Los papeles póstumos del club Pickwick (108 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿No vio usted nunca un postillón en ese hospital en que usted rondaba, como se dice de los fantasmas? —preguntó Sam.

—No —replicó Bob Sawyer—. Me parece que no.

—¿No vio nunca un cementerio donde hubiera una tumba de postillón, ni vio ningún postillón muerto? —preguntó Sam, prosiguiendo su catecismo.

—No —contestó Bob—. No lo vi jamás.

—¡No! —repuso Sam triunfante—. Ni lo verá usted; y hay otra cosa que nadie puede ver, y es un burro muerto. No hay quien haya visto un burro muerto, como no fuera el caballero de negros pantalones de seda, amigo de la joven que tenía una cabra; y cuenta que ése era un burro francés así es que, probablemente, no se trataba tampoco de un tipo normal.

—Bueno. ¿Pero qué tiene eso que ver con los postillones? —preguntó Bob Sawyer.

—Pues tiene que ver —replicó Sam—. Sin llegar a afirmar, como hacen muchas personas, que los postillones y los burros son inmortales, lo que yo digo es que, en cuanto se sienten torpes y fatigados del trabajo, se marchan juntos: un postillón para cada tronco de burros; nadie sabe adónde van a parar; pero es muy probable que vayan a solazarse a algún otro mundo, porque no hay ser humano que haya visto burro ni postillón que lo pasen bien en éste.

Explayándose en esta docta y notable teoría y citando curiosas estadísticas y numerosos hechos en su apoyo, engañó el tiempo Sam Weller hasta llegar a Dunchurch, donde se proveyeron de un postillón seco y tomaron caballos de refresco; la parada inmediata la hicieron en Coventry, y la segunda en Towcester. Al final de cada trayecto llovía más furiosamente que al principio.

—Oiga —protestó Bob Sawyer, acercando la cabeza a la ventanilla al detenerse el coche a la puerta de La Cabeza del Moro, en Towcester—, esto no puede ser.

—¡Dios mío! —dijo Mr. Pickwick, que acababa de despertarse de un sueñecillo—. Creo que se ha mojado usted.

—¡Ah!, ¿cree usted? —respondió Bob—. Sí, un poco. Desagradablemente empapado.

Debía de estar Bob bien empapado, porque la lluvia corría por su cuello, por sus mangas, por sus faldones y rodillas, y brillaba todo él con la mojadura de tal manera, que su ropa podría haberse confundido con un traje de lienzo embreado.

—Estoy algo húmedo —dijo Bob, sacudiéndose y despidiendo en derredor un chaparrón, como un perro de Terranova recién salido del agua.

—Yo creo que es imposible continuar esta noche —dijo Ben.

—Claro está, sir —observó Sam Weller, terciando en la conferencia—; es una crueldad pedir a los animales que sigan de esta forma. Aquí hay camas, sir —dijo Sam a su amo—; todo está limpio y confortable. En media hora se puede preparar una buena comidita, sir... un par de gallinas, sir, y chuletas de vaca, judías francesas, tarta y aseo. Lo mejor que podía usted hacer era quedarse aquí, si se me permite dar el consejo. Tómelo usted, sir, como dijo el doctor.

El posadero de La Cabeza del Moro presentóse oportunamente para confirmar las indicaciones de Mr. Weller relativas a las comodidades del establecimiento, y para reforzar sus instancias con gran variedad de funestas conjeturas referentes al estado de los caminos, a la incertidumbre de hallar caballos en el próximo cambio, a la mortal certeza de que llovería toda la noche y a la seguridad de que había de aclarar a la mañana, con otras frases de solicitud familiares a los posaderos.

—Bien —dijo Mr. Pickwick—; pero es preciso que envíe una carta a Londres por cualquier medio, de manera que sea entregada a primera hora de la mañana, pues si no, tendría que seguir a todo evento.

El posadero sonrió encantado.

