Los papeles póstumos del club Pickwick (116 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Después de todo, hay un punto en el que tiene razón absoluta —dijo con alegría el anciano—. Que traigan el vino.

Llegó el vino en el momento en que Perker subía la escalera. Comió Mr. Snodgrass en una mesa de al lado, y en cuanto acabó, acercó a Emilia su silla, sin la más leve oposición por parte del anciano.

La velada fue agradabilísima. El pequeño Perker estuvo maravilloso. Contó varias historias cómicas y cantó una canción seria, que resultó tan divertida como las anécdotas. Arabella estuvo encantadora, jovialísimo Mr. Wardle, conciliador Mr. Pickwick, escandaloso Mr. Ben Allen, callados los amantes, Mr. Winkle muy charlatán, y todos contentísimos.

55. Mr. Salomón Pell, asistido por un selecto Comité de cocheros, arregla los asuntos del viejo Mr. Weller

Samivel —dijo Mr. Weller a su hijo después del funeral—, lo he encontrado, Sammy. Ya suponía yo que estaba aquí.

—¿Que estaba ahí qué? —preguntó Sam.

—El testamento de tu madrastra, Sammy —replicó Mr. Weller—. En virtud del cual es preciso dar los pasos, como te dije anoche, para lo de los fondos.

—¿Pero es que no se lo había dicho ella?—inquirió Sam.

—Ni una palabra, Sammy —replicó Mr. Weller—. Nosotros estábamos ajustando nuestras pequeñas diferencias, y yo me ocupaba de levantar su espíritu y sostenerla, por lo cual se me olvidó preguntar nada sobre ello. No sé realmente si lo hubiera hecho de haberme acordado —exclamó Mr. Weller—, porque siempre es violento, Sammy, eso de manifestar ansia por la propiedad de uno cuando se le asiste en una enfermedad. Es lo mismo que si se ayuda a subir a un pasajero que se ha caído de un coche y se le mete la mano en el bolsillo mientras se le pregunta suspirando que cómo se encuentra, Sammy.

Con estas gráficas alegorías de sus intenciones agarró Mr. Weller su cuaderno de bolsillo y sacó una hoja sucia de papel de cartas, en la que se veían escritos varios caracteres acumulados en notable confusión.

—Éste es el documento, Sammy —dijo Mr. Weller—. Lo encontré en la teterita negra en la tabla de arriba de la alacena de la tienda. Ella acostumbraba a guardar allí los billetes; antes de casarnos, Samivel, la vi muchas veces levantar la tapadera para pagar una cuenta. La pobre podía haber llenado de testamentos todas las teteras de la casa sin el menor inconveniente, porque tomaba muy poco té, salvo en las noches de templanza, en las que echaba los cimientos de té, para que sobre ellos se levantaran los espíritus.

—¿Y qué es lo que dice? —preguntó Sam.

—Pues lo que ya te conté, hijo mío —contestó su padre—: «Doscientas libras en bonos para mi hijastro Samivel, y el resto de mi propiedad, sin distinción alguna, a mi esposo Mr. Antonio Weller, a quien nombro mi único ejecutor».

—¿Es eso todo?—dijo Sam.

—Todo —replicó Mr. Weller—. Y como me parece que está completamente en regla para ti y para mí, que somos las partes interesadas, podemos echar al fuego este papelucho.

—¿Pero qué va usted a hacer? ¿Está usted loco? —dijo Sam, apoderándose del papel cuando ya su padre, con la mayor naturalidad, atizaba el fuego, dispuesto a que siguiera la acción a la palabra—. Pues vaya un ejecutor que es usted.

—¿Por qué no? —preguntó Mr. Weller, mirando severamente alrededor con el hurgón en la mano.

—¡Porque no! —exclamó Sam—. Porque tiene que ser probado, y legalizado y jurado, y hay que llenar todas las formalidades.

—¿Es posible? —dijo Mr. Weller, soltando el hurgón.

