Los papeles póstumos del club Pickwick (105 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»No creo, señores, ofender la memoria de mi tío si consigno mi opinión de que, no obstante ser soltero, había tenido en sus brazos a alguna dama antes de aquella ocasión; llegaré hasta decir que, creo, tenía la costumbre de besar a las chicas de las posadas, y sé de buena tinta que en dos o tres ocasiones se le ha visto estrechar de modo ostensible a una patrona. Apunto este comentario para encarecer la calidad de la hermosa señorita que tan profundamente logró conmoverle. Decía muchas veces que al sentir desbordarse en su brazo los cetrinos y largos cabellos de la doncella, y al ver clavarse en los suyos aquellos hermosos y negros ojos en el momento de volver a la vida, experimentó tan extraña conmoción nerviosa, que le temblaron las piernas. ¿Pero quién podría contemplar sin sentirse desconcertado un par de ojos suaves y acariciadores? Lo que es yo, no, señores. A mí me sobrecoge el mirar ciertos ojos que yo me sé, créanme ustedes...

»—¿No me abandonará usted nunca? —murmuró la señorita.

»—¡Nunca! —dijo mi tío.

»Y lo decía con toda su alma.

»—¡Mi querido libertador! —exclamó la joven—. ¡Mi adorado, mi generoso y valiente salvador!

»—No diga eso —replicó mi tío atajándole.

»—¿Por qué? —objetó la dama.

»—Porque su boca se ofrece tan deliciosa cuando usted habla —repuso mi tío—, que temo cometer la brutalidad de besarla.

»Levantó la joven su mano como para impedir que lo hiciera, y dijo..., bueno, no dijo nada...; no hizo más que sonreír.

»Si ustedes contemplan los labios más deliciosos del mundo y los ven abrirse en dulce y traviesa sonrisa...; si se hallan ustedes muy cerca de ellos y nadie por allí..., no es posible que discurran ustedes manera mejor de testimoniar la admiración que les inspira la gracia de su línea y su color que la de besarlos al punto. Eso hizo mi tío, y yo se lo alabo.

»—¡Oiga! —gritó la señorita, sobresaltada—. ¡Ruido de coches y caballos!

»—Es verdad —dijo mi tío, poniéndose a escuchar.

»Tenía un oído finísimo para las ruedas y las herraduras de los caballos; mas tantos parecían ser los carruajes y los caballos que hacia ellos venían a lo lejos, que se hacía imposible adivinar su número. El estrépito correspondía, por lo menos, a cincuenta coches tirados por seis pura sangre cada uno.

»—¡Nos persiguen! —gritó la señorita, juntando sus manos—. ¡Nos persiguen! No tengo otra esperanza que usted.

»Tal fue el terror que se pintó en su bello rostro, que mi tío adoptó al punto su resolución. Depositó en el coche la preciosa carga, dijo a la señorita que no se asustara, imprimió otro beso en sus labios y, advirtiéndole que subiera la ventanilla para resguardarse del frío exterior, subió al pescante.

»—Un momento, querido mío —dijo la señorita.

»—¿Qué ocurre? —contestó mi tío desde su asiento.

»—Tengo que decirle una cosa —dijo la señorita—; sólo una cosa; sólo una, queridísimo mío.

»—¿Es preciso que baje? —preguntó mi tío.

»Guardó silencio la señorita, pero volvió a sonreír. ¡Y qué sonrisa, señores! Eclipsó a la anterior. Mi tío se apeó en menos que se dice.

»—¿Qué es ello, querida mía? —dijo mi tío, contemplándola en la ventanilla.

»Asomóse la señorita en aquel momento, y mi tío la encontró aún más hermosa que antes. Y nada tiene esto de particular, porque ahora la veía, señores, desde más cerca.

»—¿Qué es ello, querida? —repitió mi tío.

»—¿No amará usted más a ninguna otra? ¿Se casará usted con alguna que no sea yo? —dijo la señorita.