—Nada es más fácil para el señor que meter una carta en una hoja de papel de estraza y enviarla por el correo o por la diligencia nocturna de Birmingham. Y si el señor tiene gran afán de que llegue a su destino lo más pronto posible, podría escribir en el respaldo: «Entréguese inmediatamente», lo que será ejecutado, sin duda, o «Páguese al portador media corona de propina en el instante de la entrega», lo cual da todavía más seguridad.

—Muy bien —dijo Mr. Pickwick—; entonces nos quedaremos aquí.

—¡Lleva luces al Sol, Juan; enciende el fuego: los señores están mojados! —gritó el posadero—. Por aquí, señores. No se preocupen ustedes del postillón, sir. Yo se lo enviaré a ustedes cuando le llamen, sir. Pronto, Juan, las velas.

Trajéronse las velas. Atizóse el fuego, al que hubo de añadirse un nuevo leño. A los diez minutos ya estaba un camarero poniendo el mantel para la comida. Bajáronse las cortinas, ardía el fuego vivamente y todo estaba a punto —cual siempre ocurre en todas las posadas inglesas decentes—, como si los viajeros hubieran sido esperados, y ultimados los preparativos con varios días de anticipación.

Sentóse a la mesa Mr. Pickwick y escribió sin perder momento una esquela a Mr. Winkle, participándole meramente que se hallaba detenido por el temporal; pero que llegaría a Londres al día siguiente, hasta cuyo momento difería toda relación acerca de su embajada. Empaquetóse convenientemente la esquela y la llevó a la cantina Mr. Samuel Weller.

Entregó Sam la carta a la posadera y volvía ya para despojar de las botas a su amo, después de secarse un poco al fuego de la cocina, cuándo, dirigiendo casualmente la mirada hacia una habitación cuya puerta estaba entreabierta, quedóse sorprendido al ver a un caballero de cabeza jara sentado junto a una mesa, en la que había un gran montón de periódicos, que estaban leyendo el fondo de uno de ellos con un aplomo desdeñoso, que daba a su nariz y a todos los demás rasgos de su fisonomía una expresión majestuosa de altivo desprecio.

—¡Calle! —dijo Sam—. ¡Juraría conocer esa cabeza y esa cara; también el monóculo y la teja de grandes alas! Ha sido en Eatanswill, o yo soy romano.

Sintióse acometido Sam al punto de un violento golpe de tos, con objeto de llamar la atención del caballero. Sorprendido éste por el ruido, levantó la cabeza y el monóculo, y descubriéronse los profundos rasgos de Mr. Pott, de
La Gaceta de Eatanswill.

—Perdóneme, sir —dijo Sam, avanzando y saludando—. Mi amo está aquí, Mr. Pott.

—¡Chist, chist! —gritó Pott, haciendo entrar a Sam y cerrando la puerta con aire misterioso de suspicacia y temor.

—¿Qué ocurre, sir? —preguntó Sam, mirando intrigado en derredor.

—No murmure siquiera mi nombre —replicó Pott—; ésta es una vecindad «amarilla». Si esta irritable población supiera que estoy aquí, me haría pedazos.

—¡Cómo! ¿Es posible, sir? —dijo Sam.

—Sería yo víctima de su furor —repuso Pott—. Vamos a ver, joven, dónde está su amo.

—Se queda aquí esta noche para continuar a la ciudad con dos amigos —replicó Sam.

—¿Es uno de ellos Mr. Winkle? —preguntó Pott con ligero fruncimiento del entrecejo.

—No, sir. Mr. Winkle está ahora en la ciudad —contestó Sam—. Se ha casado.

—¡Casado! —exclamó Pott con vehemencia terrible.

Guardó silencio, sonrió tristemente y añadió por lo bajo, en tono vengativo:

—¡Se lo merece!

Después de dar salida a esta cruel efervescencia de enconada malicia y de triunfo salvaje sobre el enemigo caído, preguntó Mr. Pott si los amigos de Mr. Pickwick eran «azules». Luego de recibir una respuesta satisfactoria de Sam, que sabía de este asunto lo mismo que Pott, consintió en acompañarle al cuarto de Mr. Pickwick, donde le esperaba una cordial acogida. Convinieron en juntar las comidas.

