Los papeles póstumos del club Pickwick (104 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»Pero sólo con la mirada de refilón que pudo dirigir a la hermosa faz observó mi tío que la señorita echaba sobre él una mirada implorante, y que parecía aterrada y triste. Observó también que el joven de la peluca empolvada, no obstante su alarde de galantería, que había sido correctísimo, apretaba fuertemente la muñeca de la señora al entrar y la seguía inmediatamente. Un personaje de aspecto detestable, con peluca castaña y traje de color ciruela, que llevaba una gran espada y botas altas, viajaba con ellos; y cuando se sentó al lado de la joven, que se acurrucó en un rincón al aproximarse éste, confirmó mi tío su impresión primera de que había allí algún misterio, o, según se decía a sí mismo, de que había allí algo que no le sonaba bien. Es asombroso lo rápidamente que concibió el propósito de auxiliar a la señorita, si llegaba el caso.

»—¡Muerte y rayos! —exclamó el joven, empuñando el espadín, al entrar mi tío en el coche.

»—¡Sangre y truenos! —rugió el otro señor.

»Y al decir esto desenvainó su espada y se arrancó hacia mi tío, sin otros preliminares. Mi tío no llevaba arma ninguna; pero, con gran destreza, agarró el tricornio del adversario, y recibiendo la punta de su espada en el copete, apretóla fuertemente y la sujetó.

»—¡Pínchale por detrás! —gritó el feo a su compañero, en tanto que pugnaba por recobrar su espada.

»—Más vale que no lo haga —gritó mi tío, destacando el tacón de uno de sus zapatos en forma amenazadora—. Le voy a sacar los sesos, si tiene algunos, o a romperle el cráneo, si lo tiene.

»Desplegando toda su fuerza en este momento, arrancó mi tío la espada de manos del hombre feo y la arrojó bonitamente por la ventanilla del coche. Al ver esto empezó el joven a vociferar "¡Rayos y muerte!" otra vez, y llevó su mano al pomo de su espada con aire de fiereza, pero no la sacó. Y no la sacó, señores, tal vez, según decía mi tío sonriendo, por temor de alarmar a la señora.

»—Ahora, señores —dijo mi tío, volviendo a sentarse con gran aplomo—, no hay para qué hablar de muerte, con o sin rayos, en presencia de una dama, y me parece que ya hemos tenido bastante sangre y bastantes truenos para un viaje. De modo que, si les parece, ocuparemos nuestros asientos como viajeros pacíficos. ¡Eh, guarda, recoja usted el trinchante de ese señor!

»Tan pronto como dijo mi tío estas palabras apareció el guarda a la ventanilla del coche con la espada en la mano. Alzó su linterna y miró escrutadoramente a mi tío, entregándole el arma. Entonces advirtió mi tío, con gran sorpresa, una inmensa multitud de guardas del correo, que pululaban junto a la ventanilla y que todos fijaban sus ojos curiosamente en él. En su vida había visto un mar como aquel de caras blancas, cuerpos rojos y miradas intrigadas.

»—Ésta es la cosa más extraña que he topado en mi existencia —pensó mi tío—. Permítame, sir, que le devuelva su sombrero.

»Recibió el feo en silencio su sombrero de tres picos; contempló con curiosidad el agujero que se le había hecho, y se lo plantó, por último, sobre la peluca con una solemnidad que hubo de desmerecer un tanto por habérsele escapado un violento estornudo que le hizo vacilar.

»—¡Listos! —gritó el guarda de la linterna, ocupando su asiento en la trasera.

»Partieron. Asomóse mi tío a la ventanilla al salir al coche del patio y observó que los otros correos, con sus cocheros, guardas, caballos y pasajeros, estaban dando vueltas, en círculos concéntricos, a un trotecillo de cinco millas por hora. Mi tío, señores, se indignó. En su calidad de comerciante, opinaba que no era lícito jugar de aquella manera con las valijas, y resolvió presentar un memorial a la Oficina Central de Correos acerca de este asunto no bien llegase a Londres.