»Juró mi tío rotundamente que no se casaría con ninguna que no fuera ella, y la doncella metió la cabeza en el coche Y levantó la ventanilla. Saltó mi tío de nuevo al pescante, ajustó las riendas, tomó el látigo, que estaba en el techo, hízole restallar y allá fueron los cuatro caballos negros, de luengas colas y crines flotantes, arrastrando la vieja diligencia a razón de quince millas inglesas por hora. Ja!... ¡Cómo arrancaron!

»Pero iba aumentando el ruido a retaguardia. Cuanto más corría el coche, más se acercaban los perseguidores: hombres, caballos, perros, rivalizaban en el afán de darles alcance. Era espantosa la batahola; pero sobre ella destacábase la voz de la señorita, que gritaba a mi tío: "¡Más de prisa! ¡Más de prisa!".

»Cruzaron vertiginosamente las sombrías arboledas, como plumas que impulsa el huracán. Casas, iglesias, barreras, setos, todo lo dejaban atrás, con una velocidad y un estrépito que recordaban el mugido de las aguas que rompen bruscamente el dique. Mas seguía acercándose la avalancha perseguidora, y oyendo mi tío el grito desesperado de la señorita: "¡Más de prisa! ¡Más de prisa!".

»Agitó mi tío con ardor redoblado riendas y látigo, y volaron los caballos, hasta cubrirse de blanca espuma. Y aún crecía el ruido a la zaga, y aún gritaba la joven: "¡Más de prisa! ¡Más de prisa!". Dio mi tío un fuerte pisotón en el fondo del coche, excitado por lo crítico del momento, y... se encontró con que amanecía y que estaba en el taller del carpintero, sentado en el cupé de un vetusto correo de Edimburgo, tiritando de humedad y de frío y golpeando el suelo con los pies para calentárselos. Apeóse en seguida, y buscó ávidamente a la señorita en el interior. ¡Oh desilusión! El carruaje no tenía portezuela ni asientos: era un informe armatoste.

»Por supuesto que mi tío sabía muy bien que allí había algún misterio y que todo había pasado tal y como él lo refería. Siempre fiel al juramento prestado a la hermosa señorita, rehusó, en honor de ella, varias patronas aceptables, y murió, al fin, soltero. Siempre decía lo extraordinario que había sido aquello de enterarse, por el solo hecho de saltar una valla, de que los espectros de los coches, caballos, guardas, cocheros y pasajeros tenían la costumbre de viajar por las noches con toda regularidad. Solía decir que se consideraba el único ser viviente que había sido tomado como pasajero en una de estas excursiones. Y creo que tenía razón, señores; por lo menos, yo no sé de ningún otro.»

—Me gustaría saber qué es lo que estos fantasmas de correos llevan en sus valijas —dijo el patrón, que había escuchado la historia entera con atención profunda.

—Hombre, pues las cartas muertas —respondió el viajante.

—Toma, claro está —repuso el patrón—. No había caído en ello.

50. Cómo Mr. Pickwick se apresuró a cumplir su cometido y cómo se le ofreció desde el principio el refuerzo de un auxiliar inesperado

Dispuestos los caballos a las nueve menos cuarto en punto de la mañana siguiente, y una vez que Mr. Pickwick y Sam Weller ocuparon sus asientos respectivos, dentro el uno y fuera el otro, ordenóse al postillón detenerse, en primer término, en casa de Mr. Bob Sawyer, con objeto de recoger allí a Mr. Benjamín Allen.

No fue escasa la sorpresa ni flojo el asombro que experimentó Mr. Pickwick cuando, al detenerse el carruaje ante la puerta del farol rojo y con la muestra de «Sawyer, antes Nockemorf» y asomar la cabeza por la ventanilla, vio al chico de uniforme gris ocuparse afanosamente en la tarea de cerrar las maderas del establecimiento, faena que, por lo impropio de la hora temprana y de las costumbres inherentes a un negocio público, sugiriéronle al punto dos hipótesis diversas: que algún buen amigo y cliente de Mr. Bob Sawyer había muerto, o que el propio Mr. Bob Sawyer habíase declarado en quiebra.

—¿Qué ocurre? —dijo al muchacho Mr. Pickwick.