Guardó Sam cuidadosamente el testamento en el bolsillo, no sin dar a entender con una mirada que era posible aquello, y muy serio además.

—Entonces te diré una cosa —dijo Mr. Weller al cabo de una breve meditación—; éste es un caso para el amigo confidencial del canciller. Pell tiene que meter baza en esto, Sammy. Es el hombre a propósito para todas las dificultades legales. Tenemos que llevar este asunto a la Sala de Insolventes, Samivel.

—¡No he visto en mi vida viejo más testarudo que usted! —exclamó Sam irritado—. Con sus viejos bailíos, y Salas de Insolventes, y coartadas, y todas esas monsergas a retortero siempre. Más valía que se vistiera con traje de calle y viniera a la ciudad para arreglar este negocio, que no estarse aquí predicando sobre todas esas cosas de que no entiende una palabra.

—Muy bien, Sammy —replicó Mr. Weller—. Yo apruebo todo lo que sirva para resolver este asunto cuanto antes, Sammy. Pero ten en cuenta, hijo mío, que nadie más que Pell... nadie más que Pell, como consejero legal.

—Y ningún otro ha de ser —replicó Sam—. ¿Viene o no?

—Aguarda un minuto, Sammy —replicó Mr. Weller, que, después de atarse la bufanda con el auxilio de un reducido espejo que colgaba en la ventana, desplegaba en aquel momento los mayores esfuerzos para penetrar en sus ropas externas—. Aguarda un minuto, Sammy: cuando seas tan viejo como tu padre, no entrarás en el chaleco tan fácilmente como ahora, hijo mío.

—Pues si no puedo entrar más cómodamente, maldito si he de usarlo —repuso el hijo.

—Eso lo dices ahora —dijo Mr. Weller con la gravedad propia de sus años—; pero ya verás cómo te haces más sabio cuando te pongas más gordo. La gordura y la sabiduría, Sammy, crecen siempre juntas.

Formulada que fue por Mr. Weller esta infalible máxima, como resultado de muchos años de observación y experiencia personales, logró, por una diestra contorsión de su cuerpo, que cumpliera su cometido el último botón de su chaqueta. Deteniéndose un momento para tomar resuello, cepilló su sombrero con el codo, y dijo que ya estaba preparado.

—Como cuatro cabezas valen más que dos, Sammy —dijo Mr. Weller, cuando ya iban en el carricoche por la carretera de Londres—, y como estos bienes suelen ser muy golosos para las gentes de ley, vamos a tomar un par de amigos para que estén a la mira, por si acaso notan algo irregular; dos de ellos son los que viste aquel día en Fleet. Son los mejores jueces —agregó Mr. Weller a media voz—, los mejores para juzgar sobre un caballo, que puedes haber conocido.

—¿Y también sobre un curial? —preguntó Sam.

—El hombre que es capaz de formar juicio exacto acerca de un animal puede formar juicio exacto sobre todo —replicó su padre, tan dogmáticamente, que Sam ni siquiera intentó discutir la afirmación.

De acuerdo con esta notable resolución, fueron requeridos los servicios del de la cara pintada y otros dos gordos cocheros, seleccionados por Mr. Weller, tal vez mirando a la sabiduría, que garantizaban cumplidamente sus volúmenes; y, contando ya con su ayuda, encamináronse todos a una taberna de Portugal Street, desde donde se despachó un mensajero a la Sala de Insolventes, que no estaba lejos, requiriendo la inmediata comparecencia de Mr. Salomón Pell.

Por fortuna, el mensajero halló a Mr. Salomón Pell en el patio de la Audiencia, regalándose con una merienda de fiambre, consistente en una torta de Abernethi y un chorizo, pues los negocios escaseaban un tanto. No bien se le comunicó al oído el recado, metióse en el bolsillo los comestibles, entre varios documentos profesionales, y acudió a la llamada con tanta diligencia, que llegó a la taberna antes de que el mensajero saliera de la Audiencia.