»Por entonces, sin embargo, sus pensamientos giraban en torno de la señorita que se sentaba en el extremo opuesto del vehículo, con la cara cuidadosamente envuelta en su capuz; el de la casaca azul celeste se hallaba enfrente de ella; el del traje ciruela, a su lado, y ambos la avizoraban afanosamente. Si se le ocurría a la señorita sacudir los pliegues de su velo, oía mi tío al hombre feo golpear la empuñadura de su espada, y por la respiración del otro —pues había tanta oscuridad que no podía verle la cara— deducía que la miraba de tal manera, que no parecía sino que iba a comérsela de un bocado. Esto sobresaltó a mi tío, hasta el punto de decidirse a llegar hasta el fin pasara lo que pasara. Sentía una gran admiración por los ojos brillantes, por las caras dulces y por las piernas y los pies pequeñitos y lindos; era, en una palabra, aficionadísimo al bello sexo. Es de familia, señores; yo también lo soy.

»Muchos fueron los recursos que hubo de emplear mi tío para atraer la atención de la señora o para entablar conversación con los misteriosos caballeros. Mas fue vano el resultado de todos ellos; los caballeros no querían charlar y la dama no se atrevía. Mi tío asomaba de cuando en cuando la cabeza por la ventanilla y gritaba preguntando por qué no iban más de prisa. Pero vociferó hasta enronquecer y nadie le hizo el menor caso. Arrellanóse en su asiento y dedicóse a regalar su pensamiento con la hermosa faz, las lindas piernas y los brevísimos pies. Esto le sirvió de mucho, porque le ayudó a pasar el tiempo y le impidió recapacitar en la finalidad de su empresa y en los motivos que le habían llevado a tan rara situación. No es que estas cosas le hubieran preocupado mucho: era un hombre libérrimo, emprendedor, despreocupado y que se paraba poco a meditar en las consecuencias de sus actos.

»En esto se detuvo el coche.

»—¡Hola! —dijo mi tío—. ¡Cómo sopla el viento ahora!

»—Hagan el favor de apearse aquí —dijo el guarda, bajando el estribo.

»—¿Aquí? —gritó mi tío.

» —Aquí —respondió el guarda.

» —No haré tal —dijo mi tío.

»—Muy bien; pues entonces quédese donde está —dijo el guarda.

»—Eso pienso hacer —dijo mi tío.

»—Perfectamente —dijo el guarda.

»Escucharon con gran atención este coloquio los demás pasajeros, y comprendiendo que mi tío estaba dispuesto a no apearse, el joven acompañante de la señora pasó difícilmente junto a él y tendió la mano a la joven. En aquel momento examinaba el feo el agujero de su tricornio. Al pasar la joven rozando a mi tío, dejó caer en las manos de éste uno de sus guantes, y murmuró suavemente, acercando tanto sus labios a la cara de mi tío, que sintió éste darle en la nariz el cálido aliento de la señorita, la palabra "¡Defiéndame!". Entonces, señores, saltó mi tío del coche con tal violencia, que le hizo bambolearse sobre sus ballestas.

»—¡Oh! ¿Lo ha pensado usted mejor? —dijo el guarda al ver a mi tío en el suelo.

»Miró mi tío al guarda por unos segundos, pensando si no sería mejor apoderarse del arcabuz, dispararlo en la misma cara del hombre del espadón, golpear al otro acompañante con la culata y arrebatar a la dama, ocultándose en la nube de humo. Mas, pensándolo mejor, abandonó este proyecto, por considerarlo excesivamente melodramático, y siguió a los dos hombres misteriosos, que, llevando en medio a la dama, entraban en un viejo caserón que daba frente al edificio en que paraba el coche. Penetraron en el portal, y les siguió mi tío.