—No ocurre nada, sir —respondió el chico, abriendo la boca hasta las orejas.

—¡Bien, bien! —dijo Mr. Bob Sawyer, saliendo a la puerta de improviso con un pequeño saco de cuero viejo y sucio en una mano y con un tosco gabán y una bufanda en la otra—. Allá voy, buen amigo.

—¡Usted! —exclamó Mr. Pickwick.

—Sí —replicó Bob Sawyer—, y vamos a hacer la gran expedición. ¡Venga, Sam, coloque esto!

Y con esta sumaria advertencia a Mr. Weller lanzó Mr. Bob Sawyer el saquito, que Sam se apresuró a acomodar debajo del asiento, no sin mostrarse grandemente admirado de lo que pasaba. Hecho esto, Mr. Bob Sawyer, asistido del chico, se introdujo laboriosamente en el tosco gabán, que le estaba bastante pequeño, y, acercándose al coche, metió la cabeza por la ventanilla y se echó a reír estrepitosamente.

—¿Qué sorpresa, verdad? —gritó Bob, enjugándose las lágrimas con una de las bocamangas del tosco gabán.

—Mi querido señor —dijo Mr. Pickwick con cierto embarazo—, no tenía idea de que iba usted a acompañarnos.

—No, pues ésa es la cosa —replicó Bob, asiendo a Mr. Pickwick por la solapa de la chaqueta—. Eso es lo chusco.

—¡Ah! ¿Eso es lo chusco? —dijo Mr. Pickwick.

—Claro —repuso Bob—. Ahí está el quid de la cuestión, eso es; y dejar que el negocio se cuide de sí mismo, ya que parece dispuesto a no cuidarse de mí.

Con esta explicación del fenómeno del cierre, señaló Mr. Bob Sawyer a la tienda y se entregó a un éxtasis de regocijo.

—¡Pero hombre, por Dios, no será usted tan loco que deje a sus clientes sin asistencia! —le reconvino Mr. Pickwick con mucha seriedad.

—¿Por qué no? —objetó Bob en guisa de respuesta—. Así economizo: para que usted lo sepa, ninguno de ellos me paga jamás. Además —continuó Bob en murmullo confidencial—, les conviene muchísimo, porque, hallándome ahora exhausto de drogas y siéndome imposible por el momento hacerme de ellas a crédito, me vería obligado a dar calomelanos a diestro y siniestro, lo cual puede que le sentara mal a alguno. De modo que todos ganamos con ello.

Había en esta réplica una filosofía y una fuerza de razonamiento tales, que no se sintió Mr. Pickwick con preparación bastante para rebatirla. Guardó silencio un momento, y añadió con menos firmeza que antes:

—Pero en este coche sólo caben dos, y ya estoy comprometido con Mr. Allen.

—Usted no se ocupe de mí —replicó Bob—. Ya lo tengo yo arreglado: Sam y yo compartiremos la trasera. Mire, este papelito es para pegarlo en la puerta: «Sawyer, antes Nockemorf. Preguntar a la señora Cripps, aquí al lado». La señora Cripps es la madre del chico. «Mr. Sawyer lo siente muchísimo», dice la señora Cripps, «no ha podido evitarlo... Le mandaron llamar esta mañana temprano para una consulta con el primer cirujano de la comarca... no podían prescindir de él... a cualquier precio... tremenda operación». La cosa es —dijo Bob en conclusión— que me conviene por todos los conceptos. Y si esto se cuenta en los periódicos locales, me hago hombre. ¡Aquí está Ben! ¡Ea, Ben, arriba!

Con estas apremiantes palabras empujó Bob de un lado al postillón, hizo entrar en el coche a su amigo, cerró la portezuela, subió al estribo, plantó el anuncio en la puerta de su casa, echó la llave, la guardó en el bolsillo, saltó a la trasera, dio la voz de partir y todo esto lo llevó a cabo con rapidez tan extraordinaria, que antes de que Mr. Pickwick tuviera tiempo de recapacitar en si procedía o no que les acompañara Mr. Bob Sawyer ya iban rodando con Mr. Bob Sawyer como parte integrante y fardo imprescindible de la impedimenta.

