Los papeles póstumos del club Pickwick (106 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Mr. Sawyer! —gritó Mr. Pickwick con gran excitación—. ¡Por Dios, Mr. Sawyer!

—¡Hola! —respondió el aludido, mirando desde arriba con la mayor tranquilidad.

—¿Está usted loco, sir? —le preguntó Mr. Pickwick.

—Nada de eso —replicó Bob —; alegre solamente

—¡Alegre, sir! —exclamó Mr. Pickwick—. Baje usted ese escandaloso pañuelo rojo, haga el favor. Se lo suplico, sir. Bájalo, Sam.

Antes de que Sam pudiera intervenir, arrió graciosamente su bandera Mr. Bob Sawyer, y, luego de guardársela en el bolsillo, saludó cortésmente a Mr. Pickwick, limpió la boca de la cantimplora y se la aplicó a la suya, dándole a entender, sin necesidad de gastar palabras, que aquel trago iba por su dicha y prosperidad. Hecho esto, tapó cuidadosamente la botella, y, mirando beatíficamente a Mr. Pickwick, tomó un gran bocado del comestible y sonrió.

—Vamos —dijo Mr. Pickwick, cuya ira momentánea no pudo resistir el imperturbable aplomo de Bob—, haga el favor de no hacer más disparates.

—No, no —replicó Bob, cambiando otra vez su sombrero con Mr. Weller—; no era ése mi propósito. Me animó tanto la carrera, que no pude contenerme.

—Fíjese en el efecto que hace —le observó Mr. Pickwick—, y cuide un poco más de las apariencias.

—¡Oh sí! —dijo Bob—. No es propio de las circunstancias, ni mucho menos. Se acabó, mi dueño y señor.

Satisfecho con la promesa, volvió a meter la cabeza en el coche Mr. Pickwick, y levantó la vidriera; mas no bien reanudara la conversación interrumpida por Mr. Bob Sawyer, sobresaltóse al ver aparecer un objeto negro de forma oblonga junto a la ventanilla, y golpeándola repetidamente, como si se impacientara por ser admitido.

—¿Qué es esto? —exclamó Mr. Pickwick.

—Parece una cantimplora —observó Ben Allen, examinando el objeto en cuestión con interés a través de sus lentes—; yo creo que es de Bob.

La impresión no podía ser más exacta, porque, habiendo atado Mr. Bob Sawyer la cantimplora al extremo del bastón, golpeaba la ventanilla con ella con intención de que sus amigos del interior participaran del contenido en la mejor armonía.

—¿Qué debemos hacer? —dijo Mr. Pickwick, mirando la botella—. Esto es más disparatado aún que lo anterior.

—A mí me parece que lo mejor será cogerla —replicó Mr. Ben Allen—. Le estaría muy merecido que la cogiéramos y nos quedáramos con ella, ¿no es verdad?

—Ciertamente —dijo Mr. Pickwick—. ¿La cojo?

—Creo que es el mejor partido que podemos tomar —repuso B en.

Como este parecer coincidiera perfectamente con el suyo propio, bajó suavemente Mr. Pickwick la vidriera y desató la botella del bastón, después de lo cual subió de nuevo la vidriera, y se oyó reír con toda su alma a Mr. Bob Sawyer.

—¡Qué gracioso es el bribón! —dijo Mr. Pickwick, mirando a su compañero, con la botella en la mano.

—Sí que lo es —dijo Mr. Allen.

—No hay manera de enfadarse con él —añadió Mr. Pickwick.

—Claro que no —asintió Benjamín Allen.

Durante este intercambio de opiniones, Mr. Pickwick descorchó distraídamente la botella.

—¿Qué es? —preguntó al descuido Ben Allen.

—No lo sé —replicó Mr. Pickwick con igual negligencia—. Parece que huele a ponche.

—¡Ah!, ¿sí? —repuso Ben.

—Me parece —repitió Mr. Pickwick, precaviéndose contra toda posibilidad de decir una inexactitud—; ahora, que no lo puedo asegurar sin probarlo.

—Pues pruébelo usted —dijo Ben—, y así sabremos lo que es.

