbrego, mirando la lluvia monótona, que sólo en el hecho de partir reconocieron una indiscutible ventaja, y se preguntaron cómo era posible que lo hubieran demorado tanto tiempo.

Cuando se detuvieron en Coventry para cambiar el tiro, el vaho de los caballos ascendía en nubes tan densas, que ocultaron al palafrenero, cuya voz oíase, sin embargo, entre la nebulosa, declarando que estaba seguro de obtener en la inmediata distribución de recompensas de la Sociedad Humanitaria una primera medalla de oro por quitarle el sombrero al postillón, de cuyas alas caía tanta agua, que afirmaba el hombre invisible hubiéranle ahogado a no ser por su presencia de ánimo arrancándole el sombrero a toda prisa y enjugando la cara del náufrago con un puñado de paja.

—Esto es muy divertido —dijo Bob Sawyer, levantándose el cuello de la chaqueta y tapándose la boca con la bufanda para contener los vapores de un vaso de aguardiente que acababa de beberse.

—Mucho —respondió Sam con indiferencia.

—Parece que no le da usted ninguna importancia —observó Bob.

—Hombre, no sé qué iba a sacar de dársela —replicó Sam.

—Ésa es una razón irrebatible —dijo Bob.

—Sí, sir —repuso Mr. Weller—.Sea lo que sea, está perfectamente, como dijo el joven aristócrata dulcemente al enterarse de que le habían incluido en una lista de pensiones porque el abuelo de la esposa de un tío de su madre había, en cierta ocasión, encendido la pipa del rey con un trozo de yesca.

—No está mal eso, Sam —dijo Mr. Bob Sawyer con aire de aprobación.

—Eso es precisamente lo que decía todos los días el joven aristócrata —replicó Mr. Weller.

—¿Le han llamado a usted —preguntó Sam, mirando al cochero, después de una breve pausa y apagando la voz hasta convertirla en misterioso murmullo—; le han llamado a usted, cuando fue aprendiz de sierrahuesos, para visitar a un postillón?

—No me acuerdo de que me hayan llamado —respondió Mr. Bob Sawyer.

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