—Señores —dijo Mr. Pell, saludando—, a las órdenes de todos. No lo digo por adularles, señores; pero no hay otros cinco hombres en el mundo por los que hubiera yo abandonado la Audiencia hoy.

—Muy ocupado, ¿eh? —dijo Sam.

—¡Ocupado! —respondió Pell—. Estoy cosido a ella, como decía mi difunto amigo el lord canciller, señores, cuando salía de oír las interpelaciones en la Cámara de los Lores. ¡Pobre hombre! Se fatigaba en seguida; aquellas interpelaciones le anonadaban. Muchas veces he pensado después que fueron ellas las que le mataron.

Cabeceó varias veces Mr. Pell y guardó silencio; y el anciano Mr. Weller, llamando la atención a su vecino para que se fijara en las magníficas relaciones del procurador, preguntó si aquellos quehaceres habrían producido alguna enfermedad crónica a su noble amigo.

—Yo creo que siempre se resintió de ellas —replicó Pell—: nunca se repuso, en opinión mía. «Pell», solía decirme muchas veces, «es un misterio para mí cómo puede usted resistir tantas cosas como lleva en la cabeza». «Pues mire usted», solía contestarle yo, «en realidad no lo sé». «Pell», añadía suspirando y mirándome con un poquillo de envidia... envidia amistosa, ya comprenden ustedes, señores, simplemente amistosa; nunca pensé otra cosa de ella, «Pell, es usted un asombro, un verdadero asombro». ¡Ah!, les hubiera gustado mucho si le hubieran conocido, señores. Tráigame tres peniques de ron, querida.

Esta última frase fue dirigida a la camarera en tono de dolor contenido. Suspiró luego Mr. Pell, se miró los zapatos, miró al techo, y, llegado que fue el ron, se lo bebió inmediatamente.

—Sin embargo —dijo Pell, arrimando la silla a la mesa—, un profesional no tiene derecho a entretenerse en recordar sus amistades privadas cuando se requieren sus servicios. Por cierto, señores, que desde que les vi aquí hemos tenido que llorar un triste suceso.

Sacó Mr. Pell un pañuelo al llegar a la palabra llorar; pero no hizo con él más que enjugarse unas cuantas gotas de ron que humedecían su labio superior.

—Lo vi en
El Avisador
, Mr. Weller —continuó Pell—. ¡Pero hay que ver, nada más que cincuenta y dos! ¡Caramba!... ¡Qué atrocidad!

Estas melancólicas reflexiones fueron dirigidas al hombre de la cara pintada, cuyos ojos habíanse cruzado casualmente con los de Mr. Pell. El hombre de la cara pintada, cuyas aptitudes de percepción eran un tanto nebulosas, se agitó inquieto en su asiento, y opinó que, en realidad, no era posible explicarse cómo había ocurrido, observación que, por envolver una sutil afirmación, difícil de discutir, no fue rebatida por nadie.

—Yo he oído decir que fue una mujer hermosísima, Mr. Weller —dijo Pell en tono compasivo.

—Sí, sí lo fue—replicó el anciano Weller, no muy conforme con este modo de discutir el asunto, mas sin dejar de recapacitar en que el procurador, por su larga intimidad con el lord canciller, debía de hallarse familiarizado con todo lo referente a la urbanidad—. Era una hermosa mujer, sir, cuando la conocí. Entonces, sir, era viuda.

—Hombre, es curioso —dijo Pell, mirando en torno con dolorida sonrisa—; la señora Pell era viuda.

—Es extraordinario —dijo el de la cara pintada.

—Sí, es una rara coincidencia—dijo Pell.

—Nada de eso —observó malhumorado Mr. Weller—. Se casan más viudas que solteras.

—Muy bien, muy bien —dijo Pell—; tiene usted razón, Mr. Weller: la señora Pell era elegante y perfecta; sus maneras eran universalmente admiradas en la vecindad. Yo me enorgullecía viéndola bailar, con aquella serena dignidad y aquella naturalidad que había en sus movimientos. Su continente era la misma sencillez... ¡Ah, bien, bien! Permítame una pregunta, Mr. Samuel —continuó el procurador con voz queda—: ¿era alta su madrastra?