—¿Cree usted? —replicó Mr. Pickwick—. Bien; si tiene usted curiosidad por saberlo, yo no me opongo.

Propicio siempre a sacrificar sus opiniones a los deseos de su amigo, echó Mr. Pickwick un buen trago.

—¿Qué es? —preguntó Ben Allen, interrumpiéndole con cierta impaciencia.

—Es curioso —dijo Mr. Pickwick, relamiéndose los labios—; hasta ahora no caigo. ¡Oh sí! —dijo Mr. Pickwick después de un segundo trago—.Es ponche.

Mr. Ben Allen miró a Mr. Pickwick; Mr. Pickwick miró a Mr. Ben Allen, y sonrió Mr. Ben Allen; pero no Mr. Pickwick.

—Bien se lo merecía —dijo el último con cierta severidad—; se merecía que nos lo bebiésemos, sin dejar gota.

—Eso mismo se me había ocurrido a mí —dijo Ben Allen.

—¿Verdad que sí? —repuso Mr. Pickwick—. ¡Entonces, a su salud!

Con estas palabras tiró el excelente caballero un buen viaje a la botella, y se la pasó a Ben Allen, que no se quedó atrás. Dirigiéronse mutuas sonrisas, y el ponche fue gradual y alegremente consumido.

—Después de todo —dijo Mr. Pickwick—, sus cosas son muy divertidas; realmente, entretenidísimas.

—Bien puede usted decirlo —repuso Mr. Ben Allen.

Y en prueba de que Mr. Bob Sawyer era el ser más ocurrente del mundo, procedió a contar prolija y detalladamente a Mr. Pickwick cómo en cierta ocasión el exceso de bebida produjo a Bob una fiebre de tal naturaleza, que no hubo más remedio que afeitarle la cabeza; narración que aún no había terminado cuando se detuvo el coche en el Soto de la Campana de Berkeley para mudar el tiro.

—¡Señores! Comeremos aquí, ¿verdad? —dijo Bob, inclinándose sobre la ventanilla.

—¡Comer! —dijo Mr. Pickwick—. ¡Pero hombre, si no hemos andado más que diecinueve millas, y nos faltan veintiocho y media todavía!...

—Precisamente por esa razón debiéramos tomar algo que nos confortase para la fatiga de la jornada —arguyó Mr. Bob Sawyer.

—¿Pero cómo vamos a hacer la comida a las once y media de la. mañana? —replicó Mr. Pickwick, consultando el reloj.

—Claro está, señor —repuso Bob—; lo que se impone es almorzar. ¡Eh, buen hombre: almuerzo para tres inmediatamente, y que no enganchen hasta dentro de un cuarto de hora! Diga que nos saquen todo lo que tengan de fiambres a la mesa, alguna que otra botella de cerveza y el mejor madeira que haya.

Dadas estas órdenes con señorial desenvoltura, entró en la casa Mr. Bob Sawyer apresuradamente, con objeto de vigilar los preparativos, volviendo a los cinco minutos para decir que estaba todo perfectamente.

La calidad del almuerzo justificaba cumplidamente los elogios de Bob, y tanto éste como Mr. Ben Allen y Mr. Pickwick le rindieron grandes honores. Ante el combinado ataque de los tres, pronto sucumbieron la botella de cerveza y la de madeira. Y cuando, enganchados los caballos, ocuparon de nuevo sus asientos, llena la cantimplora del mejor sustitutivo del ponche que pudo proveerse en tan corto tiempo, resonó la corneta y ondeó el banderín rojo, sin la más ligera protesta por parte de Mr. Pickwick.

En el Salto de la Lanza de Tewkesbury hicieron alto para comer. Entonces volvieron a correr la cerveza, el madeira y algún oporto de añadidura, y por cuarta vez se llenó la cantimplora. Bajo la influencia de aquellos estimulantes combinados, permanecieron dormidos Mr. Pickwick y Mr. Ben Allen durante las treinta millas, en tanto que Bob y Mr. Weller cantaban a dúo en la trasera.