»De cuantos edificios desolados y ruinosos viera mi tío, era éste uno de los más. Por la traza debió de haber sido fonda en tiempos; pero faltaba la techumbre en algunos sitios y las escaleras eran empinadísimas y estaban desvencijadas. Había en la estancia principal una enorme chimenea, cuya campana se hallaba ennegrecida por el humo; pero no había lumbre. El polvo ceniciento de las maderas quemadas aún se advertía en el hogar; pero ahora estaba frío, y por doquier reinaban la sombra y la lobreguez.

»—¡Bien! —dijo mi tío, mirando a sus alrededores—. Esto de que un correo de seis millas y media la hora se detenga por tiempo indefinido en una zahurda como ésta me parece un abuso. Esto hay que contarlo. Me dirigiré a los periódicos.

»Dijo esto mi tío en alta voz y en forma ostensible, con objeto de ver si podía meter en conversación a los acompañantes. Pero ninguno de los dos le hizo caso, y siguieron murmurando entre sí, después de mirarle con hostilidad. La señora estaba en el fondo de la estancia, y una vez aventuróse a hacerle una seña con la mano, como solicitando la ayuda de mi tío.

»Por fin avanzaron un poco los acompañantes y empezó la conversación en tonos vivos.

»—Por lo visto no sabe usted que ésta es una habitación privada, amigo —dijo el de ropaje celeste.

»—No, no lo sé, amigo —respondió mi tío—. Lo que me parece es que si ésta es una habitación privada y especialmente dispuesta, habrá que ver la sala del público.

»Y diciendo esto, sentóse mi tío en una silla de alto respaldo y examinó a su interlocutor, tomándole medida con tanta exactitud, que Tiggin y Welps podrían haberle confeccionado un traje de percal sin que hubiera diferido una sola pulgada.

»—Salga de aquí —dijeron los dos hombres, echando mano a sus espadas.

»—¿Cómo? —dijo mi tío, fingiendo no haber comprendido.

»—Salga de aquí o dese por muerto —dijo el feo del espadón, desenvainándolo y haciendo un molinete en el aire.

»—¡Duro con él! —gritó el caballero celeste, sacando también su espada y retrocediendo dos o tres yardas—. ¡Duro con él!

»La dama lanzó un agudísimo chillido.

»Mi tío siempre se había distinguido por su audacia y presencia de ánimo. Mientras que permaneciera, al parecer, indiferente acerca de lo que iba a pasar, había estado mirando furtivamente en torno con objeto de descubrir algún utensilio o arma de defensa; y en el momento en que los otros sacaron sus espadas, advirtió en un rincón de la chimenea un viejo espadín con empuñadura revestida de mimbre y herrumbrosa vaina. De un salto se apoderó mi tío del arma, la desenvainó, blandióla gallardamente sobre su cabeza, y encareciendo a la dama que se hiciera a un lado, arrojó la silla al hombre celeste, la vaina al del traje ciruela y, aprovechando la confusión, cayó sobre ambos a mansalva.

»Hay un vieja historia, señores, que nada desmerece por ser auténtica, referente a cierto caballero holandés, al que, habiéndosele preguntado si podría tocar el violín, respondió que seguramente podría, pero que no lo sabía de cierto, porque nunca lo había intentado. Esto puede ser aplicable a mi tío y a su defensa. Jamás había tenido una espada en su mano, como no fuera una vez en que representó el Ricardo III en un teatro particular, en cuya ocasión convino con Richmond en que sería herido por la espalda en vez de celebrar el duelo en la escena. Pero allí estaba, tirándose estocadas y tajos con dos consumados espadachines: atacaba y volvía a la guardia, lanzábase a fondo, amagaba fintas y paraba con la mayor bravura y destreza, aunque hasta aquel momento no hubiera tenido la menor noción de esta ciencia. Esto viene a demostrar cuán cierta es la vieja sentencia de que un hombre nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta.