—No mucho —replicó Sam.

—La señora Pell tenía una gran estatura —dijo Pell—. Era una espléndida mujer, de noble talle, y con una nariz, señores, que parecía hecha para mandar, de majestuosa que era. Me quería mucho... mucho... y con muy buenas relaciones también. El hermano de su madre tuvo una quiebra de ochocientas libras como copista legal.

—Bien —dijo Mr. Weller, que se había manifestado algo molesto durante la discusión—. Vamos al asunto.

Esta palabra sonó como una música a Mr. Pell. Hacía rato que rondaba por su mente la duda de si tenía que ventilarse algún negocio, o si habíasele invitado solamente para tomar una copa de aguardiente y agua o de ponche, o para hacerle cualquier otro obsequio profesional, y ahora que se le despejaba la incógnita, sin haber mostrado, por su parte, la menor avidez, sus ojos resplandecían de gozo. Dejó el sombrero sobre la mesa y dijo:

—¿Cuál es el asunto que se me... hum?... ¿Va a comparecer ante la Audiencia alguno de estos caballeros? Necesitamos un arresto, un arresto amistoso; ya comprenden ustedes. ¿Aquí no hay más que amigos, supongo?

—Dame el documento, Sammy —dijo Mr. Weller, recibiendo el testamento de manos de su hijo, al que la entrevista parecía divertir extraordinariamente—. Lo que necesitamos, sir, es una probatura de esto.

—Prueba, mi querido señor, prueba—dijo Pell.

—Bien, sir —replicó atufado Mr. Weller—. Probatura y prueba son poco más o menos lo mismo; si no entiende usted lo que quiero decir, sir, ya encontraré quien lo entienda.

—No he querido ofenderle, Mr. Weller —dijo Pell humildemente—. Por lo que veo, es usted el ejecutor —añadió, echando una ojeada sobre el papel.

—Lo soy, sir —respondió Mr. Weller.

—Estos otros señores supongo que serán los legatarios, ¿verdad? —inquirió Pell con una sonrisa de felicitación.

—Halagatorio no es más que para Sammy —replicó Mr. Weller—. Esos otros caballeros son amigos míos, que han venido precisamente para ver si las cosas van bien; una especie de árbitros.

—¡Ah! —dijo Pell—. Muy bien. No tengo que hacer la menor objeción. Necesitaré cosa como de cinco libras para empezar. iJa,ja,ja!

Habiendo decidido el Comité que podía hacerse el anticipo de cinco libras, entregó Mr. Weller esta cantidad, después de lo cual celebróse un conciliábulo sin finalidad alguna, en el curso del cual demostró Mr. Pell, con la más perfecta conformidad de los árbitros, que de no habérsele encomendado a él el manejo del negocio las cosas hubieran tenido mala solución, por razones poco manifiestas, mas suficientes sin duda alguna. Resuelto este punto, confortóse Mr. Pell con tres chuletas y con bebidas de alcohol y de malta a costa de la herencia; y con esto dirigiéronse todos a Doctor's Commons.

Al día siguiente hízose otra visita a Doctor's Commons, durante la cual hubo de darles bastante que hacer un palafrenero que iba de testigo, y que, hallándose completamente embriagado, negóse obstinadamente a jurar como no fuera en votos absolutamente profanos, con gran escándalo del procurador y del delegado. En la semana siguiente visitóse otras varias veces Doctor's Commons, y también el Negociado de últimas Voluntades. Hubo que redactar contratos para el traspaso de arriendo y negocio, con la correspondiente ratificación; hubo de hacer inventarios; celebráronse almuerzos y comidas e hiciéronse otras muchas cosas de provecho; y fueron tantos los papeles acumulados, que Mr. Salomón Pell, el muchacho y el saco azul engordaron de tal manera, que nadie los hubiera tomado por el mismo hombre, muchacho y saco que vagaran por Portugal Street unos cuantos días antes.

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