Era ya completamente de noche cuando Mr. Pickwick se halló bastante despierto para mirar por la ventanilla. Las casitas, salpicadas a uno y otro lado del camino; el sombrío matiz de todos los objetos que se descubrían; la brumosa atmósfera; las sendas rojizas y cenicientas; el rojo fulgor de los hornos, lejanos aún; las densas humaredas que despedían las piramidales y elevadas chimeneas, que todo lo ennegrecían en torno; el resplandor de las luces distantes; los enormes carromatos, que seguían fatigosamente el camino, abarrotados de lingotes de hierro o de otros pesados materiales..., todo anunciaba la proximidad de la industriosa Birmingham.

A medida que penetraban en las angostas callejuelas acentuábanse los síntomas visuales y acústicos del trajín laborioso: las calles veíanse llenas de obreros; de todas las casas salía el sordo zumbido de la faena; los amplios ventanales le los talleres derramaban sus haces luminosos, y el giro de as ruedas y el trepidar de las máquinas hacían retemblar las paredes; las llamas, cuyo tenue resplandor percibiérase desde unas millas antes, veíanse ahora brillar voraces en las fábricas de la ciudad; el golpear de los martillos, los resoplidos del vapor y el pesado machacar de las férreas piezas oíanse por doquier en rudo concertante.

El postillón llevó el coche a escape por las anchurosas calles y pasó por delante de las hermosas e iluminadas tiendas que unen los arrabales de la ciudad con el antiguo Hotel Real antes de que Mr. Pickwick tuviera tiempo de recapacitar en la delicada y difícil misión que allí le llevaba.

La delicada naturaleza de su comisión y la dificultad de llevarla a cabo no disminuían en manera alguna con la espontánea compañía de Mr. Bob Sawyer. A decir verdad, Mr. Pickwick comprendía que la presencia del ocurrente amigo en aquella ocasión, aunque grata y apetecible, constituía un honor que muy de su gusto hubiera declinado; en una palabra: que hubiera dado una respetable suma con tal de que Mr. Bob Sawyer se trasladara sin demora a cualquier sitio que estuviera a más de cincuenta millas de distancia.

Mr. Pickwick nunca había mantenido trato personal con Mr. Winkle padre, si bien había comunicado con él por carta dos o tres veces para darle respuesta satisfactoria a otras tantas consultas del primero referentes al modo de ser y al comportamiento de su hijo, y ocasionábale no poca nerviosidad el pensar que visitarle por vez primera en compañía de Bob Sawyer y Ben Allen, que estaban un tanto beodos, no era la forma más adecuada que emplear podía para inclinar al anciano en su favor.

—Sin embargo —decía Mr. Pickwick, tratando de cobrar seguridad—, haré cuanto esté de mi parte. He de verle esta misma noche, porque así lo he prometido. Si se empeñan en acompañarme, abreviaré la entrevista todo lo posible, y espero que, aunque no sea más que por su propio decoro, no cometerán ninguna inconveniencia.

Cuando se tranquilizaba con estas reflexiones, deteníase el coche a la puerta del Hotel Real. Despierto a medias Ben Allen de un estupendo sueño y una vez sacado, asido del cuello, por Mr. Samuel Weller, logró apearse Mr. Pickwick. Fueron introducidos en un confortable aposento, y, sin perder momento, interrogó al camarero Mr. Pickwick acerca de la morada de Mr. Winkle.

—Aquí cerca, sir —dijo el camarero—, a menos de quinientas yardas. Mr. Winkle es delegado del muelle del canal, sir. Su casa particular no está de aquí ni... ¡ca!... ni a quinientas yardas.

Entonces apagó el camarero una vela e hizo ademán de encenderla otra vez, con el solo objeto de dar tiempo a que Mr. Pickwick preguntara más, si así lo deseaba.

—¿Va a tomar algo ahora, sir? —dijo el camarero, encendiendo, al fin, la bujía, desesperado por el silencio de Mr. Pickwick—. ¿Té o café, sir? ¿Algo de comer?

—Ahora, nada.

—Muy bien, sir. ¿Desea que se le prepare la cena, sir?