»Era espantoso el ruido del combate; los adversarios juraban como lanceros, y sus espadas producían al encontrarse el mismo estrépito que si todos los cuchillos y aceros del mercado de Newport chocaran entre sí al mismo tiempo. En lo más empeñado de la lucha, la señora, probablemente con objeto de animar a mi tío, descubrióse por completo el rostro y mostró a la luz tan fascinadora belleza, que mi tío hubiera sido capaz de batirse con quince hombres, con tal de ganar una sonrisa y morir. Había hecho maravillas hasta entonces; mas desde aquel momento empezó a disparar tajos y estocadas como un gigante furioso.

»Al volverse en aquel momento el caballero celeste y ver a la joven con la cara descubierta, profirió una exclamación de rabia y celos, y, dirigiendo el arma hacia el hermoso pecho de la joven, le apuntó al corazón, lo cual hizo a mi tío lanzar un grito de terror tal, que hizo retemblar el edificio. Desvióse ágilmente la señorita, y, arrebatando la espada de la mano del joven, antes de que pudiera recobrar su aplomo le empujó contra la pared y, hundiéndosela hasta el pomo, le dejó clavado.

»Fue un ejemplo fecundo. Mi tío, con un grito de triunfo y con fuerza irresistible, obligó a su adversario a retirarse en la misma dirección, y dirigiendo el viejo espadín al propio centro de una roja flor que formaba parte del rameado del chaleco, le dejó ensartado junto a su amigo. Allí quedaron los dos, señores, agitando sus brazos y piernas, con esfuerzos de agonía, como esos muñecos de juguete que se mueven tirándoles de un hilo. Decía luego mi tío que era éste uno de los medios más seguros que conocía para deshacerse de un enemigo; pero el procedimiento era recusable desde el punto de vista económico, toda vez que exigía el gasto de una espada por cada individuo despachado.

»—¡Al coche, al coche! —gritó la dama abalanzándose a mi tío y echándole al cuello sus hermosos brazos—. ¡Aún podemos salvarnos!

»—¡Cómo que aún podemos! —exclamó mi tío—. Pero, querida mía, ¿es que todavía queda alguno a quien matar?

»Sintióse mi tío bastante contrariado, porque consideraba que un breve rato de amoroso palique hubiera sido muy agradable después de la matanza, aunque no fuera más que por variar de tema.

»—No tenemos un instante que perder —dijo la señorita— Ése —añadió, señalando al joven de traje celeste— es el hijo único del poderoso marqués de Filletoville.

»—¿Sí? Pues entonces, querida mía, presumo que no va a llevar jamás el título —dijo mi tío, contemplando con la mayor indiferencia al joven que estaba clavado en la pared como un saltamontes—. Ha suprimido usted el mayorazgo, amor mío.

»—He sido arrebatada de mi casa y de los míos por esos dos villanos —dijo la señorita, sofocada por la indignación— Ese malvado se hubiera casado conmigo a la fuerza dentro de una hora.

»—¡Maldito sinvergüenza! —dijo mi tío, lanzando una mirada despreciativa al moribundo heredero de Filletoville.

»—Como habrá usted podido adivinar por lo que ha visto —continuó la señorita—, todo estaba preparado para asesinarme si llamaba yo a alguien en mi auxilio. Si los cómplices nos encuentran aquí, estamos perdidos. Dentro de dos minutos sería ya tarde. ¡Al coche!

»Diciendo esto, y aniquilada por las emociones y por el esfuerzo desplegado para ensartar al joven marqués de Filletoville, cayó la señorita en los brazos de mi tío. Levantóla mi tío en sus brazos y la condujo a la puerta de la casa. Allí estaba el coche, con cuatro caballos de luengas colas y flotantes crines ya enganchados; mas no había cochero, ni guarda, ni siquiera palafrenero que tuviera cuenta de los caballos.

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