—¿Y cómo van las cosas en Eatanswill? —preguntó Mr. Pickwick al sentarse Pott junto al fuego yluego que todos se hubieron quitado las botas y calzado zapatillas secas—. ¿Vive aún
El Independiente?

—El Independiente,
sir —replicó Pott—, aún arrastra su existencia miserable y solapada: odiado y menospreciado hasta por aquellos pocos que conocen su desdichada existencia; ahogado por la inmundicia que tan profusamente desparrama; cegado y ensordecido por las emanaciones de su propio cieno. El obsceno periódico, inconsciente, por fortuna, de su degradada situación, se hunde cada vez más en el fango traicionero, y mientras cree hallar base firme en las clases inferiores de la sociedad, cada vez asciende más la masa cenagosa que no tardará en tragárselo.

Pronunciadas estas frases —que constituían una parte de su artículo de la última semana— con énfasis vehemente, detúvose el editor para cobrar aliento, y miró majestuosamente a Bob Sawyer.

—Usted es joven —dijo Pott.

Mr. Bob Sawyer asintió.

—Y usted también, sir —dijo Pott a Mr. Ben Allen.

Ben aceptó el suave calificativo.

—¿Y están ustedes imbuidos en esos principios azules, que he prometido defender mientras viva a los habitantes de estos reinos? —inquirió Pott.

—Hombre, yo no estoy enterado de eso —respondió Bob Sawyer—. Yo soy...

—No «amarillo», Mr. Pickwick —interrumpió Pott, haciendo atrás la silla—. ¿Su amigo no es «amarillo», sir?

—No, no —repuso Bob—; yo soy al presente algo así como una manta de viaje: una combinación de toda clase de colores.

—Un pastelero —dijo Pott solemnemente—, un pastelero. Me gustaría darle a conocer una serie de ocho artículos, sir, que han aparecido en
La Gaceta de Eatanswill.
Creo poder asegurar que no tardaría usted mucho en formar sus opiniones sobre una sólida base «azul», sir.

—Apostaría cualquier cosa a que me volvería azul mucho antes de acabar esa lectura —respondió Bob.

Miró Mr. Pott con desconfianza a Bob Sawyer por algunos segundos, y, volviéndose hacia Mr. Pickwick, dijo:

—¿Ha visto usted los artículos literarios que han aparecido de cuando en cuando en
La Gaceta de Eatanswill
durante los tres últimos meses y que han producido tan general... puedo decir tan universal interés y admiración?

—Hombre —replicó Mr. Pickwick con cierto embarazo—, el caso es que he estado tan ocupado en otras cosas, que, en realidad no he tenido ocasión de leerlos.

—Pues debía usted haberlo hecho, sir—dijo Pott con severo continente.

—Los leeré—dijo Mr. Pickwick.

—Aparecieron en forma de una copiosa revista acerca de una obra de metafísica china, sir —dijo Pott.

—¿Escritos por usted, supongo? —observó Mr. Pickwick.

—Por mi crítico, sir —repuso Pott con dignidad.

—Será un tema bien abstruso —dijo Mr. Pickwick. —Mucho, sir —respondió Pott, adoptando un gesto sumamente docto—. Se ha cebado para ello, si se me permite la expresión técnica. He leído, a este objeto, por indicación mía, en la
Enciclopedia Británica
.

—¡Ah! —dijo Mr. Pickwick—. No sabía yo que esa obra notable contenía referencias acerca de la metafísica china.

—Leyó, sir—continuó Pott, apoyando su mano en la rodilla de Mr. Pickwick y mirando en torno con sonrisa de intelectual superioridad—, leyó para la metafísica en la letra «M», y para la China en la letra «C», y combinó los elementos que sacó de una y de otra.