—Por ahora, no.

—Muy bien, sir.

Dirigióse lentamente hacia la puerta y, deteniéndose bruscamente, volvióse y dijo con suavidad:

—¿Quiere que envíe a la camarera, sir?

—Como a usted le parezca —replicó Mr. Pickwick.

—A su gusto, sir.

—Y traiga un poco de soda —dijo Bob Sawyer.

—¿Soda, sir? Sí, sir.

Aliviado el peso que agobiaba su mente por haber conseguido al fin que se le pidiera alguna cosa, desvanecióse imperceptiblemente el camarero. Los camareros nunca andan ni corren. Tienen un poder especial y misterioso de esfumarse de las habitaciones que no poseen los demás mortales.

Habiendo aparecido ciertos leves síntomas de vitalidad en Mr. Ben Allen, gracias a la soda, pudo conseguirse de él que se lavara y que se dejara cepillar por Sam. Después de reparar Mr. Pickwick y Bob Sawyer el desorden producido por el viaje en su indumento, encamináronse los tres del brazo a casa de Mr. Winkle. Bob Sawyer impregnaba la atmósfera, al andar, con el olor del tabaco.

A cosa de un cuarto de milla, en bien urbanizada y tranquila calle, alzábase una vetusta casa de rojo ladrillo con una escalinata de tres peldaños a la entrada y una placa de bronce, en la que se leía, inscritas en gruesos caracteres romanos, las palabras «Mr. Winkle». Eran muy blancos los escalones, muy rojos los ladrillos de la fachada y muy limpio y perfilado el edificio, y a él llegaron Mr. Pickwick, Mr. Benjamín Allen y Mr. Bob Sawyer al sonar las campanadas de las diez.

Acudió a la llamada una elegante doncella, que se sorprendió al ver a los visitantes.

—¿Está en casa Mr. Winkle, querida? —preguntó Mr. Pickwick.

—En este momento va a cenar, sir —respondió la muchacha.

—Tenga la bondad de pasarle esta tarjeta —repuso Mr. Pickwick—. Dígale que siento molestarle a una hora tan avanzada; pero que deseo vivamente verle esta misma noche, y acabo de llegar.

Miró la doncella tímidamente a Mr. Bob Sawyer, que manifestaba, por medio de una serie de gestos de maravilla, la admiración que le merecían sus encantos personales, y, echando una ojeada a los sombreros y gabanes que estaban colgados en la antesala, llamó a otra muchacha para que tuviera cuidado de la puerta mientras ella subía. Mas pronto fue relevado el centinela, pues a los pocos momentos volvió la primera y, pidiendo perdón a los caballeros por haberles dejado a la intemperie, les introdujo en un alfombrado salón, mitad despacho, mitad tocador, cuyos principales elementos de ornato y mobiliario consistían en un pupitre, un lavamanos, un espejo de afeitarse, un calzador, un abrochador, un elevado taburete, cuatro sillas, una mesa y un viejo reloj con cuerda para ocho días. Sobre la chimenea veíase, empotrada en la pared, una caja de caudales, y un par de estanterías llenas de libros, un almanaque y varios rimeros de empolvados papeles decoraban los muros.

—Siento mucho haberles dejado a la puerta, sir —dijo la muchacha, encendiendo un quinqué y dirigiéndose a Mr. Pickwick con solícita sonrisa—; pero yo no les conocía, y son tantos los rateros que vienen sólo para ver a qué pueden echar mano, que realmente...

—No tiene que darme ninguna explicación, querida —dijo, risueño, Mr. Pickwick.

—Ni la más pequeña, amor mío —dijo Bob Sawyer, extendiendo sus brazos con ademán juguetón y saltando a uno y otro lado, con objeto de impedir que la muchacha saliera de la estancia.

No debió complacerse mucho la doncella con estas maniobras, porque se apresuró a expresar su opinión de que Mr. Bob Sawyer era un «tío antipático», y como éste persistiera en sus apremiantes galanterías, le plantó en la faz sus cinco dedos y escapó del salón entre exclamaciones de aversión y desprecio.

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