Mientras cruzaron las calles de Bristol, el jocundo Bob conservó su gravedad y sus antiparras profesionales, permitiéndose tan sólo algunos dicharachos para exclusivo solaz y pasatiempo de Mr. Samuel Weller. Pero no bien salieron al campo abierto, despojóse a un tiempo de sus verdes antiparras y de su gravedad profesionales, y se entregó a una gran variedad de manifestaciones festivas, con objeto de llamar la atención de los caminantes que al paso encontraban y con el designio de hacer del coche y de sus ocupantes, blancos de la más viva curiosidad. Entre estas manifestaciones podrían señalarse como las más notables una escandalosa imitación de la corneta de llaves y la ostentosa tremolación de un pañuelo rojo atado al extremo de un bastón, cuya enseña hacía de cuando en cuando ondear en el aire con aspavientos y gesticulaciones de altanería y provocación.

—Me extraña —dijo Mr. Pickwick, deteniéndose en mitad de la más sosegada conversación referente a las innumerables prendas de Mr. Pickwick y de la hermana de Mr. Ben Allen—, me extraña que todo el que pasa se nos queda mirando de una manera rarísima.

—Será la forma elegante del coche —replicó Ben Allen con cierto orgullo—. No están acostumbrados a ver estas cosas todos los días.

—Es posible —repuso Mr. Pickwick—. Tal vez sea eso. Puede ser.

No es difícil que Mr. Pickwick hubiera aceptado esa explicación, de no haber acertado en aquel momento a mirar por la ventanilla y observar que la actitud de los caminantes denotaba todo menos admiración respetuosa, y que parecían cambiarse telegráficas señales entre ellos y alguna persona que iba en el exterior del vehículo, concibiendo al punto la sospecha de que tales demostraciones podrían tener alguna relación, no del todo remota, con las aficiones humorísticas de Mr. Bob Sawyer.

—¿Supongo —dijo Mr. Pickwick— que nuestro volátil amigo no estará cometiendo desatinos desde la trasera?

—¡Oh, no querido! —replicó Ben Allen—. Como no esté un poco excitado, es el ser más tranquilo del mundo.

En aquel momento, una prolongada imitación de la corneta de llaves atronó los oídos de todos, oyéndose en seguida varios gritos y exclamaciones, que procedían de la garganta y pulmones del ser más tranquilo del mundo, o, en más claros términos del propio Mr. Bob Sawyer.

Cambiaron una mirada de inteligencia Mr. Pickwick y Mr. Ben Allen, y, quitándose el sombrero Mr. Pickwick y asomándose a la ventanilla hasta echar fuera casi todo el chaleco, logró al fin descubrir a su chistoso amigo.

Mr. Bob Sawyer estaba sentado, no en la trasera, sino en el techo del carruaje, despatarrado a su placer, con el sombrero de Mr. Samuel Weller de lado, con un enorme emparedado en una mano y una respetable cantimplora en la otra, aplicándose a ambas cosas con verdadero ahínco y divirtiendo la monótona tarea con frecuentes berridos y cambiando animadas chocarrerías con todos los que hallaban al paso. La roja bandera campeaba enhiesta, cuidadosamente atada a la barra del coche, y Mr. Samuel Weller, engalanado con el sombrero de Mr. Bob Sawyer, sentado en el centro, despachaba un par de emparedados de carne con risueño semblante, cuya expresión denotaba la absoluta y perfecta aprobación que le merecía cuanto estaba ocurriendo.

Esto era ya bastante para irritar a un caballero del comedimiento de Mr. Pickwick; pero lo grave del caso cifrábase en que en aquel preciso momento venía a cruzarse con ellos una diligencia atestada de gente dentro y fuera, cuyo asombro tomaba formas palpables. Las congratulaciones de una familia irlandesa mendicante que seguía al coche pidiendo sin cesar resultaban un tanto escandalosas, sobre todo las del cabeza de la tribu, que parecía considerar todo aquel aparato ambulante como formando parte de alguna charanga política o de cualquier otra procesión triunfal.

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