La fisonomía de Mr. Pott asumió tanta grandeza al recordar el esfuerzo investigador desplegado en la erudita producción, que transcurrieron algunos minutos antes de que Mr. Pickwick osara reanudar la conversación; por fin, los rasgos del editor fueron recobrando paulatinamente su expresión habitual de moral supremacía, y el primero se aventuró a proseguir el diálogo, preguntando:

—¿Sería indiscreto preguntarle acerca del objeto que le ha traído tan lejos de su casa?

—El objeto que palpita y alienta en toda mi titánica labor, sir —replicó Pott con plácida sonrisa—, el bien de mi país.

—Creí que se trataba de algún negocio público —observó Mr. Pickwick.

—Sí, sir—continuó Pott—, eso es.

Inclinándose entonces hacia Mr. Pickwick, murmuró en tono de bajo profundo:

—Mañana por la noche tendrá lugar en Birmingham un baile amarillo.

—¡Dios nos asista! —exclamó Mr. Pickwick.

—Sí, sir, y una cena después —añadió Pott.

—¡Es posible! —dijo asombrado Mr. Pickwick.

Pott asintió con portentoso ademán.

Y aunque Mr. Pickwick fingiera gran estupefacción ante la extraña nueva, se hallaba tan poco versado en política local, que no podía formarse una noción exacta de la importancia que entrañaba aquella infame conspiración, observando lo cual, Mr. Pott, sacando el último número de
La Gaceta de Eatanswill
, que de ella se ocupaba, dio lectura al párrafo siguiente:

UNA AMARILLADA A CENCERROS TAPADOS

«Un reptil colega ha vomitado recientemente su negra ponzoña con el vano y desesperado empeño de oscurecer el claro nombre de nuestro distinguido y excelente representante: el honorable Mr. Slumkey—de ese Slumkey, a quien nosotros, mucho antes de que alcanzara su actual posición elevada y nobilísima, habíamos predicho que llegaría a ser, como es ahora, la honra más brillante de su pueblo y su más legítimo blasón: esforzado paladín e inmarcesible gloria—. Nuestro reptil colega ha intentado hacer chacota con motivo de un soberbio cestillo de carbón, preciosamente esmaltado, que ha sido ofrecido al grande hombre por sus entusiastas correligionarios, y en la compra del cual insinúa el miserable anónimo que el honorable Mr. Slumkey ha contribuido, por mediación de un amigo confidencial de su carnicero, con más de las tres cuartas partes de la cantidad suscrita. ¿Cómo no se alcanza a tal ente rastrero que, aun suponiendo la exactitud de semejante hecho, sólo consigue que aparezca el honorable Mr. Slumkey bajo una luz más fúlgida y radiante? ¿No comprende el obtuso comentarista que este magnánimo y conmovedor anhelo de favorecer la consecución de los deseos de sus correligionarios no ha de hacer sino ligarle más entrañablemente a las almas y a los corazones de aquellos de sus conciudadanos que no se hayan rebajado aún hasta la categoría del cerdo, o, en otras palabras, que no han descendido aún hasta el íntimo nivel de nuestro colega? ¡Pero tal es la malvada astucia de la hipocresía amarilla! Y no son éstas sus únicas argucias. Hay traición además. Nosotros afirmamos, ya que nos hemos propuesto descubrir sus manejos, y colocándonos bajo el amparo de nuestra policía ciudadana, nosotros afirmamos valientemente que en estos momentos se prepara en secreto un baile "amarillo", que ha de celebrarse en una ciudad "amarilla", en el centro y en el verdadero núcleo de una población "amarilla", que ha de ser dirigido por un maestro de ceremonias "amarillo", en el que han de tomar parte cuatro miembros ultraamarillos del Parlamento, y cuyas invitaciones consisten en papeletas amarillas. ¿Es que se estremece indignado nuestro adverso colega? Pues retuérzase en malvada impotencia, en tanto que escribimos las palabras: "Nosotros estaremos allí".»

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